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Capítulo 8
ОглавлениеDuelo entre el profesor y el poeta
Al mismo tiempo que Stiopa, cerca de las once y media de la mañana, perdía el conocimiento en Yalta, a Iván Nikoláievich Desamparado le volvió, luego de un profundo y prolongado sueño. Un rato estuvo pensando cómo había llegado a una habitación desconocida de paredes blancas, sorprendente mesa de noche de brillante metal y cortina blanca, detrás de la cual se sentía el sol.
Moviendo la cabeza, se convenció de que no le dolía y recordó que se hallaba en una clínica. Este pensamiento le trajo el recuerdo de la pérdida de Berlioz, pero hoy, no le produjo una fuerte conmoción. Al despertar, se hallaba más tranquilo y comenzó a reflexionar con claridad. Inmóvil, acostado en la limpia, suave y cómoda cama de muelles, vio un timbre junto a él. Por la costumbre de tocar las cosas sin necesidad, Iván lo oprimió. Esperaba algún sonido o aparición después de tocarlo, pero sucedió otra cosa totalmente diferente.
En los pies de la cama de Iván se encendió un cilindro color mate en el cual estaba escrito Beber". Después de un corto tiempo, el cilindro comenzó a girar hasta que apareció el letrero "Mujer de la limpieza". Como es natural, se sobreentiende que el ingenioso cilindro asombró a Iván. El letrero "Mujer de la limpieza" fue sustituido por el de "Llame al Doctor".
—Um —murmuró Iván sin saber qué hacer con el cilindro, pero, casualmente, tuvo suerte. Dos veces tocó el timbre en la palabra "Enfermera". Como respuesta, el cilindro se encendió, se detuvo, se apagó y en la habitación penetró una mujer simpática, rolliza, vestida con una limpia bata blanca que le dijo:
—Buenos días.
Iván no respondió porque consideró que en su actual condición aquel saludo resultaba impropio. Habían encerrado en una clínica a un hombre sano y, además, hacían ver que era necesario.
Al mismo tiempo, la mujer, sin perder la agradable expresión de su rostro, apretó un botón, se alzó la cortina y entró el sol en la habitación a través de un amplio y ligero enrejado. Por la reja se veía un balcón, más allá un sinuoso río y en su orilla opuesta, un alegre bosque de pinos.
—Por favor, tome un baño —invitó la mujer y se abrió una pared interior tras la cual había un cuarto de baño muy bien equipado. Aunque Iván había decidido no conversar con la mujer, al ver cómo el agua manaba en la bañera en un grueso chorro no pudo evitar decir con ironía:
—Vaya, como en el Metropol.
—No —dijo la mujer con orgullo— mucho mejor. Este equipamiento no lo hay en ninguna parte, incluso en el extranjero. Los científicos y los médicos viajan especialmente para ver nuestra clínica. Cada día tenemos "inturistas".
La palabra "inturista" le recordó a Iván inmediatamente al consultante del día anterior. Se ensombreció y miró ceñudo a la mujer. —"Inturistas". Hasta qué punto los adoran. A propósito, entre ellos hay toda clase de tipos. Yo, por ejemplo, ayer conocí a uno que da gusto.
Estuvo a punto de comenzar a contar de Poncio Pilato, pero se contuvo, comprendiendo que aquella historia no le interesaría a. la mujer y, de cualquier forma, ella no podía ayudarle.
Al bañado Iván Nikoláievich se le proporcionó absolutamente todo lo' que necesita un hombre luego del baño, una camisa planchada, calzones, medias. Pero aquello fue poco. Abriendo un armarito, la mujer señaló su interior y preguntó:
—¿Qué desea ponerse, una bata o un pijama?
Obligado a estar a la fuerza en su nueva residencia, Iván alzó las manos, asombrado ante el descaro de la mujer y, en silencio, señaló un pijama de lana punzó.
Después, le llevaron por un corredor silencioso y desierto hasta un enorme gabinete. Iván decidió ver todo aquello, es decir, la magnificencia de los equipos, con ironía y allí mismo bautizó mentalmente al despacho como fabrica-cocina.
No le faltaba razón para ello. Había escaparates, armarios de cristales con brillantes instrumentos niquelados, sillones de construcción complicada y poco común, panzudas lámparas de relucientes pantallas, muchos frascos, mecheros de gas, cables eléctricos y equipos totalmente desconocidos.
En el gabinete lo recibieron tres personas, dos mujeres y un hombre, todos con batas blancas. Primero lo llevaron a un rincón, detrás de una mesa, con el claro objetivo de interrogarlo.
