Читать книгу El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov - Страница 13
ОглавлениеCapítulo 7
Un departamento sospechoso
Si la mañana siguiente alguien le hubiera dicho a Stiopa1 Lijodiéev: “¡Stiopa! ¡Si no te levantas de inmediato, te van a fusilar!”, Stiopa habría respondido con una voz lánguida, apenas audible: “Fusílenme, hagan conmigo lo que quieran, pero me niego a levantarme”.
No hablemos ya de levantarse: ni siquiera parecía ser capaz de abrir un ojo, porque estaba seguro de que, al hacerlo, caería un rayo y su cabeza estallaría en mil pedazos. En su interior tañía una pesada campana; entre los globos oculares y los párpados cerrados flotaban unas manchas pardas con bordes de fuego verde; para colmo, sentía náuseas y por alguna razón le parecía que estaban relacionadas con el machacante sonido de cierto inoportuno gramófono.
Stiopa hizo grandes esfuerzos por recordar, pero sólo una imagen acudió a su memoria: el día anterior, vaya a saber dónde, sostenía una servilleta en la mano e intentaba besar a una dama; además, creía recordar que le había prometido visitarla al día siguiente, a las doce. La dama se negaba, diciendo: “¡No, no estaré en casa!”, pero Stiopa insistía con terquedad: “¡Iré de todos modos!”.
Stiopa no sabía ni quién era la dama en cuestión, ni qué hora era, ni qué día, ni tampoco —lo peor del caso— lograba comprender dónde se encontraba. Trató de dilucidar esto último despegando los párpados del ojo izquierdo. Había un reflejo opaco en la semioscuridad. Por fin reconoció el espejo y se dio cuenta de que estaba tumbado en su cama, en el dormitorio, que antaño perteneciera a la joyera. Sintió en su cabeza tal puntada, que acabó por cerrar el ojo y soltó un gemido.
Pero expliquémonos: Stiopa Lijodiéev, director del teatro Varieté, despertó aquella mañana en su departamento, que compartía con el difunto Berlioz, ubicado en un gran edificio de seis pisos, en la calle Sadóvaia.
Hay que mencionar que ese departamento, el 50, gozaba hacía tiempo de una reputación, no digamos mala, pero sí desde luego extraña. Hasta dos años atrás había pertenecido a la viuda del joyero De Fugere, Anna Frántzevna De Fugere, una dama de cincuenta años, respetable y muy emprendedora, que alquilaba tres de las cinco habitaciones. Uno de los inquilinos era de apellido Belomut; el del otro ha caído en el olvido.
Pues bien, desde hacía dos años sucedían cosas inexplicables en el departamento: las personas desaparecían sin dejar rastro.
Cierta vez, un día feriado, un policía fue al departamento; solicitó al segundo inquilino (cuyo apellido se ha perdido) que saliera al vestíbulo y le comunicó que debía pasar un minuto por la comisaría para firmar un papel. El inquilino ordenó a Anfisa, la fiel y antigua ama de llaves de Anna Frántzevna, que, en caso de recibir una llamada para él, dijera que regresaría en diez minutos, y se fue junto al correcto policía de guantes blancos. Pero no volvió, ni al cabo de diez minutos ni nunca más. Lo más sorprendente era que el policía, por lo visto, había desaparecido junto con él.
Anfisa, que era muy devota, o mejor dicho supersticiosa, le dijo sin tapujos a la disgustada Anna Frántzevna que se trataba de un maleficio y que ella sabía muy bien quién se había llevado al inquilino y al policía, pero no quería decirlo porque era de noche. Y, como es bien sabido, cuando da comienzo el maleficio, ya no hay modo de detenerlo.
El segundo inquilino desapareció, según se recuerda, un lunes, y ya el miércoles a Belomut se lo había tragado la tierra, aunque bajo otras circunstancias. Por la mañana lo pasó a buscar un coche para llevarlo al trabajo. El coche, por cierto, se lo llevó, pero no regresó ni trajo a nadie de vuelta.
El dolor y el terror de la señora Belomut no se prestan a descripción; pero, por desgracia, le duraron poco. Esa misma noche, Anna Frántzevna, al volver con Anfisa de la casa de campo —a la que, por alguna razón, se habían marchado a toda prisa—, no encontró a la ciudadana Belomut en el departamento. Más aún: las puertas de las dos habitaciones que ocupaba el matrimonio Belomut estaban selladas.
