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Primera parte

—Pues bien, dime quién eres.

—Una parte de aquella fuerza que siempre quiere el mal y siempre obra el bien.

Johann Wolfgang von Goethe, Fausto

Capítulo 1 Nunca hable con extraños

Cierto día de primavera, durante una puesta de sol especialmente calurosa, en los Estanques Patriarshie de Moscú aparecieron dos ciudadanos. El primero, de unos cuarenta años y traje gris de verano, era de baja estatura, moreno, regordete y calvo; llevaba su decoroso sombrero doblado en la mano como un bollo y coronaban su rostro bien afeitado unos anteojos de marco negro y tamaño extraordinario. El segundo era un hombre joven, ancho de hombros, de cabello crespo y colorado, con un gorro a cuadros en su nuca; vestía una camisa estilo cowboy, unos pantalones blancos bastante arrugados y unos mocasines negros.

El primero no era otro que Mijaíl Aleksándrovich Berlioz, director de una de las más importantes asociaciones moscovitas de literatos, conocida como massolit1, y editor de una gruesa revista de arte; y su joven acompañante era el poeta Iván Nikoláievich Pónirev, que escribía bajo el seudónimo de Bezdomni2.

Al llegar a la sombra arrojada por unos tilos que apenas empezaban a verdear, los escritores se lanzaron de inmediato hacia un pintoresco kiosco que exhibía el cartel “Cerveza y bebidas”.

Sí, habría que mencionar la primera cosa extraña de esa terrible tarde de mayo. No había ni una sola persona; no sólo en los alrededores del quiosco, sino tampoco en toda la alameda paralela a la calle Málaia Brónnaia. A esa hora, cuando al parecer ya no quedaban fuerzas ni para respirar, cuando el sol, después de abrasar Moscú, se derrumbaba en un vaho seco en algún punto detrás del Anillo Sadóvoie, nadie fue a sentarse en los bancos bajo los tilos: la alameda estaba desierta.

—Deme narzán3 —pidió Berlioz.

—No hay —respondió la mujer del quiosco, y por alguna razón se ofendió.

—¿Hay cerveza? —consultó Bezdomni con voz enronquecida.

—La traen a la noche —respondió la mujer.

—¿Y qué hay? —preguntó Berlioz.

—Jugo de damasco, pero está tibio —dijo la mujer.

—¡Bueno, no importa, no importa!

El jugo de damasco salió con abundante espuma amarilla y el aire olió a peluquería. Luego de saciarse, los literatos de inmediato comenzaron a hipar; pagaron y se sentaron en un banco de cara al estanque y de espaldas a la Brónnaia.

Y aquí sucedió la segunda cosa extraña, que concernía solamente a Berlioz: de repente dejó de hipar, su corazón dio un vuelco y, por un instante, se hundió en alguna parte; luego volvió, pero con una aguja clavada dentro. Y por si fuera poco, Berlioz fue presa de un miedo que, aunque injustificado, era tan intenso que le dieron ganas de salir corriendo de los Estanques sin mirar atrás. Berlioz miró angustiado a su alrededor, sin entender qué era lo que lo había asustado. Palideció y se limpió la frente con un pañuelo, pensando: “¿Qué me está sucediendo? Nunca me había pasado esto…, me falla el corazón…, estoy agotado. Tal vez sea hora de mandar todo al diablo e irme a Kislovodsk…”.

Y entonces el aire tórrido se condensó frente a él y tomó la forma de un ciudadano transparente de aspecto extrañísimo. Tenía en su cabecita un gorrito de jockey y llevaba un saco a cuadros, cortito y ligero… El señor medía unos dos metros, pero era estrecho de hombros, extremadamente delgado y —presten atención— lucía una fisonomía burlona.

La vida de Berlioz había transcurrido de tal manera que no estaba acostumbrado a los fenómenos extraordinarios. Palideciendo aún más, con los ojos desorbitados, pensó desconcertado: “¡Eso no puede ser!”.

Pero eso —¡ay!— estaba ahí, y el ciudadano larguirucho, translúcido, oscilaba ante él, sin tocar la tierra, a izquierda y derecha. Aquí Berlioz fue presa de tal terror que terminó por cerrar los ojos. Y cuando los abrió, vio que todo había pasado, que aquel espejismo se había esfumado, el sujeto a cuadros había desaparecido, y, a la vez, la aguja se le había desprendido del corazón.

