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Capítulo 2
ОглавлениеPoncio Pilato
Temprano en la mañana del día catorce del mes primaveral, Nisán, vistiendo una capa blanca de forro rojo, como la sangre, con el andar propio de los jinetes de caballería, apareció el Procurador Poncio Pilato en la columnata techada, situada entre las dos alas del palacio de Heredes el Grande.(7)
Más que nada en el mundo, el Procurador odiaba el olor a aceite de rosas y, en ese momento, todo vaticinaba un mal día pues ese olor no dejaba de perseguirlo desde el amanecer. Al Procurador le parecía que el olor a rosas salía de los cipreses y palmeras del jardín y que a aquel maldito efluvio se le unían el de las pieles y el sudor de la escolta.
Del ala al fondo del palacio, vino un humo que se unió al grasiento olor a rosa, clara señal de que los cocineros de la primera cohorte de la duodécima legión, llegada a Jerusalén con el Procurador, comenzaban a preparar la comida.
"Oh, dioses, dioses ¿por qué me castigan? Sí, no hay duda, es ella, de nuevo ella, la invencible y terrible enfermedad, la hemicránea que provoca dolor en la mitad de la cabeza... No hay remedios en su contra, ninguna salvación... Trataré de no moverme."
Junto a la fuente, en el suelo de mosaicos, ya estaba preparado un sillón y el Procurador, sin mirar a nadie, se sentó y extendió una mano en la que su secretario puso, respetuosamente, un pedazo de pergamino. Sin poder contener una mueca de dolor, el Procurador echó una mirada a lo escrito, lo devolvió y con trabajo dijo: —¿El acusado es galileo? ¿Ya le han enviado este asunto al Tetrarca?
—Sí, Procurador.
—¿Qué dice?
—Se ha negado a dar su conclusión sobre este asunto y la sentencia de muerte del Sanedrín(8) la envía para vuestra confirmación. El Procurador tuvo un tic en el cuello y en voz baja ordenó: —Traigan al acusado.
Enseguida, desde la glorieta del jardín hasta el balcón, dos legionarios condujeron a presencia del Procurador a un hombre de unos veintisiete años, vestido con una túnica azul pálida, vieja y rota. Llevaba la cabeza cubierta con una venda blanca, una cinta le ceñía la frente y sus manos estaban atadas detrás de la espalda. Debajo de su ojo izquierdo había un gran hematoma y en la esquina de la boca un arañazo con sangre coagulada.
El recién llegado observó al Procurador con alarmada curiosidad. Este permaneció callado y luego, en voz baja, preguntó en arameo:
—¿Así que tú eres el que ha incitado al pueblo para que destruya el templo de Jerusalén?
El Procurador se hallaba sentado como si fuera de piedra y sus labios apenas se movieron al hablar. Estaba así porque temía mover la cabeza que le ardía con dolor infernal.
El hombre con las manos atadas dio unos pasos hacia delante y comenzó a decir:
—Buen hombre. Te aseguro que...
Nuevamente sin moverse y sin alzar la voz, el Procurador le interrumpió:
—¿A mí me llamas buen hombre? Te equivocas. En Jerusalén murmuran de mí y dicen que soy un horrible monstruo y tienen razón —dijo y con voz monótona añadió—: Que venga el centurión Matarratas.
A todos les pareció que en el balcón oscurecía cuando ante el Procurador se presentó el centurión de la primera centuria Marc, apodado Matarratas. Por una cabeza era más alto que el más alto de los soldados de la legión y de hombros tan anchos que ocultaban el aún naciente sol.
El Procurador se dirigió a él en latín.
—Este delincuente me ha llamado "buen hombre", sácalo de aquí unos minutos y explícale cómo debe dirigirse a mí, pero no lo deformes.
Todos, con la excepción del inmóvil Procurador, siguieron con la mirada a Marc que con un gesto de la mano le indicó al arrestado que debía acompañarle.
En todas partes a Matarratas le miraban siempre debido a su estatura y, además, para aquellos que le veían por primera vez, por el rostro desfigurado, con su nariz que una maza germana había destrozado alguna vez.
Sobre el mosaico resonaron las pesadas botas de Marc y el prisionero le siguió sin hacer ruido. El silencio se adueñó de la columnata y sólo se escuchó el arrullo de las palomas en la plazoleta del jardín y el complejo y agradable canto del agua en la fuente.
El Procurador hubiese querido levantarse, colocar la frente bajo su chorro y permanecer allí inmóvil, tranquilo, pero sabía que eso no lo ayudaría.
Matarratas condujo al detenido al jardín, tomó el látigo de un legionario que se hallaba al pie de una estatua de bronce y, agitándolo sin mucha fuerza, golpeó al prisionero en el pecho. El movimiento del centurión fue suave y negligente, pero el detenido se derrumbó, como si le hubiesen cortado las piernas, tragó aire, su rostro perdió el color y los ojos la expresión.
Suavemente, con la mano izquierda, como si fuera un saco vacío, Marc alzó al caído, lo puso sobre sus pies y le dijo con voz gangosa, pronunciando mal en arameo:
—Al Procurador romano se le llama Hegémono. Otras palabras no se dicen y se mantiene uno en firme. ¿Me comprendiste o es necesario que te vuelva a pegar?
El detenido se tambaleó, pero se dominó. Los colores le volvieron, recobró la respiración y respondió enronquecido:
—Te entendí. No me golpees.
Enseguida se hallaba de nuevo frente al Procurador.
Una voz enferma y apagada se escuchó.
—¿Nombre?
—¿El mío? —respondió con premura el detenido que, con todo su ser, mostraba su disposición a contestar sensatamente, sin provocar mas ira.
El Procurador dijo en voz baja:
—El mío me es conocido. No finjas ser más estúpido de lo que eres. El tuyo.
—Joshúa —se apresuró a contestar el detenido.
—¿Tienes apodo?
—Ga-Nozri.
—¿De dónde eres?
—De la ciudad de Gamala(9) —contestó el detenido y con la cabeza hizo un gesto, como indicando que la ciudad se hallaba en algún lejano lugar, a la derecha y hacia el norte.
—¿De quién desciendes?
—No lo sé exactamente —respondió con vivacidad el acusado—, no recuerdo a mis padres. Me han dicho que mi padre era sirio...
—¿Dónde vives permanentemente?
—No tengo un domicilio permanente —dijo el detenido con timidez—; viajo de ciudad en ciudad.
