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Introducción: puntos de partida
Para mostrarles honestamente lo que pienso y sin dilación, permítanme comenzar con unos cuantos puntos de partida. No los propongo como asunciones dogmáticas, sino como ideas que he ido desarrollando anteriormente y que continuarán desarrollándose en el curso de este capítulo. La interdisciplinariedad en las humanidades debe buscar su heurística y su base metodológica en los conceptos más que en los métodos. Los conceptos son las herramientas de la intersubjetividad: facilitan la discusión sobre la base de un lenguaje común. Pero los conceptos no son fijos. Los conceptos viajan entre disciplinas, entre académicos, entre periodos históricos y entre las comunidades académicas dispersas geográficamente. En su viaje entre disciplinas, su significado, su alcance y su valor operativo difieren. Tales procesos de diferenciación requieren que se los evalúe antes, durante y después de cada «viaje». Todas estas formas de viajar hacen que los conceptos sean flexibles. Es precisamente su capacidad de cambio lo que los hace útiles para una nueva metodología que no sea ni inoperante o rígida ni arbitraria o «chapucera». Mientras tanteamos para definir, con carácter provisional y sólo parcialmente, lo que un concepto en particular puede significar, vamos vislumbrando lo que puede hacer. Es en el andar a tientas, en la búsqueda y la experimentación donde se halla el trabajo valioso.
Elaboré estos puntos de partida en mi libro Conceptos viajeros en las humanidades, que se publicó en inglés en 2002 y en español en 2009. El argumento del libro se sustenta en la metáfora del viaje. Necesitamos viajes peligrosos, emocionantes y agotadores si queremos vivir nuevas experiencias. Pero ¿qué importancia tiene el «viaje» en la investigación y el estudio?
El campo del análisis cultural, del cual forma parte el análisis visual, no está delimitado. Las delimitaciones tradicionales deben ponerse en suspenso. Cuando seleccionamos un objeto, cuestionamos un campo. Tampoco encontramos los métodos del análisis en una caja de herramientas a la espera de ser aplicados; ellos también son parte de la exploración. No aplicamos un solo método, sino que reunimos varios. El objeto participa de dicha reunión, de forma que, en conjunto, objeto y métodos pueden conformar un campo nuevo no delineado de forma estricta. Aquí es cuando el viaje deviene el inestable suelo del análisis. Al retornar de nuestros viajes, el objeto construido deja de ser la «cosa» que tanto nos fascinaba cuando la elegimos. Se ha convertido en una criatura viva, integrada en todas las preguntas y consideraciones que el barro de nuestro viaje salpicó en ella, y que ahora la rodea como un «campo».
Al igual que en dicho libro, en este, que se centra específicamente en el análisis visual, voy a abogar por la práctica de la lectura minuciosa. El término general «lectura minuciosa» (close reading), que viene de la tradición hermenéutica, persiste entre nosotros pero no así, me temo, su práctica. Esta pérdida se debe a la merma de la inocencia provocada por la conciencia de que ningún texto produce significados fuera del mundo social y del trasfondo cultural del lector. Lo cierto es que un texto no habla por sí mismo; lo circunscribimos o lo proveemos de un marco de referencia antes de permitirle hablar. No obstante, en la relación tripartita entre estudiante, marco de referencia y objeto, el último debería tener la última palabra. Sólo entonces podemos aprender de y con el arte. Para ahondar en una argumentación más extensa, recomiendo al lector el libro mencionado antes. Permítanme tan sólo reiterar que el análisis conceptual contribuye a la intersubjetividad; cosa que, a su vez, constituye una preocupación que une el procedimiento con el poder y el empoderamiento, con la pedagogía y con la posibilidad de transmitir conocimiento, y con la inclusión, en detrimento de la exclusión. Así pues, conecta la base heurística con la metodológica. Por esta razón, comenzaré con un caso concreto: una imagen. Esta imagen servirá para establecer, y a continuación derribar, una distinción entre la historia del arte y el análisis visual. A continuación, rastrearé rápidamente los diferentes orígenes del análisis visual.
Estos antecedentes se han ido convirtiendo en determinadas cuestiones conceptuales y es por eso que este libro está estrechamente ligado a Conceptos viajeros. La cuestión principal es la del objeto. Mientras que la historia del arte, por ejemplo, tiene un objeto claro –la colección de cosas conocidas como «arte»–, el análisis visual no tiene objeto. Daré argumentos que muestren que esto es por su bien. Obliga a los profesionales a construir un objeto sin tener que recurrir a la propiedad, real o simbólica. Aunque la apertura de los posibles candidatos a la condición de «objeto» es importante en contra de las maniobras de exclusión de otros enfoques, argumentaré que los objetos no pueden ser «cosas» sino eventos; eventos de visión y, por tanto, ejemplos de visibilidad. Continuando con este análisis, abordaré cuestiones como la relación del arte con la historia; la cuestión de la cultura; la centralidad de la agencia visual, el acceso y el alfabetismo y, finalmente, la cuestión del análisis mismo. Este capítulo no ofrece directrices concretas más allá de las que sugieren los ejemplos. Por el contrario, su objetivo es impulsar la reflexión sobre lo que hacemos y por qué cuando practicamos el análisis visual.
De la historia del arte al análisis visual
El dibujo que llevó a cabo Rembrandt alrededor de 1652, que más tarde se titularía Judith decapitando a Holofernes, es un boceto impreciso (fig. 1). Si no dispusiéramos de la ayuda ofrecida por la investigación histórica que identificó el tema, puso fecha a la lámina y la emplazó junto con otras obras del artista y de sus contemporáneos (por nombrar algunas de las principales preocupaciones de esta disciplina), podríamos ver en ella la escena de una madre que acuesta en la cama a su hijo enfermo de un resfriado. La madre parece imponerse sobre el niño, sobre la roja nariz del niño, su brazo echado a un lado. Además de esta constelación madre-hijo, un detalle secundario de la lámina ayuda a identificar el tema de la imagen. La cabeza con casco, en el extremo derecho, ajena a la escena en primer plano, permite que tenga lugar la acción sin que el guardia de la víctima sea testigo del suceso. No obstante, esa cabeza no necesita representación. Nadie nos garantiza que la lámina fuera pensada como un todo, como una descripción narrativa de una historia mítica. Sin embargo, una vez que se nos dice que «Judith» es el significado del boceto, la cabeza de la derecha se convierte en un soldado que, estando de guardia, falla en el momento crucial, por no poner atención a lo que está ocurriendo dentro de lo que ahora vemos como una carpa. Entonces, la mano que acurruca al niño se transforma en la mano que sostiene el arma letal; el niño es un hombre adulto, un chico malo que merecía morir, y el busto, separado a la derecha, es un soldado que hace guardia[1].
Fig. 1. Rembrandt van Rijn, Judith decapitando a Holofernes, ca. 1652. Dibujo, 182 × 150 cm. Nápoles, Museo di Capodimonte.
Identificar este dibujo como «una Judith» es un gesto típico de la historia del arte. Obviamente, se trata de un acto de interpretación, uno de los muchos que dan forma a nuestro día a día. Un dibujo no es más que otro objeto, y dar cuerpo, en nuestra lectura, a detalles de lo que sabemos (o creemos saber) del tema de Judith es uno de los muchos actos de «micropiratería» que Nicolas Bourriaud (2005) ha llamado, a partir de un concepto de la industria cinematográfica, «posproducción». En este caso, postergar la lectura preprogramada y atender a los detalles «como si» no se ajustaran necesariamente al mito de Judith no deja de ser un acto de micropiratería, aunque uno fundamentalmente diferente. Ahora, por ejemplo, la lámina comprende dos escenificaciones independientes entre sí: por un lado, la de la atención y, por otra, la de la indiferencia. O bien la lámina ubica al soldado que mira a otro lado, igual que la sombra encima de él, como representando el dominio público y el intento fútil de «servir y proteger»[2].
Lecturas como estas mantienen una relación peculiar con la narrativa. La interpretación del dibujo como «Judith» es, sin duda, históricamente correcta y considera el dibujo una representación de un texto anterior que supuestamente ilustra. Aun siendo la lectura probablemente más próxima a las intenciones del artista, dicha interpretación, a su vez y de manera un tanto extraña, desanima la mirada. Interpretaciones como las basadas en mitos facilitan la proyección de lo conocido sobre lo novedoso. Por contraste, la lectura que secciona las figuras con casco de la escena de interior declina la invitación a desarrollar una narrativa. En cambio, proyecta en la imagen dos acciones distintas. Por supuesto, ver en la mujer a una madre cariñosa no deja de ser una proyección de lo conocido sobre lo novedoso. La lectura que ve en los soldados el fracaso de los oficiales públicos y, en el dibujo en general, una denuncia de las medidas contemporáneas de seguridad sigue realmente el modo de la narrativa, pero considera el boceto una imagen en sí misma, independiente, y no una ilustración; quizá una obra de propaganda política. Esta última lectura es, asimismo, voluntariamente anacrónica, ya que se apropia de la imagen para una reflexión contemporánea en vez de desarrollar esa vetusta idea del peligro que las mujeres suponen para los hombres.
De forma paradójica para nuestra discusión aquí, puede afirmarse que esta lectura es más directa o exclusivamente «visual». Requiere una mirada activa. Pero también requiere que el espectador sea consciente de su propia contribución a la producción de significado. Por tanto, requiere la aceptación de que el acto de mirar, social e históricamente específico, es parte integrante de lo que ha venido llamándose «cultura visual». Tal acto es un acto de «pirateo», igual que lo son las otras dos lecturas. No obstante, plantea cuestiones sobre el papel de la mirada en nuestra sociedad y respalda la idea de que las imágenes existen para los espectadores, que pueden hacer con ellas lo que les plazca y así lo harán, ajustándose a los marcos de referencia que la sociedad ha establecido para ellos. En suma, relacionar la imagen con las preocupaciones del mundo presente constituye un acto de proyección más abierto y consciente de sí mismo, mientras que la lectura que se centra en Judith simplemente afirma su legitimación por parte de la evidencia histórica.
Para el análisis visual la cuestión no es qué lectura es la correcta. En cambio, el análisis visual se interesa por el reciclaje interpretativo de objetos visuales como esta lámina, y se pregunta de qué manera cada acto de utilización de un objeto supone una interpretación del mismo. Tales interpretaciones, las motivaciones de los (grupos de) sujetos que han de hacerlas, que se emocionan con ellas y las defienden a veces a un alto precio, son de interés para el analista visual, que es también un filósofo de la cultura (visual). El historiador del arte dispone de un programa de estudio diseñado. Busca reconstruir el significado histórico (léase original e intencionado). Por lo tanto, no alberga ninguna duda de que el significado histórico original, que se deriva de imágenes similares en el siglo xvii, de las fuentes textuales y los datos biográficos del artista o el posible patrón, es el correcto. Tampoco duda de que establecer ese significado sea la principal tarea de la disciplina. En aras de la claridad, pero a expensas de la justicia, estoy describiendo a un historiador del arte tradicional y bastante ingenuo. Sin embargo, muchos historiadores del arte han desarrollado formas de pensar y cuestiones que congenian con las del análisis visual. Es por esto que hay una continuidad entre la historia del arte y el análisis visual y, por esto, afirmo que este libro es relevante para los historiadores del arte, así como para otros interesados en el análisis visual.
Desde la perspectiva de los estudios visuales, por ejemplo, uno puede preguntarse cómo «vemos» que la escena tiene lugar «dentro», bajo una carpa o en una casa. La delgada línea que distingue la escena principal de los soldados fuera produce un sentido de interioridad. Esta conexión entre la línea y la interioridad es fundamental. En una investigación filosófico-visual sobre la utilización de la metáfora de la casa por parte de Derrida, Mark Wigley (1994: 213) escribe: «La casa siempre se entiende en primer lugar como el dibujo más primitivo de una línea que contrapone un interior frente a un exterior, una línea que actúa como un mecanismo de domesticación».
Desde esta perspectiva, por tanto, la delgada línea que divide la lámina, y que va desde casi dos centímetros y medio en la parte superior hasta la esquina derecha inferior de la hoja, curvándose atrás para indicar la flexibilidad del material, es la clave, el elemento más profundamente relevante que guía todas las lecturas de la imagen, produciendo sus condiciones de visibilidad, y que la somete a examen filosófico. Ahora bien, la lectura del hijo enfermo se convierte en una visión metafórica de lo que la visión realmente es.
La interpretación de estas imágenes como una escena de cuidado de un niño enfermo, por cierto, ofrece también una manera de entender la conexión entre el arte, la historia y el nacionalismo. Debido a la colaboración entre la historia del arte, especialmente por parte de su principal rama, el conocimiento experto y los museos (nacionales) de arte, dicha conexión invita a un análisis crítico de los estudios visuales. La «nostalgia del hábitat es habitar en la nostalgia», escribe Derrida en De la gramatología[3]. Una vez que uno se plantea este tipo de pensamientos, es fácil volver a la interpretación relacionada con Judith y aceptarla como la más plausible históricamente. Y algo de eso, si tomamos esta imagen por la alegoría que poco a poco voy sugiriendo, tiene que ver con el «malestar». Esto obligaría tanto a los historiadores del arte críticos como a los practicantes del análisis visual a investigar sobre sus condiciones de visibilidad y entender por qué el tema de Judith ha seguido siendo tan atractivo para las proyecciones misóginas que continúan realizándose a través de él[4].
Esta reflexión sobre la línea, la interioridad, y la «sinhogaridad» (homelessness) en la estela de la reescritura de la metafísica de Heidegger por parte de Derrida, tal como lo examina Wigley, nos sirve de apoyo para nuestro análisis visual. ¿Qué es lo que hace esta reflexión diferente de, por ejemplo, el discurso de la historia del arte más tradicional? En primer lugar, en lo que concierne a la reflexión derridiana, es interdisciplinar, se compromete con la filosofía. En segundo lugar, es principalmente visual, comprometiéndose con las ideas de los filósofos en una comprensión insistentemente visual de la imagen. En tercer lugar, hace un balance de las herramientas y métodos de los que se vale el espectador para dar sentido a lo que ve; es decir, un balance de las condiciones de visibilidad, ya que están ligadas a la producción de significado. En cuarto lugar, se coloca descaradamente la imagen en un ámbito deliberadamente anacrónico, a partir del presente y teniendo en cuenta la pasadidad (pastness) de la imagen sólo en su relación con el presente. Por último, el propósito de todas estas transgresiones es tomar en consideración los significados sociales que construyen los espectadores en el presente, pues los seres sociales están inmersos en lo que llamamos una «cultura» como espacio donde la negociación puede tener lugar; es decir, un espacio donde lo familiar y lo extraño, el interior y el exterior, interactúan constantemente. En este sentido, esa fina línea de la que hablábamos es un emblema de lo que, desde la perspectiva del análisis visual, significa el término «cultura».