—¡Pero qué diablos…! —exclamó el editor—. Sabes, Iván, ¡por poco no me da un ataque a causa del calor! Hasta he sufrido una especie de alucinación —Intentó sonreír, pero en sus ojos aún brotaba el pánico y las manos le temblaban.

Sin embargo, poco a poco se fue tranquilizando, se abanicó con el pañuelo y dijo con un tono bastante animado: “Bueno, entonces…”, retomando el discurso interrumpido por el jugo de damasco.

El discurso, como después se supo, era acerca de Jesucristo. El asunto es que el editor había encargado al poeta un gran poema antirreligioso para el próximo número de su revista. Iván Nikoláievich lo había compuesto, y en un plazo por demás breve, pero, por desgracia, no complació en absoluto al editor. A pesar de que Bezdomni había pintado a su protagonista —es decir, a Jesús— en tonos muy negros, en opinión del editor había que reescribir todo el poema. Y ahora el editor le estaba dando al poeta una especie de lección acerca de Jesús para poner de relieve su principal error. Era difícil determinar en qué radicaba la falla de Iván Nikoláievich: si en la fuerza expresiva de su talento o en una total ignorancia de la materia sobre la que escribía, pero el Jesús salido de su pluma resultó un personaje lleno de vida, si bien poco atractivo. Berlioz, en cambio, quería demostrarle al poeta que lo importante no era si Jesús había sido bueno o malo, sino que ese tal Jesús como persona nunca había existido en el mundo, y que todos los relatos acerca de él eran puros cuentos, un mito de lo más ordinario.

Hay que mencionar que el editor era un hombre instruido y en su discurso citaba con soltura a historiadores antiguos; por ejemplo, al conocido Filón de Alejandría y a Flavio Josefo, hombres de educación brillante, quienes nunca habían dicho una palabra acerca de la existencia de Jesús. Demostrando una gran erudición, Mijaíl Aleksándrovich además informó al poeta que el pasaje del libro 15 del capítulo 44 de los famosos Anales, de Tácito, donde se habla de la crucifixión de Cristo, no era otra cosa que un falso añadido posterior.

El poeta, para quien todo lo que relataba el editor era una novedad, escuchaba con mucha atención a Mijaíl Aleksándrovich, mirándolo con sus vivos ojos verdes, y sólo de vez en cuando hipaba, maldiciendo en voz baja el jugo de damasco.

—No hay ni una sola religión oriental —decía Berlioz— en la que, como regla general, una virgen inmaculada no haya dado a luz a un dios. Y los cristianos, al no poder inventar nada nuevo, crearon de la misma manera a Jesús, que en realidad nunca existió. Es en esto en lo que hay que hacer especial hincapié…

El agudo tenor de Berlioz se propagaba por la alameda desierta, y a medida que Mijaíl Aleksándrovich se iba internando en esas profundidades en las que sólo una persona muy culta puede internarse sin riesgo de torcerse el pescuezo, el poeta iba descubriendo cosas cada vez más interesantes y útiles sobre el Osiris egipcio, dios benévolo e hijo del Cielo y de la Tierra; sobre el dios fenicio Fammus; sobre Marduk; e incluso sobre el menos conocido y severo dios Huitzilopochtli, al que adoraron alguna vez los aztecas en México.

Justo en el momento en que Berlioz le contaba al poeta cómo los aztecas modelaban con masa la figura de Huitzilopochtli, apareció en la alameda la primera persona.

Tiempo después —cuando, a decir verdad, ya era tarde—, diversas instituciones presentaron sus informes con la descripción de ese hombre. El cotejo de dichos informes no puede sino despertar asombro. Así, en el primero se dice que el hombre era de baja estatura, tenía dientes de oro y rengueaba de la pierna derecha. En el segundo, que el hombre era de gigantesca estatura, que sus coronas eran de platino y rengueaba de la pierna izquierda. El tercero afirma lacónicamente que el hombre no tenía rasgo particular alguno.

Hay que admitir que ninguno de esos informes sirve para nada.

