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ОглавлениеCapítulo 2
Poncio Pilatos
Con un manto blanco forrado de rojo sangre, arrastrando los pies con esa manera de caminar propia de los jinetes, una temprana mañana del día catorce del mes primaveral de Nisán, en la columnata cubierta entre ambas alas del palacio de Herodes el Grande, apareció el procurador de Judea, Poncio Pilatos.
El procurador odiaba el aroma del aceite de rosas más que nada en el mundo y hoy todo anunciaba un mal día, porque ese aroma empezó a perseguirlo desde el amanecer. Le parecía que los cipreses y las palmeras del jardín emanaban ese olor; que el olor del cuero y de la escolta se mezclaba con el maldito efluvio rosado. Por la glorieta superior del jardín llegaba a la columnata una leve humareda, que procedía de las alas posteriores del palacio, donde se había instalado la primera cohorte de la Duodécima Legión Fulminante, que había llegado a Yerushalaim junto con el procurador. El humo amargo, que indicaba que los cocineros de las centurias habían comenzado a preparar el almuerzo, se mezclaba con el mismo grasiento olor rosado. ¡Oh, dioses, dioses!, ¿por qué me castigan?
“¡Sí, no hay dudas! Es ella, otra vez ella, la invencible hemicránea, esa terrible enfermedad que hace doler la mitad de la cabeza… No hay remedio contra ella, no hay salvación. Intentaré no mover la cabeza.”
En el piso de mosaicos, junto a la fuente, ya estaba preparado el sillón, y el procurador, sin mirar a nadie, tomó asiento y extendió su mano hacia el costado.
El secretario introdujo respetuosamente en esa mano un trozo de pergamino. Sin poder contener una mueca de dolor, el procurador echó una rápida ojeada sobre lo escrito, devolvió el pergamino al secretario y pronunció con dificultad:
—¿El acusado es de Galilea? ¿Han enviado el asunto al tetrarca?
—Sí, procurador —contestó el secretario.
—¿Y qué ha dicho?
—Se ha negado a emitir el veredicto del caso y ha derivado la sentencia de muerte del Sanedrín para su confirmación —explicó el secretario.
Al procurador le tembló la mejilla y dijo en voz baja:
—Traigan al acusado.
Inmediatamente, dos legionarios condujeron a un hombre de unos veintisiete años desde la glorieta del jardín hasta el balcón bajo las columnas y lo colocaron ante el sillón del procurador. El hombre vestía una gastada túnica azul. Una venda blanca, ajustada con una cinta de cuero alrededor de la frente, cubría su cabeza, y sus manos estaban atadas a la espalda. El hombre tenía un gran moretón debajo del ojo izquierdo y en el ángulo de la boca una herida con la sangre ya seca. Miraba al procurador con una inquieta curiosidad.
Este se quedó callado y luego, en voz baja, le preguntó en arameo:
—¿Así que tú incitaste al pueblo a que destruyera el templo de Yerushalaim?
El procurador, mientras tanto, estaba duro como una piedra; sólo sus labios se movían apenas al pronunciar las palabras. El procurador estaba como una piedra porque temía hacer un movimiento con la cabeza, abrasada por un dolor infernal.
El hombre de las manos atadas se inclinó un poco hacia adelante y comenzó a hablar:
—¡Buen hombre! Créeme…
Pero el procurador, que seguía sin moverse y sin levantar en absoluto la voz, enseguida lo interrumpió:
—¿Es a mí a quien llamas “buen hombre”? Te equivocas. En Yerushalaim todos susurran que soy un monstruo sanguinario, y eso es absolutamente cierto —y agregó con la misma voz monótona—: Tráiganme al centurión Matarratas.
Todos sintieron como si en el balcón hubiera oscurecido de pronto cuando se presentó ante el procurador el centurión Marco, apodado Matarratas, quien comandaba una centuria especial.
Matarratas le llevaba una cabeza al más alto de los soldados de la legión y era tan ancho de hombros que tapaba por completo el sol, que aún estaba bajo.
El procurador se dirigió al centurión en latín:
—El criminal me ha llamado “buen hombre”. Llévatelo de aquí un momento y explícale cómo hay que hablar conmigo. Pero sin desfigurarlo.
Y todos, excepto el procurador, que seguía inmóvil, siguieron con la mirada a Marco Matarratas, quien le hizo un ademán al arrestado, indicándole que lo siguiera.
Dondequiera que apareciera, Matarratas siempre atraía todas las miradas a causa de su estatura; y aquellos que lo veían por primera vez eran atraídos también por su rostro desfigurado: su nariz había sido destrozada por una maza germánica.
Las pesadas botas de Marco retumbaron por los mosaicos y el maniatado lo siguió sin hacer ruido. Un completo silencio se instaló en la columnata y se oía cómo arrullaban las palomas en la glorieta del jardín junto al balcón y cómo sonaba el agua en la fuente con una agradable y compleja melodía.
El procurador sintió deseos de levantarse, exponer la sien bajo el chorro y quedarse así. Pero sabía que ni siquiera eso lo ayudaría.
Luego de conducir al prisionero fuera de la columnata, hasta el jardín, Matarratas le quitó el látigo de las manos a un legionario parado al pie de una estatua de bronce y, sin elevarlo a una gran altura, le dio un golpe en los hombros. El movimiento del centurión fue descuidado y ligero, pero el maniatado inmediatamente cayó derribado al suelo, como si le hubieran cortado las piernas; se ahogó con el aire, el color desapareció de su rostro y sus ojos perdieron el sentido. Con un ligero movimiento de su mano izquierda, Marco levantó por los aires al caído como si fuera un saco vacío, lo puso de pie y le habló con voz gangosa, pronunciando mal las palabras arameas:
—Al procurador romano se lo llama “hegémono”. No pronunciar otras palabras. Estarse firme. ¿Me has entendido o te golpeo?
El prisionero se tambaleó, pero logró dominarse; le volvió el color y, luego de tomar aire, contestó con voz ronca:
—Te he entendido. No me golpees.
Luego de un minuto estaba de nuevo frente al procurador.
Sonó una voz opaca, enferma:
—¿Nombre?
—¿El mío? —contestó rápidamente el prisionero, expresando con todo su ser la predisposición para responder con claridad y no suscitar más furia.
El procurador dijo con calma:
—El mío lo conozco. No quieras pasar por más tonto de lo que eres. El tuyo.
—Yeshúa —contestó el detenido con prisa.
—¿Tienes apodo?
—Ha-Notzri.
—¿De dónde eres?
—De la ciudad de Gamala —contestó el detenido, señalando con la cabeza que allí, en algún lugar lejano, a su derecha, hacia el norte, estaba la ciudad de Gamala.
—¿Qué linaje tienes?
—No lo sé con precisión —contestó vivaz el prisionero—; no recuerdo a mis padres. Me dijeron que mi padre era sirio…
—¿Dónde resides?
—No tengo residencia permanente —contestó el detenido con timidez—, yo viajo de una ciudad a otra.