Pasaron dos días. Al tercero, Anna Frántzevna, luego de varias noches de insomnio, volvió a marcharse a toda prisa a la casa de campo. ¡Ni falta hace decir que jamás regresó!
Anfisa se quedó sola, lloró a lágrima viva hasta la una y pico y se acostó a dormir. No se sabe qué fue de ella después, pero contaban los vecinos que en el departamento número 50 se estuvieron oyendo golpes toda la noche y las luces siguieron encendidas hasta la mañana. ¡Al otro día resultó que también Anfisa había desaparecido!
Luego de esto, y durante mucho tiempo, circularon por el edificio todo tipo de historias sobre los desaparecidos y el departamento maldito. Así, por ejemplo, se decía que la demacrada y devota Anfisa llevaba sobre su pecho arrugado una bolsita de gamuza con veinticinco diamantes de gran tamaño, pertenecientes a Anna Frántzevna. También se decía que, en un cobertizo de la casa de campo a la que Anna Frántzevna se había marchado con tanta urgencia, se descubrieron enormes tesoros en forma de diamantes, además de monedas de oro acuñadas en la época zarista… Y otras cosas por el estilo. En fin, no podemos asegurar lo que no nos consta.
Sea como fuere, el departamento estuvo vacío y sellado sólo una semana; luego se mudaron allí Berlioz y Stiopa con sus respectivas esposas. Como era de esperar, apenas se instalaron en el departamento maldito, también ellos fueron víctimas del diablo sabe qué enredos… En el transcurso de un mes desaparecieron ambas mujeres, aunque no sin dejar rastro. Se decía que la esposa de Berlioz había sido vista en Járkov con un coreógrafo; la esposa de Stiopa, por su parte, fue encontrada en la calle Bozhedomka, donde el director del Varieté, según afirmaban, se había valido de sus innumerables contactos para alquilarle una habitación, pero con la condición de que no volviera a pisar la Sadóvaia…
Como decíamos, entonces, Stiopa soltó un gemido. Quería llamar a Grunia, su mucama, para pedirle una aspirina, pero se le ocurrió que era una tontería… y que Grunia, desde luego, no tendría ninguna aspirina. Trató de pedirle ayuda a Berlioz; gimió dos veces: “Misha… Misha…”, pero, como ustedes comprenderán, no obtuvo respuesta alguna. En el departamento reinaba un completo silencio.
Al mover los dedos de los pies, Stiopa pudo constatar que tenía las medias puestas; con una mano temblorosa se tocó la cadera para comprobar si llevaba pantalones, pero no pudo comprobar nada.
Por fin, al comprender que se encontraba solo y abandonado, sin nadie que acudiera en su ayuda, decidió levantarse, aunque le costara un esfuerzo sobrehumano.
Despegó los párpados y vio que el espejo le devolvía la imagen de un hombre con los ojos abotagados, el cabello revuelto, el rostro hinchado y cubierto por una barba negra; llevaba una sucia camisa con cuello y corbata, calzoncillos y medias.
Tal era su reflejo, pero junto al espejo vio a un hombre desconocido, vestido de negro, con una boina del mismo color.
Stiopa se sentó en la cama y miró al desconocido desorbitando, hasta donde le era posible, sus ojos inyectados en sangre.
El desconocido fue quien rompió el silencio, pronunciando las siguientes palabras con acento extranjero, en voz baja y grave:
—¡Buenos días, apuestísimo Stepán Bogdánovich!
Se produjo una pausa; luego de hacer un tremendo esfuerzo, Stiopa dijo:
—¿Qué desea usted? —Y se quedó sorprendido a causa de lo irreconocible que le resultó su propia voz. Pronunció la palabra “qué” con voz de tiple, “desea” con voz de bajo, y “usted” ni siquiera pudo articularla.
El desconocido sonrió con cordialidad y sacó un gran reloj de oro con un triángulo de diamante en la tapa, que sonó once veces.
—¡Las once! —dijo—. Hace exactamente una hora que estoy esperando que se despierte, dado que usted me ha citado para las diez. ¡Y aquí estoy!
Stiopa palpó sus pantalones en la silla junto a la cama y susurró:
—Disculpe… —Se los puso y preguntó con voz ronca—: ¿Me diría su apellido, por favor?