En primer lugar, el hombre descripto no rengueaba de ninguna de las dos piernas, y de estatura no era ni pequeño ni gigantesco; simplemente era alto. En lo que respecta a sus dientes, de un lado sus coronas eran platinadas, y del otro, doradas. Vestía un costoso traje gris y sus zapatos importados eran del mismo color. Su boina gris le caía con desenvoltura sobre la oreja y bajo la axila llevaba un bastón de empuñadura negra, con forma de cabeza de caniche. Parecía de unos cuarenta y tantos. La boca, algo torcida. Bien afeitado. Moreno. El ojo derecho, negro; el izquierdo, no se sabe por qué, verde. Cejas negras, una más alta que la otra. En una palabra: extranjero.

Al pasar cerca del banco donde estaban sentados el editor y el poeta, el extranjero los miró de reojo, se detuvo y se sentó de repente en el banco vecino, a dos pasos de los amigos.

“Alemán”, pensó Berlioz.

“Inglés”, pensó Bezdomni. “Vaya, ¿no tendrá calor con esos guantes?”.

El extranjero, mientras tanto, paseaba la mirada por los altos edificios que rodeaban el estanque; era evidente que veía ese lugar por primera vez y le llamaba la atención.

Su mirada se detuvo en los pisos superiores, cuyos vidrios reflejaban de manera deslumbrante un quebradizo sol que abandonaba para siempre a Mijaíl Aleksándrovich; luego la bajó hacia donde los vidrios ya comenzaban a oscurecer, sonrió con indulgencia, entrecerró los ojos, puso las manos en la empuñadura y el mentón sobre las manos.

—Tú, Iván —decía Berlioz—, has representado muy bien y de modo satírico, digamos, el nacimiento de Jesús, el hijo de Dios, pero el asunto está en que antes de Jesús habían nacido unos cuantos hijos de Dios, como, por ejemplo, Attis, el frigio. Para decirlo en pocas palabras: ninguno de ellos nació y ninguno existió; ni tampoco, por supuesto, Jesús. Es necesario que tú, en vez del nacimiento, digamos, y la llegada de los reyes, describas una serie de rumores ridículos acerca de ese nacimiento… ¡Porque a juzgar por tu relato, es como si él de verdad hubiera nacido!…

Aquí Bezdomni hizo el intento de acabar con el hipo, que ya lo había hartado, y contuvo la respiración; sin embargo, sólo logró que el hipo fuera más ruidoso e insufrible. En ese mismo momento Berlioz interrumpió su discurso, porque el extranjero de pronto se incorporó y se dirigió hacia los escritores.

Ellos lo miraron sorprendidos.

—Discúlpenme, por favor —les dijo con acento extranjero, pero sin deformar las palabras—, por tomarme el atrevimiento sin haberme presentado…, pero el tema de su erudita conversación es tan interesante que…

Se sacó cortésmente la boina, y a los amigos no les quedó más remedio que levantarse y hacer una inclinación.

“No, más bien es francés…”, pensó Berlioz.

“¿Polaco…?”, pensó Bezdomni.

Es necesario agregar que el extranjero, desde que pronunció sus primeras palabras, causó una pésima impresión en el poeta y que, en cambio, a Berlioz más bien le agradó, es decir, no es que le agradara, sino que…, ¿cómo decirlo?…, le pareció interesante.

—¿Me permiten tomar asiento? —preguntó el extranjero con amabilidad, y los amigos tuvieron que cederle un lugar; el extranjero se sentó ágilmente entre ellos y enseguida se sumó a la conversación—. Si no he oído mal, ¿acaba usted de decir que Jesús nunca existió? —preguntó el extranjero, dirigiendo hacia Berlioz su ojo izquierdo, el verde.

—No, no ha oído mal —respondió Berlioz con cortesía—, es exactamente lo que yo estaba diciendo.

—¡Ah, pero qué interesante! —exclamó el extranjero.

“Pero ¿qué diablos querrá este?”, pensó Bezdomni y frunció el ceño.

—¿Y usted estaba de acuerdo con su interlocutor? —Se interesó el desconocido, girando a la derecha, hacia Bezdomni.

—¡Al cien por ciento! —confirmó este, a quien le gustaban las expresiones rebuscadas y figuradas.

—¡Extraordinario! —exclamó el inesperado interlocutor, y, no se sabe por qué, mirando furtivamente alrededor y reduciendo su grave voz a un susurro, dijo—: Perdonen mi impertinencia, pero tengo entendido que ustedes, además de todo, tampoco creen en Dios —y agregó con ojos asustados—: Juro que no se lo diré a nadie.