—Eso se puede expresar con mayor brevedad, en una sola palabra: vagabundo —dijo el procurador, y preguntó—: ¿Tienes parientes?
—No tengo a nadie. Estoy solo en el mundo.
—¿Sabes leer y escribir?
—Sí.
—¿Conoces algún otro idioma aparte del arameo?
—Sí, el griego.
Un párpado hinchado se levantó, y el ojo, cubierto por una nube de sufrimiento, se fijó en el prisionero. El otro ojo permaneció cerrado.
Pilatos habló en griego:
—¿Entonces eras tú el que planeaba destruir el templo e incitaba al pueblo a hacerlo?
Aquí el detenido otra vez se reanimó, sus ojos dejaron de expresar temor y dijo en griego:
—Yo, buen… —El terror destelló en los ojos del detenido, porque estuvo a punto de equivocarse—. Yo, hegémono, nunca en mi vida he tenido la intención de destruir el edificio del templo y no he incitado a nadie a ese acto absurdo.
El asombro se dibujó en el rostro del secretario que, encorvado sobre una mesa bajita, escribía las declaraciones. Alzó la cabeza, pero enseguida volvió a inclinarse sobre el pergamino.
—Una muchedumbre de lo más diversa confluye en esta ciudad a causa de la fiesta. Entre ellos hay magos, astrólogos, adivinos y asesinos —decía el procurador en forma monótona—, y también pueden encontrarse mentirosos. Tú, por ejemplo, eres un mentiroso. Está escrito claramente: incitaba a destruir el templo. Así lo atestigua la gente.
—Esas buenas personas —comenzó el detenido, y añadió de prisa—: hegémono, no aprendieron nada y malinterpretaron todo lo que dije. Ya empiezo a temer que esa confusión se prolongará largo tiempo. Y todo se debe a que él apunta incorrectamente lo que digo.
Se hizo silencio. Ahora ya ambos ojos enfermos miraban con pesadez al detenido.
—Te lo repito, y por última vez: deja de fingirte loco, delincuente —pronunció Pilatos de manera suave y monótona—. Es poco lo escrito sobre ti, pero basta para colgarte.
—No, no, hegémono —decía el prisionero, todo tenso en su deseo de persuadir—. Hay… Hay uno que anda con un pergamino de cabra y escribe sin interrupción. Pero yo una vez miré ese pergamino y me horroricé. Yo no había dicho nada de todo lo que ahí estaba escrito. Y le supliqué: ¡quema por Dios el pergamino! Pero él me lo arrancó de las manos y huyó.
—¿Quién es? —preguntó Pilatos con desdén, y se tocó la sien con la mano.
—Leví Mateo —explicó el detenido con buena predisposición—. Era recaudador de impuestos; por primera vez me lo encontré en el camino de Betfagé, allí donde se abre en un ángulo el jardín de higueras, y me puse a hablar con él. Al principio fue poco amable, incluso me ofendió, es decir, creía ofenderme, llamándome “perro” —Aquí el detenido hizo un mueca de sonrisa—. Yo, en lo personal, no veo nada de malo en ese animal como para ofenderme por esa palabra…
El secretario dejó de anotar y echó una sorprendida mirada de reojo, pero no al prisionero, sino al procurador.
—… Aunque, al escucharme, se fue suavizando —continuó Yeshúa—. Finalmente tiró el dinero por el camino y dijo que me seguiría…
Pilatos sonrió con una mejilla, mostrando sus dientes amarillos, y exclamó, girando todo el torso hacia el secretario:
—¡Oh, ciudad de Yerushalaim! Qué clase de cosas pueden escucharse en ella. Un recaudador de impuestos que tira el dinero por el camino… ¿Dónde se ha visto?
Sin saber cómo responder a esto, el secretario consideró conveniente imitar la sonrisa de Pilatos.
—Me dijo que desde ese momento el dinero se le había vuelto odioso —explicó Yeshúa la extraña conducta de Leví Mateo, y agregó—: Y desde entonces se ha convertido en mi acompañante.
Siempre mostrando los dientes, el procurador miró al prisionero, luego al sol que ascendía inexorable sobre las estatuas ecuestres del hipódromo, que se extendía lejos, abajo y a la derecha, y de repente pensó, presa de una revulsiva angustia, que lo más sencillo sería deshacerse de ese extraño delincuente pronunciando sólo una palabra: “Cuélguenlo”. Despedir también a la escolta, abandonar la columnata e ir hacia el interior del palacio, ordenar que oscurezcan el cuarto, echarse sobre el catre, pedir agua fría, llamar con voz lastimera al perro Banga y quejársele de la hemicránea. Y, de repente, la idea del veneno cruzó seductora por la cabeza enferma del procurador.
Durante un rato se quedó callado, mirando con ojos turbios al prisionero y tratando de recordar a duras penas por qué comparecía ante él, bajo el matutino e implacable sol de Yerushalaim, un detenido con la cara desfigurada por los golpes, y cuántas preguntas innecesarias aún faltaba hacerle.
—¿Leví Mateo? —preguntó el doliente con voz ronca y cerró los ojos.
—Sí, Leví Mateo —Le llegó la aguda voz que lo atormentaba.
—Pero entonces, ¿qué era lo que le decías a la muchedumbre en el mercado, acerca del templo?
La voz que respondía parecía punzar a Pilatos en la sien; era inexplicablemente dolorosa. La voz decía:
—Yo, hegémono, dije que se derrumbará el templo de la vieja fe y se erigirá el nuevo templo de la verdad. Lo dije de esa forma para que fuera más comprensible.
—Vagabundo, ¿para qué confundías a la gente en el mercado, hablando de una verdad de la que no tienes ni idea? ¿Qué es la verdad?
Y aquí el procurador pensó: “¡Oh, dioses míos! Le estoy preguntando algo irrelevante para el juicio… Mi mente ya no me sirve…”. Y otra vez le pareció ver la copa con el líquido oscuro. “¡Veneno, veneno es lo que necesito!”.
Y de nuevo oyó la voz:
—La verdad está, ante todo, en que te duele la cabeza, y te duele tanto que estás pensando en la muerte, como un cobarde. No sólo no tienes fuerzas para hablar conmigo, sino que incluso te cuesta mirarme. Y en este momento yo, sin quererlo, soy tu verdugo, lo cual me apena. No eres capaz siquiera de pensar en algo y sólo deseas que venga tu perro, al parecer el único ser vivo hacia el que sientes afecto. Pero tu sufrimiento acabará pronto, el dolor se te pasará.
El secretario miró al detenido con ojos desorbitados y no terminó de escribir la frase.
Pilatos alzó sus atormentados ojos hacia el detenido y vio que el sol estaba ya bastante alto sobre el hipódromo, y que un rayo había penetrado en la columnata y se arrastraba hacia las gastadas sandalias de Yeshúa, que se apartaba del sol.