—En pocas palabras, eres un vagabundo. ¿Tienes parientes? —Ninguno. Estoy solo en el mundo.
—¿Sabes leer y escribir?
—Sí.
—¿Además del arameo, conoces otra lengua?
—Sí, el griego.
Un párpado hinchado del Procurador se levantó y el ojo, cubierto por una nube de dolor, se clavó en el detenido, pero el otro ojo permaneció cerrado.
Pilato habló en griego.
—¿Así que eres tú quien se proponía destruir el templo e incitaba al pueblo para que lo hiciera?
De nuevo, el prisionero se animó, sus ojos dejaron de reflejar miedo y contestó en griego.
—Yo buen... —el terror asomó a sus ojos porque había estado a punto de confundirse—... Yo, Hegémono, jamás en mi vida me he propuesto destruir el templo y a nadie he incitado a esta absurda acción.
El asombro se reflejó en el rostro del Secretario que, encorvado sobre una pequeña mesa, escribía la declaración. Por un instante alzó la cabeza, pero enseguida la volvió al pergamino.
—En las fiestas viene mucha gente diferente a esta ciudad, entre ellas, magos, astrólogos, adivinadores, asesinos —la voz del Procurador era monótona—. También llegan mentirosos. Tú, por ejemplo, eres un mentiroso. Claramente está escrito: "Incitaba a destruir el templo". Lo atestigua la gente.
—Esta buena gente —explicó el detenido y aprisa añadió—, Hegémono, no son instruidas y confunden todo lo que yo digo. Comienzo a temer que esta confusión se prolongue mucho tiempo y todo porque él no anota correctamente mis palabras.
Se hizo el silencio. Ahora los dos ojos enfermos del Procurador miraban pesadamente al detenido.
—Te lo repito por última vez, bandido, deja de hacerte el loco —pronunció Pilato con suavidad y monotonía—. Sobre ti no hay escrito mucho, pero sí lo suficiente para colgarte.
—No, no, Hegémono —el detenido estaba completamente tenso por su deseo de convencer—; anda alguien con un pergamino de cabra y escribe sin parar. En una ocasión le eché una ojeada al pergamino y me horroricé. En lo absoluto he dicho nada de lo que está escrito allí. Le imploré Por Dios, quema el pergamino , pero él me lo arrancó de las manos y huyó.
—¿Quién es? —preguntó Pilato con repugnancia y se tocó la sien con la mano.
—Leví Mateo —respondió el detenido con disposición—. Era recaudador de impuestos y por primera vez lo encontré en el camino a Betania,(10) allí donde, en un ángulo, hay un jardín de higos. Conversamos. En principio se dirigió a mí en forma desagradable e incluso me ofendió, es decir, pensó que me ofendía, llamándome perro —el detenido sonrió—; personalmente no veo nada malo en este animal como para sentirme ofendido por esa palabra... El secretario dejó de escribir y con disimulo echó una mirada sorprendida, pero no al detenido, sino al Procurador.
—Sin embargo, luego de haberme escuchado comenzó a suavizarse —prosiguió Joshúa—. Finalmente, arrojó el dinero al camino y dijo que viajaría conmigo...
Pilato sonrió con malicia, mostrando sus dientes amarillos y, volviendo todo su cuerpo hacia el secretario, exclamó:
—Oh, ciudad de Jerusalén, ¡qué cosas escuchas en ella! Un recaudador de impuestos, lo oyes, arroja el dinero al camino.
No sabiendo qué responder, el secretario entendió necesario imitar la sonrisa de Pilato.
—Y él dijo que desde ese instante aborrecía el dinero —explicó Joshúa la extraña conducta de Leví Mateo y añadió—: A partir de ahí se convirtió en mi acompañante.
Sin dejar de sonreír, el Procurador miró al detenido, después al sol que firmemente a lo lejos, a la derecha, se elevaba sobre las estatuas ecuestres del hipódromo y de súbito, en una especie de repugnante suplicio, pensó que lo más sencillo de todo sería echar del balcón a aquel extraño bandido, pronunciando sólo una palabra: "Ahórquenlo". Echar también a la escolta, escapar del balcón al interior del palacio, ordenar que oscurecieran su habitación, tenderse en el lecho, pedir agua fría, llamar con voz quejumbrosa a su perro Bangá y lamentarse con él por su jaqueca. Y de repente, la idea seductora del veneno cruzó por la adolorida cabeza del Procurador que miró con ojos turbios al detenido. Por un momento calló, recordando penosamente por qué se encontraba allí frente a él, bajo el implacable sol de Jerusalén de la mañana, aquel detenido de rostro desfigurado por los golpes y qué otras preguntas, que a nadie le interesaban, tendría aún que hacerle.
—¿Leví Mateo? —preguntó con voz ronca y cerró los ojos. —Sí, Leví Mateo —llegó hasta él la elevada voz que le atormentaba.
—Pero, de todas maneras, ¿qué le decías a la gente en el mercado?
Al responder, la voz del detenido parecía partirle la sien a Pilato, le causaba dolor. Y esa voz decía:
—Yo, Hegémono, anunciaba que caerá el templo de la antigua fe y se creará e1 nuevo templo de la verdad. Lo dije de forma que fuera comprensible.
—¿Por qué tú, vagabundo, confundiste al pueblo en el templo, hablándole de una verdad de la cual no tienes idea? ¿Qué es la verdad? Aquí el Procurador se dijo: "Oh, Dioses míos, le estoy preguntando cosas que no son necesarias en un juicio... Mi inteligencia no me sirve ya . Y de nuevo vio una taza con un líquido oscuro: "Un veneno para mí, un veneno".
Otra vez escuchó la voz.
—Ante todo, la verdad se halla en que a ti te duele la cabeza y te duele tanto que cobardemente piensas en la muerte. No sólo no tienes fuerzas para hablar conmigo, sino, incluso, te cuesta trabajo mirarme. Ahora, involuntariamente, soy tu verdugo, lo que me entristece. No puedes pensar en nada y sólo deseas que venga tu perro, el único ser, por lo visto, al que le tienes cariño. Pero tu tormento terminará ahora, el dolor de cabeza pasará.
Sorprendido, el secretario miró al detenido y dejó de escribir.
El Procurador alzó los atormentados ojos hasta el detenido y vio que el sol, ya muy alto, estaba sobre el hipódromo y un rayo llegaba hasta la columnata y caía sobre las gastadas sandalias de Joshúa que se hacía a un lado.