—No, no creemos en Dios —respondió Berlioz con una ligera sonrisa, al ver el susto del turista—. Pero de eso se puede hablar con total libertad.

El extranjero se recostó en el respaldo del banco y preguntó, casi chillando de curiosidad:

—¡¿Son ateos?!

—Sí, somos ateos —respondió Berlioz sonriendo, mientras Bezdomni pensaba enojado: “¡Y se nos tuvo que pegar este ganso extranjero!”.

—¡Oh, qué encanto! —exclamó el sorprendente extranjero, y comenzó a voltear la cabeza mirando a uno y otro literato.

—En nuestro país, el ateísmo no sorprende a nadie —dijo Berlioz con diplomática cortesía—. La mayor parte de nuestra población hace tiempo ya que ha dejado conscientemente de creer en los cuentos acerca de Dios.

Aquí el extranjero hizo la siguiente jugada: se levantó y le dio un apretón de manos al azorado editor, diciendo:

—¡Permítame agradecerle de todo corazón!

—¿Y por qué le está agradeciendo? —inquirió Bezdomni, parpadeando.

—Por un dato muy valioso que, como turista, me interesa muchísimo —aclaró el extravagante extranjero, alzando su dedo con aire significativo.

El valioso dato, al parecer, había en efecto causado una fuerte impresión en el viajero, porque lanzó una mirada asustada a los edificios, como temiendo ver en cada ventana a un ateo.

“No, no es inglés…”, pensó Berlioz, y Bezdomni pensó: “¿Cómo se habrá dado maña para hablar tan bien el ruso? ¡Eso es lo más interesante!”, y volvió a fruncir el ceño.

—Pero permítanme preguntarles —dijo el visitante extranjero tras inquieta reflexión—: ¿qué hacemos con las pruebas de la existencia de Dios, las cuales, como se sabe, son cinco?

—¡Ay! —se lamentó Berlioz—. Ninguna de esas pruebas vale nada y la humanidad hace tiempo ya que las ha archivado. Convenga en que en el ámbito de la razón no puede existir ninguna prueba de la existencia de Dios.

—¡Bravo! —exclamó el extranjero—. ¡Bravo! Usted reprodujo con exactitud el pensamiento del viejo e inquieto Immanuel acerca de esta cuestión. Pero esto es lo curioso: ¡destruyó las cinco pruebas y luego, como burlándose de sí mismo, elaboró su propia sexta prueba!

—La prueba de Kant —replicó el culto editor con una fina sonrisa— tampoco es convincente. Por algo decía Schiller que las reflexiones kantianas acerca de esta cuestión sólo pueden convencer a esclavos, mientras que Strauss directamente se reía de esa prueba.

Berlioz hablaba, pero mientras tanto pensaba: “Pero ¿quién es este individuo? ¿Y por qué habla tan bien el ruso?”.

—¡Habría que agarrar a ese Kant y mandarlo tres años a Solovkí4 por esas pruebas! —soltó Iván Nikoláievich de un modo absolutamente inesperado.

—¡Iván! —susurró, turbado, Berlioz.

Pero la propuesta de enviar a Kant a Solovkí no sólo no sorprendió al extranjero, sino que incluso lo fascinó.

—¡Exacto, exacto! —gritó, y su ojo verde, dirigido hacia Berlioz, comenzó a brillar—. ¡Ese es su lugar! Si le decía yo aquella vez, durante el desayuno: “Usted, profesor, discúlpeme, pero ¡ha inventado algo absurdo! Tal vez sea ingenioso, pero no se entiende. ¡Se van a reír de usted!”.

Berlioz desorbitó los ojos: “¿Durante el desayuno… a Kant? Pero ¿qué está diciendo este?”, pensó.

—Pero enviarlo a Solovkí es imposible —continuó el extranjero, sin azorarse por el asombro de Berlioz y dirigiéndose al poeta—, dado que ya hace más de cien años que se encuentra en lugares mucho más lejanos que Solovkí, ¡y de allí no hay modo de sacarlo, se lo aseguro!

—¡Qué lástima! —replicó el pendenciero poeta.

—¡Sí, una lástima! —confirmó el desconocido con el ojo brillándole, y continuó—: Pero esta es la cuestión que me preocupa. Si Dios no existe, entonces, ¿quién dirige la vida humana y se ocupa del orden en la tierra?

