Читать книгу El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov - Страница 11
ОглавлениеCapítulo 5
Hubo un alboroto
en Griboiédov
En un bulevar circular, al fondo de un decrépito jardín, había una casa antigua de dos pisos, color crema, separada de la vereda por una reja labrada de hierro fundido. Ante la casa había una pequeña plazoleta asfaltada, que en invierno se cubría de un montón de nieve coronado por una pala clavada, y, en verano, bajo un toldo de lona, se convertía en un espléndido anexo del restaurante.
Se llamaba La Casa de Griboiédov porque se suponía que, en otros tiempos, había sido propiedad de una tía del escritor Aleksandr Serguéievich Griboiédov. Bueno, si era o no era la propietaria, no lo sabemos con seguridad. Nos parece recordar que Griboiédov ni siquiera tenía una tía propietaria… Pero el asunto es que la casa fue llamada así. Es más, un fabulador moscovita llegó a asegurar que en el segundo piso, en la sala redonda con columnas, el famoso escritor recitaba a su tía, tendida en un sofá, partes de La desgracia de tener ingenio. Acaso fuera cierto, ¡quién diablos sabe!, pero eso no es lo importante.
Lo importante es que en la actualidad la casa era propiedad de aquel massolit presidido por el desdichado Mijaíl Aleksándrovich Berlioz antes del episodio en los Estanques Patriarshie.
Ya nadie llamaba aquella casa La Casa de Griboiédov: los miembros del massolit se referían a ella simplemente como “Griboiédov”: “Ayer me pasé dos horas en Griboiédov”. “¿Y qué tal?”. “Conseguí un mes en Yalta1”. “¡Qué bueno!”. O: “Ve a ver a Berlioz, hoy va a estar recibiendo de cuatro a cinco en Griboiédov…”, etc.
El massolit no podía haberse instalado en Griboiédov mejor ni con más comodidades. Quienquiera que visitase Griboiédov se topaba antes que nada con los anuncios de diversas actividades deportivas y con fotografías grupales e individuales de los miembros del massolit, colgadas en las paredes de la escalera que llevaba al segundo piso.
En la puerta de la primera habitación del piso superior podía verse una gran inscripción que decía: “Sección pesca-veraneo”, con un dibujo que representaba un pez carpa mordiendo el anzuelo.
En la puerta de la habitación número 2 había una inscripción poco clara: “Excursión artística de un día. Dirigirse a M. V. Podlózhnaia”.
La puerta siguiente llevaba una inscripción breve pero ya del todo ininteligible: “Perelíguino”. Luego el visitante casual de Griboiédov empezaba a sentirse mareado a causa del gran número de carteles que decoraban las puertas de nogal de la tía: “Por papel, anotarse en la lista de espera que lleva Poklióvkina”, “Caja”, “Cuentas personales de autores de sketches”…
Después de recorrer una extensa cola que empezaba en la planta baja junto a la portería, se llegaba a una puerta, acometida a cada instante por la gente, en la que se leía la inscripción: “Cuestión vivienda”.
Detrás de la cuestión de la vivienda se descubría un lujoso afiche que representaba una roca; en la parte superior podía verse un jinete que vestía una capa y llevaba un fusil al hombro. Debajo había unas palmeras y un balcón, y en este, mirando a lo alto con ojos muy espabilados, un joven con jopo y con una pluma estilográfica. Letrero: “Vacaciones artísticas completas desde dos semanas (relato-novela corta) hasta un año (novela, trilogía). Yalta, Suuk-Su, Borovoe, Tsijisdziri, Majindzhauri, Leningrado (Palacio de Invierno)”. Ante esta puerta había cola también, pero no excesiva: unas ciento cincuenta personas.
Luego, siguiendo las caprichosas curvas, subidas y bajadas de la casa de Griboiédov, se sucedían: “Dirección del massolit”, “Cajas 2, 3, 4, 5”, “Colegio de editores”, “Director del massolit”, “Sala de billar”, diversas dependencias y finalmente la sala con columnas en donde la tía se deleitaba con la comedia de su genial sobrino.