Entonces el Procurador se levantó del sillón, se apretó la cabeza con las manos y en su rostro afeitado y amarillento apareció el miedo. Sin embargo, con un esfuerzo de voluntad, pudo contenerlo y de nuevo se sentó.
Al mismo tiempo, el detenido continuó hablando, pero el secretario no anotó nada más y con el cuello estirado, igual que un ganso, trataba de no perderse una palabra.
—Bueno, todo ha concluido y me alegro mucho de ello —decía el detenido mirando a Pilato con benevolencia—. Te aconsejaría, Hegémono, que abandonaras temporalmente el palacio y pasearas a pie por algún lugar de las afueras, por lo menos en los jardines del monte El Elión. La tormenta comenzará —el detenido se volvió hacia el sol con los ojos entornados— más tarde, hacia el anochecer. El paseo te haría un gran beneficio y con gusto yo te acompañaría. Se me han ocurrido algunas nuevas ideas que pudieran, así creo, ser interesantes para ti y yo con gusto las compartiría contigo, tanto más porque das la impresión de ser un hombre muy inteligente.
El secretario palideció mortalmente y dejó caer el pergamino al suelo.
—Lo malo es que —continuó el detenido sin que nadie le interrumpiera— vives demasiado encerrado y has perdido totalmente la fe en la gente. Reconoce que es imposible depositar todo tu afecto en un perro. Tu vida, Hegémono, es pobre —aquí el detenido se permitió sonreír.
El secretario pensó en si debía creer a sus oídos o no creer. Tuvo que creer. Trató de imaginarse en qué forma concreta estallaría la cólera del impulsivo Procurador al oír las inauditas impertinencias del detenido. A pesar de conocerle bien, el secretario no pudo hacerse una idea.
Entonces se escuchó la voz cascada y ronca del Procurador.
—Desátenle las manos.
Un legionario de la escolta dio un golpe en el suelo con la lanza, se la entregó a otro, se acercó y desató las cuerdas del prisionero. El secretario recogió el pergamino y decidió no escribir por el momento y no asombrarse de nada.
—Confiesa —dijo Pilato en griego, bajando la voz—,¿eres un gran médico?
—No, Procurador, no soy médico —respondió el detenido y con gusto se frotó las muñecas hinchadas y enrojecidas.
Severo, con el ceño fruncido, Pilato atravesó con la mirada al detenido. Sus ojos ya no eran turbios y en ellos aparecieron las chispas conocidas de todos.
—No te lo he preguntado —dijo—: ¿quizá sepas latín?
—Lo conozco.
Las amarillentas mejillas de Pilato enrojecieron y él preguntó en latín.
—¿Cómo supiste que yo quería llamar al perro?
—Muy sencillo. Alzaste la mano en el aire —respondió el detenido en latín y repitió el gesto de Pilato— como si quisieras acariciarle y los labios...
—Cierto —dijo Pilato.
Callaron. Después Pilato preguntó en griego.
—Entonces, ¿eres médico?
—No, no —contestó el detenido con viveza—. Créeme, no soy médico.
—Está bien. Si quieres mantenerlo en secreto que así sea. Esto no tiene relación directa con el asunto. Así que tú afirmas que no convocaste a que derriben... quemen o destruyan el templo de una forma u otra.
—Hegémono, yo no incité a nadie a semejante acto. Lo repito.
¿Acaso parezco un tonto?
—Oh, no, tú no te pareces a un tonto —respondió el Procurador en voz baja y sonrió con extraña sonrisa—. Entonces, jura que no lo hiciste.
—¿Por quién quieres que jure? —preguntó con gran viveza el detenido.
—Bueno, por lo menos por tu vida. Es el mejor momento pues, para que lo sepas, ella pende de un hilo.
—¿No pensarás que tú lo colgaste, Hegémono? Sí es así, mucho te equivocas.
Pilato se estremeció y respondió entre dientes:
—Yo puedo cortar ese hilito.
—En eso también te equivocas —replicó el detenido con sonrisa luminosa mientras que con la mano se protegía del sol—. ¿Estarás de acuerdo conmigo en que cortar el hilo probablemente sólo lo puede hacer aquel que lo colgó?
—Bueno, bueno —respondió Pilato sonriente—. Ahora no dudo de que los desocupados papanatas de Jerusalén no te perdieran pie ni pisada. No sé quién te habrá colgado la lengua, pero te la colgó bien. A propósito, dime ¿es cierto que entraste en Jerusalén por la puerta de Susa, sobre un burro y acompañado de una muchedumbre que te aclamaba como a un profeta? —preguntó el Procurador, señalando el pergamino.
Sorprendido, el detenido miró al Procurador.
—Hegémono, no tengo ningún asno. Sí, entré en Jerusalén por la puerta de Susa, pero a pie y acompañado de Leví Mateo y nadie me gritó porque entonces en Jerusalén nadie me conocía.
—¿Conoces tú a un tal Dismás, a cierto Gistás y a un Barrabas? —Pilato no dejaba de mirar al detenido.
—No conozco a esas buenas personas.
—¿Cierto?
—Cierto.
—Ahora dime, todo el tiempo utilizas las palabras "buenas personas", ¿a todos les llamas así?
—A todos. Gente perversa no hay en el mundo.
—Primera vez que oigo tal cosa —Pilato sonrió—, pero es posible que yo conozca poco la vida. En adelante no anote nada más —le dijo al secretario, aunque éste hacía rato que no anotaba—. ¿En cuál de los libros griegos leíste sobre esto?
—En ninguno, yo sólo con mi menté he llegado a eso.
—¿Y tú lo predicas?
—Sí.
—¿Y el centurión Marc, llamado Matarratas, es bueno? —Sí —respondió el detenido— aunque, en verdad, no es feliz. Desde que unas buenas personas lo desfiguraron se hizo feroz y cruel. Sería interesante saber cómo lo desfiguraron.
—Con gusto te lo explicaré, pues yo fui testigo del hecho. Las buenas gentes se lanzaron sobre él, como los perros contra el oso. Los germanos le sujetaron por el cuello, los brazos, las piernas. El manípulo de infantería cayó en una trampa y si la caballería, comandada por mí, no hubiera interrumpido desde el flanco, tú, filósofo, no habrías podido hablar con Matarratas. Eso fue en la batalla de Idistaviso, en elVaUe de las Doncellas.
—Si yo pudiera conversar con él, estoy seguro de que cambiaría totalmente —dijo de repente el preso con aire sanador.