Iván comenzó a analizar su situación. Por delante tenía tres caminos. El primero lo sedujo en extremo: arrojarse contra las lámparas y todas aquellas alambicadas cosas, romperlas para demostrar su protesta por su detención forzosa. Sin embargo, el Iván actual se diferenciaba en mucho del Iván de ayer y tal camino le pareció dudoso, pues reafirmaría la idea de que él era un loco peligroso. Por eso lo rechazó. En el segundo, comenzaría a contar del consultante y de Poncio Pilato, pero la experiencia del día anterior le demostraba que no le creerían y pensarían que todo era inventado. También rechazó ese camino y eligió el tercero: encerrarse en un orgulloso silencio. No lo logró por completo y, de una forma u otra, tuvo que responder, aunque escueta y enfurruñadamente, a una serie de preguntas. Le preguntaron absolutamente todo sobre su vida pasada, hasta el punto de cuándo y cómo tuvo escarlatina quince años atrás. Escribieron una página completa, le dieron vuelta y una mujer de bata blanca comenzó a interrogarle sobre sus familiares. Dio inicio a una especie de cantilena: quién murió, cuándo, de qué, si bebía o padecía de enfermedades venéreas y cosas similares. Finalmente, le pidieron que contara los sucesos del día anterior en los Estanques del Patriarca, pero no se pusieron fastidiosos ni se asombraron por la historia de Poncio Pilato.
La mujer dejó a Iván en manos de un hombre que se comportó de forma diferente y no le preguntó nada. Le tomó la temperatura, el pulso, le miró los ojos, alumbrándose con una linterna. Después, con la ayuda de otra mujer, le pincharon con algo en la espalda, pero sin que le doliera, con el mango de un martillo le dibujaron unos signos en el pecho, con un martillo le midieron los reflejos de las rodillas, por lo que Iván saltó, le pincharon un dedo y le tomaron sangre, le pincharon en una vena del brazo, le pusieron en los brazos unos brazaletes de goma.
Iván soló se reía para sí, pensando en lo absurdo y tonto de todo aquello. Qué cosa. Quiso advertir a todos sobre el peligro del desconocido consultante, intentó detenerlo y sólo obtuvo que lo llevaran a aquel secreto gabinete y allí contar sobre su tío Fedor que bebía y cantaba en Vólogda. Una estupidez insoportable.
Por último, lo dejaron y lo llevaron de vuelta a su habitación donde le dieron una taza de café, dos huevos pasados por agua y pan blanco con mantequilla.
Habiendo comido y bebido lo que le ofrecieron, decidió esperar a alguien importante de aquella institución y reclamar atención para si y justicia.
Esperó y no mucho. De repente, se abrió la puerta y en la habitación entraron muchas personas de batas blancas. Delante de todos iba un hombre afeitado cuidadosamente, como un actor, de unos cuarenta y cinco años, ojos agradables, pero penetrantes y maneras corteses. Todo el séquito le mostraba gran respeto y atención y, por eso, su entrada resultó solemne.
"Como Poncio Pilato", pensó Iván.
Sí, sin duda aquel era el principal. Se sentó en un taburete y los demás permanecieron de pie.
—Doctor Stravinski —se presentó a sí mismo y miró a Iván amistosamente.
—Aquí tiene Alexandr Nikoláievich —dijo alguien en voz baja y le dio al principal una hoja coa las cosas escritas sobre Iván.
"Han hecho todo un expediente", pensó Iván.
Con ojos expertos, el principal recorrió la hoja, murmuró:
—Ah, ah —e intercambió con los presentes algunas frases en un idioma poco conocido.
"Y como Pilato, habla en latín", pensó Iván con tristeza. Entonces una palabra lo estremeció. Esa palabra era esquizofrenia. La misma que el día anterior había pronunciado el maldito extranjero en los Estanques del Patriarca, repetida aquí por el profesor Stravinski. Y esto también lo sabía , pensó Iván alarmado.
Al parecer, el principal tenía como regla estar de acuerdo con todo y alegrarse de todo de lo que le dijeran los que le rodeaban y expresar eso con las palabras "muy bien". —Muy bien —dijo Stravinski, devolviendo la hoja, y se dirigió a Iván—. ¿Usted es poeta?
—Poeta —respondió Iván sombríamente y de repente, y por primera vez, sintió una inexplicable repugnancia hacia la poesía. Entonces recordó sus propios versos y le parecieron desagradables. Frunciendo el rostro, le preguntó, a su vez, a Stravinskii:
—¿Usted es profesor?
Stravinski movió cortésmente la cabeza hacia abajo.
—¿Y es el director aquí?
Otra vez Stravinski inclinó la cabeza.
—Tengo necesidad de hablar con usted —dijo Iván en un tono que podía significar muchas cosas.
—Para eso vine.
—El asunto es —comenzó a decir Iván, sintiendo que su hora había llegado— que me han tomado por loco y nadie quiere escucharme.