Entonces el procurador se levantó del sillón, apretó su cabeza entre las manos y su rostro afeitado y amarillento expresó terror. Pero enseguida lo reprimió con un esfuerzo de voluntad y se dejó caer nuevamente en el sillón.
El detenido, mientras tanto, continuaba con su discurso, pero el secretario ya no tomaba nota, tratando sólo de no perderse una palabra y estirando el cuello como un ganso.
—Y bien, ya todo ha terminado —decía el prisionero, mirando con benevolencia a Pilatos—, y me alegro mucho de ello. Yo te aconsejaría, hegémono, que dejes el palacio por un rato y vayas a dar un paseo a pie por los alrededores, digamos, por los jardines del monte de los Olivos. Habrá tormenta —El detenido se volvió y miró al sol con los párpados entornados—, más tarde, hacia el anochecer. El paseo te sería de gran provecho y yo con gusto te haría compañía. Tengo un par de ideas nuevas en la cabeza; creo que podrían resultarte interesantes. Me daría mucho gusto compartirlas contigo, sobre todo porque me das la impresión de ser un hombre muy inteligente.
El secretario se puso pálido como la muerte y dejó caer el rollo de pergamino al piso.
—El problema es —continuaba el maniatado, dado que nadie lo interrumpía— que estás demasiado encerrado en ti mismo y has perdido por completo la fe en la gente. Porque estarás de acuerdo en que no se puede depositar todo el cariño en un perro. Tu vida es pobre, hegémono —Y aquí el que hablaba se permitió una sonrisa.
El secretario ahora pensaba en una sola cosa: si dar crédito o no a sus propios oídos. No quedaba más remedio que creerles. Entonces trató de imaginarse qué forma rebuscada y concreta adquiriría la ira del impulsivo procurador ante el inaudito descaro del prisionero. El secretario no pudo imaginársela, aunque conocía bien al procurador.
Entonces sonó la voz entrecortada, algo ronca de este, que dijo en latín:
—Desátenle las manos.
Uno de los legionarios de la escolta dio un golpe con su lanza, se la entregó a otro, se acercó y le quitó las cuerdas al detenido. El secretario levantó el rollo, decidido a no tomar nota por el momento y a no sorprenderse de nada.
—Confiésalo —preguntó Pilatos, en griego y en voz baja—, ¿eres un gran médico?
—No, procurador, no soy médico —contestó el detenido, frotándose con placer las muñecas inflamadas y enrojecidas.
Con dureza y de soslayo, Pilatos perforaba con los ojos al detenido, y esos ojos ya no eran turbios, sino que habían recobrado sus famosas chispas.
—No te lo he preguntado —dijo Pilatos—, ¿tal vez sepas también latín?
—Sí, sé —contestó el detenido.
Las mejillas amarillentas de Pilatos se cubrieron de color y preguntó en latín:
—¿Cómo has sabido que quería llamar al perro?
—Es muy simple —contestó el detenido en latín—: movías tu mano en el aire —el detenido repitió el gesto de Pilatos— como si quisieras acariciar, y tus labios…
—Sí —dijo Pilatos.
Se quedaron callados, y luego Pilatos hizo una pregunta en griego:
—Entonces, ¿eres médico?
—No, no —contestó con vivacidad el detenido—, créeme, no soy médico.
—De acuerdo. Si quieres conservarlo en secreto, hazlo. Eso no tiene una relación directa con el caso. ¿Entonces tú afirmas que no incitabas a derribar… o quemar, o destruir de cualquier otra forma el templo?
—Repito, hegémono, que no he incitado a nadie a semejantes actos. ¿Acaso parezco idiota?
—Oh, no, tú no pareces idiota —respondió en voz baja el procurador, y esbozó una sonrisa tenebrosa—. Entonces jura que eso no pasó.
—¿Por qué quieres que jure? —preguntó con animación el recién desatado.
—Bueno, aunque más no sea por tu vida —respondió el procurador—. Es el momento justo de jurar por ella, dado que pende de un hilo, ¡sábelo!
—¿No pensarás que eres tú quien la tiene suspendida, hegémono? —preguntó el detenido—. Si es así, estás muy equivocado.
Pilatos se estremeció y contestó entre dientes:
—Yo puedo cortar ese hilo.
—En eso también te equivocas —objetó el prisionero con una sonrisa luminosa y cubriéndose con la mano del sol—. Estarás de acuerdo en que sólo puede cortar el hilo quien lo ha suspendido.
—Vaya, vaya —dijo Pilatos sonriendo—, ahora ya no dudo de que los ociosos mirones de Yerushalaim te han seguido a todas partes. No sé quién te habrá dado esa lengua, pero sí que sabes usarla. Por cierto, dime, ¿es verdad que entraste a Yerushalaim por la Puerta de Susa, montando un burro y acompañado por una multitud de la plebe, que te aclamaba como a un profeta? —Aquí el procurador señaló el rollo de pergamino.
El detenido miró desconcertado al procurador.
—Yo ni siquiera tengo un burro, hegémono —dijo—. Es cierto que entré a Yerushalaim por la Puerta de Susa, pero caminando, acompañado solamente por Leví Mateo, y nadie me gritaba nada, dado que entonces nadie me conocía en Yerushalaim.
—¿No conoces a estos hombres —continuó Pilatos, sin quitarle los ojos de encima al detenido—: a un tal Dimas, a otro, Gestas, y a un tercero, Bar-rabán?
—No conozco a esos buenos hombres.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Y ahora dime, ¿qué es esto de usar todo el tiempo las palabras “buenas personas”? ¿Acaso llamas así a todos?
—A todos —contestó el detenido—; no hay personas malas en el mundo.
—Es la primera vez que oigo eso —dijo Pilatos con una sonrisa maliciosa—, ¡pero tal vez yo sepa poco de la vida!… Puede no anotar lo que sigue —Se dirigió al secretario, quien de todos modos ya no escribía, y continuó hablando al detenido—: ¿Lo has leído en algún libro griego?
—No, llegué a eso por mi propio raciocinio.
—¿Y eso es lo que predicas?
—Sí.
—Y, por ejemplo, el centurión Marco, a quien han apodado Matarratas, ¿es bueno?
—Sí —contestó el detenido—, aunque, a decir verdad, es un hombre desdichado. Desde que otros buenos hombres lo lastimaron, se ha vuelto duro y cruel. Sería interesante saber quién lo ha desfigurado.
—Yo te lo puedo decir con mucho gusto —replicó Pilatos— porque fui testigo de ello. Los buenos hombres se le tiraron encima como perros sobre un oso. Los germanos se le prendieron del cuello, de los brazos, de las piernas. Un manípulo de infantería quedó rodeado, y si desde la falange no hubiera irrumpido la caballería, que por cierto comandaba yo, tú, filósofo, no habrías tenido la ocasión de hablar con Matarratas. Eso fue durante la batalla del río Weser, en el valle de las Vírgenes.
