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El coche policial avanzaba zigzagueando entre camiones repletos de escombros. Alrededor del ayuntamiento los soldados del Regimiento Guadalajara paleaban sin descanso mientras las excavadoras apilaban el barro en las orillas de la calzada.

A la altura de la Plaza de San Agustín bordearon colas de mujeres y niños que acopiaban agua potable de los camiones cuba. La gente recelaba del agua turbia que borboteaba de los grifos. Un White del ejército cargado con sacos de pan obstaculizó la marcha del fiat. Los inspectores observaron a los quintos en la caja del camión dando buena cuenta de las barras a palo seco.

—Ha pasado una semana y todo sigue manga por hombro —refunfuñó Sánchez nervioso al no poder adelantar al camión. Subió la ventanilla para mitigar el tufo a cieno y desagüe—. Faltaba esta peste a barro que se me clava en el cerebro.

Miró de soslayo a Galán, que repasaba el listado de difuntos y desaparecidos. Algunos cadáveres aparecían en lugares insospechados, ocultos bajo el lodo y la escoria. En los poblados marítimos lo frecuente era encontrarlos varados en la arena de la playa, hinchados y mecidos por las olas.

—No estés tan callado y ve contándome. ¿Pone algo del fiambre que vamos a visitar?

—Poca cosa. La familia denunció al día siguiente de la riada, la mañana del martes 15 de octubre; esperarían el primer día y al ver que no volvía... Hay un informe de los municipales —expuso Galán mientras ojeaba la documentación—. Lo encontraron los bomberos el jueves, desescombrando un derrumbe de un edificio en la calle Baja; estaba sepultado en el interior de un vehículo, un Renault 4 cv matriculado en Valencia.

—¿Y nadie lo identificó?

—Parece que no. Lo llevaron directamente al depósito judicial del Hospital Provincial. El caso es que a estas alturas la familia todavía no sabe nada.

—Y nos toca dar la buena nueva.

—Para no perder la costumbre… —apuntó lacónico Galán. Sintió calor en el interior del coche y bajó unos dedos la ventanilla

Al llegar al antiguo hospital aparcaron sobre la acera. Cruzaron el pórtico gótico y circundaron el vetusto edificio de dos plantas hasta el depósito de cadáveres. Familias con ropas oscuras y rostros devastados miraron de reojo el paso de los policías.

Traspasada la puerta de la morgue les golpeó un penetrante olor a formol. En el pasillo se cruzaron con un celador que, indiferente, transportaba un cuerpo tapado con una sábana. Sánchez bajó la vista al suelo de baldosas ajedrezadas.

—No te encantes y abrevia con tu amigo Aparisi —susurró Sánchez secándose la frente—. Ya sabes la dentera que me dan estos sitios.

En la amplia sala de autopsias descubrieron al ojito derecho de Leopoldo López, el catedrático de Medicina Legal. Aparisi resultaba inconfundible: el pelo alborotado en torno a sus orejas, flaco como un palo y su eterno pitillo colgado del labio. La bata anudada a la espalda le llegaba a los pies y las gafas de pasta le resbalaban peligrosamente por el puente de la nariz. Examinaba a una mujer cuarentona, abotargada y azul, probablemente hallada en la desembocadura del Turia. A su lado, en las mesas de mármol, yacían tres cuerpos tapados con sábanas. Estaban etiquetados con papel de estraza unido al dedo del pie con bramante. En un lateral las neveras albergaban más víctimas. Todavía no habían retirado los generadores que el ejército suministró para evitar la descomposición ante la falta de electricidad.

Galán coincidió por primera vez con Aparisi a mediados de los años cuarenta al pasar por la Escuela General de Policía en Madrid. En Valencia habían colaborado en varios casos de mucho relumbrón mediático. Al comienzo trabajaron en el asesinato del Cine Oriente y hacía solo unos meses en el caso de Pilar Prades, la envenenadora de Valencia. El forense, contra todo pronóstico, había encontrado restos de mata-hormigas en el cadáver exhumado de una de las víctimas de la envenenadora. Tanto el nombre de Galán como el de Aparisi aparecieron en las páginas de El Caso, aumentando de inmediato su popularidad y las consiguientes envidias de algunos compañeros del cuerpo.

—Si rebuscas a fondo seguro que también encuentras «Diluvión» —apuntó sarcástico Galán, refiriéndose al veneno utilizado por la criada asesina. Aparisi se recolocó las gafas sobre el entrecejo y desvió la vista hacia la pareja de policías.

—Tan ocurrente como de costumbre. Veo que os han agraciado con este nuevo caso —dijo quitándose los guantes de látex y dándoles la mano. Los inspectores la chocaron aprensivos.

—Estábamos locos por volver a verte. Bueno… ¿dónde lo tienes? —preguntó Galán.