Cualquier visitante —si no era un total estúpido—, al llegar a Griboiédov, se daba cuenta enseguida de lo bien que vivían los que tenían la dicha de ser miembros del massolit y comenzaba de inmediato a sentir que la negra envidia se apoderaba de él. Entonces comenzaba a formular amargos reproches al cielo por no haberle dotado de talento literario, sin el cual, por supuesto, no se podía ni soñar con poseer la credencial de miembro del massolit, una credencial color marrón que olía a cuero caro, con un lujoso ribete dorado, bien conocida en todo Moscú.
¿Quién se atrevería a decir algo en defensa de la envidia? Es un sentimiento de la peor categoría, pero hay que ponerse en la piel del visitante. Porque lo que había visto en el piso superior aún no era todo, ni mucho menos. Toda la planta baja de la casa de la tía estaba ocupada por un restaurante, ¡y qué restaurante! Con toda justicia se lo consideraba el mejor de Moscú. Y no sólo porque ocupara dos grandes salones con techos abovedados, decorados con pinturas de caballos lilas con crines asirias; no sólo porque en cada mesita hubiera una lámpara cubierta con un chal; no sólo porque allí no podía entrar cualquier persona de la calle; sino también porque la calidad de la comida de Griboiédov superaba por lejos a cualquier otro restaurante de Moscú, además de tener un costo muy accesible, nada exagerado.
Por ello no hay nada de sorprendente en una charla como la que escuchó una vez el autor de estas veraces líneas junto a la reja de hierro fundido de Griboiédov:
—¿Dónde cenas hoy, Ambrosi?
—¡Pero qué pregunta! ¡Aquí, por supuesto, querido Foká! Archibald Archibáldovich me ha contado en secreto que hoy habrá porciones de lucio au naturel. ¡Todo un manjar!
—¡Tú sí que sabes vivir, Ambrosi! —decía entre suspiros Foká, enjuto, descuidado y con un carbunclo en el cuello, al poeta Ambrosi, ese gigante de labios encarnados, cabellos dorados y mejillas relucientes.
—No se trata de ningún saber —replicaba Ambrosi—, sino el simple deseo de llevar una vida digna. Tal vez estés pensando, Foká, que también se puede encontrar lucio en el Coliseo. Pero allí la porción cuesta trece rublos con quince, ¡y a nosotros nos cuesta cinco con cincuenta! Además, en el Coliseo el lucio es de tres días y no tienes ninguna garantía de que no te golpee con un racimo de uvas algún joven salido del pasaje Teatralni. No, estoy absolutamente en contra del Coliseo —rugía la voz del gastrónomo Ambrosi en todo el bulevar—. ¡No trates de convencerme, Foká!
—No estoy tratando de convencerte, Ambrosi —chillaba Foká—. Se puede cenar en casa.
—Mi fiel servidor —bramaba Ambrosi—, ¡me imagino a tu esposa intentando preparar en la cacerola de la cocina colectiva de tu casa unas porciones de lucio au naturel! ¡Ji, ji, ji! ¡Au revoir, Foká! —Y Ambrosi se dirigió canturreando a la terraza bajo el toldo.
Oh, sí, sí ¡Vaya que sí!… ¡Todos los viejos moscovitas recuerdan al famoso Griboiédov! ¡Qué son los lucios hervidos a la carta! ¡Una ganga, querido Ambrosi! ¿Y el esturión, el esturión en una cacerolita plateada, el esturión en trozos, con capas de cuello de cangrejo y caviar fresco? ¿Y los huevos cocotte con puré de champiñones en tacitas? ¿Y no le gustan los filetitos de mirlo? ¿Con trufas? ¿Las codornices a la genovesa? ¡Diez con cincuenta! ¡Y el jazz, y la atención amable! ¿Y en julio, cuando toda la familia está en la casa de verano y a usted unos asuntos literarios impostergables lo retienen en la ciudad, en la terraza, a la sombra de una parra, y en una mancha dorada del mantel limpísimo un platito de sopa printempnière? ¿Lo recuerda, Ambrosi? ¡Pero ni hace falta preguntarlo! Leo en sus labios que lo recuerda. ¡Pero qué son sus tímalos y sus lucios! ¿Y los chorlitos de época, las chochas, las perdices, las estarnas y los pitorros? ¡¿Y el narzán que chisporrotea en la garganta?! ¡Pero ya es suficiente, lector, te estás distrayendo! ¡Sígueme!…
A las diez y media de aquel mismo día, cuando Berlioz murió en los Patriarshie, en Griboiédov sólo una habitación de la planta alta estaba iluminada. Allí languidecían doce literatos ya reunidos y en espera de Mijaíl Aleksándrovich.