¿Por qué es importante la visualidad? No porque el sentido de la vista merezca la primacía que tradicionalmente se le ha dado. Esta primacía y sus consecuencias constituyen la primera área que el análisis visual debe investigar de manera crítica. Las prácticas visuales relacionadas con la vigilancia, con la producción de «otredad» y con la jerarquización también deben llevar a cabo un examen crítico de esta área de la práctica cultural, lo que supone un esfuerzo significativo. Las imágenes visuales en ocasiones son capaces de subvertir el poder o burlar la censura, pero a veces también sirven para manipular porque resulta más difícil desambiguar su significado. Gran parte de nuestra vida social está influida por lo que vemos. Y eso incluye ver a otros, preprogramados para ser vistos en su otredad, que se nos presenta como natural pero que no es más que cultural. Incluso nuestras actitudes hacia lo natural están estructuradas por medio de los paisajes que nos ofrecen el arte, la fotografía y los medios de comunicación. Por último, pero no menos importante, el pasado ha dejado a nuestro cuidado un gran tesoro de artefactos visuales para ser preservado, interpretado y reutilizado. Sería demasiado fácil asignar este último a la historia del arte y dejar los elementos anteriores en manos del análisis visual, aunque a menudo realizamos esa división. Siempre y cuando se tenga en cuenta que, en este sentido, puede practicarse el análisis visual desde la historia del arte tanto como desde cualquier perspectiva externa o simplemente desde el compromiso crítico, esta división tendrá algún sentido.
¿Orígenes?
El campo de estudio con nombres tan diversos como «cultura visual», «estudios visuales» o, como yo prefiero, análisis visual ni tiene un origen claro ni se encuentra confinado en los agrupamientos mencionados. Muchos historiadores del arte hacen hoy día exactamente lo que yo atribuiré aquí a los estudios visuales. Lo que me interesa distinguir no son las disciplinas o la gente, sino ciertos conjuntos de intereses y cuestiones cultivados de forma desigual por personas que trabajan en distintos campos, uno de los cuales podría ser la historia del arte. Para empezar, la idea de la cultura visual y su estudio han surgido de tres procesos diferentes. El primero es una crítica de la historia del arte desde dentro de esa disciplina, una autocrítica que desemboca en un campo que, por lo tanto, puede ser visto, bien como una disciplina que abarca la historia del arte, bien como una subdisciplina de esta última. Las personas a favor de este proceso estarían descontentas con la banalidad de la interpretación pro Judith, desinteresadas en la datación de la lámina, y más bien preguntándose sobre la misoginia implicada en reiterar esos antiguos mitos sobre mujeres peligrosas. Un historiador del arte que virara hacia los estudios visuales también podría querer incluir la actividad del espectador en su análisis, entrando así en el ámbito del cambio histórico, y no en el del origen.
El otro proceso consiste en un creciente interés por la colaboración interdisciplinar basada en la insatisfacción con los límites elaborados tradicionalmente entre las disciplinas académicas; un deseo de redibujar los campos de interés y, por último pero no menos importante, la necesidad de las universidades de encajar una creciente escasez de medios. En este contexto, el análisis visual se ha hecho un hueco a través de la conciencia de que la visión está implicada en gran parte de la vida cultural. Esta línea de pensamiento consideraría necesariamente los estudios visuales una interdisciplina. Los defensores de esta perspectiva de los estudios visuales pueden provenir, por ejemplo, de la antropología visual, la sociología o la psicología, así como del cine y de los estudios sobre comunicación audiovisual. Ellos podrían encontrar en el dibujo de Rembrandt evidencias de situaciones sociales no articuladas con facilidad en la escritura, o mecanismos psicológicos como el miedo, la dominación o la falta de atención en tanto que aspectos de esa asunción, de tinte ideológico, de que la maternidad es sinónimo del cuidado amoroso.
Una tercera vía es el desarrollo de los estudios culturales, un movimiento general ubicado dentro, principalmente, de las humanidades, que cuestionó los supuestos elitistas que subyacen a los cánones de lo que se considera digno de estudio. Los estudios culturales se interesan, de forma abierta, por las consecuencias políticas de las expresiones culturales, aspecto que suele estudiarse preferentemente poniendo atención en objetos tales como la propaganda, la publicidad y el diseño de los objetos cotidianos, más que en el arte ubicado en los museos. Los estudios culturales también cuestionaron esa obsesiva concentración en el pasado que parecía indicar que las cosas que coexisten en la cultura de hoy día no podían ser aisladas y estudiadas. Al mismo tiempo que deseaban continuar con la investigación histórica, los partidarios de los estudios culturales invirtieron sus esfuerzos en repensar las nociones históricas básicas, como son el contexto, la causalidad y la intención. Como resultado de ese replanteamiento, la interpretación del dibujo como representación de un hijo enfermo devendría legítima, aunque sólo fuera para desafiar al lugar común Judith, que es todo menos natural. En este sentido, los estudios visuales son una rama de los estudios culturales[5].
Con el fin de evitar la confusión de categorías, voy a utilizar el término «estudios visuales» como abreviatura de «estudios de la cultura visual» para indicar el campo de estudio que examina la «cultura visual». Este término se usa de manera intercambiable con «análisis visual», término que prefiero cuando se tratan cuestiones metodológicas. Este campo, tal vez una disciplina, tal vez una interdisciplina, se ha desarrollado durante las últimas décadas, pero tomó su nombre como grito de guerra sólo en los años noventa. Entonces empezaron a aparecer revistas como Journal for Visual Culture, junto con numerosos libros y colecciones propuestas como antologías para las clases sobre el tema, y los programas académicos redefinieron sus objetivos en tanto que estudios visuales[6].
El desarrollo de los estudios visuales como disciplina surgió del fracaso de la historia del arte en dos aspectos: debido a la posición dogmática de la «historia», fracasó en hacer frente a la visualidad de sus objetos y, debido al significado establecido de «arte», fracasó en hacer frente a la creciente diversidad de los objetos visuales. Tomar la cultura visual como una suerte de historia del arte con la perspectiva de los estudios culturales, como hacen algunos, es un intento de poner remedio a este último problema, el de la estética elitista (un canon cerrado), pero permanece atrapado en el primero; es decir, en una visión un tanto determinista de la historia. Tal concepción, por lo tanto, nos condena a repetir ambos fracasos. Sin ignorar la historia del arte en su conjunto, los estudios visuales, tal como yo los concibo, tienen que recurrir a otras disciplinas que han explotado los recursos de la visualidad; algunas de ellas están bien establecidas, como la antropología, la psicología y la sociología; otras son relativamente nuevas, como los estudios de cine y de comunicación audiovisual. Las primeras tres disciplinas se centran principalmente en las formas visuales de producción de conocimiento, mientras que los estudios visuales también se interesan por las consecuencias artístico-culturales, afectivas e ideológicas del acto de mirar y de las imágenes recurrentes en nuestra sociedad. Las últimas disciplinas, los estudios de cine y de comunicación audiovisual, han integrado con éxito este tipo de cuestiones y también han sido capaces de ignorar o problematizar los juicios de valor estético, pero están limitadas por los objetos de estudio en los que se centra cada medio en particular.
Los estudios visuales también se definen a partir de sus objetos, pero estos están delimitados por su sentido, no por el medio en el que tienen lugar. Los estudios visuales pueden considerarse una disciplina porque demandan un archivo de objetos específicos (el de las cosas visibles y sus usos) y porque plantea preguntas específicas acerca de dichos objetos, a diferencia de algunas disciplinas (por ejemplo, el francés) pero igual que otras (por ejemplo, la literatura comparada y la historia del arte). Es el cuestionamiento de esos objetos lo que me interesa aquí. Porque, aunque los estudios de cultura visual se basan en la especificidad de su archivo de objetos, la falta de claridad sobre lo que esto significa sigue siendo su principal punto débil. Por este motivo, en lugar de describir los estudios visuales como disciplina o como no-disciplina, prefiero dejar la cuestión abierta y referirme a ellos, provisionalmente, como un movimiento.
La expresión, casi concepto, «cultura visual» es muy problemática. Igual que ocurre con la de «historia del arte», los elementos que la conforman nos ponen en apuros. Tomado en sentido literal, el adjetivo calificativo «visual» describe la naturaleza de la cultura de hoy día como esencialmente visual. Esta respuesta, un tanto exagerada, a la reciente toma de conciencia de que las disciplinas que se basan en los textos han ignorado nuestro entorno cotidiano, tiende a señalar, como si fuera un hecho universal, que la inversión de la cultura (occidental) en publicidad es parte de nuestra vida en la calle. Por otra parte, la expresión «cultura visual» describe el segmento de (una determinada) cultura que es visual, como si pudiera ser aislado (para el estudio, por lo menos) del resto de esa cultura. De cualquier manera, la expresión se sostiene sobre lo que aquí voy a llamar un tipo de esencialismo visual que, o bien proclama la «diferencia» visual (léase «pureza») de las imágenes, o bien expresa un deseo de replantear el terreno de la visualidad frente a otros medios o sistemas semióticos. Este aislamiento de lo visual de otros ámbitos de la cultura resistiría, por ejemplo, cualquier intento de leer el boceto de Rembrandt como una narración, considerando (de forma errónea) que la narrativa es una modalidad lingüística, sin que importara la inutilidad de esta resistencia[7].
A continuación, voy a tratar de circunscribir el campo de los objetos (object domain) de los estudios visuales de modo que evitemos y critiquemos tanto el esencialismo visual como el límite, impuesto por una asunción purista, entre lo que es visual y lo que no. Asimismo, me cuestionaré la parte «cultural» de esa idea de cultura visual. A través de esta búsqueda del objeto, discutiré, acerca de algunas de las principales cuestiones que se presentan una vez que el campo de los objetos se toma como campo de estudio, sobre todo en lo que concierne al análisis. Por esta razón, expresaré mi preferencia por la expresión «análisis visual», que consideraré una rama del «análisis cultural», distinto de otras ramas pero con porosidades. Finalmente, concluiré con una aproximación a algunas consecuencias metodológicas[8].
El objeto
En The Presentation of Self in Everyday Life (1956), Erving Goffman sostiene, convincentemente, que lo que se considera el «yo» (self) es el producto y no la causa del desempeño de distintos roles en nuestra sociedad. La vida cotidiana como escena: esta visión implica, entre otros cambios concernientes a la concepción psicológica clásica de la subjetividad, una visualización del comportamiento cotidiano. Como primer ejemplo de un objeto de análisis visual no susceptible de estudio histórico-artístico, la descripción de Goffman de una persona que entra en la «escena» del encuentro social es una imagen vívida de la ansiedad del miedo escénico. Como segundo ejemplo: un niño se da cuenta de que su madre le apunta con la cámara y, estirando casi automáticamente la espalda, se lleva las manos a las caderas, preparándose para disparar pistolas imaginarias. Este niño representa su rol favorito, el de vaquero, inspirándose en la televisión. Así es cómo él desea (o ha sido entrenado para desear) ser capturado por la cámara. Finalmente, en un ámbito diferente, el psicoanalista Christopher Bollas conceptualiza los sueños como un escenario en el que el soñador representa un papel, obedeciendo a un director escénico que, por supuesto, no es él (1987).
Estos tres ejemplos de la concepción visualizadora del sujeto comparten determinadas preocupaciones con las ideas de apariencia y exterioridad. La visibilidad de la conducta, tanto en la realidad social como en el mundo construido para el niño por la televisión y en el ámbito de los sueños, convierte la apariencia cotidiana de la gente en un objeto potencial para el análisis visual. Esto no quiere decir que las personas sólo existan (socialmente) en tanto en cuanto puedan ser vistas, sino que hace hincapié en que la visualidad de la vida social supone un acceso significativo a las cuestiones relativas a qué es la subjetividad, cómo puede percibirse y qué nos dice, dicha visibilidad, de la existencia humana en esa «escena» de la interacción aparentemente superficial y, sin embargo, tan profundamente formativa. Las representaciones visuales y las interacciones, las presentaciones basadas en los sentidos y los ensimismamientos dan forma al mundo tal como lo vemos. Imágenes de posturas, rostros, cuerpos y ropas deseables, de luces parpadeantes de colores, caras sonrientes y caras sin sonrisas colman nuestras fantasías antes de que podamos tener alguna. Algunas de estas imágenes nos atrapan un poco más que la mayoría, mientras que otras pasan fugazmente, no sin antes dejar su marca. Tenemos aquí algunos de los objetos del análisis visual.
Si el campo del objeto consiste en objetos que se han categorizado, por consenso, y en torno a los cuales han cristalizado determinados supuestos y enfoques, estamos ante una disciplina. Si el campo del objeto no es evidente, si, en efecto, debe ser «creado», tal vez después de haber sido destruido, podemos estar dirigiéndonos hacia el establecimiento –por definición, provisional– de un área interdisciplinar de estudio. Hace mucho tiempo, Roland Barthes, uno de los héroes de los estudios culturales, escribió sobre la interdisciplinariedad de una forma que la distingue claramente de su parasinónimo «multidisciplinariedad». Con el fin de hacer un trabajo interdisciplinar, advirtió, no es suficiente con tomar un «sujeto» o tema (a subject) y agrupar varias disciplinas a su alrededor, cada uno de la cuales se aproxime al mismo tema de manera diferente. El estudio interdisciplinar, tal como lo planteaba Barthes, consiste en crear «un nuevo objeto que no pertenezca a nadie»[9].
El libro de Eilean Hooper-Greenhill, Museums and the Interpretation of Visual Culture (2000) es un ejemplo de «museología», un campo que tiene una afiliación clara con los estudios visuales, entrecruzándolos con los estudios de cultura material. En el primer capítulo, sobre las imbricaciones de la museología con los estudios visuales y de cultura material, esta autora argumenta en favor de las distintas contribuciones que cada una de estas disciplinas tiene que aportar. Su idea no es que las disciplinas que menciona constituyan una lista exhaustiva, sino que su objeto requiere un análisis en el seno del conglomerado de dichas disciplinas. En ese contexto, cada disciplina aporta elementos metodológicos limitados, indispensables y productivos que, en conjunto, ofrecen un modelo coherente para el análisis y no una lista de cuestiones que se solapen. Esta concatenación puede desplazarse, ampliarse o reducirse dependiendo de cada caso individual, pero nunca es un «paquete» de disciplinas (multidisciplinariedad) ni un «paraguas» supradisciplinar[10].
Pero ¿cómo se puede crear un nuevo objeto? Los objetos visuales siempre han existido y se han estudiado en una variedad de disciplinas, desde la arqueología a los nuevos estudios de medios audiovisuales. Por lo tanto, la creación de un nuevo objeto que no pertenezca a nadie hace que sea imposible definir el campo del objeto como una colección de cosas. Con el fin de considerar lo que implica la «cultura visual» como nuevo objeto, necesitamos reexaminar los elementos «visual» y «cultura» puestos en relación. Debemos liberar a ambos de los esencialismos que han afectado a sus equivalentes más tradicionales.