Le costaba hablar. Con cada palabra sentía una aguja insertarse en su cerebro, lo que le causaba un dolor infernal.
—¿Cómo? ¿También se ha olvidado de mi apellido? —Y el desconocido sonrió.
—Disculpe… —dijo Stiopa con voz ronca, sintiendo que la resaca le regalaba un nuevo síntoma: le pareció que el piso se había hundido cerca de su cama y que ahí mismo caería de cabeza al averno.
—Querido Stepán Bogdánovich —dijo el visitante, sonriendo con perspicacia—, ninguna aspirina lo ayudará. Siga la vieja y sabia regla: cure el mal con lo mismo que lo ha producido. Lo único que lo regresará a la vida son dos copas de vodka con un bocado picante y caliente.
Stiopa era un hombre astuto y, por muy descompuesto que estuviera, pudo darse cuenta de que, si lo habían descubierto en semejante estado, no tenía sentido fingir.
—Para serle franco… —Empezó, logrando apenas mover la lengua—, anoche yo me…
—¡Ni una palabra más! —contestó el visitante, y apartó su sillón hacia un lado.
Stiopa, con los ojos desorbitados, vio que sobre la mesita había una bandeja con trozos de pan blanco, un vasito con caviar negro, un platito de setas blancas marinadas, una cacerolita tapada y, por último, una jarra de vodka, propiedad de la joyera. Lo que más impresionó a Stiopa fue el hecho de que la jarra estuviera empañada de frío. Aunque, en realidad, era comprensible, ya que se encontraba en un cubo lleno de hielo. En una palabra, todo estaba servido de la mejor manera.
El desconocido no permitió que el asombro de Stiopa tomara proporciones desmesuradas y con gran habilidad le sirvió media copa de vodka.
—¿Y usted? —pio Stiopa.
—¡Con mucho gusto!
Stiopa se llevó la copa a la boca con mano temblorosa, y el desconocido tragó en un instante el contenido de la suya. Masticando una porción de caviar, Stiopa a duras penas consiguió preguntar:
—¿Usted… no lo acompaña con nada?
—Le agradezco, yo nunca lo acompaño2 —contestó el desconocido, sirviendo la segunda ronda. Abrieron la cacerola: en su interior había salchichas en tomate.
En ese momento, el maldito verdor que tenía Stiopa ante los ojos se desvaneció, las palabras comenzaron a articularse y, lo más importante, había logrado recordar algo. Todo había sucedido en la Sjodnia, en la casa de campo de Jústov, el autor de sketches, quien lo había llevado hasta allí en taxi. Incluso recordó que lo habían tomado en el Metropol y que junto a ellos se encontraba un actor (o quizá no fuera actor), con un gramófono en su bolso. ¡Sí, sí, había sido en la casa de campo! Incluso recordaba que unos perros aullaban por el gramófono. Pero el nombre de la dama que había intentado besar no pudo dilucidarlo…, el diablo sabrá quién era… Quizá trabajaba en la radio, o tal vez no.
De esta manera, los sucesos del día anterior se iban aclarando poco a poco, pero ahora Stiopa estaba mucho más interesado en el día de hoy, y sobre todo en la aparición del desconocido en su dormitorio, junto con el vodka y los bocados. ¡No estaría mal dilucidar eso!
—Bueno, ¿ahora ya recuerda mi apellido, supongo?
Stiopa sonrió avergonzado e hizo un ademán de impotencia con las manos.
—¡Pero, hombre! ¡Me parece que después del vodka bebió oporto! ¡Perdóneme, pero eso no se hace!
—Quisiera pedirle que todo esto quede entre nosotros —dijo Stiopa con voz melosa.
—¡Oh, desde luego! Aunque en lo que respecta a Jústov, por supuesto, no puedo garantizarle nada.
—¿Acaso usted conoce a Jústov?
—Ayer vi fugazmente a ese individuo en su despacho, pero me bastó con ver su cara una vez para entender que es un canalla cizañero, hipócrita y adulador.
“¡Así es!”, pensó Stiopa, impresionado por una definición tan breve, exacta y precisa de Jústov.