Acomodados en las sillas, en las mesas y hasta en los alféizares de las ventanas de la Dirección del massolit, sufrían un calor sofocante. No corría ni un poco de aire fresco a través de las ventanas abiertas. Moscú irradiaba todo el calor que había acumulado el asfalto durante el día, y era evidente que la noche no traería alivio. Desde el sótano de la casona de la tía, donde se hallaba la cocina del restaurante, subía olor a cebolla; todos tenían sed, todos estaban nerviosos y enojados.
El novelista Beskúdnikov, hombre calmo y bien vestido, de ojos atentos y a la vez elusivos, sacó su reloj. La aguja se arrastraba hacia las once. Beskúdnikov golpeó con el dedo la esfera del reloj y se lo mostró al vecino, el poeta Dvubratski, quien, sentado sobre la mesa, balanceaba aburrido sus pies, calzados con unos zapatos amarillos de suela de goma.
—Caramba… —rezongó Dvubratski.
—El muchacho seguramente se ha atascado en el río Kliazma —replicó con voz gruesa Nastasia Lukínishna Nepreménova, una moscovita huérfana de padres burgueses, que se había hecho escritora y se dedicaba a escribir cuentos de batallas navales bajo el seudónimo de Timonero George.
—¡Permítame! —dijo con audacia Zagrívov, autor de sketches populares—. Yo también me tomaría gustoso un tecito en el balcón en vez de cocinarme aquí dentro. ¿Acaso la reunión no estaba acordada para las diez?
—¡Qué bien se ha de estar ahora en el Kliazma! —Pinchó a los presentes Timonero George, sabiendo que Perelíguino, la aldea de verano de los literatos en el río Kliazma, era el punto débil de todos—. Ya deben de cantar allí los ruiseñores. Yo siempre trabajo mejor en las afueras de la ciudad, sobre todo en primavera.
—Ya es el tercer año que invierto algún dinerillo para mandar a ese paraíso a mi mujer enferma de bocio, pero no hay caso —dijo con amargura y veneno el novelista Ierónim Poprijin.
—Eso ya es cuestión de suerte —Retumbó desde el alféizar la voz del crítico Abábkov.
La alegría brilló en los pequeños ojitos de Timonero George, quien, suavizando su contralto, dijo:
—No hay que ser envidiosos, camaradas. Apenas hay veintidós casas de campo y se están construyendo sólo siete más, y somos tres mil en el massolit.
—Tres mil ciento once personas —acotó alguien desde el rincón.
—Ya ve —prosiguió Timonero—. ¿Qué se puede hacer? Es natural que les hayan dado esas casas a los más talentosos de entre nosotros…
—Bah… ¡A los generales! —irrumpió sin rodeos Glujariov, el guionista.
Beskúdnikov, fingiendo un bostezo, salió de la habitación.
—Tiene cinco habitaciones para él solo en Perelíguino —dijo a sus espaldas Glujariov.
—Lavrovich tiene seis —gritó Deniskin—, ¡y el comedor panelado de roble!
—Eh, ahora no se trata de eso —añadió Abábkov con voz de bajo—, sino de que son las once y media.
Se armó un barullo; maduraba algo parecido a un motín. Comenzaron por llamar al odiado Perelíguino, se equivocaron de chalet y dieron con el de Lavróvich; se enteraron de que Lavróvich se había ido al río y esto acabó de angustiarlos por completo. Llamaron al voleo a la Comisión de Bellas Letras, interno 930, y por supuesto no hallaron a nadie.
—¡Podría haber llamado! —gritaban Deniskin, Glujariov y Kvant.
Ay, sus gritos eran en vano: Mijaíl Aleksándrovich ya no podía llamar a nadie. Lejos, lejos de Griboiédov, en una enorme sala iluminada con potentes lámparas, yacía, sobre tres mesas de cinc, aquello que hasta hacía poco era Mijaíl Aleksándrovich.
En la primera estaba el cuerpo desnudo, lleno de sangre seca, con un brazo roto y el tórax aplastado; en la segunda, la cabeza con los dientes delanteros rotos y los ojos abiertos y turbios, que ya no se asustaban de la luz hiriente; y en la tercera, un montón de trapos sucios.
