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Día 3 Sábado, 28 de abril

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Annyonghasimnikka. Nanun yongguksaram imnida: «Hola, soy inglés».

Son casi las siete cuando nos acercamos a Dandong. Miro por la ventanilla. Hay basura tirada junto a las vías. Hileras de edificios residenciales de treinta o cuarenta pisos de altura, acabados en un crudo cemento gris, impiden una vista más amplia del paisaje. No hay mucho que atraiga la atención. Al cabo de unos pocos minutos, entramos en una estación moderna, funcional e impecablemente limpia, con suelos de granito gris pulido. Un cartel que dice: «Por favor, manténgase firme» no es un eslogan de propaganda política, sino una advertencia de seguridad a medida que nos disponemos a bajar de las escaleras mecánicas. Y no es el único cartel que hay en inglés. Otro nos anima a «Viajar seguro, viajar con orden, viajar con calidez».

Tenemos tiempo de sobra para caminar por la orilla del río y echar un último vistazo a China antes de embarcar en el tren con destino a Pyongyang. El centro de Dandong reluce y brilla con cromados y aluminio. Para mi sorpresa, una enorme estatua de Mao Zedong se erige en una plaza justo frente a un novísimo Starbucks. El político está inclinado hacia delante, envuelto en su gran abrigo, con el brazo extendido en dirección a Pekín y la espalda hacia el ancho río que marca la frontera con Corea del Norte. Solo el podio en el que se yergue es del tamaño de un edificio.


Cruzan el río un puente y medio sobre pilares. El terminado, que se conoce como el Puente de la Amistad entre China y Corea del Norte, se inauguró en 1943, el año en que yo nací. El otro, conocido popularmente como el Puente Roto, fue bombardeado por los estadounidenses durante la guerra de Corea y termina abruptamente en mitad del río. Una hilera de turistas caminan por él, hasta el final, y se detienen en su extremo para contemplar Corea del Norte. En el paseo junto al río, un grupo de mujeres chinas se hacen selfies junto a los cerezos en flor. Hacia el norte, del lado chino, se extiende una larga y claramente próspera primera línea de edificios en la orilla. Hacia el sur, en el lado coreano, no se ve más que hierba y barro.


De vuelta en la estación de Dandong, subimos a bordo de nuestro tren norcoreano. Está en muy buenas condiciones y ordenado, con vagones pintados con franjas blancas y verdes; tira de él una locomotora china grande y antigua. Salimos de Dandong y traqueteamos sobre el río, conocido por los chinos como Yalu y como Amnok por los coreanos, la frontera natural entre China y la República Popular Democrática.


El cruce es lento. Dejamos atrás una economía socialista de mercado y, entre los resplandores que dejan ver las vigas del puente, empieza a emerger una economía dirigida no reformada. Una vez pasado el puente, nos encontramos en un entorno completamente distinto. En lugar de coches y tiendas, hay gente, bicicletas y polvorientas obras. En vez de rascacielos, vemos cobertizos. La actividad a ambos lados del tren es modesta y el lugar parece adormilado. Los andenes de la estación de Sinuiju están vacíos excepto por los soldados, que se muestran firmes cuando llega el tren. Los retratos de Kim Il Sung y Kim Jong Il, los Grandes Líderes, cuelgan uno junto al otro en una pared, pero su tamaño es más bien recatado, nada ostentoso. Puede que parezca una recepción un tanto decepcionante, pero, por fin, nos encontramos en Corea del Norte.

Estamos confinados a los vagones de «turistas» y se nos mantiene alejados de los lugareños. Por algún motivo, hoy hay un vagón de turistas menos, así que quienes los ocupamos estamos más apretados de lo habitual: holandeses, austríacos, británicos, canadienses y chinos. Antes de que se nos permita continuar hasta Pyongyang, se realizan exhaustivos controles de aduanas e inmigración. Mientras se llevan a cabo, jóvenes mujeres altas con blusas blancas ceñidas, pantalones negros, tacones altos y el cabello recogido en una cola de caballo traen carritos con refrigerios al andén con precisión militar.


Un pelotón de soldados con uniformes verde oliva y enormes gorras de plato se acerca al vagón; se las quitan de una forma casi cómica mientras debaten qué hacer con nuestro equipo de rodaje. Me preguntan si llevo alguna Biblia en mi bolsa (tienen fobia a los misioneros) o alguna guía de viajes, un mapa o alguna película estadounidense. En ese momento comprendo que lo primero que debes abandonar cuando entras en Corea del Norte es cualquier sensación de independencia personal. Hasta ahora, parece que los extranjeros despertamos por igual las sospechas y la fascinación de los lugareños. De ahí la combinación del interrogatorio militar a bordo del tren y las risueñas jóvenes con carritos de refrigerios cuando finalmente se nos permite bajar al andén.