Sí, el día anterior empezaba a recomponerse por fragmentos, pero la inquietud no abandonaba al director de Varieté. El asunto es que había todavía un gigantesco agujero negro en ese hondo pozo que era el día anterior. Como fuera, estaba seguro de que no había visto en su despacho a este desconocido con boina.
—Soy Woland, profesor de magia negra —dijo el visitante con firmeza, y, al notar el aprieto en que se encontraba Stiopa, contó todo desde el principio.
La víspera por la tarde, a poco de llegar a Moscú desde el extranjero, había ido de inmediato a ver a Stiopa y le había ofrecido presentar su espectáculo en el Varieté. Stiopa había llamado al Comité regional de Espectáculos de Moscú y arreglado el asunto (aquí Stiopa palideció y parpadeó varias veces). Luego ambos habían firmado un contrato por siete presentaciones (Stiopa abrió la boca) y acordado que Woland iría a verlo para precisar detalles a las diez de la mañana del día siguiente… ¡Y aquí estaba!
Al llegar, había sido recibido por Grunia, quien le explicó que ella misma acababa de llegar porque no vivía allí, que Berlioz no se encontraba en casa y que, si el visitante deseaba ver a Stepán Bogdánovich, se dirigiera él mismo a su dormitorio, ya que dormía tan profundo que ella no se atrevía a despertarlo. Al ver el estado de Stepán Bogdánovich, el artista había mandado a Grunia al almacén más cercano a comprar vodka y bocados, a la farmacia a buscar hielo y…
—Permítame que le pague —gimoteó Stiopa abatido, y se puso a buscar su billetera.
—¡Oh, pero qué absurdo! —exclamó el artista, y no quiso oír más.
Bien, de ese modo el vodka y los bocados quedaban explicados. Sin embargo, a Stiopa daba lástima mirarlo: no recordaba absolutamente nada del contrato y podía jurar, aunque lo mataran, que no había visto a ese tal Woland el día anterior. A Jústov sí, pero no a Woland.
—Permítame ver el contrato —pidió Stiopa con voz queda.
—Por supuesto…
Stiopa miró el papel y se quedó helado. Todo estaba en orden, ¡empezando por la rebuscada firma del propio Stiopa! Al costado podía leerse una autorización de Rimski, el director de finanzas, para entregar al artista Woland, en concepto de siete presentaciones, un adelanto de diez mil rublos de un total de treinta y cinco mil. Más aún: ¡allí mismo estaba la firma de Woland, en el recibo de los diez mil ya cobrados!
“Pero ¿qué es esto?”, pensó el desdichado Stiopa, sintiendo un mareo. ¡¿No sería acaso que empezaba a sufrir pérdidas de memoria?! Pero era evidente que, luego de haber visto el contrato, resultaría inapropiado seguir expresando asombro. Stiopa se excusó por un minuto y así como estaba, en medias, se fue corriendo al vestíbulo, donde estaba el teléfono. Por el camino gritó en dirección a la cocina:
—¡Grunia!
Pero nadie respondió. En ese momento, miró en dirección a la puerta del despacho de Berlioz, que se encontraba junto al vestíbulo, y se quedó, como quien dice, pasmado. En el picaporte, sujeto con una cuerda, había un enorme sello lacrado. “¡Vaya! —vociferó alguien en su cabeza—. ¡Justo lo que me faltaba!”. Y sus pensamientos comenzaron a fluir por un doble carril, pero, como suele suceder en los accidentes, en un solo sentido (¡el diablo sabrá cuál!). Sería difícil describir la ensalada que se produjo en su cabeza. Ya de por sí ese galimatías de boina negra, el vodka frío y el contrato inverosímil, y ahora, encima, ¡la puerta sellada! Nadie habría dado crédito a quien dijera que Berlioz había cometido alguna tontería, les aseguro. Pero, sin embargo, ¡ahí estaba el sello!
En aquel momento, en la cabeza de Stiopa comenzaron a revolotear unas ideas de lo más desagradables acerca de cierto artículo que, como si fuera a propósito, le había entregado hacía poco a Berlioz para que lo publicara en su revista. El artículo, dicho sea entre nosotros, era en verdad estúpido, además de inútil y mal pago…
Justo después de aquel recuerdo, apareció el de una dudosa conversación que, según recordaba, había mantenido allí mismo, en el comedor, el 24 de abril, durante una cena con Mijaíl Aleksándrovich. Es decir, no es que la conversación fuera dudosa en el sentido absoluto de la palabra (Stiopa no se habría embarcado en ese tipo de conversaciones), pero sí tocaba un tema innecesario. Bien se podía haber evitado, ciudadanos. Antes del sello, aquella conversación había sido sin dudas irrelevante pero ahora…
“¡Ay, Berlioz, Berlioz! —bullía la cabeza de Stiopa—. ¡No me cabe en la cabeza!”.