—Si pudiera hablar con él —dijo de pronto el preso con aire soñador—, estoy seguro de que cambiaría por completo.
—Supongo —replicó Pilatos— que le causaría muy poca gracia al legado de la legión que te propusieras hablar con alguno de sus oficiales o soldados. Por lo demás, eso no ocurrirá, para dicha de todos, y yo seré el primero en encargarse de ello.
En ese momento, una golondrina irrumpió en la columnata, trazó un círculo bajo el techo dorado, descendió y casi alcanzó a rozar con su ala puntiaguda el rostro de una estatua de cobre situada en un nicho; luego se ocultó tras el capitel de una columna. Puede que se le hubiera ocurrido hacer su nido allí.
Durante su vuelo, la cabeza del procurador, ahora clara y ligera, había dado con una formulación, que decía así: “El hegémono ha estudiado el caso del filósofo errante Yeshúa, apodado Ha-Notzri, y no ha encontrado en él delito alguno. Incluso no halló ni la más mínima conexión entre las acciones de Yeshúa y los disturbios ocurridos recientemente en Yerushalaim. El filósofo errante ha resultado ser un enfermo mental. Como consecuencia de esto, el procurador no ratifica la sentencia de muerte de Ha-Notzri, emitida por el Pequeño Sanedrín. Pero teniendo en cuenta que los discursos dementes y utópicos de Ha-Notzri pueden ser motivo de disturbios en Yerushalaim, el procurador expulsa a Yeshúa de Yerushalaim y lo recluye en la Cesarea de Estratón, en el mar Mediterráneo, es decir, en el mismo lugar donde tiene su residencia el procurador”.
Sólo quedaba dictársela al secretario.
Las alas de la golondrina resoplaron sobre la cabeza del hegémono; el pájaro se lanzó hacia la fuente y salió volando en libertad. El procurador alzó la vista hacia el detenido y vio que un remolino de polvo ardía a su lado.
—¿Eso es todo sobre él? —preguntó Pilatos al secretario.
—No, por desgracia —contestó el secretario de modo inesperado, y le entregó a Pilatos otro trozo de pergamino.
—¿Qué más hay? —preguntó Pilatos frunciendo el entrecejo.
Tras leer lo que le dieron, su rostro se ensombreció aún más. Acaso fuera la oscura sangre que le afluyó al cuello y al rostro, o quizás alguna otra cosa, pero su piel perdió el toque amarillento, se puso de color pardo y los ojos parecieron hundírsele.
Es probable que, otra vez, fuera a causa de la sangre que había afluido a sus sienes y comenzado a latir en ellas, pero lo concreto es que el procurador sintió que algo sucedía con su vista. Así, le pareció que la cabeza del preso se había ido flotando a alguna parte y en su lugar había aparecido otra. En esa cabeza calva había una corona dorada pero de pocos picos; en la frente, una llaga redonda, que carcomía la piel y estaba embadurnada con ungüento; la boca, hundida y desdentada, con un caprichoso labio inferior colgando. A Pilatos le pareció que habían desaparecido las rosadas columnas del balcón y los tejados de Yerushalaim que se extendían abajo y a lo lejos, tras el jardín, y que todo alrededor se ahogaba bajo el espeso verdor de los jardines de Caprea. También a su oído le sucedió algo extraño: fue como si en la lejanía tocaran trompetas, no muy alto, pero con aire amenazante. Además, sintió con claridad una voz nasal que estiraba altiva las palabras: “La ley sobre la ofensa de la majestad…”.
Se sucedieron pensamientos breves, inconexos y extraños: “¡Estoy perdido!”. Luego: “¡Estamos perdidos!”. Y el más absurdo fue acerca de cierta inmortalidad inevitable —¡¿De quién?!—, inmortalidad que, por cierto, le provocaba una angustia insoportable.
Pilatos se puso tenso, desechó la visión, retornó su mirada al balcón y volvieron a aparecer ante él los ojos del preso.
—Óyeme, Ha-Notzri —habló el procurador, mirando a Yeshúa de forma extraña: el rostro del procurador era severo, pero los ojos expresaban turbación—, ¿alguna vez has dicho algo sobre el Gran César? ¡Responde! ¿Has dicho algo? ¿O… no… has dicho nada? —Pilatos estiró la palabra “nada” algo más de lo que corresponde en un juicio y pareció transmitirle a Yeshúa una idea con la mirada.
—Es fácil y agradable decir la verdad —replicó el preso.
—No necesito saber —contestó Pilatos con voz ahogada y furiosa— si te es agradable o no decir la verdad. Sólo tendrás que decirla. Pero, al hablar, sopesa cada palabra, si no quieres una muerte inevitable y dolorosa.
Nadie sabe qué le sucedió al procurador de Judea, pero este se permitió alzar la mano como para protegerse de un rayo de sol, y esa mano, cual escudo, le sirvió para enviarle al preso una mirada insinuante.
—Entonces —dijo—, contéstame si conoces a un tal Judas de Kariot y qué le has dicho exactamente, si es que algo le has dicho, acerca del César.
—La cosa fue así —empezó a contar el preso con buena predisposición—: anteanoche, cerca del templo, conocí a un joven que se llamaba Judas, de la ciudad de Kariot. Me invitó a su casa en la Ciudad Baja y me convidó…
—¿Un buen hombre? —preguntó Pilatos, y un fuego diabólico destelló en sus ojos.
—Es un hombre muy bueno y ávido de conocimientos —confirmó el preso—. Mostró un gran interés por mis ideas, me recibió muy amablemente…
—Encendió los candiles… —dijo Pilatos entre dientes, en el mismo tono del preso, mientras sus ojos brillaban.
—Sí —continuó Yeshúa, algo sorprendido por lo bien informado que estaba el procurador—, me pidió que expresara mi opinión acerca del poder imperial. Esa cuestión le interesaba mucho.
—¿Y qué dijiste? —preguntó Pilatos—. ¿O vas a contestar que has olvidado lo que dijiste? —pero el tono de Pilatos ya expresaba desesperanza.
—Entre otras cosas —refirió el preso—, dije que todo poder es un acto de violencia sobre las personas y que llegará un día en el que ya no habrá poder ni de los Césares ni ningún otro. El hombre pasará al reino de la verdad y la justicia, donde no será necesario ningún tipo de poder.
—¡Continúa!
—No hay nada más —dijo el preso—. Luego entraron corriendo unos hombres, me ataron y me llevaron a la cárcel.
El secretario, tratando de no perderse una sílaba, trazaba aprisa las palabras en el pergamino.
—¡No hubo, no hay, ni habrá nunca en el mundo un poder más grande y mejor para los hombres que el poder del emperador Tiberio! —Se expandió la voz quebrada y enferma de Pilatos.
El procurador miró con odio al secretario y a la escolta.
—¡Y no serás tú, demente criminal, quien se ponga a hablar de ello! —Aquí Pilatos ordenó a gritos—: ¡Saquen a la escolta del balcón! —Y, dirigiéndose al secretario, agregó—: Déjeme con el criminal a solas, este es un asunto de Estado.