Por supuesto, hay cosas que consideramos objetos; por ejemplo, las imágenes. Pero su definición, agrupación, nivel cultural y funcionamiento deben ser «creados». Como poco, el campo del objeto del análisis visual se compone de cosas que podemos ver o cuya existencia está motivada por su visibilidad, cosas que tienen una visualidad en particular o una calidad visual que apela a los componentes sociales que interactúan con ellas. Uno puede pensar en esas fotos de familia que de manera tan conmovedora muestran, al mismo tiempo, las ideologías de la institución familiar y la vinculación afectiva, los roles de género y una peculiar e íntima relación entre el tema o sujeto fotografiado y el creador. Pero uno también puede pensar en presencia, en determinados entornos sociales, de sujetos pertenecientes a determinados rangos de edad, ámbitos sexuales o profesionales. La «vida social de las cosas visibles», recogiendo la frase de Arjun Apparudai para un segmento de la cultura material, sería una forma de expresarlo[11].
Por una parte, se encuentran las fotografías y, por otra, las personas, cuya apariencia es tan fugaz como socialmente delimitada y previamente guionizada. Una casa, escenas callejeras, carteles, anuncios: enumerar los posibles objetos resulta inútil. Entonces, la pregunta aquí es: ¿puede el campo del objeto de los estudios de cultura visual consistir en objetos en absoluto? Hooper-Greenhill llama la atención sobre la ambigüedad de la palabra «objeto» en sí misma. De acuerdo con el Diccionario Chambers, un objeto no es sólo una cosa material, sino también un objetivo o propósito, una persona o cosa a la que se dirigen las acciones, los sentimientos o los pensamientos: la cosa, la intención y el objetivo (Hooper-Greenhill 2000: 104). La fusión de cosas con el objetivo no implica atribuir intenciones a los objetos aunque, en cierta medida, pudiera argumentarse que sí. La fusión, en cambio, proyecta la sombra de la intención del sujeto sobre el objeto. En este aspecto, la ambigüedad de la palabra «objeto» se remonta a los objetivos de la enseñanza objetiva del siglo xix y sus raíces en el positivismo pedagógico. «La primera educación debe ser la de las percepciones; a continuación, la de la memoria; a continuación, la de la comprensión; a continuación, la del juicio»[12].
Este orden temporal está claramente pensado como una receta para la educación progresiva, en la que el niño tiene la facultad de formar sus propios juicios sobre la base de la percepción, una emancipación muy necesaria del sujeto joven en ese momento. Sin embargo, también es precisamente el reverso de lo que los estudios de la cultura visual deberían desanudar y reordenar. Porque, en el entonces bienvenido intento de contrarrestar los lavados de cerebro ideológico recién «inventados», producidos por la primacía de la opinión, la secuencia establecida proclama la supremacía de una racionalidad que reprime la subjetividad, las emociones y las creencias. Es un intento de objetivar la experiencia. Sin embargo, la idea de lo «real» suprime el carácter construido de la «realidad». No se puede aprehender «la vida social de las cosas» aprehendiendo un objeto con las manos. Los estudios visuales, por el contrario, buscan de forma rotunda la incorporación del afecto y de la ideología al ámbito del análisis[13].
Visibilidad
La visibilidad tampoco es un concepto tan claro y delimitado. No es sinónimo de materialidad. Al igual que hay una retórica que produce un efecto de lo real, hay una que produce el efecto de la materialidad. Dar por auténtica una interpretación porque se base en actos de mirar o, más aún, en propiedades materiales perceptibles no es más que un uso retórico de la materialidad. Por un lado, cumplir con el objeto material puede ser una experiencia sensacional: para los estudiantes de los objetos, tales experiencias son todavía indispensables para contrarrestar los efectos de esas interminables clases en las que la muestra de diapositivas infunde la idea de que todos los objetos son del mismo tamaño. Sin embargo, por otro lado, puede haber una relación directa entre la materia y la interpretación. La creencia que subyace a esta pedagogía recurre a la autoridad de la materialidad, que Davey (1999) considera la idea central de dicha retórica. «La materialidad de los objetos, la “realidad” concreta, da peso, literalmente, a la interpretación. “Prueba” que esto es “como es”, “lo que significa”»[14].
Esta retórica puede, por supuesto, contrarrestarse o –en la medida en que no es del todo inútil, en vista del idealismo todavía rampante– ser revisada y completada de varias maneras. Una de estas maneras consiste en poner atención a los diferentes encuadres que afectan a la visibilidad, no sólo del objeto encuadrado, sino también del hecho de ver las cosas y las formas en que se encuadra ese acto. Tal descripción del objeto entraña algo más que la tan defendida perspectiva social sobre las cosas. Cuando estas cosas se refieren a la gente, el estudio también incluye las prácticas visuales que son posibles en una cultura o subcultura particular. Por lo tanto, los regímenes escópicos o visuales son objeto de análisis también. En definitiva, todas las formas y aspectos, condiciones y consecuencias de la visualidad lo son. El régimen en el que la retórica de la materialidad fue posible, y a menudo efectivo, es sólo uno de esos regímenes susceptibles de ser analizados críticamente[15].
Así formulado, el objeto de los estudios de la cultura visual se puede distinguir de las disciplinas de objetos definidos, como la historia del arte y los estudios de cine, por la centralidad de la visualidad (y no de artefactos concretos) como «nuevo objeto». La cuestión de la visualidad es simple: ¿qué sucede cuando la gente mira y qué surge con ese acto? El verbo «sucede» sugiere que el evento visual es un objeto y el verbo «surge» nos dice que la imagen visual es un objeto también, pero una imagen fugitiva, fugaz y subjetiva, más que una cosa material que podamos conservar. Estos dos resultados (el acontecimiento y la experiencia de la imagen) se dan la mano en el acto de mirar y sus consecuencias[16].
La mano y, por lo tanto, el cuerpo. El acto de mirar (the act of looking) está anclado al cuerpo y, por lo tanto, es profundamente «impuro». Ni se limita a un órgano de los sentidos ni a los sentidos mismos. En primer lugar, aunque pueda dirigirse a los sentidos y, por tanto, fundamentarse en la biología (pero no más que cualquiera de los actos que realizan los seres humanos), el acto de mirar está inherentemente encuadrado (framed); encuadra, interpreta. Además, está cargado de afecto; se trata de un acto cognitivo e intelectual por naturaleza. En segundo lugar, esta cualidad impura es también aplicable a otras actividades basadas en los sentidos: escuchar, leer, probar u oler. Dicha impureza hace que este tipo de actividades sean mutuamente permeables, por lo que la escucha y la lectura pueden presentar visualidad, al mismo tiempo que la mirada está «contaminada» por actividades como las mencionadas. Por lo tanto, la literatura, el sonido y la música no están excluidas del objeto de la cultura visual. La práctica del arte contemporáneo lo deja claro. Las instalaciones de sonido constituyen un elemento fundamental de las exposiciones del arte contemporáneo, igual que lo son las obras que se basan en el texto. En este sentido, el cine y la televisión resultan más típicos como objetos de la cultura visual que, por ejemplo, una pintura, precisamente porque están lejos de ser exclusivamente visuales. Como Ernst van Alphen ha demostrado, los actos de visión (acts of seeing) pueden ser el motor principal de algunos textos literarios estructurados íntegramente a través de las imágenes, aunque no se recurra ni a una sola «ilustración» para evidenciar tal aspecto (2002). La «impureza» de la visualidad no es una simple cuestión de técnica mixta[17].
Tampoco es la posibilidad de combinar los sentidos lo que me interesa desarrollar aquí, lo que no significa que la visualidad sea intercambiable por el resto de percepciones sensoriales. Lo fundamental es que la visión es en sí intrínsecamente sinestésica. Muchos artistas han «argumentado» esta idea a través de su trabajo. Las instalaciones de diapositivas del artista irlandés James Coleman son notables en este sentido porque resultan visualmente fascinantes y porque Coleman las realiza con un perfeccionismo tal que resalta la naturaleza de la visualidad. Que Coleman sea aclamado como un artista visual de enorme mérito no es sorprendente; nada en su obra pone en duda su estatus como arte visual. Por otro lado, sus instalaciones resultan sumamente atrayentes gracias a su sonido –la textura de la voz, incluida la naturaleza corporal manifiesta a través de los suspiros– y también por la naturaleza profundamente literaria y filosófica de los textos recitados. Entre las muchas cosas que estas obras logran, está el hecho de que desafían cualquier reducción a una jerarquización de los sentidos. Kaja Silverman nos ha proporcionado un brillante análisis de la obra de Coleman (2002). Yo defiendo que sus cuatro ensayos son ejemplos perfectos de un análisis visual ideal debido a su gran atención a la visualidad, incluidas sus cualidades sinestésicas, y por la perspectiva sociofilosófica de la visualidad que aplica a las obras. Pero, importante, esto también puede revertirse: Silverman proporciona una lectura de lo propuesto por las obras de Coleman como una filosofía social de la cultura. Esa filosofía se basa en la visualidad[18].
Lejos de que las fotografías ilustren el texto o de que palabras «expliquen» las imágenes, la simultaneidad entre las fotografías y las imágenes y su apelación a todo el cuerpo del espectador funcionan por medio de las discrepancias enigmáticas entre estos dos registros principales. Por tanto, cualquier definición que intente distinguir lo visual de lo lingüístico, por ejemplo, no llega a comprender del todo el «nuevo objeto». Porque con el aislamiento de la visión viene la jerarquización de los sentidos, que es uno de los inconvenientes tradicionales de la división disciplinar de las humanidades: «Hipostasiar los riesgos de la visión reinstaurando la hegemonía del “noble” sentido de la vista [...] por encima del oído y de los sentidos más “vulgares”, los del olfato y el gusto», apuntan Shohat y Stam (1998: 45). Por no hablar del tacto.
Otro ejemplo de esencialismo visual que conduce a enormes distorsiones ha sido la adhesión acrítica a los nuevos medios de comunicación, que se presentan como medios visuales. Internet es uno de los objetos predilectos entre los objetos que habitualmente se enumeran con el fin de proveer de un perfil a los estudios culturales. Esto no deja de asombrarme. La esencia de Internet no es visual en absoluto. A pesar de que da acceso a cantidades prácticamente ilimitadas de imágenes, la característica principal de este nuevo medio es de un orden diferente. Su uso se basa más en la significación discontinua que en la significación compacta (Goodman 1976). Su organización hipertextual lo presenta principalmente como una forma textual. Es como texto que resulte fundamentalmente innovador. En su útil análisis de «Fiscourse Digure» de Lyotard (1983), David Rodowick escribe:
El arte digital confunde aún más los conceptos de la estética, ya que su medio carece de sustancia y, por tanto, no se identifica fácilmente como objeto. Ninguna ontología de un medio específico puede fijarlo en su justo lugar. Por esta razón, es engañoso atribuir el aumento de la importancia de lo visual al aparente poder y omnipresencia de la imagen digital en la cultura contemporánea (35).
Por supuesto, carece de sentido establecer una rivalidad entre la textualidad y la visualidad en este contexto, pero, si algo caracteriza a Internet, es la imposibilidad de postular su visualidad como «pura» o esencial. Si los medios de comunicación digitales destacan como típicos en el modo de pensar que requieren los estudios de cultura visual como nueva (inter)disciplina cultural, es precisamente porque no pueden considerarse ni visuales ni simplemente discursivos. En palabras de Rodowick, «lo figurativo define un régimen semiótico en el que se rompe la distinción ontológica entre las representaciones lingüísticas y las plásticas» (2). Así pues, si Internet es susceptible de inspirar nuevas categorizaciones de artefactos culturales, sería más adecuado describirlo como «cultura de la pantalla» (screen culture), con su particular fugacidad, en contraposición a la «cultura de la imprenta», en la que los objetos, incluidas las imágenes, poseen una forma de existencia más duradera.
Si la visualidad, y no las imágenes, constituye el objeto de los estudios visuales, entonces es la posibilidad de realizar actos de visión en relación con el objeto visto, y no con su materialidad, lo que decide si un artefacto puede ser analizado desde la perspectiva de los estudios de cultura visual. Incluso objetos «puramente» lingüísticos como los textos literarios pueden ser analizados en tanto que objetos visuales de una forma significativa y productiva. Ciertamente, algunos textos «puramente» literarios sólo tienen sentido visualmente. Esto no sólo incluye una mezcla indomable de los sentidos, sino también el inextricable vínculo afectivo y de conocimiento que implica cada acto perceptivo. Por tanto, el vínculo entre «poder/conocimiento» nunca está ausente en la visualidad, y nunca es meramente cognitivo; en cambio, el poder opera, precisamente, por medio de esa mezcla[19].
Lo que Foucault llamó «la mirada del sujeto cómplice», según Hooper-Greenhill, «cuestiona la distinción entre lo visible y lo invisible, entre lo dicho y lo no dicho». Estas distinciones, en sí mismas, son prácticas que cambian con el tiempo y de acuerdo con variables sociales. Por tanto, si los estudios visuales son una disciplina histórica, lo que hay que describir históricamente es el ejercicio del poder a través de la visión y de la creencia en la primacía de la visión. Este punto de vista reconoce el carácter indispensable de la filosofía en el análisis visual[20].
El conocimiento, no limitándose a la cognición, incluso si se enorgullece de tal limitación, es constituido o, mejor dicho, performado, en los mismos actos de visión que este describe, analiza y critica. Johannes Fabian (1990) argumentó contundentemente a favor de la concepción performativa del conocimiento implicada en esta visión. En su formulación más simple, el conocimiento dirige e influye en la mirada, haciendo visibles esos aspectos de los objetos que de otra manera permanecerían invisibles (Foucault 1975: 15) y al mismo tiempo ocurre a la inversa: lejos de tratarse de un aspecto del objeto que se ve, la visibilidad es también una práctica, incluso una estrategia, de selección que determina que otros aspectos u objetos permanecerán invisibles. En una cultura donde los expertos tienen un gran estatus e influencia, el conocimiento experto; aquel que pone en práctica el connoisseur –atribuyendo obras de arte a artistas particulares– no sólo ensalza y preserva sus objetos, sino que también los censura[21].
