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Capítulo 4

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La persecución

Calmados los histéricos gritos de las mujeres y silenciados los silbatos de la Milicia,(13) llegaron dos ambulancias. En una se llevaron a la morgue el cuerpo descabezado de Berlioz y su cercenada cabeza y en la otra a la bella conductora, herida con los fragmentos de los cristales de la ventanilla. Los barrenderos de blancos delantales barrieron los fragmentos de los cristales y echaron arena sobre los charcos de sangre. Iván Nikoláievich corrió, pero no pudo llegar al torniquete. Se derrumbó sobre un banco y allí estaba, en la misma posición en que se había echado. Varias veces intentó levantarse, pero las piernas no le respondían y tenía algo así como una parálisis. Había corrido hacia el torniquete en cuanto escuchó el primer grito y vio rodar la cabeza de Berlioz por la pendiente. Aquello lo enloqueció a tal punto que, desplomándose sobre el banco, se mordió la mano hasta hacerse sangre. Por supuesto, se olvidó del alemán loco y sólo intentó explicarse una cosa, cómo era posible que, un instante atrás, estuviera hablando con Berlioz y un minuto más tarde... la cabeza...

Alterada, la gente corría por la alameda junto al poeta, gritando algo, pero Iván Nikoláievich no entendía sus palabras. Sin embargo, dos mujeres se detuvieron de repente cerca de él. Una de ellas, de nariz afilada y cabeza descubierta, le gritó a la otra mujer, casi en el mismo oído del poeta:

—Annushka, nuestra Annushka, la de la calle Sadóvaia. Esto es por ella, compró en la tienda un litro de aceite de girasol y al pasar por el torniquete lo rompe. Toda la saya se le manchó y comenzó a echar pestes. Y este infeliz que resbala y se cae a los rieles. De todo lo dicho por las mujeres en el perturbado cerebro de

Iván Nikoláievich se grabó una palabra "Annushka".

—Annushka... ¿Annushka? —murmuró y con ansiedad miró hacia todos los lados—. Por favor, por favor.

A la palabra "Annushka" se unió "aceite de girasol" y enseguida y por alguna causa "Poncio Pilato". A Pilato el poeta lo desechó y con la palabra "Annushka" se puso a hacer una cadena. Enseguida esa cadena se cerró y en ese instante lo condujo al loco profesor. Perdón. Pero si él dijo que la reunión no se celebraría porque Annushka derramó el aceite y, por favor, no se celebró. Todavía es poco, ¿no dijo él claramente que a Berlioz una mujer le cortaría la cabeza? Sí, sí, sí. Una mujer era la conductora. ¿Qué es esto? Ah. No había la más mínima duda de que el misterioso consultante conocía de antemano y con exactitud, el cuadro de la terrible muerte de Berlioz.

Entonces dos pensamientos penetraron en el cerebro del poeta. El primero file: "De ninguna manera es un loco", y el segundo: ¿No habría él inventado todo aquello?"

Pero, permítame preguntar ¿de qué manera?

Oh, no. Esto lo averiguaremos.

Haciendo un gran esfuerzo, Iván Nikoláievich se levantó del banco y fue hacia el lugar donde había hablado con el profesor. Y sucedió que, felizmente, aquél no se había ido.

En la caUe Bronnaya ya se habían encendido los fardes y la dorada luna brillaba sobre los Estanques. Bajo su luz, siempre engañosa, a Iván Nikoláievich le pareció que el profesor sostenía en la mano no un bastón, sino una espada.

El retirado y entrometido ex chantre estaba sentado en el mismo lugar donde poco tiempo atrás estuvo Iván Nikoláievich. Ahora llevaba en la nariz unos innecesarios quevedos en los cuales faltaba un cristal y el otro se hallaba rajada. Por eso, el ciudadano de los pantalones a cuadros resultaba más desagradable aún que cuando le indicó a Berlioz el camino hacia el tranvía.

Con el corazón encogido, Iván se acercó al profesor y le miró a los ojos, convenciéndose de que ningún rasgo de locura había ni hubo en su rostro.

—Confiese, ¿quién es usted? —interrogó con sorda voz.

El extranjero frunció el entrecejo, miró a Iván como si fuera la primera vez que le viera y respondió de forma hosca:

—No comprender... ruso no hablar.

