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2. Insatisfacción permanente

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La peor pobreza del siglo XXI

Mal de nuestros días. No tener suficiente. No ser suficiente. No llegar lo suficiente. No estar disfrutando de algo y querer ya lo siguiente. Desear lo que no se tiene. Aquí es importante, no obstante, realizar una distinción: una cosa es lo que denominaré —arrebatando una vez más la palabra al bueno de San Ignacio de Loyola— el Magis (“más” en latín) y otra la ambición desmedida. Mientras que el Magis nos llama a ser la mejor versión de nosotros mismos —lo cual nos insta a una exigencia personal que busca el dar siempre más, servir más, buscar la mayor gloria de Dios en la entrega a los demás, no vanagloriarse en lo realizado y ver siempre lo que a uno le falta por delante para seguir el camino del bien—, la ambición desmedida llama al vacío. Mientras que lo primero conduce a una insatisfacción que llama a despojarse de la vanagloria, lo segundo la aumenta. Los frutos de lo primero son la paz y la esperanza; los de lo segundo el desasosiego y la tristeza. Lo primero es un baúl que contiene, genera y reparte tesoros sin parar y lo segundo, un pozo sin fondo que siempre está vacío. Las dos formas de ambición llaman a la acción, pero mientras que la primera tiene como fruto la satisfacción personal constante y serena en medio de la humildad, la segunda es satisfacción efímera y convulsa en medio del egoísmo. La primera construye los nuevos deseos sobre la gratitud de lo logrado; la segunda, más bien, sobre los deseos continuos de alcanzar lo que no se tiene. La primera insatisfacción llama a la utopía; la segunda, a cosas reales y alcanzables pero que se diluyen como un azucarillo y son siempre sustituidas por otras de forma automática cuando son adquiridas. Es importante diferenciar ambos tipos de ambición. Una sirve a la bandera del servicio a los demás por encima de todo —aunque eso mismo pueda implicar ser y tener cosas— y la otra a la del ego personal por el ser o el tener como fin en sí mismos. Seamos ambiciosos, pero elijamos bien el modo en que lo somos. Seamos inteligentes y finos en el análisis. Hay mucho en juego.

Causa principal de este mal

Hecha esta importante distinción, y refiriéndome en este apartado, pues, a la ambición desmedida que nos evita disfrutar de las cosas, me atrevería a señalar su principal causa. Diría que proviene, fundamentalmente, de la falta de agradecimiento. Vivimos en una sociedad llena de estímulos que nos invitan a consumir desproporcionadamente; tanto, que no tenemos tiempo material de agradecer lo que adquirimos, espiritual o materialmente. Se trata de una disputa entre los tiempos del mercado y los tiempos del ser humano. Mientras los primeros nos instan a saltar continuamente de compra en compra, los segundos claman sosiego, espacio, rumia. Por desgracia, este mal no se limita a las clases sociales pudientes. De hecho, son las clases no afortunadas económicamente las que corren el mayor riesgo de querer imitar el nivel de consumo de las que sí lo son, cayendo así en una trampa mortal: querer y no poder. Imitar el materialismo de los materialistas. Durante mis años de trabajo en barriadas humildes he comprobado lo codiciadas que son allí las marcas que visten los chicos de la élite —que también los he visto y tratado en clase, en su barrio—. Los detestan con palabras, calificándoles como “pijos”; pero luego, se hacen rapar la cabeza dejando la forma del logo de Nike en su cogote, esa marca que visten los pijos. Ellos solo llevan la imitación que adquirieron en el mercadillo, pero no dudarán en hacer lo que sea con tal de conseguir llevar la auténtica.