Lo que estoy intentando mostrar es que los «estudios de cultura visual», definidos según sus tipos de objetos, están sujetos al mismo «régimen de verdad» (Foucault 1977: 13) que intentan dejar atrás o, al menos, desafiar. Cada sociedad, junto con todas sus instituciones, tiene sus regímenes de verdad, sus discursos aceptados como racionales y sus métodos para asegurar la vigilancia de la producción, la concepción y el mantenimiento de la «verdad». Reflexionar sobre estos regímenes de verdad es una de las tareas fundamentales de los estudios visuales. Por ejemplo, anticipando lo que los estudios de la cultura visual deberían contemplar como su objeto principal, Louis Marin analizaba en 1981 el uso estratégico del retrato de Louis XIV en la Francia del siglo xvii en un régimen visual de propaganda. De modo similar, el análisis de Richard Leppert, quien abordó algunas pinturas como si fueran anuncios, demuestra que es mejor no definir el objeto de los estudios de cultura visual en tanto que cosas seleccionadas (los objetos de los que habla son los objetos tradicionales de la historia del arte) sino en relación a lo que hacen (1996).
Que la visualidad, y no una colección de cosas visibles, es el objeto nos queda claro si tenemos en cuenta algunas publicaciones dentro de la historia del arte donde los objetos estudiados no son objetos artísticos. Así, Georges Didi-Huberman, en su libro Ninfa Moderna: essai sur le drapé tombé (2002), toma como punto de partida el uso de paños plegados para guiar el agua, bombeada cada mañana a los lados de las aceras de las calles de París para mantener la higiene pública. Aunque el objeto, en este caso, reclamaría un análisis visual, la maniobra que realiza el autor es la opuesta: convierte la calle ordinaria en un objeto estético digno de ser contemplado desde la perspectiva de la historia del arte, relacionándolo con el drapeado de la escultura barroca, así como con las fotografías artísticas de principios de siglo xx. En vez de pasar de los objetos a los actos de visión, el autor opta por ampliar la colección de objetos que normalmente estudia la historia del arte.
En cambio, otros historiadores del arte han utilizado los objetos tradicionalmente ligados a su disciplina para proponer interrogantes que abren el campo a la indagación sobre las condiciones de visibilidad y sus consiguientes actos de visión. Entre los historiadores del arte que desde bien temprano propusieron una aproximación a los objetos de su disciplina de forma que, retrospectivamente, contribuyera a la creación del objeto de los estudios de cultura visual, destaca Norman Bryson. En su libro programático Vision and Painting (1983), Bryson argumentaba con contundencia que la visión debía emparentarse con la interpretación más que con la percepción. Esta perspectiva incorpora las imágenes a la textualidad de forma que no se requiere la presencia de un texto real ni analogías o combinaciones injustificadas. Más bien, la mirada, como acto, se emplea ya en lo que desde entonces hemos llamado lectura. Por supuesto, dada la ubicación de sus órganos en el cuerpo, la percepción tampoco puede ser pura; cualquier intento por separar la percepción y sus sentidos de la sensualidad contribuye a preservar la obstinada ideología que separa la mente del cuerpo. Por lo tanto, parece razonable decir que todo esencialismo visual, incluyendo la disciplina o movimiento que se hace llamar cultura visual, será como mínimo cómplice de tal ideología.
Si consideramos los tipos de objetos que los estudios visuales han venido analizando, descubrimos una propuesta antielitista. Los primeros números del Journal for Visual Culture incluyen artículos sobre, por ejemplo, imágenes médicas (Cartwright), la globalización (Buck-Morss) y la distracción (Rutsky). Además, hallamos también artículos sobre arte, tanto moderno como clásico, y sobre exposiciones. Claramente, a pesar de su tendencia a cuestionar las reducidas definiciones de las imágenes visuales, la exclusión del estudio de la producción artística no es uno de los objetivos de la revista.
En lugar de establecer un control de los límites entre disciplinas que se encuentran inevitablemente afiliadas entre sí –como los estudios visuales y la historia del arte, o los estudios visuales y la antropología visual, por ejemplo–, me inclino por una división del trabajo cuyo criterio sea los tipos de preguntas que hacemos sobre los objetos que poseen el potencial de producir eventos de visión (events of seeing). De haber algún objeto propio del análisis visual, sería este. Así, mientras que la antropología visual podría interesarse principalmente por la visión como herramienta con la que lograr cierto conocimiento de los matices, de otro modo incognoscibles, de una determinada cultura, y la historia del arte por la producción y recepción de aquellas cosas visibles que una cultura estima, el análisis visual puede hacerse cargo de las imágenes que estudian estas disciplinas vecinas y hacerles preguntas que pertenecen al acto social de la visión.
El arte que piensa la historia
Los estudios de cultura visual están vinculados a otros campos de análisis cultural. Aun estando principalmente situados en las humanidades, deben, al menos parcialmente, faltarle el respeto a la frontera que separa las ciencias humanas de las sociales; una frontera que, en cambio, han de examinar críticamente. Al igual que su pariente más cercano dentro de las ciencias sociales, la antropología visual, los estudios de cultura visual no pueden dar por hecho que la visualidad sea un concepto universal. Como ha apuntado Constance Classen (1993), el lugar y la concepción de la visualidad son un fenómeno histórico-cultural cuyas transformaciones implican al sentido de la vista en el objeto de los estudios de cultura visual. La misma concepción del sentido de la vista como si se tratara del superior y más confiable de los cinco sentidos es un fenómeno cultural que merece un análisis crítico. El budismo considera a la mente un sexto sentido. En consecuencia, para los budistas, las ideas no son intangibles. Por tanto, ellos mismos, en tanto que sujetos a las cuestiones de su vida social, también pueden convertirse en objetos del análisis visual.
Hoy día, los estudiosos de las artes visuales en la estela de Hubert Damisch se interesan cada vez más por la manera en la que el arte «piensa»: el arte propone, a través de los medios visuales que le son propios, pensamientos novedosos todavía impensables. Ahondar en este terreno nos llevaría a situar el estudio del arte en la órbita del análisis visual. Ernst van Alphen ha propuesto dicho análisis de pensamiento visual (2005). No importa que muchos de los objetos que ha investigado pertenezcan al terreno de «las bellas artes». Los objetos pueden ir y venir, no necesitan estar sometidos a la preciada conservación que persiguen los museos; algunos de los objetos que analiza Van Alphen son obras literarias, películas e instalaciones. Incluso la más banal «imagen alimenticia» (alimentary image) –o foodscape– puede suponer, tal como indica la expresión, alimento para el pensamiento visual[22].
Los hausa de Nigeria reconocen la vista como un sentido y todos los demás, en conjunto, como otro. El motivo de esta distinción tal vez sea la distancia con respecto al cuerpo. La primacía del sentido de la vista afloró a partir de la invención de la imprenta y su destino fue vincularse a un determinado género; es decir, se masculinizó. La crítica feminista, en especial la proveniente del campo de la teoría del cine, ha examinado ampliamente las implicaciones de esta vinculación genérica. Teniendo en cuenta la división de los hausa, podemos considerar esta vinculación genérica el resultado de la distancia con respecto al cuerpo que permite la vista. De acuerdo con esto, me da la impresión de que el esencialismo visual –el aislamiento (apenas analizado) de «lo visual» como objeto de estudio– está conectado con una fobia al cuerpo de base genérica. Para el análisis visual, estos dos ejemplos de concepciones de los sentidos culturalmente diferentes demuestran la existencia de un vínculo inherente entre el análisis visual y la antropología visual[23].
Este vínculo resulta también prominente en la concepción del conocimiento que subyace a ambos. La vista no es un mero instrumento del conocimiento; más bien, su relación con el conocimiento está sujeta a interrogantes. Aquello que se ve guarda una compleja relación con lo que no se ve. Lo que se ve se considera evidente, verdadero y fáctico; de la misma manera, la vista establece una relación subjetiva con la realidad en la que el aspecto visual de un objeto se considera propiedad del propio objeto. Esto distingue a la vista de otros sentidos, como el del tacto o el del oído, que se asocian con la relación subjetiva entre sujeto y objeto. La distinción no se basa en propiedades del objeto sino en la relación entre el objeto y el cuerpo. Esta cualidad, la de ofrecer al espectador una aparente autonomía, caracterizada por la distancia y la separación, constituye un aspecto importantísimo de la visión y, por extensión, de la cultura visual. Tal cosa ha contribuido a la evolución de una determinada estructura de subjetividad con consecuencias específicas en la representación cultural de la diferencia sexual.
Poco sabemos acerca de la historia y de la política del «alfabetismo visual». Este concepto entraña una analogía que no se da entre esencias, sino entre situaciones en el campo del poder/conocimiento. Por tanto, lo que hay que estudiar de la visualidad, en concreto, es precisamente aquello que hace de la visión un lenguaje. Esto es necesario no por subsumir la visión al lenguaje, tal como temen los esencialistas visuales, sino, al contrario, para hacer destacar a ambos en los mismos términos, de modo que podamos compararlos de manera productiva y el intercambio metodológico responsable nos guíe a una auténtica intedisciplinariedad.
El factor más obvio y relevante de la «impureza» visual es la aceptación de que el objeto significa cosas diferentes en distintos ámbitos discursivos. Sin embargo, los objetos poseen cierta resiliencia con respecto a los significados que se proyectan sobre ellos. Los estudios visuales deben examinar tanto esta resiliencia selectiva como los significados que ella misma protege y perpetúa y favorecer con ese análisis la revelación de significados reprimidos. En este contexto, es necesario conservar cierta especificidad relativa a los objetos materiales, aun si con ello se pierde la retórica de la materialidad. Los objetos son espacios en los que las formas discursivas se cruzan con propiedades materiales (Crary 1990: 31). La materialidad de los objetos ejerce cierta influencia sobre el significado: «restringe el significado que estos son capaces de producir», aunque no garantice el hallazgo de un significado «correcto». Hooper-Greenhill escribe: «Si el significados así creado constituye un significado secundario o posterior, los significados anteriores todavía permanecen como un rastro [...]. Los significados anteriores pueden incluso dejar una marca en el propio objeto, una erosión, una pátina o la prueba de su deterioro. Los significados anteriores, por tanto, deben desenterrarse, evocarse, hacerse visibles» (50).
Un caso ilustrativo y conocido entre los historiadores del arte que combina la fugacidad y la resiliencia del significado es la decapitación iconoclasta. Pero lo que visibilizamos, en este caso, es la propia iconoclastia –cuestión de gran importancia para la cultura visual– y no la cabeza perdida. Sólo podemos recuperar el significado por oposición y, de ahí, indirectamente, el significado subyacente al objeto dañado: el retrato del individuo. Los significados antiguos tienen la capacidad de prevalecer sobre los significados aún más antiguos, pero el privilegio de la materialidad minimiza lo que de ahí puede aprenderse. Los cambios dejan cicatrices, legibles como inscripciones de la manera en la que las relaciones sociales y su sistema de dominaciones establecen marcas de su poder y graban recuerdos en las cosas[24].
Al respecto, resulta igual de imposible distinguir claramente los objetos de la historia del arte de los de la cultura visual que delimitar la filosofía y la literatura. Los objetos de la historia del arte, por ejemplo, están repletos de cicatrices y, por lo general, muchos artistas contemporáneos muestran cierta fascinación por estas. Investigan, analizan y aprueban las cicatrices del cambio, en lugar de buscar nostálgicamente el objeto tal como fue «originalmente». Una vez más, los artistas nos ayudan a pensar la historia. La escultura de Louise Bourgeois Spider («Araña», 1997), de la serie Cells («celdas», «células»), contiene fragmentos de tapices que la artista tomó del taller de restauración de tapices de sus padres. En uno de esos fragmentos, en el que aparece un putto, se observa que los genitales de la figura han sido cortados por una madre demasiado celosa, ansiosa por compartir las delicias de sus clientes[25].
Este putto castrado es una cicatriz en un pasado de múltiples capas, constituyendo el estado fragmentado de todo el tapiz una metáfora abrumadora. Entre la Antigüedad imitada, la cultura del siglo xvii haciendo un guiño al pasado, la cultura burguesa francesa de principios del siglo xx reciclando esos materiales, al tiempo que se deshace de aquello que perturba la sensibilidad de la época, y la artista de finales del siglo xx infundiendo la tela de memorias personales –las metonimias de su actual subjetividad–, esta ausencia, el agujero mismo como no-objeto o como objeto-que-ya-ha-sido, constituye el artefacto más importante de la obra. En consecuencia, aun formando parte de una obra de arte, este agujero –ausente y, por tanto, invisible– es también, en sí mismo, un objeto digno del análisis de los estudios de cultura visual. Aunque la instalación de Bourgeois pertenece a la categoría de «arte» y, por tanto, está sujeta a la reflexión de la historia del arte, esta disciplina, a mi entender, resultaría de poca utilidad para el análisis del agujero como cicatriz[26].
Esta fascinación por el tiempo, la reflexión en torno a él y su consiguiente fragilidad y falta de estabilidad duradera llama la atención sobre la materialidad de los objetos visuales. El mencionado agujero es al mismo tiempo material y vacío; es visible y visualmente cautivador, aunque no haya nada que ver en él. Cada mirada rellena el agujero. Encontramos aquí una metáfora simpática, o una alegoría, de la visualidad: impura, (in)material, eventual. La obra de la artista noruega Jeannette Christensen juega con la decrepitud, con la persistencia de las ideas sobre la materia, aportando una perspectiva más a la naturaleza fugaz de la visualidad. Aquí la temporalidad es paradójica: aunque la escultura, elaborada a partir de un material tan perecedero como la gelatina, se va pudriendo y desaparece en el transcurso de pocas semanas, la visión captura dicha temporalidad a mitad de trayecto. Siempre más fugaz que la escultura, el instante de la mirada es también más duradero en su efecto. Las intervenciones de la artista belga Ann Veronica Janssens constituyen una excelente contrapartida con respecto a la paradoja de Christensen, pues parecen seguir el sentido contrario: explorar la materialidad de lo no-material; por ejemplo, de la luz. De nuevo, el objeto de la reflexión visual es la temporalidad de la materia[27].
Las obras de estas artistas, todas ellas integradas socialmente en el mundo del arte y sometidas al estudio de la historia del arte, realizan un comentario sobre dicha disciplina. Exceden su alcance hasta el punto de comprometerse profundamente con un «pensamiento visual a través» de las implicaciones de la concepción de la historia como búsqueda del origen, la búsqueda estándar en la práctica de la historia del arte. Sus intentos por hacer más compleja la temporalidad lanzan una crítica a las nociones estandarizadas. Por ejemplo, estas obras cuestionan la idea de que la procedencia de un objeto determine su significado; la presuposición de que lo guíe hacia un inventariado irreflexivo que haga pasar por naturales una variedad de procesos sociales. Hace pasar por naturales, por ejemplo, los procesos de coleccionismo, de posesión, de adquisición y de documentación de los museos, así como ciertas concepciones de «maestría» artística específicamente históricas y políticamente controvertidas[28].