—Aquí mismo —informó alcanzando el último de los cuerpos cubierto con sábanas—. Estos días no hemos dado abasto y se ha hecho lo que se ha podido. Miguel Planells, que por los datos que tenemos así parece que se llama el difunto, tras el lavado de rigor esperó su turno en la cámara frigorífica durante más de veinticuatro horas y el pasado sábado ya pudimos ver con una simple inspección que la cosa pintaba mal. Tuvimos que hacerle una autopsia más a fondo.

Retiró el lienzo hasta las caderas. Apareció ante ellos un joven de complexión fuerte, con una cicatriz circundando el cráneo, la cara deformada, y un par de orificios en los mofletes y otro en la frente. Presentaba hematomas amarillo-violáceos en los flancos del tórax y abdomen. Un gran costurón de seda negra en forma de «Y» se extendía desde sus hombros hasta confluir en el esternón y de allí hasta el ombligo. La piel brillaba y despedía un desagradable olor dulzón que se solapaba al del formol.

—¿Podemos fumar? —preguntó nervioso Sánchez apartando la mirada.

—Estáis en vuestra casa.

Encendieron sendos pitillos intentando mitigar el sutil efluvio. Galán se desabrochó el primer botón de la camisa y aflojó el nudo de la corbata. Con cierta alarma escuchó el ruido de sus tripas e intentó recordar la ruta hasta el cuarto de baño más cercano.

—Como podéis imaginar, nuestro hombre no falleció por ahogamiento, de hecho no hemos hallado agua en los pulmones. Tampoco a consecuencia del aplastamiento por el derrumbe del edificio, aunque hay fracturas post-mortem en costillas, brazo y pierna izquierda. La muerte fue por disparos de pistola efectuados a muy escasa distancia — puntualizó diligente Aparisi mientras introducía una fina varilla metálica en los orificios de la cara intentando demostrar la trayectoria de los disparos—. Como veis, se observa un orificio de entrada debajo del pómulo, con tatuaje de la pólvora, que fractura la mandíbula y destroza lengua y arcada dentaria, con orificio de salida siguiendo una trayectoria claramente descendente.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Sánchez al ver como la varilla atravesaba limpiamente la cara del cadáver.

—Aunque el impacto mortal fue el efectuado en la frente. Al parecer intentó protegerse con la mano izquierda y el tiro le atravesó la palma, para luego perforarle el cráneo, aunque esta vez sin orificio de salida —apuntó Aparisi manejando cuidadosamente la mano agujereada del fallecido.

—¿Has podido recuperar la bala? —preguntó Galán.

—Pues sí. Atravesó el cerebro y quedó alojada cerca del occipital. La trayectoria también es descendente. Sin duda la víctima estaba en una posición más baja que el agresor, como en una ejecución.

—Si estaba al volante del coche cuando le dispararon, lo probable es que su asesino estuviera de pie, al lado de la puerta del conductor, y que incluso metiera la pistola dentro del coche, lo que explicaría los disparos a quemarropa y su trayectoria descendente —teorizó Galán exhalando el humo alrededor del cadáver—. Aunque también es posible que lo asesinaran en otro lugar, con la víctima sentada o tirada en el suelo, y luego lo ocultaran en el coche.

En esos momentos la luz de los fluorescentes languideció dejándolos en penumbra, y al poco con un débil parpadeo se iluminó de nuevo la estancia.

—El suministro eléctrico todavía está precario —se disculpó Aparisi—. Ahí en esa bandeja os he dejado las pertenencias que le encontramos encima, incluida la bala y unas fotos que hemos tomado al difunto.

Galán y Sánchez se dirigieron a una mesa auxiliar donde estaba la bandeja metálica con las escasas posesiones del fallecido. Un manojo de llaves unidas por una arandela metálica, calderilla, una cartera con el cuero cuarteado por el fango. En la cartera tres billetes de 10 pesetas y un billete de 100. Una bala dorada con la punta deformada rodó en la bandeja. La ropa del difunto estaba sucia pero plegada y al lado una carpeta con el informe preliminar de la autopsia, las huellas dactilares y fotos detalle de su cara. En alguna de las fotos habían pasado un pañuelo por debajo de la mandíbula que anudaron en la parte superior de la cabeza. Así se disimulaban los agujeros de bala de la cara y al cerrarle la boca le daba una apariencia más soportable.

Galán observó el azulado Documento Nacional de Identidad que encontró en la cartera.

—¿Tienes alguna duda respecto a la identidad de la víctima? —preguntó mientras volvía a guardar la tarjeta en la cartera e introducía la bala y el resto de pertenencias en varios sobres de pruebas.

—Hemos conseguido buenas huellas dactilares inyectando algo de parafina en el pulpejo de los dedos —respondió el forense desprendiéndose de la colilla que casi abrasaba sus labios—. Vuestros técnicos dirán si coinciden con las huellas de sus documentos oficiales. Si nos fijamos en la foto del documento de identidad yo diría que el parecido es razonable. Aquí acaba mi trabajo y ahora empieza el vuestro.

Muerte en el barro

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