Hay un emblema de metal en el lado exterior del vagón que muestra una brillante estrella roja sobre un motivo compuesto por presas hidroeléctricas y cables de alta tensión, pero cuando salimos de Sinuiju, esa promesa de hormigón y modernidad es reemplazada por las ancestrales imágenes de campos arados y pueblecitos. Corea del Norte es un país predominantemente montañoso. Solo el veinte por ciento de su tierra es cultivable, así que depende de las llanuras costeras, como la que atravesamos en estos momentos, para producir los vitales suministros de comida que necesita. Y lo hacen, según observo, con escasa mecanización. Hombres y mujeres se mueven en bicicleta entre los arrozales o caminan cargados con cubos o cestas. Otros se agachan para plantar brotes y semillas. Los gansos ocupan los campos recién inundados. Bueyes, con bozales para evitar que se coman la preciosa cosecha, tiran de los carros. Cada cien metros, la locomotora toca su claxon para avisar a la gente de que despeje la vía, pero, a la velocidad a la que viajamos, hay tiempo de sobra de apartarse. Es como si el país se moviera a cámara lenta.


El compartimento del tren está aprovechado al máximo, con tres literas en cada pared, así que, en cuanto podemos, nos retiramos al coche restaurante. Está limpio y hay mucha luz. La comida está recién hecha en su impoluta cocina y la sirven camareras con delantales azules y gorras que recuerdan a las de las azafatas de un avión de la década de 1950. Hay un menú fijo.


Me traen todos los platos a la vez, cuidadosamente presentados en cuencos separados: sopa de col, col silvestre con cebolletas, pollo, gambas, ternera salteada, huevos duros y kimchi, ese característico básico coreano hecho a partir de col china fermentada y salsa picante. Lo rebajo todo con una cerveza fría. El vagón me recuerda cómo eran, y parece que ya no pueden permitirse ser, los vagones restaurante en Inglaterra. Me invade una gran sensación de placidez al contemplar el campo coreano por la ventanilla. Parece que hay un programa de acción conjunta para plantar árboles en paralelo a las vías. Los pueblos por los que pasamos están limpios y bien conservados, aunque mi parte cínica se pregunta si será porque están junto a la principal vía de ferrocarril.


Si me aburro de mirar fuera, puedo entretenerme con una televisión instalada en la pared que proyecta una serie de vídeos de Kim Jong Un, que esboza una amplia sonrisa mientras inspecciona líneas de montaje de cohetes y dispara misiles balísticos entre educados aplausos. En estos vídeos se muestra una ecléctica selección de imágenes: filas de tanques alineados en una playa, fotogramas que desprenden rayos como una estrella, chicas tocando violines, un puñado de gestas de ingeniería, un palacio deportivo infantil de reciente construcción, complejos vacacionales e impresionantes paisajes montañosos. Todo ello al son de música patriótica. Es una combinación de los Brit Awards, Last Night of the Proms* y una feria de armamento.


A medida que nos acercamos a Pyongyang, encontramos las primeras muestras de industria, pero es de otra época. Fábricas de ladrillo con chimeneas muy altas, algún almacén de vez en cuando, playas de maniobras y vías secundarias.

Grandes bloques de viviendas se erigen pintados con colores pálidos. Los rostros de los Grandes Líderes, siempre del mismo tamaño, siempre uno junto al otro y siempre cuidadosamente enmarcados, sonríen desde sus carteles con una expresión paternal, tan amenazadores como el anuncio de una óptica. En ocasiones, sus retratos están acompañados por los símbolos heráldicos del régimen: un martillo, una hoz y un pincel de caligrafía; industria, agricultura y cultura.


Llegamos a Pyongyang bien entrada la tarde. Miro por la ventana con un poco más de curiosidad de la habitual y me decepciona un poco ver una ciudad moderna convencional, con nada que llame la atención salvo por una futurista pirámide de cristal que se eleva sobre los edificios aledaños como si hubiera venido de otro planeta. Luego me dicen que es el hotel Ryugyong, construido en 1987, pero, misteriosamente, todavía vacío. De hecho, con sus trescientos treinta metros de altura, es, oficialmente, el edificio vacío más alto del mundo.