La noción de cronología es de por sí eurocéntrica. Podemos contemplar la imposición de las cronologías europeas como una de las estrategias de la colonización, junto con el uso del mapa, el censo y el museo. Como espero haya quedado claro, la primera misión de los estudios culturales es la de analizar críticamente aquellas instituciones específicamente sociales y culturales que contribuyan a la naturalización de la visualidad basándose en el poder. Si la visualidad ya no es una cualidad o característica de las cosas ni tampoco un mero fenómeno fisiológico (lo que puede percibir el ojo), entonces el análisis de la visualidad entraña modos de mirar críticos y que privilegien la mirada, así como la idea de que la mirada se basa tan sólo en uno de los sentidos (visión no es lo mismo que percepción visual). Un destino similar aguarda a la noción de «cultura»[29].
La cultura como controversia
Frente a los numerosos tentáculos de la visualidad, la «cultura» ya no puede ser localmente específica, como lo es en la etnografía; ni universal, como en la filosofía; ni global, como en algunos clichés de corte económico recientes; ni un juicio o un valor, como en la historia del arte. En cambio, debemos resituar la cultura, de forma polémica, entre lo global y lo local, manteniendo la especificidad de cada cual, al igual que entre el «arte» y la «cotidianidad», pero usando tal especificidad a fin de examinar los «patrones que determinan la etiología del malentendido cultural»[30].
Pajaczkowska nos ofrece un ejemplo relevante a propósito de la lógica de la oposición binaria como principio estructurante. Dentro del pensamiento binario, hay una contradicción perturbadora entre la realidad analógica descrita por la ciencia y la realidad de la experiencia humana digitalmente codificada en el lenguaje. Como consecuencia de ello, la creencia de que el lenguaje denota la realidad es una contradicción que requiere categorías mediadoras. Según Pajaczkowska, estas categorías «incluyen conceptos tales como el concepto religioso del “más allá” o conceptos supersticiosos como el de “muertos vivientes” o el de “fantasmas”». «Como las categorías mediadoras encarnan la evidencia de la arbitrariedad de la lógica del binarismo, resultan particularmente ansiogénicas y los conceptos que contienen tienden a ser idealizados o denigrados; por ejemplo, la idea de la existencia del más allá se ha considerado tradicionalmente divina, mientras que los fantasmas se tachan de absurdos». Está claro que nos estamos alejando de la visibilidad a medida que tenemos mejor dominio de la «cultura»[31].
La autora prosigue abordando una consecuencia ampliamente reconocida, cuya conexión es pertinente. La contradicción fundamental entre los conceptos «naturaleza» y «cultura», afirma, da lugar a una categoría mediadora en la que hallamos el concepto de sexualidad. Como resultado –y esta es la razón de ser de su libro– el feminismo deviene una necesidad lógica para cualquier teoría de la cultura, incluyendo –y, en muchos aspectos, de manera especial– una teoría sobre cultura visual. En este sentido, la publicación de las Guerilla Girls, The Gerilla Girls’ Bedside Companion to The History of Western Art (1998) acierta de manera convincente en sus análisis visuales y textuales. Académica a la vez que artística, tan dentro como fuera de la historia del arte, se trata, en definitiva, de una obra de y para los estudios visuales.
El concepto de cultura tiene una larga y bien ensayada historia que ningún estudio académico relativo a la cultura puede ignorar o desechar de su programa. Por lo general, se distinguen dos usos del término. Uno de ellos es «lo mejor que produce una sociedad». Esta acepción alimenta el elitismo cultivado por las instituciones sociales. El otro se refiere a los modos de vida, a acontecimientos que siguen un patrón, como los rituales, y también a otros mucho menos demarcados, como son los sistemas de creencias y los comportamientos resultantes de los mismos (McGuigan 1996: 5-6).
En un análisis más sofisticado, Raymond Williams distingue cuatro usos. El primero denota un proceso general de desarrollo intelectual, espiritual y estético. El segundo, más específico, señala las obras y prácticas de la actividad intelectual y especialmente de la actividad artística. El tercero, más antropológico que etnográfico, se refiere al estilo de vida particular de un pueblo, periodo o grupo. La cultura, en este sentido, une a las personas –a la par que excluye a otras– en función de una autoimagen homogénea. El cuarto y último distingue la noción de cultura como sistema de significación a través del cual un orden social necesariamente (aunque no exclusivamente) se comunica, reproduce, experimenta y explora (Williams 1976: 76-82).
El útil análisis de Williams plantea la cuestión de la definición y sus inconvenientes. En otras palabras, sus cuatro usos siguen oscilando ambiguamente entre lo que una cultura es y lo que hace –o lo que hace un determinado concepto de cultura–. Hooper-Greenhill resume esta actividad como el adiestramiento en la discriminación y la valoración (10). En un contexto similar, Tony Bennet, en su crítica al abuso político de la idea de cultura, señala que el papel reformista de la cultura ha sido visto como una herramienta para transformar lo vulgar y lo sensual en algo más refinado (1998). Por supuesto, esta no es necesariamente la única forma que puede tomar este tipo de adiestramiento; también puede ser el caldo de cultivo para la superación de la división mente-cuerpo y otros «malentendidos» culturales arraigados en el pensamiento binario. La cultura no es (o no es sólo) la religión. Tampoco tiene por qué formar parte exclusivamente del empeño elitista.
Si, por el contrario, la misión del análisis cultural, incluyendo su variante visual, fuera examinar cómo el poder se inscribe de manera diferente en y entre «zonas de la cultura», ninguna de las definiciones de cultura de Williams resultaría adecuada. Ni los conceptos universalizadores (aunque elitistas) ni los conceptos determinantes y homogeneizadores nos permiten examinar los heterogéneos espacios fronterizos donde se entremezclan diferentes prácticas, lenguajes, imaginarios y visualidades, experiencias y voces, entre variadas relaciones de poder y privilegio. Es precisamente en las zonas clave, y en continuo cambio, de dicha mezcolanza donde el poder y los valores delimitan las actuaciones posibles[32].
Sin embargo, «mezcolanza» suena demasiado feliz. ¿Quién tiene acceso a los procesos que definen y establecen los códigos y que (re)establecen las estructuras? Es el acceso, y no el contenido de lo obtenido gracias a él, lo que no se distribuye de manera democrática. La cultura puede transmitir los valores dominantes, pero también puede constituir un lugar de resistencia donde los códigos compartidos dominantes pueden interrumpirse o desplazarse, y donde es posible producir códigos compartidos alternativos. Un ejemplo de tal resistencia selectiva es la manera en la que los artistas africanos han adoptado el mercado que fichó como productores de afrokitsch tras explotar su trabajo como «arte». Una serie de carteles publicitarios de barberías, respondiendo a las expectativas y estereotipos del turismo pero con un guiño irónico, dio reputación internacional a los artistas congoleños Moke y Botalatala Bolofe Bwailenge. La teoría cultural y la práctica visual unen aquí sus fuerzas con la filosofía, terreno en el que, por ejemplo, Judith Butler ha aportado sugerencias influyentes para tener en cuenta tanto la elasticidad del significado como su posibilidad de cambio. La perspectiva performativa de Butler incluye y pone en primer plano la visualidad, pero sin privilegiarla o aislarla –de hecho, no podría hacerlo[33].
En su lugar, tal vez preferiríamos un calificativo que señalara deícticamente un campo «vivo» y, por ello, indefinible. Entonces podríamos hablar de lo «cultural» y referirnos, en palabras de Fabian, a «aquello que la gente consigue cuando tiene éxito en su respuesta a las demandas de múltiples y diferentes prácticas» (2001: 98). La expresión que necesitamos en este contexto es práctica cultural, no cultura, y se define por las controversias que suscita. Desde este punto de vista, no se marginaría las prácticas que cuestionen y que contesten, que resistan y alteren lo que, justo un momento antes del desarrollo de una determinada actividad, todavía pasara por ser un elemento «normal» de «la cultura». La «negociación», prosigue Fabian, «es, por tanto, la alternativa a la sumisión (o culturización, o internalización, etc.). La hibridación, en vez de la pureza, es el resultado normal de dichas negociaciones […]» (98). Desde este punto de vista, aislar lo visual de acuerdo con los objetos que son visuales, participa de cierta estrategia de dominación. Llegados a este punto, surge la necesidad de una interdisciplinariedad genuina, no como un conjunto de disciplinas sino como contextos discursivos en los que se invoque a la «cultura» en relación con otros temas típicos de ese discurso. Así, al igual que la visualidad, la cultura se define en su negatividad, no por sus propiedades[34].
Los objetivos y métodos de los estudios de cultura visual deben comprometer seriamente ambos términos en su negatividad; lo «visual» como «impuro», es decir, sinestésico, discursivo y pragmático, y la «cultura» como inestable, diferencial, localizada entre «zonas de cultura» y elaborada a partir de prácticas de poder y de resistencia. Más sucintamente, las negatividades de nuestras dos palabras clave pueden articularse como tensiones, y las tensiones, aunque no permiten distinciones claras, ayudan a especificar los campos, incluso si ninguno de ellos puede delimitarse:
La cultura visual trabaja en pos de una teoría social de la visualidad, centrándose en cuestiones sobre lo que se visibiliza, quién ve qué, y cómo se interrelacionan la visión, el conocimiento y el poder. La cultura visual examina el acto de ver como producto de las tensiones entre imágenes externas u objetos y pensamientos internos o procesos[35].
Huelga decir que dicha perspectiva no tolera la distinción entre alta cultura y cultura de masas (Jenks 1995: 16). Sin embargo, optar simplemente por ignorarla, negarla o desear que desaparezca supondría también desentenderse de una importante herramienta de la tecnología del poder, la relacionada con el cuarto uso del término «cultura» según Williams. Mejor, entonces, incluir tanto la idea de «alta cultura» –la noción misma y los productos que esta define– como la distinción en la que se fundamenta entre los objetos primordiales de los estudios de cultura visual. Este es el motivo por el cual me resisto a declarar los estudios de la cultura visual simplemente como una rama más de los estudios culturales. Al respecto, la misión de los estudios visuales es ofrecer, entre otras cosas, una metahistoria del arte crítica.
Agencia visual
Una característica definitiva de la composición interdisciplinar del análisis visual es el deseo de intervenir, no sólo en el ámbito académico con el que se asocia sino también en las prácticas culturales que uno estudia. Dado que ver es un acto de interpretación, la interpretación puede influir en la manera de ver y, por lo tanto, de imaginar posibilidades de cambio. Homi Bhabha sugiere un tipo de acto potencialmente intervencionista de los estudios de cultura visual al proponer el análisis de lo que él llama «serialización» (1994: 22). Los objetos puestos en relación de un modo específico establecen nuevas series, lo que facilita la elaboración y reiteración de sus enunciados. No obstante, no sólo las series son susceptibles de análisis. La serialización es un derivado de las tecnologías aparentemente objetivas de observación y clasificación de la misma manera que fenómenos típicamente modernos como el censo, el mapa y el museo también funcionan como tecnologías de evaluación y poder. Estos fenómenos son objetos por excelencia de los estudios de cultura visual, pero sólo a condición de que su bagaje con respecto a la modernidad, sus bases en el positivismo y su historia de descubrimientos, orden y propiedad se tomen también en consideración. Sólo entonces podrán dichos análisis resultar convincentes y a la vez motivadores de ordenamientos alternativos.
Las intervenciones que Bhabha propone plantean cuestiones de análisis visual en un sentido bastante diferente al que yo he propuesto hasta el momento. Según él, la visualidad es una herramienta de análisis, no un objeto. Sin embargo, hoy día muchos analistas visuales y artistas anhelan establecer una conexión de relevancia entre el arte, u otras expresiones de la cultura visual, y las cuestiones serias de nuestras sociedades. Que es posible llevar esto a la práctica, tanto en la práctica artística como en el análisis visual, sin recurrir a la propaganda a favor de ninguna causa particular, es el tema principal de esta sección. En ella trataré de invocar, indirectamente, a José Luis Brea y su testimonio intelectual. Uno de los líderes intelectuales de los estudios visuales en España y allende sus fronteras, y tras conocer que su tiempo en este mundo estaba alcanzando su límite, Brea decidió redoblar sus esfuerzos y llevar a cabo tres cosas de vital importancia para él. Escribió un nuevo y brillantísimo libro, rotundo legado intelectual, sobre la interrelación de las imágenes como persistencias (2010). Elaboró una publicación especial, tomándose la molestia de invertir su tiempo en editar un volumen sobre (o, mejor dicho, contra, a partir de argumentos tipo «no, a no ser qué» y «sí, pero») esa categoría que tantos insultos ha recibido: el arte político (2009). El tiempo se le agotaba y optó por continuar colaborando porque creía en la solidaridad del pensamiento. Además comenzó a realizar una película de ensayo sobre las tres eras de la imagen, un proyecto que, desgraciadamente, no pudo completar. Tres actividades: desplegar su brillante intelecto, colaborar con sus colegas y transformar creativamente su medio.
Mi relación con José Luis Brea conlleva esas tres actividades. Para con su escritura, deseo proseguir con nuestro diálogo sobre la tensión entre la generalización y la singularidad del arte. Para con su publicación especial, quiero prestar atención a su cautela, pero explicando mi punto de vista sobre la necesidad de un arte político. Para con su trabajo con el cine, yuxtapondré mi trabajo cinematográfico (véase la última parte de este libro). En este punto, evocaré muy brevemente dos obras de arte que son políticas pero que se resisten a adoptar la retórica del arte político. De hecho, son políticas porque son arte; su impulso político se despliega en el propio trabajo artístico.
Anticipando un tema que recorre muchos de los capítulos de este libro, mis ejemplos están relacionados con la temporalidad. Un ejemplo llamativo –pues cuenta con esa obviedad de la brillantez– es el vídeo de Gonzalo Ballester Mimoune (2006) (fig. 2). A simple vista, esta obra parece bastante simple y francamente política. Mimoune, un inmigrante sin papeles, que está viviendo en el sur de España, entra en cuadro y comienza a hablar de su familia en Marruecos. En el siguiente plano, que presenta una cualidad técnica diferente, sugiriendo que fue filmado con una cámara analógica, el espectador presencia las respuestas de la familia. Lejos de la simpleza, sin embargo, esta sofisticada obra integra, con una concisión que rara vez se ve, las características del vídeo con las de la cultura migratoria. Estas características pueden resumirse en una palabra: «heterocronía». Dicho concepto emerge del trabajo artístico, como resultado de la experimentación artística con el medio y con el tema, sin distinción[36].
Fig. 2. Gonzalo Ballester, Mimoune, vídeo monocanal, 12 minutos, 2006, captura de fotograma.
Mimoune trata acerca del umbral: el umbral es el mar. Se basa en la estética epistolaria (Nafici 2001). En vez de consistir en la lectura de cartas y en imágenes añadidas, no obstante, constituye una suerte de correspondencia a través del vídeo. El vídeo es imagen en movimiento electrónicamente procesada; una imagen de movimiento. Junto con el teléfono móvil y la cámara digital, hoy día el vídeo es un instrumento muy extendido en la práctica cultural. Los migrantes, en particular, lo utilizan como medio de conexión con la familia y los amigos que dejaron «en casa», a enorme distancia, de modo que suplementan su existencia en movimiento con imágenes en movimiento de esa existencia. Funciona de la misma manera que solía funcionar la fotografía.