Al lado del decapitado se encontraban: un doctor en medicina forense, un especialista en patología anatómica y su ayudante, representantes de la Comisión Investigadora y el vicepresidente del massolit, el literato Zheldibin, quien tuvo que abandonar a su esposa enferma por haber sido convocado de urgencia.
Un coche pasó a buscar a Zheldibin y lo llevó, junto con los investigadores (eso fue cerca de la medianoche), al departamento del difunto, donde fueron lacrados sus papeles. Luego se dirigieron a la morgue.
Y ahora, quienes rodeaban los restos del difunto debatían sobre qué sería mejor: si coser la cabeza cortada al cuello o simplemente exhibir el cuerpo en la sala de Griboiédov, tapando al muerto hasta el mentón con un paño negro.
No, Mijaíl Aleksándrovich no podía llamar a nadie y en vano gritaban indignados Deniskin, Glujariov y Kvant con Beskúdnikov. A la medianoche, los doce literatos abandonaron el piso superior y bajaron al restaurante. Allí otra vez maldijeron por dentro a Mijaíl Aleksándrovich: todas las mesitas de la terraza, como es natural, ya estaban ocupadas, de modo que hubo que quedarse a cenar en los bellos pero sofocantes salones.
También a la medianoche, en el primero de esos salones, algo sonó, retumbó, se desparramó y comenzó a rebotar. Enseguida una fina voz de hombre gritó frenética, al ritmo de la música: “¡¡Aleluya!!”. Era el famoso jazz de Griboiédov, que rompió a tocar. Fue como si los rostros cubiertos de sudor se iluminaran; parecía que habían cobrado vida los caballos pintados en el techo; las lámparas aumentaron su luz y, de repente, como liberándose de sus cadenas, ambas salas se echaron a bailar, y tras ellas, la terraza.
Glujariov se puso a bailar con la poeta Tamara Polumiesiats2; bailaba Kvant; bailaba el novelista Zhúkolov con una actriz de cine de vestido amarillo. Bailaban Dragunski y Cherdakchi; el pequeño Deniskin con la gigantesca Timonero George; bailaba la bella arquitecta Seméikina-Gall, apretada con fuerza por un desconocido con blancos pantalones de hilo. Bailaban los del lugar y los invitados, moscovitas y forasteros; el escritor Johannes de Kronstadt, un tal Vitia Kúftik de Rostov, al parecer director teatral, con un gran herpes color lila que le cubría toda la mejilla; bailaban los más célebres representantes de la subdivisión de poesía del massolit, esto es: Pavianov, Bogojulski, Sladki, Shpichkin y Adelfina Buzdiak; bailaban jóvenes de profesión incierta con el pelo cortado a cepillo y las hombreras llenas de algodón; bailaba un hombre muy mayor, con una barba en la que se había prendido una hoja de cebolla de verdeo, y con él bailaba una mujer mayor, carcomida por la anemia, con un vestido arrugado de seda color naranja.
Bañados en sudor, los camareros llevaban jarras de cerveza empañadas por encima de sus cabezas, gritando con voces roncas y llenas de odio: “¡Disculpe, ciudadano!”. Por un altavoz, alguien daba órdenes: “¡Uno de karski! ¡Dos de zubrik!3 Fliaki gospodarskie4”.
La voz aguda ya no cantaba, sino aullaba: “¡Aleluya!”. El estrépito de los platillos dorados del jazz llegaba por momentos a cubrir el de los platos que las camareras bajaban por una rampa a la cocina. En una palabra: un infierno.
También a la medianoche hubo una aparición en aquel infierno. Salió a la terraza un hombre apuesto, de ojos negros y barba en forma de puñal, vestido con frac, que echó una mirada regia sobre sus posesiones. Dicen los místicos que en otros tiempos ese hombre apuesto no usaba frac, sino que llevaba un gran cinturón de cuero del que asomaban culatas de pistolas; sus cabellos, del color del ala de un cuervo, estaban atados con seda roja; y en el mar del Caribe, bajo su mando, navegaba un bergantín cuya bandera lucía una calavera y dos huesos cruzados.