La escolta alzó sus lanzas y, bajo el rítmico sonido de sus cáligas herradas, se retiró al jardín. El secretario la siguió.
Durante unos instantes, el silencio en el balcón sólo era interrumpido por el canto del agua en la fuente. Pilatos veía cómo se henchía el plato de agua por encima del caño, se quebraban sus bordes y caía en pequeños chorros.
El primero en hablar fue el preso:
—Veo que algo malo ha sucedido por hablar con ese joven de Kariot. Tengo el presentimiento, hegémono, de que le va a suceder una desgracia, y me da mucha pena por él.
—Yo creo —contestó el procurador con una sonrisa extraña— que hay alguien en este mundo de quien deberías apiadarte aún más que de Judas de Kariot, ¡y que lo va a pasar mucho peor que él! Así que entonces Marco Matarratas, un verdugo frío y convencido, las personas que, como veo —El procurador señaló el rostro de Yeshúa—, te han golpeado por tus prédicas, los delincuentes Dimas y Gestas, que mataron con sus secuaces a cuatro soldados y, finalmente, el sucio traidor de Judas ¿todos ellos son buenos hombres?
—Sí —contestó el preso.
—¿Y llegará el reino de la verdad?
—Llegará, hegémono —contestó Yeshúa con convicción.
—¡No llegará nunca! —gritó de pronto Pilatos con una voz tan terrible que Yeshúa se echó hacia atrás. Así había gritado Pilatos muchos años atrás en el valle de las Vírgenes a sus jinetes: “¡Destrócenlos! ¡Destrócenlos! ¡Han atrapado al gigante Matarratas!”. Alzó aún más su voz quebrada por las órdenes y gritó las palabras de tal manera que se oyeran en el jardín—: ¡Criminal! ¡Criminal! ¡Criminal! —Luego, en voz baja, preguntó—: Yeshúa Ha-Notzri, ¿crees en algún tipo de dioses?
—Dios hay uno solo —contestó Yeshúa—, y yo creo en Él.
—¡Entonces rézale! ¡Rézale con fuerza! Aunque —A Pilatos se le quebró la voz— eso no ayudará. ¿Tienes esposa? —preguntó con angustia, sin saber por qué y sin entender lo que le estaba sucediendo.
—No, estoy solo.
—Odiosa ciudad… —masculló de pronto el procurador, sacudiendo los hombros como si tuviera frío, y se frotó las manos como si se las lavara—. De hecho, hubiera sido mejor que te apuñalaran antes de tu encuentro con Judas de Kariot.
—¿Y si me dejaras ir, hegémono? —Pidió de improviso el preso, y su voz expresó inquietud—. Ya veo que quieren matarme.
Una convulsión desfiguró el rostro de Pilatos; alzó hacia Yeshúa sus ojos inflamados, llenos de venitas rojas, y dijo:
—¿Tú crees, infeliz, que un procurador romano puede dejar ir a un hombre que ha dicho las cosas que tú dijiste? ¡Oh, dioses, dioses! ¿O crees que estoy dispuesto a ponerme en tu lugar? ¡No comparto tus ideas! Y escúchame: si a partir de este instante pronuncias una sola palabra o hablas con alguien, ¡cuídate de mí! Te lo repito: ¡cuídate!
—Hegémono…
—¡Silencio! —gritó Pilatos, y con una mirada colérica siguió a la golondrina, que había vuelto al balcón—. ¡A mí! —volvió a gritar.
Una vez que el secretario y la escolta regresaron a sus lugares, Pilatos anunció que ratificaba la sentencia de muerte del criminal Yeshúa Ha-Notzri emitida por el Pequeño Sanedrín. El secretario anotó lo dicho por Pilatos.
Poco después, Marco Matarratas se encontraba ante el procurador. Este le encargó a Marco que entregara al criminal al jefe del servicio secreto y que le transmitiera la orden de aislar a Yeshúa Ha-Notzri de los demás condenados, como así también la prohibición bajo severo castigo de que cualquier soldado del servicio secreto hablara con Yeshúa o contestara a cualquiera de sus preguntas.
Tras una seña de Marco, la escolta se cerró alrededor de Yeshúa y se lo llevaron del balcón.
Luego, ante el procurador apareció un hombre atractivo, delgado y de barba rubia, con unas cabezas de león relucientes en el pecho, plumas de águila en su casco, broches dorados en el cinto de la espada, calzado de suela triple ceñido hasta la rodilla y una capa bordó sobre su hombro izquierdo. Era el legado que comandaba la legión. El procurador le consultó dónde se encontraba en esos momentos la cohorte de Sebaste. El legado informó que la cohorte había cercado la plaza frente al hipódromo, donde se iba a anunciar al pueblo la sentencia de los criminales.
Entonces el procurador dispuso que el legado separara dos centurias de la cohorte romana. Una de ellas, bajo el mando de Matarratas, debía escoltar a los criminales, a los verdugos y los carros con los elementos para la ejecución en su marcha hacia el monte Calvario y, una vez allí, subir hasta el cerco de arriba. La otra centuria debía ser inmediatamente enviada al monte Calvario para comenzar a formar el cerco. Con el mismo propósito de asegurar el monte, el procurador pidió al legado mandar allí un regimiento de caballería de refuerzo: el ala siria.
Cuando el legado abandonó el balcón, el procurador ordenó al secretario que invitara al palacio al presidente del Sanedrín con dos de sus miembros y al jefe de servicio del templo de Yerushalaim; además, agregó la petición de organizar todo de tal manera que, antes del encuentro con toda esa gente, tuviera tiempo para hablar a solas con el presidente.
Las órdenes del procurador fueron cumplidas con rapidez y precisión, y el sol, que por esos días abrasaba Yerushalaim con una furia extraordinaria, no había alcanzado su punto más alto, cuando en la terraza superior del jardín, entre dos leones de mármol blanco que custodiaban la escalera, se encontraron el procurador y el que desempeñaba las tareas de presidente del Sanedrín: el sumo sacerdote de Judea, Yosef Kayafa.
En el jardín reinaba el silencio. Pero al salir de la columnata a la plataforma superior desbordante de sol, con sus palmeras sobre monstruosas patas de elefante, todo Yerushalaim, tan odiado por el procurador, se desplegó ante él: sus puentes colgantes, torres y, lo más importante, la indescriptible mole de mármol con doradas escamas de dragón en lugar de techo: el templo de Yerushalaim. El procurador captó con su agudo oído, abajo y a lo lejos, allí donde el muro de piedra separaba las terrazas inferiores del jardín de la plaza de la ciudad, un murmullo bajo, por encima del cual se elevaban a veces unos débiles gemidos o gritos.
El procurador comprendió que allí, en la plaza, ya se había reunido la inmensa multitud de ciudadanos, alborotados por los recientes disturbios, que esa multitud esperaba ansiosa la sentencia, y que en medio de ella gritaban inquietos los vendedores de agua.