—El hombre mismo la dirige —Se apresuró a contestar Bezdomni, irritado ante esta pregunta —Hay que reconocerlo— tan poco clara.

—Discúlpeme —replicó suavemente el extraño—, para poder dirigir algo hay que tener por lo menos un plan exacto para una buena cantidad de tiempo. Permítame preguntarle: ¿cómo puede ser el hombre quien dirige, si no sólo es incapaz de elaborar un plan para una cantidad de tiempo risiblemente breve, digamos, unos mil años, sino que ni siquiera puede asegurar su propio día de mañana? En efecto —Y aquí el desconocido se dirigió a Berlioz—, imagínese que usted, por ejemplo, comienza a dirigir, a disponer de otros y de sí mismo, y ya le toma el gustito, digamos, y de repente tiene… cof…, cof…, un sarcoma pulmonar —Y aquí el extranjero sonrió con deleite, como si la idea del sarcoma pulmonar le hubiera causado cierto placer—; sí, sarcoma —repitió la sonora palabra, entornando los ojos como un gato—, ¡y se terminó su gestión! Ningún destino, salvo el suyo propio, le interesa ya. Sus parientes empiezan a mentirle; usted, al sentir que algo anda mal, acude a médicos eruditos, luego a charlatanes e incluso a videntes. Lo primero, igual que lo segundo y lo tercero, es del todo inútil, como usted mismo comprende. Y todo acaba trágicamente: aquel que hasta hacía poco creía dirigir algo termina yaciendo inmóvil en un cajón de madera, y los que lo rodean, al comprender que no tiene ninguna utilidad, lo queman en un horno. Y hay casos peores: una persona se propone viajar a Kislovodsk —Aquí el extranjero miró a Berlioz entornando los ojos—; parecería un asunto muy sencillo, pero ni eso puede llevar a cabo, ¡porque, no se sabe cómo, de golpe agarra, se resbala y se cae bajo un tranvía! ¡No me dirá usted que él mismo lo dispuso así! ¿No sería más correcto pensar que alguien se encargó de él? —Y aquí el extranjero lanzó una risita extraña.

Berlioz escuchaba con suma atención el desagradable relato sobre el sarcoma y el tranvía, y unas ideas inquietantes comenzaron a atormentarlo. “¡No es un extranjero! ¡No es un extranjero! —pensaba—. Es un sujeto extrañísimo… Pero entonces… ¿quién será?”.

—Veo que usted tiene ganas de fumar —Se dirigió de súbito el desconocido a Bezdomni—. ¿Cuáles prefiere?

—¿Qué? ¿Acaso tiene para elegir? —respondió sombrío el poeta, a quien se le habían acabado los cigarrillos.

—¿Cuáles prefiere? —repitió el desconocido.

—Bueno, Nasha Marka5 —contestó Bezdomni de mala manera.

El desconocido sacó enseguida del bolsillo una cigarrera y se la ofreció a Bezdomni:

—Nasha Marka.

El editor y el poeta no se sorprendieron tanto por el hecho de que en la cigarrera hubiera justamente Nasha Marka como por la cigarrera misma. Era de un tamaño enorme, de oro macizo, y al abrirla brilló en la tapa un triángulo de diamantes con un fuego azul y blanco.

Aquí los literatos pensaron distinto. Berlioz: “¡No, es extranjero!”, y Bezdomni: “¡Que se lo lleve el diablo!”.

El poeta y el dueño de la cigarrera comenzaron a fumar, y Berlioz, que no fumaba, lo rechazó.

“Habrá que argumentarle de este modo —decidió Berlioz—: sí, el hombre es mortal, nadie discute eso. Pero lo que ocurre es…”.

No había alcanzado a pronunciar estas palabras cuando el extranjero empezó a hablar:

—Sí, el hombre es mortal, pero eso es sólo la mitad del problema. Lo malo es que a veces es repentinamente mortal, ¡ahí está el truco! Y ni siquiera puede decir con seguridad qué hará esta noche.

“Qué manera más absurda de plantear la cuestión…”, reflexionó Berlioz, y objetó:

—Bueno, eso es una exageración. La noche de hoy me es conocida con mayor o menor exactitud. A menos, claro, que en la Brónnaia se me caiga un ladrillo en la cabeza…

—Un ladrillo —lo interrumpió el desconocido de forma imponente— nunca se cae en la cabeza de nadie porque sí. Y a usted en particular eso no lo amenaza. Usted morirá de otro modo.