—Ellos no comprenden —se entrometió desde el banco el chantre, aunque nadie le había pedido explicar las palabras del extranjero.

—No contradiga —dijo Iván amenazador y sintió frío en el estómago—. Hace un momento usted hablaba perfectamente en ruso. Usted no es alemán ni profesor. Usted es un asesino y un espía. Muéstreme sus documentos —gritó con rabia.

El intrigante profesor torció con desprecio la boca, ya de por sí bastante torcida, y se encogió de hombros.

—Ciudadano —intervino de nuevo el abominable chantre—.

¿Por qué molesta al "inturista"(14)? Por eso se le despeluzará severamente.

El sospechoso profesor, poniendo cara de soberbia, se volvió y se alejó de Iván.

Iván sintió que se perdía. Sofocado se dirigió al chantre.

—Oiga, ciudadano, ayúdeme a detener a un delincuente. Usted está obligado a hacerlo.

El chantre, animándose extraordinariamente, saltó y gritó:

—¿Qué delincuente? ¿Dónde está? ¿Un extranjero delincuente? —los ojos del chantre brillaron de alegría—. ¿Ese? Pero si es un bandido lo primero que se debe hacer es gritar "auxilio" o si no se escapa. Vamos, gritemos juntos. A la una...—el chantre abrió mucho la boca.

Confundido, Iván hizo caso del burlón chantre y gritó "auxilio", pero el otro, engañándolo, no gritó nada.

El solitario y ronco grito de Iván no sirvió de nada. Dos señoritas se apartaron a un lado y él escuchó la palabra "borracho". —¿Y tú estás de acuerdo con él? —gritó Iván encolerizado—.

¿Así que te burlas de mí? Déjame pasar.

Iván fue hacia la derecha y el chantre también.

Iván a la izquierda y el canalla hizo lo mismo.

—¿A propósito te interpones? Yo mismo te pondré en las manos de la Milicia —gritó Iván con fiereza e intentó tomar al pillo por el brazo, pero falló y no agarró nada, como si al chantre se lo hubiese tragado la tierra.

Iván se quedó helado, miró a lo lejos y vio al odiado desconocido que ya estaba a la salida del callejón del Patriarca. Estaba acompañado. El más que sospechoso chantre había tenido tiempo de reunirse con él. Pero eso no fue todo. En aquella compañía, el tercero era un desconocido gato, salido de alguna parte, enorme como un cerdo, negro como el hollín o un grajo y unos enormes bigotes de soldado de caballería. Los tres iban hacia el callejón y, por cierto, el gato caminaba en dos patas.

Iván intentó alcanzarlos, pero enseguida comprendió que sería muy difícil.

En un abrir y cerrar de ojos, el terceto pasó por el callejón y salió a la caUe Spiridinóvska y, por mucho que Iván se apresuró, la distancia no se acortó. Luego de la tranquila Spiridinóvska, y antes de que el poeta pudiera reaccionar, ya se hallaban en la tumultuosa Plaza Nikítskaya donde la situación empeoró. Iván chocó contra alguien y fue insultado. Mientras tanto, la pérfida banda decidió emplear el método favorito de los delincuentes, separarse y huir a la desbandada.

Con gran habilidad, el chantre trepó sobre la marcha a un autobús que iba en dirección a la plaza de Arbat y se perdió. Habiendo perdido a uno de los perseguidos, Iván centró su atención en el gato y vio cómo aquel extraño gato se acercó al estribo del tranvía A, detenido en la parada, empujó groseramente a una chillona mujer, se agarró del pasamanos e incluso quiso entregarle a la conductora una moneda de diez kopeks a través de una ventanilla abierta. La conducta del gato asombró a Iván a tal punto, que se quedó petrificado en una esquina, junto a una tienda de comestibles. Entonces, el asombro fue inmenso por la respuesta de la conductora quien al ver al gato subir al tranvía le gritó temblando de rabia: —No se permiten gatos. Nada de gatos. Fuera. Bájate o llamo a la Milicia.

Ni la conductora ni los pasajeros se asombraron de lo más importante de todo, no que un gato subiera a un tranvía, lo cual no era tan malo, sino que ese gato intentara pagar.