—Creo que muy poca satisfacción le darías al legado de la legión si hablaras con alguno de sus oficiales o soldados. Por suerte, no sucederá y el primero que lo impedirá seré yo.
En ese momento, una golondrina entró en la columnata, volando con rapidez, descendió en círculos bajo el dorado techo, con sus alas puntiagudas casi rozó el rostro de una estatua de cobre y desapareció tras el capitel de una columna. Es posible que quisiera hacer allí el nido.
Durante su vuelo, en la cabeza ya fresca y ligera del Procurador, surgió la siguiente idea: él había estudiado el caso del filósofo vagabundo Joshúa, apodado Ga-Nozri, y no había hallado ningún delito. En particular, no encontró la menor relación entre la actividad de Joshúa y los desórdenes ocurridos recientemente en Jerusalén. El errante filósofo resultó ser un alienado y por eso el Procurador no confirmaba la sentencia de muerte dictada contra él por el Pequeño Sanedrín. Sin embargo, teniendo en cuenta que los absurdos y utópicos discursos de Ga-Nozri pudieran motivar agitaciones en Jerusalén, lo expulsaría de la ciudad y lo recluiría en Cesárea de Estratón,(11) en el mar Mediterráneo, es decir, precisamente allí donde se hallaba la residencia del Procurador.
Sólo quedaba dictar lo anterior al Secretario.
Sobre la cabeza misma del Procurador se escuchó el sonido de las alas de la golondrina que se movió hacia la fuente y salió volando a la libertad.
El Procurador miró al detenido y vio una polvareda a su lado. —¿Es todo sobre él? —le preguntó al secretario.
—Por desgracia, no —respondió el secretario y le tendió otro pergamino.
—¿Qué más hay ahí? —Pilato frunció el entrecejo.
Al leer el pergamino su rostro se transformó. Quizá la sangre fluyó a la cara y el cuello o sucedió algo distinto, pero su piel, perdiendo el matiz amarillento, se oscureció y los ojos se le hundieron. Probablemente fuera la sangre la culpable, otra vez, al fluir hacia las sienes y latirle, pero algo ocurrió con la visión del Procurador. Tan fuerte fluyó que la cabeza del prisionero desapareció y en su lugar surgió otra. Una cabeza calva en la cual estaba asentada una corona de oro con sus puntas separadas. En su frente había una llaga redonda, cubierta de ungüento, que le corroía la piel. La boca, sin dientes, estaba caída y el labio inferior colgaba caprichoso.
A Pilato le pareció que desaparecían las rosadas columnas del balcón y, a lo lejos, abajo y más allá del jardín, los tejados de Jerusalén y en derredor, todo se hundía en los verdes jardines de Caprea. También en su audición ocurrió algo raro, como si, a lo lejos, tocaran, amenazantes y no muy fuertes, las trompetas, y con nitidez se escuchara una voz nasal que, arrogantemente, alargaba las palabras "La ley sobre la ofensa a su Majestad".
Los pensamientos le llegaron con brevedad, incoherentes y extraños: perdido y después "perdidos". Uno de ellos, completamente absurdo, era acerca de una cierta inmortalidad, y, por alguna razón, esa inmortalidad le provocaba una tristeza insoportable. Haciendo un esfuerzo, Pilato expulsó la visión, volvió la vista al balcón y nuevamente, frente a él, estuvieron los ojos del detenido. —Escucha, Ga-Nozri —dijo mirando a Joshúa de una manera extraña, con rostro cruel y ojos inquietos—, ¿alguna vez hablaste algo sobre el gran César? Responde, ¿hablaste?... ¿O... no... hablaste? —Pilato pronunció la palabra "no" un poco más de lo que corresponde en un juicio y, con la mirada, le envió a Joshúa una cierta idea que hubiese querido sugerirle. —Decir la verdad es fácil y agradable —respondió el detenido. —No necesito saber si te es agradable o no decir la verdad —la voz de Pilato fue dura y reconcentrada—. Pero tú tendrás que decirla. Pero habla sopesando cada palabra si es que no quieres ya una muerte inevitable, sino terrible.
Nadie sabe qué sucedió con el Procurador de Judea, pero él se permitió alzar la mano, como si estuviera protegiéndose de los rayos del sol y detrás de esa mano, como si fuera un escudo, le dirigió al detenido una mirada insinuante.
—Y bien —dijo—, responde, ¿conoces a un tal Judas de Karioth? ¿Qué le dijiste, si es que le dijiste algo, sobre el César? —El asunto fue así —respondió gustosamente el detenido—. Anteayer por la tarde, cerca del templo, conocí a un joven llamado Judas de la ciudad de Karioth. Él me invitó a su casa en la Ciudad baja y me agasajó...
—¿Una buena persona? —un fuego diabólico brilló en las pupilas de Pilato.
—Muy bueno e interesado en saber —confirmó el preso—; tuvo un gran interés por mis ideas y se mostró muy amable conmigo...
—Le echó leña al fuego —pronunció el Procurador entre dientes, imitando el tono del preso, y sus ojos brillaron.
—Sí —respondió Joshúa, algo sorprendido de lo informado que estaba el Procurador—. Me pidió que le diera mi opinión sobre el poder estatal. En ese asunto se interesó sobremanera.
—¿Y qué le dijiste? ¿Me responderás que olvidaste tus palabras? —en el tono de Pilato no había ya esperanza.
—Entre otras cosas le dije que cualquier poder representa la fuerza sobre las personas y llegará el tiempo en que no existirá el poder, ni del César ni de cualquier otro tipo. El hombre entrará en el reino de la verdad y la justicia en el que no habrá necesidad de ningún poder.
—¿Y qué más?
—Nada más. Ahí llegaron personas, me amarraron y me condujeron a la cárcel.
Tratando de no perder una sola palabra, el secretario escribía con rapidez.
—En el mundo no hubo, no hay, ni nunca habrá un poder mayor y perfecto para la gente que el poder del emperador Tiberio —se elevó la voz entrecortada y enferma de Pilato que, por alguna razón, miró con odio al secretario y a la escolta—. Y no eres tú, loco bandido, quien lo juzgará. .
Entonces Pilato gritó:
—Que se vaya la escolta —y añadió, volviéndose hacia el secretario—: Déjeme a solas con el detenido. Es un asunto de Estado.
Los escoltas alzaron las lanzas, sonaron los pasos rítmicos de sus cáligas, salieron al jardín y el secretario los siguió.