—¿Tal vez usted sepa cómo exactamente? —inquirió Berlioz con una ironía muy natural, viéndose arrastrado a conversación por demás ridícula—. ¿Y sea tan amable de decírmelo?

—Con mucho gusto —respondió el desconocido. Midió a Berlioz con los ojos, como si se dispusiera a confeccionarle un traje, susurró entre dientes algo así como “uno…, dos… Mercurio en la segunda casa…, la luna se fue…, seis…, desgracia…, noche…, siete…”, y declaró fuerte y con alegría—: ¡A usted le cortarán la cabeza!

Bezdomni clavó una mirada salvaje y rabiosa en el descarado extranjero, mientras Berlioz, esbozando una sonrisa mordaz, preguntó:

—¿Quiénes? ¿Los enemigos? ¿Los intervencionistas?

—No —respondió su interlocutor—, una mujer rusa, una komsomolka6.

—Hum… —gruñó Berlioz, irritado por la bromita del desconocido—, discúlpeme, pero eso es poco probable.

—Le pido que usted también me disculpe —contestó el extranjero—, pero es así. Por cierto, quisiera hacerle una pregunta: ¿qué va a hacer esta noche, si no es un secreto?

—No es ningún secreto. Ahora paso por mi casa en la Sadóvaia y luego, a las diez, habrá una reunión en el massolit, que voy a presidir.

—No, eso no podrá ser de ninguna manera —objetó con firmeza el extranjero.

—¿Y eso por qué?

—Porque… —contestó el extranjero, y con los ojos entornados miró al cielo, donde unos pájaros negros, presintiendo la frescura de la noche, trazaban sus silenciosos dibujos— Ánnushka7 ya compró el aceite de girasol, y no sólo lo compró, sino que ya lo derramó. Así que no habrá ninguna reunión.

En ese momento, como es de imaginar, bajo los tilos se instaló el silencio.

—Disculpe —dijo Berlioz luego de una pausa, mirando al extranjero que no dejaba de decir disparates—, ¿qué tiene que ver aquí el aceite… y cuál Ánnushka?

—El aceite tiene que ver con esto —dijo Bezdomni con brusquedad, por lo visto decidido a declararle la guerra al indeseado interlocutor—: ¿nunca le ha tocado estar, ciudadano, en una clínica para enfermos mentales?

—¡Iván!… —exclamó Mijaíl Aleksándrovich en voz baja.

Pero el extranjero no se ofendió en lo más mínimo y lanzó una alegre risotada.

—¡Claro que lo estuve, y en más de una oportunidad! —gritó entre risas, pero sin apartar del poeta su ojo nada sonriente—. ¡Dónde no he estado! Lástima que no se me ocurrió preguntarle al doctor qué es la esquizofrenia. Así que pregúntele usted mismo, Iván Nikoláievich.

—¿Cómo supo mi nombre?

—Pero, Iván Nikoláievich, ¿quién no lo conoce? —El extranjero sacó del bolsillo un número de La Gaceta Literaria fechado el día anterior, e Iván Nikoláievich vio en la tapa su propia imagen y, debajo, sus propios versos. Pero esa muestra de gloria y popularidad, que tanto lo había alegrado el día anterior, esta vez no lo alegró en absoluto.

—Le pido disculpas —dijo, y su cara se ensombreció—, ¿puede usted esperar un minuto? Quiero decirle unas palabras a mi camarada.

—¡Oh, será un placer! —exclamó el desconocido—. Se está tan bien aquí bajo los tilos… Además, no estoy apurado.

—Óyeme, Misha8 —susurró el poeta, arrastrando a Berlioz aparte—, él no es ningún turista, es un espía. Es un emigrante ruso que volvió al país. Pídele los documentos, que si no se nos va a ir…

—¿Tú crees? —susurró Berlioz alarmado, mientras que por dentro pensó: “¡Tiene razón!”.

—Créeme —le dijo el poeta al oído con voz ronca—, este se hace el tonto para obtener información. ¿Has escuchado cómo habla ruso? —El poeta hablaba y miraba de soslayo al extranjero, vigilando que no se escapara—. Vamos, detengámoslo, o se nos va a ir.

Y el poeta tiró del brazo a Berlioz, conduciéndolo hacia el banco.