El gato resultó no sólo solvente sino también disciplinado. Al primer grito de la conductora se bajó del estribo y, sentándose en la parada, se pasó la moneda por los bigotes, pero inmediatamente que el vehículo se puso en marcha, hizo lo que hace cualquiera que es sacado de un tranvía y necesita viajar en él: dejando pasar los dos primeros vagones, saltó al techo del tercero, se agarró de un tubo que salía de la carrocería y viajó, ahorrándose así los diez kopeks.

Al ocuparse del bellaco gato, Iván casi perdió al más importante del trío, el profesor, quien, por suerte, no tuvo tiempo de desaparecer. Iván divisó su boina gris a lo lejos, al comienzo de la Bolshaya Nikítskaya o de la calle Hertzen. En un instante estuvo aUí, pero no tuvo suerte. Dejó de caminar y comenzó a correr, tratando, empujando a los transeúntes, pero no logró acortar la distancia ni un centímetro.

A pesar de su quebrantamiento, Iván estaba asombrado de la gran velocidad con la que se llevaba a cabo la persecución. No habían transcurrido aún veinte segundos cuando, más allá de la plaza Nikítskaya, Iván fue cegado por las luces de la plaza de Arbat. Unos segundos más y estaban en un oscuro callejón de desniveladas aceras, en el que se cayó estrepitosamente y se rasguñó la rodilla. De nuevo una alumbrada avenida, la calle Kropótkina, luego un callejón, enseguida Ostóyenka y otro callejón, triste, desagradable y mal alumbrado en el que Iván Nikoláievich perdió, finalmente, a quien le era tan imprescindible. El profesor había desaparecido.

Iván se desconcertó, pero no por mucho tiempo porque de repente se dijo que el profesor debía de estar, con toda seguridad, en la casa número 13, obligatoriamente en el departamento 47.

Irrumpiendo violentamente en la entrada, Iván voló hasta el segundo piso, enseguida halló el departamento y con impaciencia tocó el timbre. No tuvo que aguardar mucho tiempo. La puerta fue abierta por una niña de unos cinco años que, enseguida, sin preguntarle nada, desapareció en algún lugar.

En un enorme, pero descuidado vestíbulo, mal alumbrado por una minúscula lamparita de carbón, bajo un techo alto, negro y sucio, pendía de la pared, una bicicleta sin neumáticos y, en el suelo, se alzaba una grandísima arca revesada de hierro. En un anaquel, sobre un perchero, yacía un gorro de invierno y sus largas orejeras se inclinaban hacia abajo. Tras una de las puertas, una sonora y enfadada voz masculina gritaba por la radio unos versos.

Nada turbado por la desconocida situación, Iván Nikoláievich se dirigió directamente al corredor y razonó así: "Él, por supuesto, se escondió en el baño". El corredor estaba a oscuras. Chocando con las paredes, Iván vio una débil franja de luz debajo de una puerta, encontró el picaporte y con suavidad tiro de él. Al abrirse la puerta, se encontró precisamente en el baño y pensó que había tenido suerte.

Sin embargo, tuvo suerte, pero no la necesaria. Hasta él llegó un calor húmedo y, a la luz del carbón que ardía débilmente en una columna, entrevió dos grandes unas junto a la pared y una bañera con terribles manchas negras por la pérdida del esmalte. En esa bañera estaba parada una mujer desnuda, totalmente enjabonada, con un estropajo en la mano. Ella, con los ojos medio cerrados, echó una mirada corta al interruptor, Iván. Al parecer, en aquella infernal iluminación, lo confundió, y dijo tranquila y alegre:

—Kiriushka. Deje de hacer tonterías. ¿Se ha vuelto loco? Fedor

Ivánovich regresará ahora. Fuera de aquí enseguida —y agitó el estropajo en dirección a Iván.

Estaba en presencia de un malentendido y, por supuesto, el culpable era Iván, pero reconozcamos que no deseaba admitirlo y exclamó en tono de reproche "Ah, que libertinaje". Enseguida fue a parar a una desierta cocina envuelta en penumbras en la cual había alrededor de diez silenciosos y apagados infiernillos. Allí, a través del polvo de una ventana no lavada por años, un rayo de luna iluminaba apenas un rincón donde, entre polvo y telarañas, pendía un olvidado ¡cono en una urna, detrás de la cuál asomaban las puntas de dos velas nupciales. Y bajo aquel icono grande había otro más pequeño de papel, colgado con alfileres.