Habiendo sido la imagen en movimiento y la migración fenómenos de actualidad y efecto sustancial durante el siglo xx, en el presente parece que la visibilidad del vídeo y de la migración está destacando cada vez más, basándose, respectivamente, en el volumen y variedad de los pueblos en movimiento y el creciente atractivo y accesibilidad del vídeo. Parece de utilidad, entonces, ver si es posible entender aspectos de uno a través del otro. Esto nos ayudaría a dejar atrás las tendencias moralizadoras tan habituales en los debates sobre cultura migratoria, además de la ilusión de autonomía artística que se opone a todo arte «político» o, al contrario, la exigencia de que el arte debería igualarse con la propaganda.
Mimoune está impregnado de tensiones temporales, conformadas por imágenes de añoranza. El sentido del tiempo pasado, que es central en las relaciones entre migrantes y sus países natales, provee, en efecto, el sustento temporal para una vida que entraña a la vez existir en el ahora y luchar por un futuro. El vídeo es el medio del tiempo; del tiempo elaborado, manipulado y ofrecido de maneras diferentes y con múltiples capas. El tiempo está «encuadrado», simulado como real, pero desvinculado del contexto preciso de ese tiempo real que supuestamente representa.
En Mimoune, el artista escenifica las discrepancias temporales en el intervalo que separa la emisión y la recepción, elidiendo el tiempo lento y real del trasiego epistolar. Por tanto, enfatiza la heterocronía inherente al vídeo –el intervalo y el corte– y, o como una imagen de, el corte en la migración –la brecha de la distancia–. Imaginen la vida de alguien que se halla a la espera de residencia legal, de un necesitadísimo permiso de trabajo o de noticias de alguno de los familiares que dejó lejos. Al mismo tiempo, como suelen decir, el reloj sigue corriendo. Esa persona necesita dinero para mantener a su familia «en casa» y, por tanto, para justificar el desgarramiento de su familia, de su vida. Este es el escenario en el que se ambienta Mimoune. En tales situaciones, el ajetreado ritmo de la vida social y económica, siempre demasiado rápido, contrasta nítidamente con el tiempo de la espera, siempre demasiado lento. Aunque las discrepancias temporales y los ritmos interrumpidos tienen lugar en la vida de todo ser humano, resulta fácil darse cuenta de que la heterocronía es específicamente tangible en la vida de alguien que está, de una manera u otra, en movimiento. Visto así, la edición engañosamente fluida y rápida de Mimoune ofrece una serie de instantes liminales apenas perceptibles.
No obstante, la heterocronía es más que una experiencia subjetiva. Puesto que contribuye a la textura temporal de un determinado ámbito cultural, la capacidad de entenderla y experimentarla conscientemente es una necesidad política. Vivir la heterocronía implica que las vidas se desarrollen dentro de ella. Mimoune, en contraste, parece estar ambientado en tiempo real. Esta obra se sustenta en una idea sencilla, una ficción. Es una postal, hecha vídeo, a la que se responde con otra postal. Como ocurre con todo trasiego epistolar, hay un intervalo de tiempo entre el envío y el reparto. Este intervalo es un elemento constitutivo de la escritura, como ha demostrado a la cultura occidental el texto bíblico El libro de Esther. Al mismo tiempo, este intervalo es una experiencia profundamente personal. Así visto, presenciar el intercambio entre remitentes y destinatarios a una velocidad mayor que la permitida por la realidad puede suponerle al espectador una experiencia conmovedora. Se muestra a Mimoune sentado y saludando y, al instante siguiente, los espectadores ven a su esposa, sus hijos y otros parientes mirando la pantalla y devolviendo el saludo. Todo esto parece tan simple, tan normal y, sin embargo, es imposible.
El tiempo, su elisión, se sitúa en el corazón de la ficción, ficción que es más verdadera que la realidad. La estética tan sencilla con la que esta obra opera hace que la ficción parezca engañosamente real. El estilo de las imágenes en Mimoune recuerda a las calidades amateurs del vídeo casero de dos maneras distintas. Las imágenes de España presentan la claridad del vídeo digital, pero las imágenes de Mimoune a duras penas se ajustan al encuadre. Mimoune graba un mensaje de vídeo en condiciones de confinamiento. Su confinamiento visual en el espacio del encuadre puede leerse como una metáfora de su confinamiento temporal en la heterocronía. En contraste, las imágenes filmadas en Marruecos poseen la suciedad del grano analógico transferida al soporte digital. Aquí el encuadre es de una amplitud escalar mayor y la textura de elaboración casera no proviene de un plano corto sino de cierta torpeza en la interacción con la cámara. Los parientes tratan de interpretar su papel lo mejor posible.
Lejos de presentar una estética simplista, la apariencia abigarrada del vídeo casero crea una atmósfera que a ratos evoca cierta incertidumbre de la mirada; una mirada que titubea entre su posible inconveniencia, incluso el voyeurismo, y su necesidad, ya que reconoce el desgarramiento de la familia por culpa de la migración. Es como si la atmósfera afectara a la actuación: se muestra a gente que añora permanecer junta y que, sin embargo, parece tener poco que decirse; gente cuyos corazones están colmados pero que carecen del tiempo para expresar lo que en ellos hay. Mientras buscan las palabras, aminoran la velocidad del habla. Presionados a hablar, no obstante, también hablan antes de encontrar las palabras correctas. Se eliden los intervalos, pero no se ocultan. Hay un desorden temporal absoluto. Así, este vídeo «analiza» aquello que él mismo crea: una experiencia de la heterocronía que es característica de su medio tanto como de su historia.
En esta exposición disfrutamos asimismo de los trabajos del artista sudafricano William Kentridge. En su Procesión de sombras (1999) confluyen varias temporalidades debido, en primer lugar, a la fantasmagórica música de Philip Miller y al canto, igualmente fantasmagórico, de Alfred Makgalemele y, después, por la procesión en incesante marcha. El ritmo del movimiento de las figuras se caracteriza por una regularidad irreal, otra manera de llamar la atención sobre el tiempo y de desnaturalizarlo. En esta heterocronía se halla implícita una doble referencia histórica a dos iniciativas tempranas de arte político: el teatro antiempático de Brecht y las pinturas ambivalentemente negras de Goya, en las que a menudo se aprecia un toque cómico. Las torpes posturas de las figuras de Goya, describiendo el horror, pueden reconocerse en las de Kentridge, lo cual da lugar a una apertura y una ambivalencia de estados de ánimo que termina por «democratizar» el afecto[37].
El artista se muestra claramente interesado por la cuestión del arte político tal como la aborda Brea. En una entrevista, Kentridge define el arte político de una manera que congenia con el punto de vista que yo trato de articular aquí, siendo su propia obra un buen ejemplo de esto.
Estoy interesado en el arte político, es decir, en un arte de la ambigüedad, de la contradicción, de los gestos incompletos y los finales inciertos; un arte (y una política) en el que se pone en jaque al optimismo y a raya el nihilismo[38].
El teatro como ritual lúdico y público, y la imagen fija como registro, confluyen en su trabajo[39].
En Felix en el exilio (1993-1994), una de las animaciones más conocidas de Kentridge, de nuevo con música de Philip Miller, la atención hiperbólica en la persistencia del trazo supone una contribución única a la articulación del concepto de estética migratoria (fig. 3). Kentridge realiza muchas de sus películas a partir de dibujos a gran escala a carboncillo y pastel. Cada dibujo presenta una sola escena. Lo fotografía, lo altera, borrando y redibujando la escena. El papel, transcurrido un rato, se convierte en un palimpsesto de todas las etapas anteriores, lo cual puede leerse, por supuesto, como una metáfora de la memoria, pero es mucho más que eso. Se trata del resultado de una labor: una labor de amor, de solidaridad, de esperanza; una labor que tiene que ver con «hacer» en el sentido de «construir». Asimismo, para lograr el efecto de animación, Kentridge recurre a una técnica mucho más sencilla. En lugar del modo de producción que conocemos, Kentridge desarrolla un método que requiere esmero. En lugar de realizar muchos dibujos para una película, su dibujo brota lentamente como una película hecha de muchas fotografías, antes de ser transferida a vídeo[40].
Fig. 3. William Kentridge, Felix in Exile, vídeo monocanal, 8 minutos 43’’, 1994, vista de la instalación.
Este revés es materia de tiempo, una materialización del tiempo. Así, el trabajoso método, a través de una estética humilde, deviene un homenaje al personaje que va apareciendo poco a poco. Dicho brevemente, este sujeto es un hombre llamado Felix, que está en el exilio. No se especifica de dónde ni en dónde; a buen seguro se ha exiliado de sí mismo, en vista de la apariencia austera y solitaria de la habitación en la que se ambienta la historia. Acompañado por la fantasmal música de Philip Miller y Motsumi Makhene, el personaje, recurrente en películas previas del artista, se encuentra solo en una habitación de hotel examinando minuciosamente los dibujos de Nandi, una mujer africana. Estos dibujos representan –o, mejor, exploran y recuerdan– la violencia infligida contra Sudáfrica, contra su tierra y su gente. Los dibujos que flotan en el campo de visión de Felix, sobre su maleta, al otro lado de la ventana, en las paredes de la habitación donde transcurre su solitaria estancia, muestran el paisaje desolador de la explotación y la masacre. La tierra misma soporta la persistencia de su violenta historia. Los dibujos de Nandi son el resultado de su inspección de la tierra, de la observación de cuerpos ensangrentados.
Cuando Felix se mira en el espejo del lavabo, ve a Nandi como si esta se encontrara al otro lado de un telescopio. Un vínculo inquebrantable une la sensación de proximidad y la distancia cósmica. Cuando disparan a Nandi y ella se funde con el paisaje, como los personajes que estaba dibujando, la habitación de hotel de Felix se inunda de agua azul, de lágrimas, de la animación en sí misma, de la posibilidad de una nueva vida. Cuando Felix casi ha sido arrastrado por el agua (¿de sus propias lágrimas?), casi que llega a fundirse con la historia, cuyas persistencias insisten en mantener vivas el artista y su álter ego, la mujer africana.
Las persistencias, por tanto, son algo más que restos del pasado. Son la materia de esta obra; son la obra: persistencias del dibujo de Kentridge que se va transformando sin borrar su pasado; persistencias de la tierra llena de cicatrices por efecto de la explotación y la excavación de tumbas; persistencias de los dibujos de la mujer africana, de su dibujo de las persistencias. Así, esta obra sugiere que la brutalidad del régimen racista no puede borrarse. El olvido, también necesario, debe ir acompañado por actos de recuerdo. El dibujo es un acto de este tipo. Dibujar trazos que persisten es una manera, un método, de animar la historia y su memoria en el presente. Y, si las pocas hojas que soportan las persistencias del carboncillo de su aparición anterior también presentan estratos de un paisaje y de una historia, significa que tanto el tiempo como el espacio han de mantenerse vivos en el presente.
No obstante, no siendo posible ni aceptable borrar el pasado, el modo en el que las imágenes se ponen en movimiento tanto en Felix como en Shadow sugiere asimismo la variabilidad del espacio, de la historia y del paisaje. La secuencia de este último no tiene principio ni final; la porción de tiempo que no cesa de pasar también rehúsa rendirse a la presión de una narrativa del desenlace. En Felix, el dibujo de Kentridge –el dibujo como acto, tanto como resultado– pone en primer plano ese movimiento que es tan esencial para vídeo como para la existencia migratoria. Felix demuestra que el espacio, soportando las persistencias de su pasado, puede ser transformado. La obra produce transformaciones constantes: dibujos que se tornan paisaje, una figura que se transforma en otra, cuerpos que se convierten en la tierra en la que estos mismos desaparecen. Así es como el artista crea actualidad: el tiempo para la memoria en el ahora.
El impacto de esta demostración de un poder transformativo heterocrónico múltiple resulta crucial cuando nos damos cuenta de que la obra fue creada durante el tenso tiempo que precedió a las primeras elecciones democráticas en Sudáfrica. En aquel tiempo, tanto la distribución de la tierra como la definición de la identidad eran objeto de un debate político y emocional muy intenso. Dicho antecedente político puede actualizarse, hacerse presente. En una exposición, evento que por definición se sitúa en el presente, la presencia de estas obras remite a los movimientos, lentos o veloces, heterocrónicos, que subyacen al resto de obras instaladas en su proximidad y cuya fuerza política ayudan a mantener. En este contexto, entiendo la agrupación e instalación de las obras de videoarte no como parte de un movimiento de la historia del arte sino como un momento, una desaceleración, de la filosofía visual. Tal cosa implica un cuestionamiento profundo de las distinciones ontológicas que definen la ficción en contraposición a la realidad, un examen de la agencia de los medios de comunicación y de las obras de arte producidas en ellos, así como una toma de conciencia de la agencia implicada en la observación comprometida. Esta combinación es lo que yo entiendo por agencia visual.
La conclusión general que aflora de los ejemplos expuestos es la siguiente: la mezcla de ritmos en la duración, de la linealidad interrumpida, de la tecnología del vídeo como herramienta para reconocer la fragmentación, puede sugerir un formato a partir del cual se anime a la gente a aparecer no como imágenes destinadas a la captura del voyeur sino situadas en una suerte de plenitud sinestésica que sólo resulta posible tras el colapso del efecto de lo real, la mayor de todas las mentiras. Se trata de una presencia que no es diferente a la que proponía Goffman como modelo clave de la interacción social. Utilizar el vídeo como herramienta con la que analizar este potencial en el proceso de darse cuenta de esto –acorde con la propuesta de Bhabha de cambiar la serialización– nos lleva a estar a punto de entender por qué los estudios visuales deben ser analíticos.
Análisis
No obstante, ¿qué es, finalmente, el análisis? ¿En qué puede consistir de cara a este menoscabo del objeto? Una primera reflexión atañe a la relación entre objetos concretos. A la luz de lo expuesto antes, esta relación no puede ser sino problemática. Desde mi punto de vista, la actividad crucial que debe romper tanto con el problemático legado de la historia del arte como con las tendencias generalizadoras de los entusiastas de los estudios de cultura visual es, sin duda, el análisis. Jenks propuso una relación precisa entre lo analítico y lo concreto: una aplicación metódica de la teoría a los aspectos empíricos de la cultura (1995: 16). Esto plantea el problema de la «aplicación».