En el andén nos esperan mis dos guías. Una se presenta como Li So Hyang (Li es el apellido). Tiene entre veinticinco y treinta años, es baja y de piel pálida. Viste un elegante traje con una falda y una chaqueta a medida. Su sonrisa y mano extendida me hacen pensar que ha hecho esto más veces. El otro guía es un hombre un poco mayor que ella, Li Hyon Chol, que también viste de traje y sonríe, aunque con menos seguridad.


Acompaña a los guías una bandada de funcionarios, aunque estos se quedan en un discreto segundo plano. Representan a nuestros anfitriones, la Agencia de Viajes Internacional de Corea y a la Administración Nacional de Turismo. Nick me dice que, a pesar de sus rimbombantes nombres, son una empresa con ánimo de lucro. No capto ninguno de sus nombres aparte del de la señora Kim, una mujer bajita de mediana edad que parece tener cierta autoridad. El resto son todos hombres. Enfundados en sus trajes oscuros con corbatas idénticos, se parecen peligrosamente al reparto de Reservoir Dogs.

En mis viajes, suelo intentar evitar este tipo de personas. Siempre tienen sus propios planes. Hay cosas que quieren que veas, que no son las que tú quieres ver, y viceversa. Pero sabemos cómo funcionan las cosas aquí. Nadie consigue acceso sin restricciones, y mucho menos si eres occidental y vienes acompañado de un equipo de rodaje, y lo más probable es que sigamos viendo a muchas de estas personas durante la mayor parte del tiempo a lo largo de las próximas dos semanas.


Pero hemos llegado, y eso en sí mismo ya es todo un logro. No nos han impedido filmar cuando salíamos del tren y nadie ha puesto ninguna objeción a que Jaimie apartara discretamente su cámara de nosotros para grabar algunas valiosas imágenes de la vida en el andén. Padres que reciben a sus hijos. Parejas que se reúnen.

Y la estación de Pyongyang resulta, de algún modo, familiar. Con su ornamentada torre del reloj octogonal y su columnata de piedra, no es muy diferente de cualquier otra que se pueda encontrar en Europa. Nuestras «niñeras» nos escoltan a coches que nos esperan aparcados frente a la estación. So Hyang es la única capaz de sonreír con naturalidad. Los demás hacen lo que pueden, pero sus ojos delatan la ansiedad que sienten. Después de todo, somos tan desconocidos para ellos como ellos lo son para nosotros. Esta es la primera vez que veo las calles de Pyongyang. Los coches circulan por ellas, pero hay menos de lo que uno esperaría y, para ser una capital un sábado por la noche, todo está muy tranquilo. El trayecto al hotel es corto, pero basta para percibir cuán tenue es la iluminación nocturna y la ausencia de todo tipo de anuncios.

Nuestro hotel se llama Koryo, uno de los antiguos nombres que recibía Corea. Ocupa dos edificios de cuarenta pisos, con un puente entre ellos a media altura. El diseño del interior es inofensivo y moderno. Pero, claro, casi toda Pyongyang es moderna. Los estadounidenses la destruyeron por completo con sus bombardeos en la década de 1950. De la vieja ciudad, según me dicen, solo queda una casa.

Hemos estado viajando durante la mayor parte de las últimas veinticinco horas desde que salimos de Pekín, y con nuestro equipo de cámaras embargado en una habitación del hotel hasta que reciba la aprobación final de aduanas, no podemos hacer otra cosa que disfrutar del bar del hotel. No resulta sencillo que nos sirvan, pues al principio todos los camareros están pegados a las pantallas que emiten una y otra vez la reunión entre los líderes de Corea del Norte y del Sur. Lo más sorprendente de las imágenes es la naturalidad con que Kim Jong Un se comporta. Tiene el aspecto de un hombre que controla por completo la situación. Camina como un pescador, con una gran sonrisa y la mano extendida. Desprende amabilidad. Por su lenguaje corporal, uno diría que estos dos líderes son viejos amigos, y no dos hombres que nunca se habían visto en persona y que representan sistemas mutuamente excluyentes.

En la pantalla aparece la presentadora del noticiario coreano. Es una figura de aspecto aristocrático, de mediana edad y robusta, que luce el vestido nacional tradicional, una prenda que parece de muñeca con una faja que ciñe el pecho. Se la conoce oficialmente como la Dama Rosa. Se sienta tras un escritorio y lee las noticias con autoritaria impasibilidad, sin que se intercalen imágenes ni haya cambios de plano.


Puede que no sea la mejor personificación de la emoción, pero no cabe duda por su voz de que la reunión que se ha celebrado en la zona desmilitarizada se considera un momento trascendental. Todo el mundo está sobrecogido. Nadie da crédito a lo que está viendo. Y nosotros, lo único que queremos es una cerveza.

Diario de Corea del Norte

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