¡Pero no, no! Mienten esos místicos seductores: no existe ningún mar del Caribe, y no navegan por él intrépidos filibusteros, ni los persigue una corveta, ni el humo de los cañones se extiende sobre las olas. ¡Nada de eso existe ni ha existido jamás! Lo que hay es un tilo marchito, una reja de hierro fundido y, tras ella, el bulevar… Y el hielo que se derrite en una copa, y unos ojos de buey llenos de sangre en la mesita de al lado, ¡horror, horror…! ¡Oh, dioses, dioses míos, veneno, veneno es lo que necesito!…
De pronto, desde una mesita, voló una palabra: “¡¡Berlioz!!”. El jazz se desarmó y enmudeció, como si alguien lo hubiera golpeado con el puño. “¡¿Qué?! ¡¿Cómo?!” Todos empezaron a sobresaltarse, a gritar…
Sí, una ola de dolor se alzó ante la horrible noticia sobre Mijaíl Aleksándrovich. Alguien gritó, agitado, que era necesario componer un telegrama colectivo allí mismo y enviarlo sin pérdida de tiempo.
Pero ¿qué telegrama?, nos preguntamos. ¿Y a quién? ¿Y para qué enviarlo? En verdad, ¿a quién? ¿Para qué querría un telegrama el que estaba ahora en poder de las manos enguantadas del ayudante, con la nuca aplastada y el cuello pinchado por las agujas torcidas del médico forense?
Ha muerto y no necesita de ningún telegrama. Todo ha acabado, no sobrecarguemos ya el telégrafo.
Sí, ha muerto, ha muerto… ¡Pero nosotros aún estamos vivos!
Así pues, la ola de dolor se alzó, se mantuvo y luego comenzó a descender; algunos fueron regresando de a poco a sus mesitas y se pusieron a tomar, primero a hurtadillas y luego sin disimulo, algún que otro trago de vodka con bocaditos. No es para echar a perder las croquetas de pollo de volaille, ¿o sí? ¿Qué podemos hacer ya por Mijaíl Aleksándrovich? ¿Quedarnos con hambre? ¡Pero si nosotros estamos vivos!
Como es natural, el piano fue cerrado con llave, el jazz se disipó y varios periodistas se fueron a sus redacciones a escribir notas necrológicas. Se supo que Zheldibin había llegado de la morgue. Se instaló arriba, en el despacho del difunto, y enseguida corrió el rumor de que sería el sucesor de Berlioz. Zheldibin convocó a los doce miembros de la dirección que se encontraban en el restaurante, y en la reunión de urgencia que se celebró en el despacho de Berlioz se debatió acerca de una serie de cuestiones impostergables, como la decoración de la sala con columnas de Griboiédov, el traslado del cuerpo desde la morgue a dicha sala, la apertura del acceso a ella y otros asuntos relacionados con el penoso suceso.
El restaurante reanudó su vida nocturna habitual y hubiera continuado así hasta el cierre, es decir, hasta las cuatro de la mañana, si no hubiera acontecido algo tan fuera de lo común que impresionó a los comensales mucho más que la noticia de la muerte de Berlioz.
Los primeros en inquietarse fueron los cocheros que aguardaban a las puertas de la casa de Griboiédov. Se escuchó a uno de ellos gritar, incorporándose en el pescante:
—¡Ja! ¡Miren eso!
De pronto, sin que se supiera de dónde había salido, una llamita apareció ante la reja de hierro fundido y comenzó a acercarse a la terraza. Los que estaban sentados en sus mesas empezaron a incorporarse, observando con atención, y vieron encaminarse hacia el restaurante, junto con la lucecita, a un fantasma blanco. Cuando llegó a la reja, todos parecieron petrificarse en sus mesas, con los ojos desorbitados y los pedazos de esturión clavados en los tenedores. El portero, que en ese momento se encontraba fumando en el patio, junto a la puerta del vestíbulo, tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó, con la evidente intención de ir al encuentro del fantasma e impedirle el paso. Sin embargo, en lugar de eso, se quedó donde estaba, luciendo una sonrisa estúpida en los labios.
El fantasma traspasó la reja e ingresó a la terraza sin encontrar obstáculos. Entonces todos se dieron cuenta de que no era ningún fantasma, sino el mismísimo Iván Nikoláievich Bezdomni, el famoso poeta.