—No, no, lo escucharemos muy atentamente —respondió con voz tranquilizadora y muy seria Stravinski—, en ningún caso permitiremos que le tomen por loco.
—Entonces escúcheme. Ayer por la tarde, en los Estanques del Patriarca, me encontré con una personalidad misteriosa, un extranjero que no es extranjero, que, de antemano, conocía de la muerte de Berlioz y personalmente había visto a Poncio Pilato.
En silencio y sin moverse, la comitiva escuchaba al poeta.
—¿Pilato? ¿El Pilato que vivió durante Jesucristo? —Stravinski miró fijamente a Iván.
—El mismo.
—Vaya. ¿Y ese Berlioz murió atropellado por un tranvía?
—Precisamente. Ayer, delante de mí, lo descuartizó el tranvía en los Estanques del Patriarca y ese mismo enigmático ciudadano... —¿El que conoció a Poncio Pilato? —al parecer, Stravinski mostraba una gran comprensión.
—Precisamente él —afirmó Iván, estudiando a Stravinski—, el caso es que él dijo, anteriormente, que Annushka derramaría el aceite de girasol... y, precisamente, él resbaló en ese lugar. ¿Qué le parece? —dijo Iván con aire significativo, esperanzado en producir un gran efecto con sus palabras.
Pero el efecto no se produjo y Stravinski se limitó a preguntar: —¿Y quién es esa Annushka?
Tal pregunta desconcertó algo a Iván cuyo rostro se crispó.
—Aquí Annushka no es importante —dijo con nerviosismo— el diablo sabrá quién es. Simplemente; una idiota de h calle Sadóvaia. Pero lo importante es que él, de antemano, ¿lo comprende?, de antemano, conocía del aceite de girasol. ¿Me comprende?
—Perfectamente —respondió Stravinski muy serio y, tocando la rodilla del poeta, añadió—: no se ponga nervioso y prosiga. —Continúo —dijo Iván, tratando de mantener el tono de Stravinski, conocedor por su amarga experiencia de que sólo la tranquilidad lo ayudaría—, bueno, es un tipo terrible, que miente al decir que es consultante, posee una fuerza nada común... Por ejemplo, se le persigue y es imposible alcanzarle. Con él anda un par, también de cuidado, pero no como él, uno largo de lentes rotos y, además, un gato de increíble tamaño que viaja por sí mismo en el tranvía. Además... —sin ser interrumpido, Iván hablaba con gran ardor y convicción— él personalmente estuvo en el balcón de Poncio Pilato, de lo cual no hay la menor duda. ¿Bueno, qué es esto? ¿Eh? Es necesario arrestarlo inmediatamente o de lo contrario producirá una desgracia indescriptible.
—Usted insiste en que lo arresten. ¿Lo comprendí bien? —preguntó Stravinski.
"Es muy inteligente", pensó Iván, "hay que reconocer que entre los intelectuales también aparecen raros inteligentes. Eso no se puede negar."
—Totalmente correcto. Y cómo no voy a insistir. Piénselo. Mientras tanto me han recluido aquí a la fuerza, me introducen en los ojos una linterna, me meten en el baño, me preguntan cosas sobre mi tío Fedor y él hace tiempo que desapareció. Exijo que me suelten inmediatamente.
—Bueno, muy bien. Todo se ha aclarado. Verdaderamente, ¿qué sentido tiene retener en una clínica a un hombre sano? Bien. Ahora mismo le daré de alta si me dice que usted es normal. No me lo demuestre, sólo dígamelo. ¿Bien, es usted normal?
Se hizo un silencio total y la mujer gorda que por la mañana se había ocupado de Iván, miró con veneración al profesor. Iván pensó otra vez: "Positivamente, muy inteligente".
La propuesta del profesor le resultó muy agradable, pero, antes de contestar lo pensó una y otra vez, amigando el ceño y, por fin, dijo con firmeza:
—Sí, soy normal.
—Bueno, muy bien —exclamó Stravinski aliviado— y si es así, vamos a razonar con lógica. Tomemos el día de ayer de usted —el profesor se volvió y enseguida le dieron la hoja sobre Iván—. En la búsqueda de un desconocido que se le presentó como un conocido de Poncio Pilato, usted hizo lo siguiente —Stravinski comenzó a doblar los dedos señalando tanto a la hoja como a Iván—. Se colgó un icono del pecho, ¿cierto?
—Cierto —asintió Iván taciturno.