Si me permites una pequeña extrapolación que creo ad-hoc para este momento, te diré que siempre el capitalismo supo muy bien que en el materialismo del comunismo estaba gran parte de su propia continuidad, porque el problema no está en el modo de organización material social, sino en algo mucho más simple: el egoísmo, la insatisfacción personal. Insatisfacción que lleva bien a explotar al trabajador o bien a no estar nunca de acuerdo con las condiciones del patrón. Dicotomía capitalista-comunista que hoy día seguimos arrastrando y que ha hecho verdaderos estragos en nuestro mundo dividido. Divide y vencerás. Los autónomos —valga el ejemplo— saben bien de qué hablo, porque son patrón y trabajador a la vez. Por eso saben muy bien que el dicho romano no tiene ni pizca de desperdicio. Cualquier organismo biológico o social que reaccione contra sí mismo sucumbe. ¿A quién interesa entonces esta división? ¿Por qué se sigue hablando de izquierda y derecha como en el siglo XIX? ¿Por qué los partidos, por mucho twitter que “gasten” siguen imitando sus postulados básicos y enconados? ¿A quién le interesa que este debate siga aflorando pasiones ciegas que hacen inestable y en continua tensión cualquier gobierno? Afortunadamente, y simplificando mucho al tener que etiquetar bajo estos dos grandes términos, siempre ha habido liberales-capitalistas y comunistas se han dado cuenta de que el problema no es el sistema, sino el egoísmo, que tiene la cualidad de fastidiar cualquier sistema que inventemos. Esas personas, aún desde perspectivas y lecturas de la realidad distintas suelen llevarse bien y comparten lo básico: tener corazón. Son, en el fondo y a pesar de sus líderes, normalmente extremistas que llaman a la disputa —reitero, ¿interesada?—, las que han levantado lo que otros hundían, las que han llegado a acuerdos por el bien común en la empresa privada y en los espacios públicos. Menos mal. Ojalá no se radicalicen sus compañeros y caigan en la trampa materialista de la insatisfacción y queja permanente que no mueve corazones, sino que provoca guerras. Vamos ya a la acción conjunta. Valoremos al liberal y a sus aportaciones al bien común. Valoremos al comunista y a sus aportaciones al bien común. Ambos pueden trabajar juntos. Deben trabajar juntos. Y cambiemos estos términos decimonónicos por fin. Ya no nos sirven. ¿Acaso no han bastado dos guerras mundiales —que por cierto, a juzgar por las secuelas que seguimos arrastrando no han terminado— para desterrarlos? Lo digo no solo como deseo, sino como llamamiento a imitar el botón de muestra que suponen las experiencias al respecto que han logrado superar esa dicotomía. Sí, hay ejemplos —véase lo que propone el distributismo—. Véase la transición española, con todos sus defectos, pero con exponentes clarísimos en personas como José María Martín Patino y la Fundación Encuentro, por citar solo a uno de esos constructores de puentes que han existido en la historia española reciente; puentes cuya construcción fue muy cara. No los destruyamos, y valoremos lo bueno de nuestros antecesores, especialmente de aquellos que construyeron paz. Como digo, cuando esto se logra y hay buena voluntad todo sale adelante. Por el contrario, cuando se ponen las ideologías por delante viene el caos, la guerra, la insatisfacción permanente y, aceptémoslo: de este modo nunca nos pondremos de acuerdo, porque ninguna ideología política verá jamás satisfechos sus deseos y reivindicaciones al cien por cien.

Tras la digresión política —Dios me perdone— retomo el caso de los jóvenes que más he tocado de cerca. También los hay que, queriendo seguir la moda, se gastan un pastón. Por mencionar alguna versión más extrema, hay vestimentas carísimas emo —no me detendré, pero valga decir que los emo pertenecen a una tribu urbana que llevaría la insatisfacción en lo más profundo de su marco estatutario, si las tribus tuvieran de eso—. Mantener esta insatisfacción permanente trae a sus padres de cabeza. Esos padres que, por ignorancia o por una mal entendida buena voluntad, no quisieron que le faltara de nada a sus hijos; padres que queriendo huir de las represivas formas en que fueron educados han dado en el mayor despropósito educativo de los últimos tiempos al no haber aprendido a decir “no” a sus hijos, o decirlo, en todo caso, a destiempo, lo cual trae todavía más daños colaterales. Menos mal que la crisis de la década de los 2010 puede haber servido —disculpa la vehemencia— para quitar muchas de estas tonterías a más de uno.

Así pues, observamos cómo en muy distintos grados y niveles, y dentro de contextos variadísimos, puede tener lugar esta insatisfacción permanente; igualmente, vemos cómo en todos los casos cuenta con un denominador común: la ingratitud. Detectado al enemigo procedamos a su fulminación. El mejor antídoto: el agradecimiento. ¿Ahora entiendes por qué este libro habla de lo que habla? Sigamos pues transitándolo.

No dejes para mañana lo que puedas agradecer hoy

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