Por instantes, el silencio en el balcón fue roto por el cantar del agua en la fuente. Pilato miraba cómo aumentaba el agua en el plato, cómo rebozaba sus bordes y se derramaba en pequeños hilos. El detenido fue el primero en romper el silencio.
—Veo que ha ocurrido alguna desgracia a causa de que yo hablé con este joven de Karioth. Tengo el presentimiento, Hegémono, de que le ocurrirá una desgracia y eso me apesadumbra.
—Creo —respondió el Procurador y su sonrisa era extraña— que hay alguien en el mundo a quien debieras compadecer más que a Judas de Karioth y a quien le irá mucho peor que a él. ¿Entonces, Marc Matarratas, frío y convencido verdugo, las personas que, como veo —Pilato señaló hacia el desfigurado rostro de Joshúa— te golpearon por tus enseñanzas, los bandidos Dismás y Gistás que mataron con sus secuaces a cuatro soldados y, finalnente, el sucio traidor Judas, todos ellos son buenas personas?
—Sí.
—¿Y llegará el Reino de la Verdad?
—Llegará, Hegémono —respondió Joshúa con convencimiento. —Nunca llegará —gritó de repente Pilato con voz tan terrible que Joshúa retrocedió.
Muchos años atrás, en el valle de las Doncellas, Pilato, con una voz así, le gritó a sus soldados "Mátenlos, mátenlos. El gigante Matarratas ha caído". Ahora alzó aún más su ronca voz de soldado, de manera que fuera escuchada en el jardín, y gritó:
—Bandido, bandido, bandido.
Después, bajando la voz, preguntó:
—Joshúa Ga-Nozri, ¿crees en algunos dioses?
—Dios es uno y en él creo.
—Entonces rézale a él. Rézale con fuerza. A propósito —la voz de Pilato se cortó— esto no ayudará. ¿Tienes esposa? —preguntó melancólicamente, sin entender qué le sucedía.
—No, estoy solo.
—Odiosa ciudad —murmuró el Procurador, movió los hombros como si tuviera frío y se frotó las manos como si estuviera lavándoselas—, si te hubieran degollado antes de tu encuentro con Judas de Karioth habría sido mejor.
—Déjame libre, Hegémono —pidió de repente el detenido y en su voz había alarma—; veo que quieren matarme.
El Procurador, el rostro alterado por un calambre, observó a Joshúa con encono y ojos enrojecidos.
—Infeliz, ¿tú crees que un Procurador romano liberará a un hombre que ha dicho lo que tú dijiste? Oh, dioses, oh, dioses. ¿Piensas, acaso, que me dispongo a ocupar tu lugar? Yo no comparto tus ideas. Escúchame, si en este instante pronuncias aunque sea una sola palabra o hablas con alguien, cuídate de mí. Te repito, cuídate. —Hegémono...
—Cállate —gritó Pilato y con mirada furiosa siguió el vuelo de la golondrina que, nuevamente, había penetrado en el balcón—. Vengan aquí.
Entonces el secretario y la escolta volvieron a sus lugares.
Pilato anunció que confirmaba la sentencia de muerte al bandio Joshúa dictada por el Pequeño Sanedrín y el secretario copió lo dicho.
Un momento después, ante Pilato estaba Marc Matarratas y el Procurador le mandó entregar al prisionero al jefe del servicio secreto y transmitirle a éste la orden de que Joshúa Ga-Nozri fuera separado de los otros sentenciados y también que al comando del servicio secreto se le prohibiera, bajo la amenaza de severo castigo, hablar nada con Joshúa o contestar cualquiera de sus preguntas. A una señal de Marc, la escolta se reunió alrededor de Joshúa y lo condujo fuera del balcón.
Después, ante el Procurador compareció un hombre bello de barba rubia, plumas de águila en el morrión, en el pecho relucientes y dorados morros de león, el cinturón de la espada enchapado en oro, sandalias de triple suela con las cintas hasta las rodillas y una capa roja sobre el hombro izquierdo. Era el legado que comandaba la legión.
El Procurador le preguntó en qué lugar se hallaba la cohorte de
Sevástica y el legado le comunicó que se encontraba acordonando la plaza ante el hipódromo donde sería anunciada la sentencia contra los delincuentes.
El Procurador ordenó que el legado tomara dos centurias de las legiones. Una, bajo el mando de Matarratas, debía acompañar a los delincuentes, los carromatos con los instrumentos para la ejecución y a los verdugos hasta el Monte Calvario, y al llegar allí, establecer un cerco superior.
La otra debía, en ese mismo momento, dirigirse al Monte Calvario e iniciar de inmediato el acordonamiento. Para este fin, es decir, para la custodia del Monte, el Procurador ordenó al legado que enviara el regimiento de caballería auxiliar del ala siria.
Al marcharse el legado, el Procurador le ordenó al secretario que invitara a palacio al presidente del Sanedrín, a dos de sus miembros y al jefe de la guardia del templo, pero agregó que deseaba que todo se hiciera de manera que, antes de la reunión, pudiera hablar a solas con el presidente.
La orden fue cumplida con rapidez y exactitud y el sol, que en aquellos días abrasaba Jerusalén con un furor especial, aún no había llegado al cenit, cuando en la terraza superior del jardín, entre dos elefantes de mármol blanco que guardaban la escalera, se encontraron el Procurador y el presidente del Sanedrín, el sumo sacerdote de Judea, Josif Caifás.
El jardín se hallaba en silencio y al pasar el Procurador de la columnata a la soleada glorieta superior con palmeras, semejantes a monstruosas patas de elefante, vio ante sí toda la odiada por él Jerusalén con sus puentes colgantes, sus fortalezas y, lo más importante e imposible de describir, el bloque marmóreo de escamas de dragón, en lugar de techo, del templo de Jerusalén. Muy lejos y abajo, allí donde una muralla de piedra dividía las terrazas inferiores del jardín palaciego de la plaza citadina, el fino oído del Procurador pudo captar un sordo murmullo sobre el cual, a veces, se elevaban ora gemidos ora débiles gritos.
El Procurador comprendió que en la plaza ya se había reunido una gran multitud de habitantes de Jerusalén que, con impaciencia y preocupados por los últimos desórdenes, aguardaban el anuncio de la sentencia. Mezclados en la muchedumbre, gritaban los inquietas vendedores de agua.
Antes de todo, el Procurador invitó al sumo sacerdote a pasar al balcón para resguardarse del implacable bochorno, pero con delicadeza Caifas se disculpó y explicó que en víspera de la fiesta no podía hacer eso.