—Saltó una reja y se lastimó el rostro. ¿Cierto? Se presentó en el restaurante con una vela encendida en la mano, en ropa interior y allí golpeó a alguien. Lo trajeron aquí amarrado. Aquí llamó a la Milicia y les pidió enviar ametralladoras. Después hizo un intento de arrojarse por la ventana. ¿Cierto? Me pregunto, ¿actuando así es posible atrapar o arrestar a alguien? Si usted es una persona normal tendrá que responderse que es imposible. ¿Desea salir de aquí? Por favor. Pero, permítame preguntarle, ¿a dónde irá?
—Por supuesto, a la Milicia —respondió Iván, ya no tan seguro y algo confundido por la mirada del profesor.
—¿Desde aquí, enseguida?
—Sí.
—¿Y a su departamento no irá? —preguntó el profesor con rapidez.
—No tengo tiempo. Mientras voy, él se escapará.
—Bien. ¿Qué le dirá a la Milicia en primer lugar?
—Le hablaré de Poncio Pilato —los ojos de Iván se cubrieron con un velo sombrío
—Entonces muy bien —exclamó Stravinski convencido y dirigiéndose a alguien dijo—: Fedor Vasílievich, por favor, envíe a Desamparado a la ciudad, pero esta habitación no lo ocupe ni cambie la ropa de cama. Dentro de dos horas el ciudadano Desamparado estará de regreso aquí. Y bien —se dirigió el profesor al poeta— no le deseo éxito porque en ese éxito no creo en lo absoluto. Hasta un pronto encuentro —se levantó y la comitiva se movió. —¿Por qué razón estaré de vuelta aquí? —preguntó Iván alarmado.
Stranvinski que, al parecer, aguardaba aquella pregunta, se sentó rápidamente y dijo:
—Por la razón de que en cuanto usted se presente en calzones ante la Milicia y diga que ha visto a un hombre que conoció personalmente a Poncio Pilato lo traerán al momento para aquí y usted se encontrara de nuevo en esta habitación.
—¿Qué tienen que ver aquí los calzones? —preguntó Iván mirando confundido.
—Lo más importante es Poncio Pilato. Y los calzones también. La ropa de la clínica se la quitaremos y le daremos su vestimenta. Y a usted lo trajeron en calzones. A propósito, usted no se propone ir a su departamento aunque yo se lo mencione. Luego viene lo de Pilato y todo estará listo.
Aquí algo raro le sucedió a Iván. Fue como si su voluntad se partiera y se sintió débil y necesitado de consejo.
—¿Entonces qué hacer? —preguntó esta vez con timidez.
—Vaya, muy bien. Eso es una pregunta razonable. Ahora le diré lo que en realidad le ocurrió a usted. Ayer alguien le asustó fuertemente y le confundió con el relato de Poncio Pilato y las otras cosas. Y usted, un hombre enervado, nervioso, comenzó a recorrer la ciudad contando sobre Poncio Pilato. Es totalmente natural que lo hayan tomado por un loco. Ahora su salvación es sólo una, el completo reposo. Imperiosamente, usted necesita quedarse aquí. —Pero es imprescindible capturarlo —gritó Iván suplicante. —Bueno, pero ¿por qué tiene que hacerlo usted? Escriba en un papel todas sus sospechas y acusaciones contra esa persona. Nada más sencillo que enviar su declaración a donde corresponde y, si como supone, tenemos que ver con un criminal, todo se aclarará en breve. Pero con una condición, no se caliente la cabeza y trate de pensar menos en Poncio Pilato. No es poco lo que se puede contar, pero no se puede creer en todo.
—Entendido —dijo Iván con resolución—; por favor, papel y pluma.
—Déle papel y un lápiz corto —ordenó Stravinski a la mujer gorda y a I van le dijo:
—Pero le aconsejo no escribir hoy.
—No, no, hoy, enseguida —grito Iván alarmado.
—Bien. Sólo que no se sobrecargue el cerebro. Si no sale hoy, saldrá mañana.
—El escapará.
—No, no —respondió Stravinski con seguridad— no irá a ningún lado. Se lo garantizo. ¿Me oye? —preguntó de repente Stravinski que, con ambas manos, tomó las manos de Iván entre las suyas, le miró larga y fijamente a los ojos y repitió—: Aquí le ayudarán. ¿Me oye?... Recibirá alivió... Aquí se está tranquilo, en reposo... aquí le ayudarán.
Iván bostezó y la expresión de su rostro se suavizó.
—Sí, sí —dijo con tranquilidad.
—Muy bien —dijo Stravinski como de costumbre y, concluyendo la conversación, se levantó—, hasta la vista —le apretó la mano a Iván y ya cuando salía se volvió hacia uno de sus ayudantes y dijo—: pruebe el oxígeno... y los baños.
En un segundo, ante Iván no estaban ni Stravinski ni su comitiva. Tras las rejas de la ventana brillaba el río y en su orilla opuesta, bajo el sol del mediodía, destacaba la belleza del pinar, alegre y primaveral.