La propuesta de Jenks implica separar la teoría de la realidad empírica, así como una concepción utilitarista de la teoría. La paradoja de tal concepción es que, bajo la apariencia de poner la teoría al servicio del objeto, se tiende a promover la subordinación del objeto como ejemplo, ilustración o caso del punto de partida teórico. Tal como ha argumentado Fabian, el así llamado objeto empírico no existe «ahí afuera», sino que cobra existencia en el encuentro entre el objeto y el analista, mediado por el bagaje teórico que cada cual aporta en el encuentro (1990). Esto transforma el análisis, de una aplicación utilitarista en una interacción performativa entre el objeto (incluyendo aquellos aspectos suyos que permanecían invisibles antes del encuentro), la teoría y el teórico. Desde esta perspectiva, los procesos de interpretación son parte del objeto y están sujetos a crítica por parte del analista.
Como antropólogo, Fabian describía encuentros con la gente. No obstante, su ejemplo principal en Power and Performance es, al principio, un dicho, un proverbio de cualidades enormemente imaginativas e incluso visuales («el poder es un conjunto vacío»). La cuestión que planteaba este dicho –«¿qué significa?»– no revelaba la respuesta inherente a él. En su lugar, el grupo cultural y el antropólogo extraían el significado a través de una performance teatral que devenía un segundo objeto, más desarrollado. Los objetos son participantes activos en el desarrollo del análisis en tanto que posibilitan la reflexión y la especulación y pueden resistirse a las proyecciones y las interpretaciones desquiciadas (¡si el analista se lo permite!) y, así, constituir un objeto teórico de relevancia filosófica[41].
Una segunda reflexión, en relación con la anterior, modifica la naturaleza de prácticas interpretativas como el análisis. En un análisis visual que respaldara –como yo creo que debe– la tarea crítica del movimiento, tales prácticas constituirían al mismo tiempo el método y el objeto de cuestionamiento. Tal elemento de autorreflexión es indispensable, aunque siempre a riesgo de caer en la autoindulgencia y el narcisismo. Además, las hermenéuticas de lo visual transforman el círculo hermenéutico. Tradicionalmente, dicho círculo, conjunto-detalle-conjunto, da por sentada la autonomía y la unidad del objeto. Esta asunción autonomista ya no es aceptable, especialmente a la luz de los entresijos sociales de la «vida» de los objetos. Por el contrario, los estudios de la cultura visual consideran al objeto como un detalle en sí mismo proveniente de un «todo» delimitado, por definición, sólo de un modo provisional y estratégico. Por ejemplo, un objeto puede ser el detalle, ya del conjunto total de series (según el sentido crítico de serialización de Bhabha), ya del ámbito social en el cual este funciona[42].
Finalmente, las prácticas interpretativas en los estudios de cultura visual defienden que el significado es dialógico. Este «sucede» más que existe a priori de la interpretación. El significado es el diálogo entre el espectador y el objeto, así como entre distintos espectadores. La situación se complica aún más por el hecho de que el concepto de significado es, en sí mismo, también dialógico, dado que es concebido de manera distinta de acuerdo con diferentes regímenes de racionalidad y distintos estilos semióticos. Además, el diálogo no implica una coexistencia armónica. Más bien, el diálogo es un proceso en el que tienen lugar las luchas de poder.
Un tercer principio de este método es la continuidad entre el análisis y la pedagogía que resulta de la visión performativa del mismo. Cualquier actividad de los estudios de la cultura visual es a la vez una ocasión para la alfabetización visual, un entrenamiento de la receptividad hacia el objeto que prescinde de la veneración positivista a su «verdad» inherente. El deseo humano por el significado funciona en virtud del reconocimiento de patrones, de modo que el aprendizaje tiene lugar cuando la nueva información encaja con patrones ya conocidos de conocimiento tácito, no oficial y, sin embargo, compartido[43].
Debido a que la nueva información siempre se procesa a partir de encuadres o estructuras en los que pueda encajar, es imposible que haya percepción sin memoria. Esto no significa que la información sea siempre racionalizada por completo, ya que un solapamiento total entre lo conocido y la nueva información que se nos ofrece impediría el aprendizaje. La «insubordinación» a los esquemas preestablecidos es también un elemento en el proceso de aprendizaje. Es más, los estudios de la cultura visual deberían estar especialmente atentos al aspecto multisensorial del aprendizaje, su naturaleza activa y su mezcla inextricable de componentes afectivos, cognitivos y corporales. «Los objetos son interpretados a través de la “lectura” utilizando la mirada en combinación con una experiencia sensorial más amplia que incluye el conocimiento tácito y las respuestas corporales. De ellas pueden resultar tanto respuestas cognitivas como emotivas, algunas de las cuales podrían no llegar a decirse», escribe Hooper-Greenhill[44].
Un cuarto principio metodológico es el examen histórico-analítico de los regímenes de la cultura visual tal como son incorporados por las instituciones importantes y sus figuras aún operativas: la escuela, la Iglesia, el museo, así como las agencias de publicidad, que saturan con sus mensajes todo el espacio público. Esta forma de análisis histórico no reifica un estado histórico del pasado, sino que se dirige a la situación presente como punto de partida y foco de luz con el que proseguir la búsqueda. El museo modernista, todavía predominante, es un objeto paradigmático para dichos análisis. Su ambición enciclopédica, su organización taxonómica, su retórica de la transparencia y sus premisas nacionalistas han sido reiteradas hasta el punto de ser casi completamente naturalizadas. Un análisis histórico del tipo que tengo en mente no se detendrá simplemente en la descripción de estos principios. Fundamentalmente, mostrará sus remanentes en la cultura contemporánea y las formas híbridas que adoptan, y además analizará las implicaciones de las transformaciones posmodernas del museo moderno.
Las reflexiones sobre el objeto de los estudios de cultura visual hasta aquí esbozadas sacan a relucir nuestra tarea más urgente, la de dilucidar si el destino de los estudios visuales o el análisis visual es desarrollarse como una sola disciplina o como colaboración interdisciplinar entre distintas disciplinas. Más que describir artefactos concretos y su proveniencia, como haría la historia del arte, o describir (aspectos de) la cultura, como haría la antropología, los estudios de cultura visual deben analizar críticamente los objetos visibles y los eventos de visión. Deben analizarse en detalle, teniendo en cuenta los entresijos y articulaciones de la cultura visual, al mismo tiempo que se minimiza la persistencia naturalizada de las formas en las que se encuadran dichos eventos. Deben centrarse en los intersticios en los que los objetos de naturaleza principal pero nunca exclusivamente visual se cruzan con los procesos y prácticas que estructuran una determinada cultura, incluyendo las relaciones de poder y las fuentes de injusticia que contribuyen a dicha estructuración[45].
Más que declarar la guerra a las disciplinas establecidas, por tanto, el análisis visual como aproximación específica a las prácticas visibles y otros aspectos dentro o fuera de los esquemas de dichas disciplinas ha de optar por aquellas aproximaciones alternativas a los objetos que menos concienzudamente se hayan puesto en práctica hasta el momento. En primer lugar, desde una perspectiva que mantenga cierta distancia con respecto a la historia del arte y sus métodos tradicionales, los estudios de cultura visual deberían tomar como objetos de análisis crítico fundamentales las narrativas dominantes que enmarcan los eventos de visión y sus objetos, y que suelen presentarse como naturales, universales, verdaderas e inevitables. Podrán entonces intentar desbancarlas, de modo que las narrativas alternativas adquieran visibilidad. Deberán explorar y explicar el vínculo entre cultura visual y nacionalismo, tal como se evidencia en los museos, las escuelas y las historias que allí se tratan, así como los discursos que participan del imperialismo y el racismo[46].
Un lugar privilegiado y en absoluto exclusivo donde estas prácticas pueden llevarse a cabo es el museo. En el museo, igual que en otros lugares, los estudios visuales deberían analizar la relación entre las clases sociales y el elitismo en las estrategias educativas de la cultura visual, incluyendo las tareas que tradicionalmente se asignan al museo. Debería también entender algunas de las motivaciones que han dado prioridad a la historia en lo que yo he venido llamando «narrativas de anterioridad» (2006). El tratamiento de las relaciones de poder del presente bajo la rúbrica de «la historia de la nación» puede entenderse como una de las estrategias de control llevadas a cabo por los museos, por la cual sumergen a sus visitantes en sistemas de visibilidad y normalización[47].
Otra importante tarea de los estudios de cultura visual es entender algunas de las motivaciones y consecuentes estrategias que dan prioridad al realismo. Es necesario hacerlo porque el objetivo de la promoción del realismo es estimular el comportamiento mimético. Las clases dominantes se establecen a sí mismas y sus héroes como ejemplos que reconocer y seguir, y apenas es una exageración afirmar que este interés es notable en el culto al retrato, que muestra que los intereses realmente políticos –en el sentido habermassiano– subyacen a la preferencia por el realismo. Éste promueve el gusto por la transparencia: la cualidad artística importa menos que la representación fiel de las figuras destacadas. La autenticidad requerida conlleva una inversión adicional de indicialidad. Desentrañar dichas preferencias y mostrarlas tal como son podría ayudar a disminuir la atracción al realismo de la cultura visual occidental[48].
La tercera y quizá más importante tarea del análisis visual –la tarea en la que confluyen las descritas previamente– es entender algunas de las motivaciones del esencialismo, que promueve la mirada del conocedor (Foucault) al tiempo que la mantiene invisible. Me gustaría dar tres razones por las cuales urge cumplir con dicha tarea. Primero, la idea inamovible de «los objetos primero» que comparten la historia del arte y algunos elementos de los estudios de cultura visual promueve la sumisión a lo que uno (cree que) ve, distrayéndolo de la importancia del entendimiento. Sin embargo, entender va primero, seguido de la percepción que guía, y este entendimiento está encuadrado por compromisos aprendidos a priori. Desde este punto de vista, cambia la relación entre el individuo que mira y las comunidades interpretativas. Segundo, la vinculación genérica de la visión anteriormente mencionada hace del esencialismo visual un asunto problemático. Tercero, existe una necesidad imperiosa de exponer las operaciones de la retórica de la materialidad[49].
Entre el resto de numerosas tareas que derivan de estas tan primordiales, se encuentra, por ejemplo, el análisis crítico del uso de la cultura visual para el afianzamiento de estereotipos de raza y género. Otra tarea es un examen de la interconexión entre lo público y lo privado, y los intereses a los que se responde al mantener esta dicotomía. Dichos intereses se materializan en las prácticas que privilegian el arte estatal, la historia del arte, el mercado del arte y el conocimiento experto (connoiseurship), ordenadas temporal y jerárquicamente. Esta rama predominante en la historia del arte está relacionada con la autoría del conocimiento experto, así como con la propiedad material, las concepciones estéticas, el estilo y el universalismo eurocéntrico promovido por gentileza de dichas prácticas. Todas estas ideas reclaman una hermenéutica de la sospecha dirigida a los remanentes del positivismo en unos estudios de cultura visual obsesionados con el esencialismo visual[50].
Los usos de los objetos cambian el significado a la vez que cambia el ámbito; por ejemplo, los objetos del «hogar» se vuelven más importantes para la gente en diáspora como medio que posibilite la memoria cultural (Bhabha 1994: 7). De forma similar, la función de las características visuales en relación con los procesos sociales –la escala, por ejemplo– puede proveer de una relación específica con el cuerpo, como ocurre en las pinturas de Jenny Saville. Puede transmitir conformidad emocional o distanciamiento, confinamiento, intimidad o amenaza, e incluso, como modo cognitivo de entendimiento, un método «científico» con el que comprender las complejidades del mundo (barroco). Finalmente, las relaciones interdiscursivas e intertextuales entre objetos, series, conocimientos tácitos, textos, discursos y los diferentes sentidos partícipes reclaman también un análisis[51].
Conclusión: el objeto del análisis visual
He extraído este último ejemplo, al igual que los anteriores, del ámbito del arte y de las instituciones establecidas. Lo he hecho intencionadamente con el fin de enfatizar que el análisis visual no se distingue esencialmente por la elección de los objetos. Estoy cansada de la obsesión fetichista con Internet y la publicidad como objetos ejemplares. En cualquier caso, las implicaciones de estos cuatro principios metodológicos deberían quedar claras. Ni la división entre cultura «popular» y «alta» cultura puede ya sostenerse ni tampoco la que existe entre la producción visual y su estudio. Si, como he argumentado, el objeto es también partícipe del desarrollo del análisis, entonces crear y controlar divisiones de cualquier clase se me antoja la más fútil de todas las futilidades en las que se pueda implicar el trabajo académico.
Desde luego, atrapado como está en la dialéctica académica, el análisis visual se hace cargo de lo que otras disciplinas más establecidas han rechazado: las obras de arte no canónicas, las escenas callejeras, las instantáneas privadas, los dibujos de los niños; así como de los pequeños rituales que ningún antropólogo consideraría dignos de tal denominativo, los comportamientos raros que no percibiría ningún psicólogo, las configuraciones visuales en las calles de una ciudad que cualquiera daría por descontadas. Otros objetos quizá en la sombra son los anuncios publicitarios cuyo burdo racismo merece gritos de indignación, pero que con frecuencia permanecen sin ser vistos por resultar demasiado familiares, o también las extrañas yuxtaposiciones en las exposiciones de los museos, que naturalizan las relaciones coloniales de subordinación, o las configuraciones homosociales desfasadas en el siglo xxi. No obstante, la cuestión no es la elección de objetos, aunque pueda resultar útil como crítica a las exclusiones que durante tanto tiempo hemos dado por sentadas. La cuestión es qué preguntas realizamos a estos objetos: preguntas sobre su uso, su afecto, sobre el pirateo; interrogaciones sobre el poder, la materia, el contexto. En la práctica del análisis de las manifestaciones visuales, a los profesionales de los estudios visuales nos gusta dar cuenta de las relaciones cargadas de afecto entre la cosa vista y el sujeto que lleva a cabo el visionado y, por ello, es necesario un análisis visual. Al mismo tiempo, los practicantes del análisis visual no pueden convertirse en un tipo nuevo de formalistas, ya que su cometido es dar cuenta de la interacción, no del objeto en sí mismo. Este bien podría ser el aspecto más característico del análisis visual si queremos que se distinga de las disciplinas que han estudiado los objetos visuales desde hace más tiempo. Después de todo, este tipo de análisis se centra en aquello que es singular en la práctica bajo escrutinio como puerta de entrada a un panorama más amplio que, pese a no ser nunca universal, conlleva rumbos más generales. En línea con lo expuesto por Michel de Certeau, cuyo texto Practice of Everyday Life (publicado por primera vez en 1974) sigue siendo un preciado antecedente de los estudios visuales, así como de la antropología visual, los estudios de cultura material, y otros campos nuevos, los estudios visuales se comprometen a entender las prácticas diarias como «tácticas» del ver, un «hacer que hace» (a making do) que confabula con los poderes establecidos. Dichas prácticas incluyen, sin limitarse, el arte que encontramos en los museos de bellas artes y en las galerías. No obstante, el objeto de análisis de ese arte no es la autoría o el tema principal sino sus condiciones de visibilidad en su singularidad.