Pilato, echándose un capuchón sobre su cabeza que comenzaba a hacerse calva, inició, en griego, la conversación y explicó que había estudiado el asunto dejoshúa Ga-Nozri y confirmaba la sentencia de muerte.
De esa manera, tres bandidos, que debían ser ejecutados ese día, estaban condenados a muerte: Dismás, Gistás, Barrabas y, además, Joshúa Ga-Nozri. Los dos primeros, apresados en combate por las fuerzas romanas, habían intentado sublevar al pueblo contra el César y eran, por tanto, asunto del Procurador. Sobre ellos no había nada que decir. En cambio Barrabas y Joshúa Ga-Nozri habían sido detenidos por el poder local y juzgados por el Sanedrín. De acuerdo con la ley y la costumbre, uno de los dos bandidos debía ser liberado en honor a la gran fiesta de Pascua que comenzaba ese día. Entonces, el Procurador deseaba saber a cuál de los dos bandidos el Sanedrín se proponía liberar, a Barrabas o a Ga-Nozri.
Caifás inclinó la cabeza en señal de que la pregunta le era clara y respondió:
—El Sanedrín pide liberar a Barrabas.
El Procurador sabía perfectamente que esa sena la respuesta del sumo sacerdote, pero su propósito era demostrar que tal respuesta le asombraba.
Pilato lo hizo con gran maestría. Alzó las cejas en su arrogante rostro y con asombro miró directamente a los ojos del sumo sacerdote.
—Confieso que tal respuesta me deja estupefacto —dijo con suavidad—, temo que haya aquí un malentendido.
Pilato se explicó. El poder romano no se entrometía, en lo más mínimo, en los derechos espirituales del poder nativo, lo cual era bien sabido del sumo sacerdote, pero en el presente caso se encontraban ante un claro error. Por supuesto, el poder romano estaba interesado en corregir ese error.
En verdad, los delitos de Barrabas y Ga-Nozri resultaban totalmente incomparables por su gravedad. Si el segundo era claramente un loco, culpable de pronunciar absurdos discursos que confundieron al pueblo de Jerusalén y de otros lugares, la culpa del primero era mucho mayor. No solamente había convocado a una abierta rebelión, sino que, incluso, mató a un guardia cuando quisieron detenerlo. Barrabas era incomparablemente más peligroso que Ga-Nozri. En virtud de todo lo expuesto, el Procurador le pedía al sumo sacerdote reconsiderar su decisión y liberar, de los dos condenados. al menos peligroso y ese, sin duda alguna, era Ga-Nozri. ¿Entonces?...
Caifas en voz baja, pero firme, respondió que el Sanedrín había estudiado atentamente el asunto y por segunda vez comunicaba que se proponía liberar a Barrabas.
—¿Cómo? ¿Incluso después de mi gestión? ¿La gestión de aquel en cuyo nombre habla el poder romano? Sumo sacerdote, repítelo por tercera vez.
—Y por tercera vez te comunico que liberaremos a Barrabas. Todo había concluido y no había nada más que decir. Ga-Nozri partiría para siempre y el terrible y feroz dolor del Procurador nadie lo aliviaría. Contra él no había ningún medio con excepción de la muerte. Ahora esa idea no sorprendió a Pilato. La incomprensible tristeza que tuvo en el balcón había penetrado todo su ser. Entonces, intentó explicársela y la explicación fue muy extraña. Tuvo la impresión de que no había concluido su conversación con el condenado o que, quizá, no le había escuchado hasta el final. Pilato expulsó ese pensamiento que desapareció tan aprisa como llegó. Desapareció, pero la tristeza quedó sin explicación y no era posible explicarla con el nuevo pensamiento que llegó como un rayo y desapareció enseguida: "La inmortalidad... ha llegado la inmortalidad." ¿A quién le ha llegado la inmortalidad? No pudo responderse, pero el pensamiento sobre aquella enigmática inmortalidad le hizo sentir frío en medio del abrasador sol.
—Bien —dijo—, que así sea.
Aquí se volvió, abarcó con una mirada el panorama circundante y se asombró de sus cambios. Desapareció el agobiante arbusto con rosas, desaparecieron 1os cipreses y el árbol de granadas y una estatua blanca en medio del césped verde y la misma tierra. En lugar de todo esto, giró una especie de sedimento púrpura y, en él, se mecían y movían algas hacia algún lugar y, con ellas, se movía el mismo Pilato. Entonces lo abrasó, asfixiándole y quemándole, la cólera más terrible, la cólera de la impotencia.
—Me sofoco, me sofoco —dijo Pilato y con mano fría y húmeda hizo saltar el broche del cuello de su manto que cayó al suelo. —El día es de mucho bochorno. En alguna parte hay tormenta —Caifás no apartaba la mirada del enrojecido rostro del Procurador, previendo todos los tormentas que aún estaban por delante. "Oh, qué terrible mes es el Nisán este año".
—No, no es por el calor que me sofoco, sino por estar junto a ti, Caifás —Pilato entorno los ojos y sonrió—. Cuídate, sumo sacerdote.
Los oscuros ojos del sumo sacerdote brillaron y en su rostro se reflejó, no menos que antes en Pilato, el asombro.
—¿Qué es lo que escucho. Procurador? —respondió Caifás, orgulloso y tranquilo—. ¿Me amenazas después de dictada una sentencia refrendada por ti mismo? ¿Es posible eso? Estamos acostumbrados a que el Procurador romano escoja las palabras antes de decir algo ¿No nos escuchará alguien, Hegémono?
Pilato miró al sumo sacerdote con mirada fría y enseñando los dientes hizo como que sonreía.
—¿Qué cosa, sumo sacerdote? ¿Quién nos puede escuchar aquí? ¿Acaso me parezco al joven vagabundo loco que ejecutarán hoy? ¿Soy un muchacho? Sé lo que digo y dónde lo digo. Cercados están el jardín y el palacio y ni un ratón puede penetrar por un agujero. Pero no solamente un ratón, incluso ese, ¿cómo se llama?... de la ciudad de Karioth. ¿Por cierto, lo conoces tú, sumo sacerdote? Sí... si penetrara aquí lo lamentaría amargamente. Eso, por supuesto, ¿me lo crees? Sabe, sumo sacerdote, que desde ahora no habrá tranquilidad para ti. Ni para ti ni para tu pueblo —Pilato señaló a lo lejos, a la derecha, allí donde en la alto fulguraba el templo—. Te lo digo yo, Poncio Pilato, caballero lanza de oro.