Estaba descalzo, vestía una andrajosa chaqueta blancuzca y calzoncillos blancos rayados, y tenía abrochado en su pecho un ícono de papel con la imagen borrosa de un santo desconocido. Iván Nikoláievich, además, llevaba en la mano una vela de bodas encendida. Su mejilla derecha lucía un desgarro reciente. Hubiera sido difícil medir la profundidad del silencio que se había instalado en la terraza. Incluso pudo verse a uno de los camareros derramar la cerveza de una jarra que llevaba inclinada.
El poeta alzó la vela sobre su cabeza y dijo con voz estridente:
—¡Saludos, amigos! —Luego miró debajo de la mesita más cercana y exclamó angustiado—: ¡No, tampoco está aquí!
Se oyeron dos voces. Una voz de bajo dijo con crueldad:
—Asunto terminado: delirium tremens.
La segunda voz, de mujer y asustada, dijo:
—¿Cómo es que la policía le permitió andar por la calle con ese aspecto?
Iván Nikoláievich la oyó y replicó:
—¡Dos veces me quisieron detener, en el Skátertni y aquí, en la Brónnaia, pero me escabullí a través de un portón y, ya ve, me corté la mejilla! —Iván Nikoláievich alzó la vela y exclamó—: ¡Hermanos en la literatura! —Su voz ronca se volvió más fuerte y ardorosa—. ¡Escúchenme todos! ¡Ha venido! ¡Atrápenlo de inmediato, de lo contrario causará un daño indescriptible!
—¿Qué? ¿Qué dice? ¿Quién ha venido? —Se alzaron voces por todas partes.
—¡El consultor! —respondió Iván—. El consultor ha venido, y acaba de matar a Misha Berlioz en los Patriarshie.
En ese momento, desde la sala interior afluyó la gente a la terraza; la multitud se concentró alrededor de la llama de Iván.
—Disculpe, hable con más precisión —dijo al oído de Iván Nikoláievich una voz suave y amable—. Diga, ¿cómo que lo ha matado? ¿Quién lo ha matado?
—¡Un consultor extranjero, profesor y espía! —repuso Iván, mirando alrededor.
—¿Y cómo es su apellido? —le preguntaron en voz queda al oído.
—¡Ese es el problema! —gritó angustiado Iván—. ¡Si supiera su apellido! No alcancé a verlo en su tarjeta… Recuerdo sólo la primera letra: “W”. ¡El apellido empieza con “W”! ¿Pero qué apellido empieza con “W”? —se preguntó Iván, llevándose la mano a la frente, y empezó a balbucear—: We, we… Wa… Wo… ¿Washner? ¿Wagner? ¿Wayner? ¿Wegner? ¿Winter? —Los cabellos en la cabeza de Iván comenzaron a moverse por el esfuerzo.
—¿Wulf? —sugirió con compasión una mujer.
Iván se enfureció.
—¡Estúpida! —gritó, buscándola con la vista—. ¿Qué tiene que ver Wulf con esto? ¡Wulf no tiene la culpa de nada! Wo… Wo… ¡No! ¡No puedo recordarlo! Bueno, esto es lo que hay que hacer, ciudadanos: llamen enseguida a la policía y que manden cinco motocicletas con ametralladoras para cazar al profesor. Y no olviden mencionar que lo acompañan otros dos: uno larguirucho, a cuadros…, los quevedos rotos…, y un gato negro y obeso. Yo, mientras tanto, me encargaré de registrar Griboiédov… ¡Presiento que está aquí!
Iván se inquietó, apartó a empujones a las personas que lo rodeaban y se puso a agitar la vela, volcándose la cera encima, y a mirar por debajo de las mesas. En ese momento, se oyó a alguien decir: “¡Un médico!”, y ante Iván apareció un rostro con anteojos, amable, carnoso, afeitado y nutrido.
—Camarada Bezdomni —habló el rostro con voz jubilosa—, ¡cálmese! Usted está perturbado por la muerte de nuestro querido Mijaíl Aleksándrovich… No, simplemente, Misha Berlioz. Todos lo comprendemos a la perfección. Usted necesita descansar. Ahora los camaradas lo acompañarán a la cama y usted podrá relajarse…
—Pero —Lo interrumpió Iván, enseñando los dientes— ¿acaso no entiendes que hay que atrapar al profesor? ¡Y tú aquí molestándome con estupideces! ¡Cretino!
—Disculpe, camarada Bezdomni —respondió el rostro, ruborizándose, y retrocedió arrepentido de haberse metido en el asunto.