El procurador comenzó invitando al sumo sacerdote al balcón, para resguardarse del despiadado calor, pero Kayafa se disculpó con cortesía y explicó que no podía hacerlo. Pilatos cubrió con la capucha su cabeza de incipiente calvicie y comenzó a hablar. La conversación era en griego.
Pilatos dijo que había estudiado el caso de Yeshúa Ha-Notzri y que ratificaba la sentencia de muerte.
De este modo, cuatro delincuentes están condenados para ser ejecutados el día de hoy: Dimas, Gestas, Bar-rabán y, además, este Yeshúa Ha-Notzri. Los primeros dos, que se propusieron sublevar al pueblo contra el César, fueron apresados por el poder romano y están bajo la jurisdicción del procurador; por lo tanto, no son asunto de discusión. Los últimos, Bar-rabán y Ha-Notzri, fueron apresados por las fuerzas locales y juzgados por el Sanedrín. Según la ley y la costumbre, habrá que dejar en libertad a uno de esos dos en honor a la gran festividad de Pascua, que empieza hoy. Entonces, el procurador desea saber a cuál de los dos criminales se propone liberar el Sanedrín, si a Bar-rabán o a Ha-Notzri.
Kayafa inclinó la cabeza en señal de haber comprendido la pregunta y contestó:
—El Sanedrín solicita liberar a Bar-rabán.
El procurador sabía muy bien que esa sería exactamente la respuesta del sumo sacerdote, pero su tarea consistía en aparentar que esa respuesta le suscitaba asombro.
Pilatos lo hizo con gran arte. Las cejas se alzaron en su soberbio rostro; el procurador, con asombro, miró al sumo sacerdote directo a los ojos.
—Confieso que su respuesta me sorprende —dijo con suavidad el procurador—. Me temo que hay aquí un malentendido.
Pilatos se explicó: el poder romano no atenta en absoluto contra los derechos del poder sacerdotal local, como el sumo sacerdote sabe muy bien, pero en este caso hay un evidente error. Y el poder romano, por supuesto, está interesado en remendarlo.
En verdad, los crímenes de Bar-rabán y Ha-Notzri son absolutamente incomparables por su gravedad. Si el segundo, un loco a todas luces, es culpable de decir ridiculeces que confunden a la gente de Yerushalaim y de algunos otros lugares, los crímenes del primero son mucho más graves. No sólo se permitió incitaciones directas al motín, sino que también asesinó a un guardia mientras intentaban apresarlo. Bar-rabán es mucho más peligroso que Ha-Notzri.
En virtud de lo expuesto, el procurador le pide al sumo sacerdote rever la sentencia y dejar en libertad al menos nocivo de los dos condenados, que sin duda es Ha-Notzri.
Kayafa clavó sus ojos en los de Pilatos y dijo en voz queda, pero firme, que el Sanedrín había estudiado en detalle el caso y que comunicaba por segunda vez la decisión de liberar a Bar-rabán.
—¿Cómo? ¿Incluso después de mi petición, petición de quien representa el poder de Roma? Sumo sacerdote, repítelo por tercera vez.
—Por tercera vez anunciamos que dejamos en libertad a Bar-rabán —dijo Kayafa en voz baja.
Todo estaba terminado, ya no había nada más que hablar. Ha-Notzri se iba para siempre y ya no habría nadie que pudiese curar los terribles, malditos dolores del procurador; no tenía más remedio que la muerte. Pero no fue esta la idea que lo conmovió. Fue aquella misma angustia inexplicable que ya había sentido en el balcón y que ahora atravesaba todo su ser. Trató enseguida de hallarle una explicación, pero aquello resultó extraño: de manera difusa, le pareció que no había terminado de hablar con el condenado, o que tal vez le había faltado escuchar algo más.
Pilatos desechó esta idea, que desapareció tan rauda como había venido. Desapareció, y su angustia quedó sin explicar, pues tampoco podía hacerlo otra idea más breve que relampagueó como un rayo: “La inmortalidad… Ha llegado la inmortalidad…”. ¿La inmortalidad de quién? Eso era lo que no comprendía el procurador, pero la idea de la misteriosa inmortalidad le produjo escalofríos bajo el sol abrasador.
—Está bien —dijo Pilatos—, que así sea.
Entonces miró alrededor, abarcando con la mirada el mundo que se ofrecía a sus ojos, y se sorprendió del cambio que se había operado en él. Había desaparecido el arbusto cargado de rosas, los cipreses que bordeaban la terraza superior, el árbol de granate, la estatua blanca rodeada de verdor y hasta el verdor mismo. En su lugar, flotaba una especie de masa purpúrea con algas que oscilaban y se movían hacia alguna parte y, junto con ellas, el mismo Pilatos. Ahora lo arrastraba, ahogándolo y abrasándolo, la ira más terrible: la de la impotencia.
—Me falta el aire —exclamó Pilatos—. ¡Me falta el aire!
Con una mano fría y húmeda tironeó del broche del cuello del manto, que cayó sobre la arena.
—Está pesado hoy, hay tormenta en alguna parte —replicó Kayafa, sin quitar los ojos del enrojecido rostro del procurador y previendo todos los sufrimientos que vendrían. “¡Oh, qué terrible es el mes de Nisán este año!”.
—No —dijo Pilatos—, lo que me sofoca no es eso, sino tu presencia, Kayafa —Y, entornando los ojos, Pilatos sonrió y agregó—: Cuídate bien, sumo sacerdote.
Los ojos oscuros del sumo sacerdote brillaron y, con una habilidad no inferior a la del procurador, confirió a su rostro una expresión de asombro.
—¿Qué es lo que oigo, procurador? —contestó Kayafa con orgullo y serenidad—. ¿Me amenazas tras emitir una sentencia que tú mismo ratificaste? ¿Acaso eso es posible? Estamos acostumbrados a que el procurador romano sopese las palabras antes de decir algo. ¿No teme que alguien nos oiga, hegémono?
Pilatos miró con ojos exánimes al sumo sacerdote y, mostrando los dientes, simuló una sonrisa.
—¡Pero qué dices, sumo sacerdote! ¿Quién puede oírnos aquí y ahora? ¿Acaso me parezco al joven chiflado y vagabundo al que van a ejecutar hoy? ¿Acaso soy un niño, Kayafa? Yo sé lo que digo y dónde lo digo. El jardín está cercado, el palacio está cercado, ¡no hay rendija por la que pueda colarse un ratón! Y no sólo un ratón, sino tampoco ese… ¿cómo se llama?…, el de la ciudad de Kariot. Por cierto, ¿lo conoces, sumo sacerdote? Sí… Si ese se infiltrara aquí, lo lamentaría amargamente. Eso me lo crees, ¿verdad? ¡Pues no tendrás paz a partir de ahora, sumo sacerdote, sábelo! Ni tú, ni tu pueblo —Y Pilatos señaló a la derecha y a lo lejos, allí donde, en lo alto, brillaba el templo—. ¡Te lo digo yo, Poncio Pilatos, el jinete Lanza Dorada!