—Lo sé, lo sé —contestó sin temor Caifas barbanegra, cuyos ojos relampaguearon, y alzó la mano hacia el cielo—. El pueblo judío sabe que tú lo odias con odio feroz y mucho dolor le infligirás, pero, a pesar de todo, no lo destruirás. Lo defenderá Dios. Nos escuchará, nos escuchará el todopoderoso César que nos protegerá del destructor Pilato.
—Oh, no —exclamó Pilato y con cada palabra le era más fácil. Ya no tenía necesidad de fingir, no necesitaba elegir las palabras—. Demasiado te has quejado con el César de mí y ahora ha llegado mi turno. Ahora llegarán noticias mías y no al gobernador general en Antioquia ni a Roma, sino directamente a Caprea, al mismo emperador. Noticias sobre cómo en Jerusalén salvan de la muerte a los más notorios sediciosos. Y no será con agua del lago de Salomón, como hubiese querido para vuestro bien, como les serviré entonces. No, no con agua. Recuérdate que, por ustedes, tuve que retirar de las paredes los escudos con la esfinge del emperador, mover a las tropas, venir personalmente para ver qué pasaba aquí. Recuerda mis palabras, sumo sacerdote, aquí verás mas de una cohorte. Bajo los muros de la ciudad entrará toda la legión fulminante y la caballería árabe. Entonces escucharás el amargo llanto y los gemidos. Recordarás entonces al salvado Barrabas y lamentaras haber enviado a la muerte al filósofo de la pacífica predicación. El rostro del sumo sacerdote se cubrió de manchas y sus ojos ardieron. Al igual que el Procurador, sonrió enseñando los dientes y respondió:
—¿Crees tú. Procurador, en lo que estás diciendo ahora? No, no crees. No es la paz, no es la paz lo que nos ha traído ese seductor del pueblo y tú, caballero, lo sabes perfectamente. Querías liberarlo para que después soliviantara al pueblo, injuriara la religión y condujera al pueblo bajo las espadas romanas. Pero yo, sumo sacerdote judío, mientras esté vivo no permitiré que se veje la religión y protegeré al pueblo. ¿Me escuchas, Pilato? —Caifás alzó una mano amenazadoramente—. Escucha, Procurador.
Caifás calló y de nuevo el Procurador oyó algo así como el rumor del mar que se movía hasta las mismas paredes del jardín de Herodes, el Grande. Un rumor que, por abajo, llegaba hasta los pies y el rostro del Procurador. A su espalda, más allá de las alas del palacio, se escuchaba la señal alarmante de las trompetas, el pesado ruido de cientos de pisadas y el metálico tintineo de las armas. Entonces el Procurador supo que, según sus órdenes, la infantería romana ya estaba en marcha hacia el desfile premortal y terrible para los sediciosos y bandidos.
—¿Escuchas, Procurador? —repitió en voz baja el sumo sacerdote—. No me dirás que todo esto ha sido provocado por el infeliz bandido Barrabas —las manos del sumo sacerdote se elevaron y su oscuro capuchón cayó de la cabeza.
Con el revés de la mano, el Procurador se secó la frente mojada y fría, miró el piso. Después alzó los ojos entornados hacia el cielo y casi sobre su cabeza vio un globo incandescente, mientras que la sombra de Caifás se hacía un ovillo junto a la cola de un león de mármol. Entonces, dijo con indiferencia y en voz baja:
—El asunto será al mediodía. Nos hemos distraído con la conversación y es necesario continuar.
Con expresiones rebuscadas y disculpándose ante el sumo sacerdote, le pidió que se sentara en el banco, a la sombra de las magnolias, y aguardara mientras él llamaba al resto de las personas necesarias para la última y breve reunión y daba una orden relacionada con la ejecución.
Caifás se inclinó cortésmente, se puso la mano sobre el corazón y aguardó en el jardín mientras Pilato volvía al balcón. Allí le ordenó al secretario que convocara al delegado de la legión, al tribuno de la cohorte, a dos miembros del Sanedrín y al jefe de la guardia del templo que, en la parte baja de la terraza, aguardaban ser llamados.
Pilato añadió que él, inmediatamente, iría al jardín y entró en el interior del palacio.
Mientras el secretario preparaba la reunión, el Procurador, al resguardo del sol en una habitación de oscuras cortinas, se reunió con un hombre cuyo rostro estaba oculto en parte por un capuchón, aunque en aquella habitación el sol no podía molestarle. El encuentro sería muy breve. En voz baja, Pilato le dijo unas pocas palabras y el hombre pardo enseguida mientras el Procurador regresaba al jardín a través de la columnata.
Allí, en presencia de todos los que deseaba ver, el Procurador repitió, seca y solemnemente, que ratificaba la sentencia de muerte de Joshúa Ga-Nozri y, oficialmente, le preguntaba a los miembros del Sanedrín a quién, de entre los delincuentes, le perdonaban la vida. —Muy bien —dijo, al recibir la respuesta de que seria Barrabas, ordenó al secretario que la anotara en el protocolo, y exclamó—: Es tiempo.
Todos los presentes bajaron por una ancha escalera de mármol entre muros de rosas que exhalaban un olor embriagador y descendieron más y más hasta la puerta del palacio que se abría a una plaza de adoquines, grande y pulida, al fondo de la cual había columnas y estatuas de la palestra de Jerusalén.
Cuando el grupo pasó del jardín a la plaza y subió a un estrada de piedra que dominaba la plaza, Pilato, mirando con los ojos entornados, comprendió la situación. El camino que acaba de recorrer, desde los muros del palacio hasta el estrada, estaba vacío. Sin embargo, por delante, Pilato no podía ver la plaza porque la multitud se la había tragado. Ésta también hubiera llenado el estrado y el espacio no ocupado a no ser por la triple fila de soldados de la Sevástica y los de la cohorte auxiliar Iturrea que, a la izquierda y derecha de Pilato, contenían al gentío.
Pilato subió al estrada y bajó los ojos, no porque el sol le molestara. No. Por alguna causa, no deseaba ver al grupo de condenados quienes, como él sabía perfectamente, serían llevados enseguida al estrada.