Nadie sabe qué pensamiento dominó a Iván, pero antes de salir corriendo hacia la oscura salida, tomó una de las velas y también el icono de papel. Aturdido por lo que acababa de sucederle en el baño, abandonó el desconocido departamento, llevando consigo aquellos objetos. Murmuraba algo y trataba de adivinar, involuntariamente, quién era el descarado Kiriushka y si no sería suyo el desagradable gorro con orejeras.

En el callejón triste y desierto, el poeta buscó con la mirada al fugitivo, pero éste no se hallaba allí. Entonces, se dijo con resolución: —Por supuesto, se encuentra en el río Moscú. Adelante.

Por favor, procedería preguntarle a Iván Nikoláievich, por qué suponía que el profesor estaba precisamente en el río Moscú y no en otro lugar. La desgracia es que no había nadie para hacerle la pregunta. El abominable callejón estaba completamente desierto. En muy poco tiempo, se pudo ver a Iván Nikoláievich en los peldaños de granito de la escalera que daba al río Moscú. Quitándose la ropa, la dejó al cuidado de un agradable y desconocido barbudo que fumaba un cigarrillo cerca de una gruesa y rota camisa blanca y unas gastadas botas de cordones sueltos.

Iván movió los brazos para entrar en calor y, como una golondrina, se zambulló en el agua, tan fila que le cortó el aliento e incluso le provocó el fugaz pensamiento de que no podría volver a la superficie. Sin embargo, lo logró y resoplando, bufando, los redondos ojos aterrorizados, comenzó a nadar en aquella agua negra que olía a petróleo, entre las luces deformadas y zigzagueantes de los faroles de la rivera.

Después, cuando el empapado Iván regresó al lugar donde dejó sus cosas encontró que éstas habían desaparecido y también el barbudo. Allí sólo quedaban unos calzones a rayas, la camisa rota, la vela, el icono y una caja con cerillos. Con rabia impotente y el puño cerrado, Iván maldijo y se vistió con lo que le habían dejado. Entonces comenzaron a molestarle dos pensamientos. El primero era que había desaparecido su credencial del Massolit, de la cual nunca se separaba, y el segundo, si podría andar por Moscú en la forma en que se encontraba. En calzones... En verdad, a quién le importaba, pero podría ocurrir algún escándalo o incluso podían detenerlo.

Iván le arrancó a los calzones los botones que se cerraban cerca del tobillo con la idea de que, quizá, así pasarían por pantalones de verano, tomó el ¡cono, la vela y la caja de cerillos y se puso en marcha, diciéndose:

—A Griboiédov. Sin ninguna duda, él se encuentra allí.

La ciudad ya vivía la vida nocturna. Envueltos en polvo, pasaban volando resonantes camiones y, en ellos, sobre sacos, tendidos con las barrigas hacia arriba, iban unos hombres. Todas las ventanas se hallaban abiertas y en cada una de ellas había luz bajo una pantalla anaranjada y de todas las ventanas, de todas las puertas, de todas las puertas cocheras, techos y desvanes, sótanos y patios, salía el ronco rugido de la polonesa de la ópera Eugenio Onegin.

Los temores de Iván Nikoláievich se conñrmaron plenamente.

Los transeúntes se fijaban en él, se reían, se volvían para verle. Por eso tomó la decisión de abandonar las grandes calles y caminar por los callejones donde no había tanta gente y era menor la posibilidad de encontrar a alguien que le preguntara por aquellos calzones que, obstinadamente, no deseaban ser pantalones de verano.

Iván se sumergió en la secreta red de callejones de Arbat, y temeroso, comenzó a pegarse a las paredes, mirando a cada momento a su alrededor, escondiéndose, a veces, en las entradas de los edificios, evitando el cruce de calles con semáforos y las suntuosas entradas de los palacetes de las embajadas.

Y durante todo su difícil camino lo atormentó, de manera indescriptible, una siempre presente orquesta, que acompañaba la pesada voz de un bajo que cantaba su amor hacia Tatiana.

El Maestro y Margarita

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