—¡Lo sé, lo sé! —respondió el intrépido Kayafa de barba negra, y sus ojos destellaron. Alzó la mano al cielo y continuó—: Sabe el pueblo de Judea que lo odias con un odio feroz y que le ocasionarás muchos sufrimientos, ¡pero no has de destruirlo! ¡Dios lo protegerá! ¡Nos escuchará, nos escuchará el César todopoderoso, nos protegerá del funesto Pilatos!
—¡Oh, no! —exclamó Pilatos, y con cada palabra se sentía más y más aliviado: ya no hacía falta fingir, no hacía falta elegir las palabras—. ¡Demasiadas veces te quejaste de mí ante el César y ahora ha llegado mi turno, Kayafa! Ahora enviaré la noticia, pero ya no al gobernador de Antioquía ni tampoco a Roma, sino directo a Capri, al mismo emperador, la noticia de que ustedes, en Yerushalaim, protegen de la muerte a rebeldes declarados. Y no será agua del estanque de Salomón la que le daré de beber a Yerushalaim, como tenía pensado hacerlo para su bien. ¡No, no será agua! ¡Acuérdate de cómo, por culpa de ustedes, tuve que quitar de los muros los escudos con la efigie del emperador y movilizar las tropas! ¿No ves que tuve que venir yo en persona para ver qué estaba pasando aquí? Recuerda mi palabra, sumo sacerdote. ¡Verás más de una cohorte en Yerushalaim! Verás bajo los muros de la ciudad a toda la Legión Fulminante, vendrá la caballería árabe, ¡y entonces oirás amargos llantos y gemidos! ¡Recordarás al Bar-rabán salvado y lamentarás haber enviado a la muerte a un filósofo con su pacífica prédica!
El rostro del sumo sacerdote se cubrió de manchas; sus ojos ardían. Igual que el procurador, sonrió mostrando los dientes y contestó:
—¿Acaso tú mismo crees, procurador, en lo que estás diciendo? ¡No, no lo crees! No fue paz lo que trajo a Yerushalaim el seductor del pueblo, y tú, jinete, lo entiendes perfectamente. ¡Tú querías liberarlo para que sublevara al pueblo, injuriara la fe y expusiera a la población a las espadas romanas! ¡Pero yo, sumo sacerdote de Judea, mientras viva no permitiré que se injurie la fe y protegeré al pueblo! ¿Me oyes, Pilatos? —Y aquí Kayafa alzó la mano con gesto amenazador—: ¡Oye bien, procurador!
Kayafa calló, y el procurador volvió a oír como un ruido de mar que se extendía hasta los mismos muros del jardín de Herodes el Grande. El ruido llegaba desde abajo y envolvía los pies y el rostro del procurador. Allí, a sus espaldas, tras las alas del palacio, se oían unas alarmantes señales de trompeta, el pesado crujido de cientos de pies, el tintineo del hierro. Entonces el procurador comprendió que la infantería romana ya estaba saliendo, de acuerdo con su propia orden, y se encaminaba al desfile previo a la ejecución de rebeldes y delincuentes.
—¿Oyes, procurador? —repitió en voz baja el sumo sacerdote—. ¿No me vas a decir que todo esto —Kayafa alzó ambas manos y la oscura capucha cayó de su cabeza— lo ha provocado el miserable delincuente de Bar-rabán?
El procurador se enjugó la fría y húmeda frente con el dorso de la mano y clavó la vista en el suelo. Luego, mirando al cielo con los ojos entornados, vio que el globo incandescente estaba ya casi encima de su cabeza y que la sombra de Kayafa se había contraído del todo junto a la cola del león, y dijo con voz queda e indiferente:
—Ya va a ser mediodía. Nos hemos dejado llevar por la charla, pero es hora de continuar.
Tras excusarse con frases elegantes ante el sumo sacerdote, el procurador le pidió que tomara asiento en un banco a la sombra de las magnolias, mientras él convocaba al resto de las personas pertinentes para una última y breve reunión y emitía una orden más relacionada con la ejecución.
Kayafa hizo una reverencia cortés con la mano en el corazón y se quedó en el jardín. Pilatos volvió al balcón y le ordenó al secretario, que lo esperaba allí, que invitara al jardín al legado de la legión, al tribuno de la cohorte, a dos miembros del Sanedrín y al jefe de la guardia del templo, que aguardaban el llamado en la terraza inferior, una terraza redonda con una fuente. Pilatos agregó, además, que enseguida saldría en persona y se retiró al interior del palacio.
Mientras el secretario organizaba la reunión, el procurador tuvo una entrevista con un hombre cuyo rostro estaba a medio cubrir con una capucha, si bien la habitación estaba ensombrecida con oscuras cortinas y los rayos de sol no podían molestarlo. La entrevista fue muy breve. El procurador le dijo unas palabras en voz baja y el hombre se retiró, mientras Pilatos volvió al jardín a través de la columnata.
Allí, en presencia de todos aquellos que quería ver, el procurador, con tono seco y solemne, ratificó la sentencia de muerte de Yeshúa Ha-Notzri y preguntó oficialmente a los miembros del Sanedrín a cuál de los delincuentes deseaban dejar con vida. Al recibir la respuesta de que era Bar-rabán, el procurador dijo:
—Muy bien —Y ordenó al secretario que lo anotara enseguida en el protocolo. Luego apretó con la mano el broche que el secretario había levantado de la arena y dijo en tono solemne—: ¡Es hora!
Todos los presentes descendieron por la ancha escalera de mármol flanqueada por rosas de un aroma embriagador, hasta que al fin alcanzaron el muro del palacio y las puertas que daban a una gran plaza bien pavimentada en cuyo extremo asomaban las columnas y estatuas del hipódromo de Yerushalaim.
Al salir del jardín, el grupo subió a un amplio estrado de piedra que dominaba la plaza. Pilatos miró alrededor con los ojos entornados y estudió la situación. El espacio que recién había recorrido, es decir, el espacio entre el muro del palacio y el estrado, estaba vacío, pero ya no podía ver la plaza que se abría ante él: la multitud se la había tragado. Habría colmado también el estrado y el espacio despejado, de no ser porque la contenían una triple fila de soldados de Sebaste ubicada a la izquierda de Pilatos y otra fila de soldados de la cohorte auxiliar Itúrea ubicada a su derecha.
Entonces Pilatos subió al estrado, apretando en el puño el broche innecesario y entornando los ojos. No lo hacía porque el sol lo quemara, ¡no! Por alguna razón, no quería ver al grupo de condenados que, como bien sabía, subirían ahora al estrado.