—No, ¡tú eres el último al que disculparía! —dijo Iván Nikoláievich con odio sereno.
Un espasmo desfiguró su rostro y, pasando la vela con rapidez de la mano derecha a la izquierda, tomó un envión y golpeó el amable rostro en la oreja.
En ese momento, todos cayeron en la cuenta de que era necesario sujetar a Iván y se arrojaron sobre él. La vela se apagó y los anteojos, que habían resbalado de su cara, quedaron aplastados. Iván soltó un terrible grito de guerra que, para regocijo de todos, fue oído hasta en el bulevar, y comenzó a defenderse. La vajilla comenzó a caer de las mesas y a tronar. Las mujeres gritaron.
Mientras los camareros ataban a Iván con toallas, en el vestidor tuvo lugar una conversación entre el capitán del bergantín y el portero:
—Pero ¿no has visto que estaba en calzoncillos? —preguntó el pirata con frialdad.
—Sí, Archibald Archibáldovich, pero… —respondió el portero, amilanado— ¿cómo podía no dejarlo pasar si es miembro del massolit?
—Pero ¿no has visto que estaba en calzoncillos? —repitió el pirata.
—Disculpe, Archibald Archibáldovich —dijo el portero, poniéndose bordó—, pero ¿qué podía hacer? Yo entiendo que en la terraza hay damas, pero…
—Las damas aquí no tienen nada que ver; a las damas les da lo mismo —replicó el pirata, fulminando al portero con la mirada—. ¡Pero a la policía no le da lo mismo! ¡Una persona en ropa interior puede transitar por las calles de Moscú sólo si está acompañada por la policía, y puede ir sólo a un lugar: a la comisaría! Como portero, deberías saber que, al hallar a una persona en ese estado, tu deber es ponerte a silbar de inmediato. ¿Me oyes?
El portero, paralizado, oyó el estrépito de los platos rotos y los gritos de las mujeres.
—¿Ahora qué hago contigo por esto? —preguntó el filibustero.
El cutis del portero adquirió un matiz tísico y sus ojos eran los de un muerto. Le pareció que los cabellos negros de su jefe, antes peinados con raya, se cubrían de una seda rojo ardiente. Desaparecieron el plastrón y el frac, y por detrás del cinturón de cuero se asomó una culata de pistola.
El portero se imaginó colgado de un mástil. Vio su propia lengua saliéndosele de la boca y su cabeza exánime caída sobre el hombro. Incluso llegó a oír el sonido de las olas por fuera de la borda. Se le doblaban las piernas. Pero entonces el filibustero se apiadó de él y apagó su aguda mirada.
—Mira, Nikolái, ¡que sea la última vez! Ni regalados necesitamos porteros como tú. Ponte de portero en una iglesia —Luego de estas palabras, el comandante le dio unas órdenes claras, precisas y rápidas—: Llamar a Panteléi del bufete. A un policía. El acta. Un coche. Al psiquiátrico —y agregó—: ¡Silba!
Un cuarto de hora después, un público profundamente impresionado (no sólo el del restaurante, sino también el que se encontraba en el bulevar y en las ventanas de los edificios que daban al jardín del restaurante) presenciaba cómo Panteléi, el portero, un policía, un camarero y el poeta Riujin sacaban por las puertas de Griboiédov a un joven fajado como un muñeco que, llorando a lágrima viva y escupiendo en dirección a Riujin, se ahogaba en su llanto y gritaba:
—¡Canalla!
El chofer del camión intentaba encender el motor con cara de rabia. Junto a él, un cochero calentaba al caballo, golpeándolo en la grupa con unas riendas color lila, y gritaba:
—¿No quiere que lo lleve? ¡Ya he llevado al manicomio!
La multitud zumbaba alrededor, discutiendo el insólito suceso. En una palabra: resultó un escándalo repugnante, abominable, sucio y seductor, que sólo terminó cuando el camión arrancó de las puertas de Griboiédov llevándose al desdichado Iván Nikoláievich, al policía, a Panteléi y a Riujin.
1 Yalta: balneario en la península de Crimea. [N. de la T.]
2 Polumesiats significa “media luna”. [N. de la T.]
3 Karski, zubrik: diversos tipos de shashlyk, plato caucasiano que consiste en trozos de carne asada a las brasas. [N. de la T.]
4 Fliaki gospodarskie: sopa polaca. [N. de la T.]