Pero no había tiempo para lamentarse, y Stiopa marcó el número de la oficina de Rimski, el director de finanzas del Varieté. La situación era delicada: para empezar, el extranjero podía ofenderse por el hecho de que Stiopa se dispusiera a verificar el asunto, incluso después de haber visto el contrato; además, la conversación con el director de finanzas sería extremadamente complicada. Es decir, no podría preguntarle sin más: “Dígame: ¿firmé yo ayer un contrato con un profesor de magia negra por treinta y cinco mil rublos?”. ¡Imposible preguntarle algo así!
—¡Hable! —Se escuchó en el tubo la voz brusca y desagradable de Rimski.
—¡Hola, Grigori Danílovich! —dijo Stiopa en voz baja—, habla Lijodiéev. El asunto es que… hum… tengo aquí sentado a… este… eh… el artista Woland… Entonces… yo quería preguntarle acerca de hoy a la noche…
—Ah, ¿el mago negro? —contestó la voz de Rimski desde el tubo—. Pronto estarán listos los afiches.
—Ajá… —dijo Stiopa con voz débil—, bueno, adiós.
—¿Y usted a qué hora viene? —preguntó Rimski.
—Dentro de media hora —respondió Stiopa; colgó el tubo y se agarró la cabeza, que le hervía. ¡Ah, pero qué desagradable resultaba todo el asunto! Ciudadanos, ¿qué era lo que estaba pasando con su memoria? ¿Eh?
Resultaba embarazoso seguir demorándose en el vestíbulo, así que elaboró un plan: de algún modo tenía que ocultar su increíble falta de memoria y luego, como primera tarea, sonsacar al extranjero qué era lo que pensaba hacer a la noche en el Varieté.
Stiopa dejó el teléfono y, al darse vuelta, pudo divisar con claridad en el espejo del vestíbulo, que la perezosa Grunia no limpiaba hacía mucho, a un sujeto extraño, con quevedos y largo como una vara. ¡Ay, si tan sólo hubiera estado allí Iván Nikoláievich! ¡Lo habría reconocido de inmediato! El sujeto, luego de dejarse ver en el reflejo, desapareció sin dejar rastro. Stiopa volvió a mirar hacia el fondo del vestíbulo y otra vez sintió un mareo, porque en el espejo podía verse ahora el reflejo de un gigantesco gato negro, que también desapareció un instante después.
Stiopa se tambaleó y se le hundió el corazón.
“Pero ¿qué es esto? —pensó—. ¿No me estaré volviendo loco? ¿De dónde salen estos espejismos?”. Miró hacia el vestíbulo y gritó asustado:
—¡Grunia! ¿Qué es ese gato que deambula por acá? ¿De dónde ha salido? ¿Y con quién está?
—No se preocupe, Stepán Bogdánovich —replicó una voz, pero no era la de Grunia, sino la del huésped desde el dormitorio—. Ese gato es mío. No se ponga nervioso. Grunia no está; la mandé a Voróniezh, su ciudad natal, pues se quejaba de que usted hacía tiempo que no le daba vacaciones.
Estas palabras fueron tan inesperadas y absurdas, que Stiopa pensó que había oído mal. Consternado, corrió hacia el dormitorio y se quedó petrificado junto a la puerta. Sus cabellos se erizaron y en su frente aparecieron pequeñas gotas de sudor.
El huésped seguía en el dormitorio, pero ya no estaba solo. En el segundo sillón estaba sentado el sujeto que se le había aparecido en el vestíbulo. Ahora se lo veía claro: los bigotes como plumas, en sus quevedos un cristal brillaba y el otro faltaba. Pero en la habitación había cosas aún peores. En el puf de la joyera, con actitud insolente, reposaba alguien más, a saber: un gato negro de dimensiones monstruosas que, en una de las patas, sostenía una copa de vodka, y en la otra, un tenedor, con el que había alcanzado a ensartar una seta marinada.