Apenas el manto blanco forrado de rojo sangre apareció en lo alto del peñasco de piedra sobre el borde de ese mar humano, una ola sonora golpeó en los oídos del enceguecido Pilatos: “Ha-a-a…”. Había nacido a lo lejos, junto al hipódromo, en tono bajo; luego se volvió estruendosa y, tras sostenerse unos segundos, comenzó a decaer. “Me vieron”, pensó el procurador. La ola no se había replegado del todo cuando de nuevo empezó a crecer y, columpiándose, subió más que la primera; en esta segunda ola, como la espuma que bulle en el mar, bulleron los silbidos y unos aislados gemidos de mujer, perceptibles a través del trueno. “Los han subido al estrado… —Pensó Pilatos—, y los gemidos provienen de algunas mujeres que la multitud ha aplastado al echarse hacia adelante”.
Esperó un tiempo, sabiendo que no existe fuerza que pueda acallar una multitud hasta que esta no exhale todo lo que tiene acumulado por dentro y calle por sí sola.
Cuando ese momento llegó, el procurador alzó el brazo derecho y el último clamor se apagó.
Entonces Pilatos llenó su pecho cuanto pudo de aire caliente, y su voz quebrada sobrevoló miles de cabezas.
—¡En nombre del emperador César!
Aquí sus oídos fueron golpeados varias veces por un grito férreo y penetrante: en las cohortes, alzando sus lanzas e insignias, los soldados gritaron con voces terribles:
—¡Viva el César!
Pilatos alzó la cabeza y la hundió en los rayos del sol. Bajo sus párpados flameó un fuego verde que hizo arder su cerebro; sobre la muchedumbre volaron unas roncas palabras arameas:
—Cuatro delincuentes, detenidos en Yerushalaim por asesinatos, incitación a la rebelión, injurias a las leyes y la fe, han sido condenados a una ejecución vergonzosa: ¡serán colgados en postes! ¡Y esta ejecución se realizará ahora mismo en el monte Calvario! Los nombres de los criminales son: Dimas, Gestas, Bar-rabán y Ha-Notzri. ¡Aquí están ante ustedes!
Pilatos señaló a la derecha, sin mirar a ninguno de los criminales, pero sabiendo que estaban allí, en su lugar, donde les correspondía estar.
La multitud respondió con un extenso bullicio como de asombro o alivio. Cuando se apagó, Pilatos continuó:
—Pero sólo tres de ellos serán ejecutados, porque, de acuerdo con la ley y la tradición, en honor a la fiesta de Pascua, a uno de los condenados, elegido por el Pequeño Sanedrín y aprobado por el poder romano, ¡el magnánimo emperador César le devuelve su despreciable vida!
Pilatos gritaba las palabras y, al mismo tiempo, sentía cómo el bullicio era reemplazado por un profundo silencio. Ahora no llegaba a sus oídos ni un suspiro, ni un ruido, e incluso llegó un momento en que le pareció que todo a su alrededor había desaparecido. La odiada ciudad murió y sólo él quedó en pie, abrasado por los rayos que caían verticales, apoyando la cara contra el cielo.
Pilatos aún mantuvo un momento de silencio, pero luego empezó a emitir gritos:
—El nombre de aquel a quien ahora dejarán en libertad es…
Hizo otra pausa, reteniendo el nombre y comprobando si ya lo había dicho todo, porque sabía que la ciudad muerta resucitaría luego de anunciar al afortunado y ninguna otra palabra sería escuchada después.
“¿Es todo? —susurró Pilatos para sí—. Es todo. ¡El nombre!”
Y haciendo rodar la letra “r” ante la ciudad callada, gritó:
—¡Bar-rabán!
Aquí le pareció que el sol, emitiendo un sonido metálico, había estallado encima de él, colmando de fuego sus oídos. En ese fuego se mezclaban rugidos, gemidos, carcajadas y silbidos.
Pilatos dio la vuelta y empezó a caminar por el estrado hacia los escalones, sin mirar otra cosa que los coloridos mosaicos bajo sus pies, para no tropezar. Sabía que ahora a sus espaldas volaba hacia el estrado una lluvia de monedas de bronce y dátiles, y que, en la multitud que aullaba, la gente, aplastándose entre sí, trepaban unos sobre otros para ver con sus propios ojos el milagro: ¡cómo un hombre, que ya estaba en manos de la muerte, se había librado de esas manos! Cómo los legionarios le quitaban las sogas, causándole involuntariamente un dolor abrasador en las muñecas torcidas durante el interrogatorio; y cómo él, frunciendo el ceño y gimiendo, sin embargo sonreía con una sonrisa inexpresiva y demencial.
Pilatos sabía que, al mismo tiempo, la escolta conducía a los tres maniatados hacia los escalones laterales para ponerlos en el camino que conducía al oeste, fuera de la ciudad, al monte Calvario. Sólo una vez, detrás del estrado, Pilatos abrió los ojos, sabiendo que ahora estaba fuera de peligro: ya no podía ver a los condenados.
Con el gemido de la multitud, que ya empezaba a calmarse, se mezclaban y eran perceptibles ahora los estridentes gritos de los heraldos que repetían, algunos en arameo, otros en griego, todo lo que había gritado el procurador desde el estrado. Además, a su oído llegaba el repiqueteante redoble de una caballería que se acercaba y una trompeta que acababa de gritar algo breve y alegre. Respondió a esos sonidos un taladrante silbido de niños encaramados sobre los tejados de las casas de la calle que conducía del mercado a la plaza del hipódromo, y unos gritos: “¡Cuidado!”.
Un soldado solitario que estaba parado en una zona despejada de la plaza alzó preocupado la mano con la insignia, y el procurador, el legado de la legión, el secretario y la escolta se detuvieron.
El ala de caballería, acelerando cada vez más su trote, irrumpió en la plaza para atravesarla por un costado y así evitar a la multitud, y se dirigió por un callejón junto a un muro cubierto de vid, por el camino más corto hacia el monte Calvario.
Un hombrecito pequeño como un niño y moreno como un mulato —el sirio que comandaba el ala— pasó al trote junto a Pilatos, gritó algo con voz aguda y desenvainó la espada. Su caballo moro, mojado e iracundo, se echó repentinamente hacia un costado y se encabritó. Guardando la espada en su vaina, el comandante sirio le propinó un latigazo en el cuello, lo enderezó y siguió su camino a trote hacia el callejón, pasando luego al galope. Los jinetes lo siguieron en filas de tres, envueltos en una nube de polvo; saltaron las puntas de las ligeras lanzas de bambú. El procurador vio pasar a su lado unos rostros que parecían aún más morenos bajo sus turbantes blancos, con los dientes relucientes descubiertos en alegres sonrisas.
Levantando el polvo hasta el cielo, el ala irrumpió en el callejón y junto a Pilatos pasó el último soldado, que llevaba a sus espaldas una trompeta ardiente bajo el sol.
Protegiéndose del polvo con la mano y con una mueca de disconformidad en su rostro, Pilatos continuó su camino en dirección a las puertas del jardín del palacio. Tras él marcharon el legado, el secretario y la escolta.
Eran cerca de las diez de la mañana.