El desconocido ya no estaba sentado, sino parado junto al banco, sosteniendo en la mano un librito encuadernado en color gris oscuro, un grueso sobre de papel de buena calidad y una tarjeta personal.

—Disculpen, pero en el ardor de nuestra discusión olvidé presentarme. Aquí está mi tarjeta, mi pasaporte y la invitación para venir a Moscú para una consulta —dijo con seriedad, mirando con perspicacia a ambos literatos.

Estos se turbaron. “¡Diablos, lo ha oído todo!”, pensó Berlioz, y con un ademán cortés indicó que no había necesidad de mostrar los documentos. Mientras el extranjero porfiaba en dárselos al editor, el poeta alcanzó a entrever en la tarjeta la palabra “profesor” impresa en caracteres extranjeros y la primera letra del apellido: una “W”9.

—Mucho gusto —balbuceó confuso el editor, mientras el extranjero guardaba sus documentos en el bolsillo.

De este modo, la relación fue restablecida y los tres volvieron a sentarse en el banco.

—¿Usted fue invitado aquí en calidad de consultor? —preguntó Berlioz.

—Sí, como consultor.

—¿Es usted alemán? —inquirió Bezdomni.

—¿Yo? —preguntó el profesor, y de pronto quedó pensativo—. Sí, puede que sea alemán…

—Habla muy bien el ruso —señaló Bezdomni.

—Oh, en realidad soy políglota y conozco una gran cantidad de idiomas —respondió el profesor.

—¿Y cuál es su especialidad? —preguntó Berlioz.

—Soy especialista en magia negra.

“¡Chúpate esa!”, retumbó en la cabeza de Mijaíl Aleksándrovich.

—¿Y… y fue invitado aquí por ese motivo? —preguntó con un ligero tartamudeo.

—Sí, por ese motivo —confirmó el profesor y aclaró—: Aquí en la biblioteca nacional fueron encontrados unos manuscritos auténticos del nigromante Gerberto de Aurillac, del siglo x, y me pidieron descifrarlos. Soy el único especialista en el mundo.

—¡Ah! ¿Es usted historiador? —preguntó Berlioz con gran alivio y respeto.

—Soy historiador —confirmó el erudito, y agregó sin venir a cuento—: ¡Hoy en los Patriarshie habrá una historia interesante!

Y otra vez se sorprendieron el editor y el poeta; el profesor hizo un ademán para que se acercaran. Cuando se inclinaron hacia él, susurró:

—Tengan en cuenta que Jesús existió.

—Vea, profesor —replicó Berlioz con una sonrisa forzada—, nosotros respetamos su gran conocimiento, pero en esa cuestión sostenemos otro punto de vista.

—¡No hace falta ningún punto de vista! —repuso el extraño profesor—. Simplemente existió, y eso es todo.

—Pero se necesita algún tipo de prueba… —comenzó Berlioz.

—Tampoco se necesitan pruebas —respondió el profesor, y comenzó a hablar en voz baja; asimismo, su acento extranjero, no se sabe por qué, desapareció—: Es muy sencillo: con un manto blanco…

1 massolit: sigla que puede significar massovaia literatura (literatura de masas) o masterskaia sotsialisticheskoi literaturi (taller de literatura socialista). [N. de la T.]

2 Bezdomni: vocablo ruso que significa “sin hogar”. [N. de la T.]

3 Narzán: agua mineral del valle Narzán, región del Cáucaso. [N. de la T.]

4 Archipiélago de Solovkí, ubicado en el mar Blanco. Históricamente fue un lugar religioso, famoso por su gran monasterio. Luego, con el ascenso del poder soviético, fue convertido en lugar de destierro para prisioneros políticos, donde estaban obligados a realizar trabajos forzados. [N. de la T.]

5 Nasha Marka: marca nacional de cigarrillos cuyo nombre se traduce como “nuestra marca”. [N. de la T.]

6 Komsomolka: miembro del Komsomol, organización juvenil del Partido Comunista de la Unión Soviética, creada el 29 de octubre de 1918. [N. de la T.]

7 Ánnushka: forma afectiva de Anna. [N. de la T.]

8 Misha: forma diminutiva de Mijaíl. [N. de la T.]

9 Se trata de una “W” alemana, es decir, debe pronunciarse como “V”. [N. de la T.]

El maestro y Margarita

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