La luz, ya de por sí débil en la habitación, se empezó a apagar del todo en los ojos de Stiopa. “¡Entonces así es como uno se vuelve loco!”, pensó, agarrándose del marco de la puerta.
—Veo que está usted algo sorprendido, queridísimo Stepán Bogdánovich —le dijo Woland a Stiopa, a quien le castañeteaban los dientes—. Sin embargo, no hay de qué asombrarse. Este es mi séquito.
En ese momento, el gato se bebió el vodka y la mano de Stiopa se deslizó por el marco.
—Y mi séquito necesita espacio —continuaba Woland—, así que hay alguien que está de más en este departamento. ¡Y me parece que el que sobra es usted!
—¡Son ellos! ¡Son ellos! —canturreó con voz de cabra el sujeto largo y a cuadros, refiriéndose a Stiopa en plural—. Es más, ellos se están comportando como cerdos últimamente. Se emborrachan, entablan relaciones con mujeres, aprovechando su posición, y no hacen un cuerno, ni tampoco pueden hacerlo, dado que no tienen ni idea de cómo realizar las tareas que les asignan. ¡Les toman el pelo a las autoridades!
—¡Y hace uso personal de un vehículo de propiedad pública! —resopló el gato, masticando la seta.
Entonces se produjo la cuarta y última aparición, justo en el momento en que Stiopa, ya por el suelo, arañaba el marco con su flácida mano.
Del espejo salió un hombrecillo pequeño, pero extraordinariamente ancho de hombros, con un sombrero en la cabeza y un colmillo que le sobresalía de la boca, afeando aún más una cara ya de por sí repugnante. Y, para colmo, era pelirrojo como el fuego.
—Yo —Se sumó a la conversación el nuevo sujeto— no logro siquiera entender cómo es que ha llegado a director —La voz del pelirrojo se volvía cada vez más gangosa—. ¡Si él es director, yo soy obispo!
—No te pareces a un obispo, Azazello3 —Señaló el gato, sirviéndose salchichas en el plato.
—Es lo que yo digo —dijo con voz gangosa el pelirrojo, y, dirigiéndose a Woland, agregó cortés—: messire, ¿me permite echarlo de Moscú y mandarlo al demonio?
—¡Fuera! —vociferó de repente el gato, erizando el pelaje.
Entonces la habitación comenzó a girar alrededor de Stiopa, su cabeza golpeó contra el marco y, ya perdiendo el conocimiento, pensó: “Me estoy muriendo…”.
Pero no murió. Entreabrió los ojos y sintió que estaba sentado sobre algo de piedra. A su alrededor se oía un sonido. Cuando abrió los ojos del todo, se dio cuenta de que el sonido era del mar y, más aún, de que una ola le envolvía los pies. En resumen, estaba sentado al borde de un muelle; a lo alto brillaba un cielo celeste y a sus espaldas había una ciudad blanca sobre las montañas.
Sin saber cómo se suele actuar en tales casos, Stiopa se incorporó sobre sus piernas temblorosas y empezó a caminar por el muelle en dirección a la orilla.
Un hombre que estaba en el muelle, fumando y escupiendo al mar, le clavó una mirada torva y dejó de escupir. Entonces Stiopa hizo la siguiente jugada: se arrodilló ante aquel fumador desconocido y pronunció:
—Dígame, se lo suplico: ¿qué ciudad es esta?
—¡Caramba! —dijo el desalmado fumador.
—No estoy borracho —respondió Stiopa con voz ronca—; estoy enfermo, algo me pasa, estoy enfermo… ¿Dónde estoy? ¿Qué ciudad es esta…?
—Bueno, es Yalta…
Stiopa suspiró despacio, cayó hacia un costado y se golpeó la cabeza contra la piedra caliente del muelle.
1 Stiopa: diminutivo de Stepán. [N. de la T.]
2 Según la tradición rusa, luego de beber una copa de vodka se suele comer un bocado. [N. de la T.]
3 El nombre de Azazello proviene de Azazel, ángel caído o demonio que es mencionado en la Biblia y en la Cábala y en el libro apócrifo de Enoch. Según este último, enseñó a los hombres cómo forjar las armas de guerra, y a las mujeres, cómo hacer y utilizar los cosméticos. [N. de la T.]