[1] Rembrandt van Rijn, Judith decapintando a Holofernes, ca. 1652, Benesch 897 (vol. V). Dibujo, 182 × 150 cm. Nápoles, Museo di Capodimonte. Un análisis iconográfico especializado sobre un artista que incluye lecturas excelentes de las pinturas de Judith es el que nos ofrece Garrard (1989).
[2] Para ahondar en el uso de «micropirateo» y en el del término «posproducción», véase Bourriaud (2005), quien recicla las ideas de Michel de Certeau (1984).
[3] Bal cita a Derrida a través de la traducción al inglés de Gayatri Spivak: «The sickness of the homeland, a homesickness» (313). Sin embargo, Spivak añade un juego de palabras al original, ya que Derrida, en francés, escribe sencillamente «le mal du pays» (441). La traducción al español de ese «mal du pays» por parte de Óscar del Barco y Conrado Ceretti es «nostalgia» (441). Nuestra traducción, «la nostalgia del hábitat es habitar en la nostalgia», pretende mantener el juego de palabras que Bal extrae de Derrida vía Spivak. [N. de la T.]
[4] Para ahondar en este tema, véase el catálogo de la exposición de Kristeva en el Louvre de París (1988). Ese mismo año tuve la oportunidad de analizar las respuestas del espectador al tema de Judith a propósito de una pequeña exposición que organicé en el Boijman van Beuningen Museum de Rotterdam (descrito en Bal 2009: capítulo 4). Sobre las relaciones entre historia del arte y nacionalismo, véase Bal (2003).
[5] El término «cultura visual» se utilizó por primera vez en la intersección entre historia cultural e historia del arte (Baxandall 1971), aunque comenzó a ser reconocido más adelante (por ejemplo, en Alpers 1983). Para una introducción general al desarrollo del término, véase Cherry (2005).
[6] He participado en la creación de dos programas doctorales interdisciplinares en la Universidad de Rochester y en la Universidad de Ámsterdam. El primero estaba pensado como un programa interdisciplinar sobre artes visuales –entre los estudios literarios, los estudios de cine y la historia del arte–, pero, por razones administrativas, lo llevamos a cabo en el Departamento de Historia del Arte. Este hecho impuso ciertas restricciones en el programa, en el que se matricularon estudiantes provenientes principalmente del campo artístico. El otro programa, realizado con el instituto de investigación ASCA, es más radicalmente interdisciplinar, pero no contiene ningún componente específicamente visual en su definición.
[7] Algunos académicos (por ejemplo, Fabian 2001: 17) se refieren a esta tendencia de cosificar lo visual con la expresión «visualismo», un concepto que también implica cierto positivismo visual.
[8] Desde mi punto de vista, el análisis cultural se distingue de los estudios culturales por su constante atención analítica al objeto, un punto de partida en el presente en el que se enlazan razonamientos teóricos y analíticos. Una ambivalencia similar a la mía es la que podemos encontrar en la contribución de Mitchell en Journal of Visual Culture (2002).
[9] Sobre la creación de este nuevo objeto hablamos más adelante. Que dicho objeto «no pertenece a nadie» es tan obvio en la teoría como difícil de sostener en la práctica. Las políticas de delimitación continúan llevándose a cabo en áreas interdisciplinares tanto como en las disciplinas más estrictamente establecidas. Para profundizar en las ideas de Barthes sobre la (inter)disciplinariedad, véase Barthes (1984: 71). Véase Repko, Newell y Szostak (eds.) (2011), para una recopilación de perspectivas ampliamente diferentes sobre el tema de la interdisciplinariedad.
[10] Un ejemplo de lo anterior serían las «lenguas y literaturas extranjeras», una unidad sobre todo administrativa. La semiótica sería un ejemplo de lo último: un cuerpo de teoría que puede aplicarse a los objetos de un gran número de disciplinas. La transdisciplinariedad se demanda sobre todo para proyectos tales que análisis temáticos (por ejemplo, la representación de la muchedumbre a través de las épocas). Para profundizar en cuestiones de inter-, multi- y transdisciplinaridad, véase Bal (1988). Uno de los libros introductorios que he examinado comienza con una revisión de dos conceptos clave en el modo negativo (Walker y Chaplin 1997).
[11] La frase «la vida social de las cosas» es el título de la obra de Appadurai (1986). Para un buen ejemplo del tipo de análisis que deriva de esta definición del objeto de los estudios de cultura visual, véase Appadurai y Breckenridge (1992). En este ensayo, los autores consideran los museos comunidades interpretativas. Sobre fotos de familia, véanse Hirsch (1997) y Hirsch (ed.) (1999).
[12] Con la idea de que los objetos pueden ser sujetos, estoy aludiendo al estudio filosófico de la visión de Kaja Silverman, World Spectators (2000: especialmente el capítulo 6). La última parte de este párrafo se lo he tomado prestado a Calkins (1880: 166), citado en Hooper-Greenhill (2000: 105).
[13] Sobre la historia del concepto de ideología, véase Vadée (1973); sobre las manifestaciones textuales y sus análisis, Hamon (1984).
[14] Davey (1999: 14), citado por Hooper-Greenhill (2000: 115). En lo que concierne a nuestro análisis, esta retórica también resulta atractiva para la antropología. Fabian (1996) ha mostrado cómo funcionan unos estudios de la cultura visual basados en la antropología. Véase también sus apuntes críticos sobre las tendencias académicas contemporáneas (2001: especialmente la parte I), muchos de los cuales pueden beneficiar sustancialmente a los estudios de cultura visual.
[15] El argumento más sucinto, aunque comprehensivo, a favor del uso del concepto de encuadre (framing) en análisis culturales sigue siendo el de Jonathan Culler en «Author’s Preface», incluido en el volumen Framing the Sign (1988). Una exposición sucinta de la expresión relacionada, aunque más limitada, «regímenes escópicos», puede encontrarse en Jay (1988); para una versión extensa (1994).
[16] En el original, «se dan de la mano» está expresado como «are joined at the hip» («unidos por la cadera»). La expresión elegida mantiene la metáfora del cuerpo y es más idiomática. [N. de la T.]
[17] Como sugieren Walker y Chaplin (1997: 24-25).
[18] Además de la cualidad sinestésica de la visualidad en sí misma, que sigue siendo una cuestión de percepción de los sentidos, también me gustaría destacar el talante intelectual de la visualidad, expresado brevemente como «el arte piensa». Esta visión es el punto de partida de toda la obra del filósofo e historiador del arte Hubert Damisch (por ejemplo, 1994, 2002). La simple idea de que el «arte piensa» tiene consecuencia de largo alcance en la manera en la que puede ser analizado, consecuencias enormemente relevantes para la metodología que estamos elaborando en los estudios de cultura visual. Véase Van Alphen (2005), un libro que abre con una exposición de las ideas de Damisch. Fabian (2001: 96) aplica este aspecto a la cultura popular. Véase, también, Rodowick (2001: 24). Veremos esto con mayor profundidad en las partes 2 y 3 de este libro. Los ejemplos de la obra de Coleman en esta línea son Background (1991-1994), Lapsus Exposure (1992-1994), INITIALS (1003-1994) y Photograph (1998-1999), por mencionar tan sólo las obras de Coleman que tan brillantemente analiza Silverman (2002). Silverman no menciona la cultura visual en estos cuatro ensayos, pero no por ello la practica menos. Para profundizar en la obra de Coleman, véase también el catálogo producido por el Reina Sofía (2012).
[19] Véase la teorización de la imagen de Van Alphen a través de los textos de Charlotte Delbo antes mencionados (2002). Una caso menos exclusivo, aunque notablemente relevante, es el de la «poética visual» de Proust (Bal 1997).
[20] Para un comentario sobre la noción foucaultiana de poder/conocimiento, véase Spivak (1993). Foucault (1975: ix); Hooper-Greenhill (2000: 49).
[21] Esta selectividad constituye las bases de la historia del arte y las raíces de la cultura visual. Por tanto, al respecto, los estudios de cultura visual necesitan distinguirse de esa otra disciplina. Este es también el motivo de que una colección de cosas, por global que sea, no puede ser el objeto de los estudios de cultura visual. Véase Bal (2003) para una crítica de uno de los proyectos más prestigiosos de conocimiento pericial (connoisseurship), el caso de Rembrandt.
[22] Los términos «imágenes alimenticias» (alimentary images) y foodscape vienen de Dolphijn (2004). Para un ejemplo de un análisis de imágenes alimenticias, véase Bal (2005).
[23] Classen (1993: 2, 5, 9). Para un análisis de base genérica de la visión en relación con el conocimiento, véase Keller (1996).
[24] Sobre iconoclastia, véase Dario Gamboni (1997). Sobre el poder y los recuerdos grabados de las cosas cambiadas, véase Foucault (1977: 160).
[25] Sobre la nostalgia en la historia del arte, véase Michael Ann Holly (2013).
[26] Véase Bal (2006) para una reproducción y análisis de la imagen.
[27] Para un análisis extenso del trabajo con el tiempo y la materialidad de Christensen, véase Bal (2009a). Sobre Janssens, Bal (2013a).
[28] Sobre el problema de la intención artística –un ejemplo primordial de «origen»– véase Bal (2009: capítulo 7).
[29] Sobre la naturaleza aurocéntrica de la cronología, véase Hooper-Greenhill (2000: 164 n. 47); Anderson (1991, con un capítulo final añadido). Sobre este asunto, véase también la ópera de William Kentridge, Refuse the Hour (2012; vista en el Holland Festival, Ámsterdam).
[30] Pajaczkowska, en Carson y Pajaczkowska 3.
[31] Pajaczkowska, en Carson y Pajaczkowska 6-7.
[32] Para «zonas de cultura» (culture zones), véase Giroux (1992: 168-169).
[33] Jordan y Weedon (1995: 18); Butler (1993, 1997). Sobre el trabajo de Make y Botalatala Bolofe Bwailenge, véase David McNeill y Jill Bennet (2002).
[34] O’Sullivan et al. (1994: 68-69). Esto remite al pensamiento de Saussure más que al de Foucault.
[35] Hooper-Greenhill (2000: 14), basado en Burnett (1995: 41); cursiva añadida.
[36] Esta obra era parte de una exposición de vídeo itinerante, 2MOVE, que organicé junto con Miguel Á. Hernández Navarro en 2007-2008. Para imágenes y análisis, véase Bal y Hernández Navarro (2008). Esta exposición fue un esfuerzo de desarrollar un concepto definido con cierta indecisión, «estéticas migratorias», que las obras en conjunto materializaron. Véase Hernández Navarro (2014).
[37] Shadow Procession («Procesión de sombras», 1999), filme animado que usa figuras de papel negro rasgado, objetos tridimensionales, sombras y fragmentos de la película Ubu Tells the Truth; 7 minutos, 35 mm, película transferida a vídeo y DVD. Dirección, animacion, fotografía: William Kentridge; música: Pillip Miller; canción: Alfred Makgalemele; edición: Catherine Meybirg; diseño de sonido: Wilbert Schübel.
[38] Citado en Benezra (2001: 15). La obra de Kentridge ha sido tan extensamente publicada que me abstengo de insertar imágenes en este análisis.
[39] Adorno estaría de acuerdo con esto (2003: 240-258). La expresión «ritual público» en el contexto de Shadow Procession viene de Sitas (en Kentridge 2001), un ensayo dedicado a esta obra. Sobre la teatralidad como forma contemporánea de autenticidad, véase Bal (2009: capítulo 5).
[40] Felix in Exile, 1994, película de animación, 35 mm, vídeo y transferencia a DVD, 8 minutos 43 segundos. Dibujo, fotografía y dirección: William Kentridge; edición: Angus Gibson; sonido: Wilbert Schübel; música: Philip Miller; String Trio For Felix in Exile (músicos: Peta-Ann Holdcroft, Marjan Vonk-Stirling, Jan Pustejovsky); Go Tla Psha Didiba por Motsumi Makhene (cantada por Sibongile Khumalo). La técnica de Kentridge es extensamente descrita por Boris (en Kentridge 2001), un ensayo útil para entender el significado de los actos de memoria que el artista performa.
[41] Mi expresión «un segundo objeto, más desarrollado» pretende recordar la definición de Peirce del interpretante (interpretant), un segundo signo más desarrollado evocado por el intento de entender el primer signo.
[42] La expresión «hermenéutica de lo visual» proviene de Heywood y Sandwell (1999).
[43] Sotto (1994: 36; 42-44).
[44] Sobre la conexión entre percepción y memoria, Davey (1999: 12). Véase también los numerosos trabajos recientes sobre memoria cultural; por ejemplo, Bal, Crewe y Spitzer (1999), y el capítulo 8 de este libro. Sobre el aprendizaje, véase Bruner, especialmente el capítulo 3: «Entrance into Meaning» y, sobre el último aspecto de este párrafo, Hooper-Greenhill (2000: 119). Para una revisión del concepto de educación tácitamente respaldado por la alfabetización visual, véase su capítulo 6.
[45] «Críticamente» pretende tener aquí el mismo sentido contundente heredado de la teoría social de la Escuela de Frankfurt, en particular el trabajo temprano de Jürgen Habermas (1972) y lo que Theodor Adorno llamó «dialéctica negativa». Dado que la visualidad abarca la vida social de las cosas y la construcción social de la visibilidad, sus análisis son inherentemente tan sociales, políticos y éticos como estéticos, literarios, discursivos y visuales.
[46] Hobsbawm (1990). Para un análisis específicamente visual de las grandes narrativas del imperio, véase Mitchell (1994). Boer (2004) ofrece un ejemplo excelente de análisis visual en profundidad que destapa, subvierte y reemplaza las grandes narrativas.
[47] Sobre este tema, véase también Hooper-Greenhill (1989). Bennett (1996) ofrece el marco de referencia estructural más útil además de profundo para comenzar con este tipo de análisis. Véase también Duncan (1995).
[48] Sobre el retrato, véanse Woodall (1996), Van Alphen (2005). En un artículo seminal, Richard Dyer (1997) ha aportado sugerencias útiles para entender cómo las nociones raciales de «ser blanco» pertenecen a este «complejo exhibicionario» (exhibitionary complex) (Bennett 1996) de logros.
[49] Para una excelente visión de la prioridad de entender, por encima de un ojo ingenuamente considerado «inocente», véase Bryson (1983).
[50] La hermenéutica de la sospecha, una intervención feminista que ha sido crucial para desnaturalizar los modos de interpretación privilegiados, está en este momento bajo escrutinio crítico. Véase, por ejemplo, Sedgwick (1997), quien propone la alternativa (o siguiente paso) de «lectura reparativa» (reparative reading).
[51] Para profundizar en la función de la escala en el arte contemporáneo de inspiración barroca, véase Bal (1999).