En cuanto su manto blanco con forro púrpura apareció en lo alto del peñasco de piedra al final de aquel mar humano, a Pilato, que no miraba, comenzó a golpearle los oídos el sonido "Gaaa..." Primero fue por lo bajo, proveniente de algún lugar a lo lejos, hacia el hipódromo, por unos segundos se hizo muy fuerte y luego empezó a declinar. "Me han visto", pensó el Procurador. El sonido no se apagó del todo y, sorpresivamente, comenzó de nuevo a crecer, incrementándose aún más fuerte que la primera y la segunda vez y, al igual que en las olas del mar bulle la espuma, resonó un silbido y enseguida, separados, a través del ruido, diferentes gemidos femeninos.
"Los traen al estrada. Los gemidos son de mujeres atropelladas por la muchedumbre al avanzar", pensó Pilato y aguardó cierto tiempo, sabiendo que ninguna fuerza era capaz de acallar a la muchedumbre mientras de ella no saliera todo lo que guardaba en su interior y callara por sí misma.
Cuando ese instante llegó, el Procurador alzó la mano derecha y la gritería se extinguió.
Entonces, llenando al máximo sus pulmones del caliente aire, gritó, y su entrecortada voz se arrastró sobre miles de personas. —En nombre del César Emperador...
En sus oídos resonó el metálico y cortante sonido procedente de los soldados que en las cohortes elevaron sus lanzas y escudos y gritaron con voz terrible:
—Viva el César.
Pilato alzó la cabeza hacia el sol. Bajo sus párpados estalló un fuego verde que le hizo arder el cerebro mientras sus roncas palabras en arameo volaban hacia la muchedumbre:
—Los cuatro delincuentes detenidos en Jerusalén por asesinatos, incitación a la rebelión y ofensas a las leyes y a la fe, han sido condenados a la deshonrosa pena de ser colgados de los postes. Esta pena será cumplida ahora en el Monte Calvario. Los nombres de los delincuentes son Dismás, Gistás, Barrabás y Ga-Nozri. Helos aquí frente a ustedes.
Pilato señaló con la mano derecha sin ver a ninguno de los delincuentes, pero sabiendo que estaban allí.
La muchedumbre respondió con un prolongado rumor de voces, como sorprendida o aliviada. Cuando cesó, Pilato prosiguió:
—Pero sólo serán ejecutados tres pues, de acuerdo con la ley y la costumbre en honor de la fiesta de Pascua, a uno de ellos, elegido por el Pequeño Sanedrín y confirmado por el poder romano, el magnánimo César emperador le devuelve su despreciable existencia. Pilato gritó y en ese instante advirtió cómo en lugar del rumor de las voces se imponía un gran silencio. Ni un suspiro llegó a sus oídos e incluso le pareció que, por un instante, todo desaparecía a su alrededor. La odiada ciudad moría y sólo él se encontraba allí, el rostro hacia el cielo, quemado por los rayos del sol que caían verticalmente.
Pilato también guardó silencio y después comenzó a gritar:
—El nombre del que ahora, delante de ustedes, pondrán en libertad es... —hizo otra pausa, reteniendo el nombre, recordando si lo había dicho todo porque sabía que la muerta ciudad resucitaría al oír el nombre del afortunado y ningunas otras palabras serian escuchadas después.
"¿Todo?", se preguntó Pilato,"Todo. El nombre".
—Barrabas —gritó haciendo resonar con fuerza la letra r sobre la silenciosa ciudad.
Aquí le pareció que el sol, tintineando, estallaba sobre él y le cubría los oídos con niego. En ese fuego se desencadenaban aullidos, gritos, gemidos, risas, silbidos.
Pilato se volvió y caminó hacia atrás en dirección a las escaleras, sin mirar nada, sólo para no tropezar, los mosaicos coloreados que tenía bajo sus pies. Sabía que a sus espaldas, en el estrada, caían monedas de bronce y dadles y que, en la delirante multitud, la gente se empujaba y unos se encaramaban en los hombros de otros, para ver, con sus propios ojos, el milagro de cómo un hombre que se había visto en las manos de la muerte escapaba de ella. Ver cómo los legionarios le desataban las cuerdas y, sin querer, le provocaban un fuerte dolor en sus manos fracturadas durante los interrogatorios y cómo, gimiendo y haciendo gestos de dolor, se sonreía, no obstante, con sonrisa estúpida y loca.
Pilato sabía que ya, en esos instantes, los condenados, con las manos maniatadas, eran conducidos por la escolta, a través de accesos laterales, al camino que llevaba, fuera de la ciudad, al oeste, hacia el Monte Calvario.
Cuando el estrada quedó a sus espaldas, Pilato abrió los ojos, sabiendo que no corría peligro y ya no podría ver a los condenados. Al griterío de la multitud que comenzaba a calmarse se unieron los penetrantes gritos de los pregoneros que repetían, unos en griego, otros en arameo, lo dicho por Pilato desde el estrada. Además, a los oídos del Procurador llegaron los sonidos intermitentes del trate de caballos que se acercaban y el de una trompa que tocaba algo breve y alegre. Aquellos sonidos fueron respondidos, en los tejados de las casas de la calle que iba desde el mercado a la plaza del hipódromo, por los penetrantes silbidos de los chiquillos y los gritos de cuidado".
Un solitario soldado, parado en el espacio libre de la plaza, agitó con alarma su insignia y, entonces, el Procurador, el legado de la legión, el secretario y la escolta se detuvieron.
La caballería, a todo tratar, corría por un costado de la plaza, evitando al gentío y, a través de una callejuela bordeada por un muro de piedra, al lado del cual crecía la vid, tomó el camino más corto para dirigirse al Monte Calvario.
El comandante de la caballería, un sirio pequeño como un niño, oscuro como un mulata, voló al trote y al pasar junto a Pilato gritó algo con voz aguda y desenvainó la espada. Su caballo moro, furioso, empapado de sudor, dio un salto al lado y se encabritó. Enfundando la espada, el comandante golpeó al caballo en el pecho con el látigo, lo dominó y al galope siguió por la callejuela. Detrás de él, en filas de a tres, cabalgaron los jinetes envueltos en una nube de polvo y con las puntas de sus ligeras lanzas levantadas. Al cruzar junto al Procurador marcharon al galope, y, bajo los turbantes blancos, sus rostros sonrientes de brillantes dientes parecían aún más oscuros. Levantando polvo al cielo, la caballería pasó por la calleja y cruzó el último soldado, a la espalda una trompeta que el sol abrasaba. Protegiéndose del polvo con la mano y el disgusto en el rostro,
Pilato caminó en dirección a la puerta del jardín de palacio. Tras él iban el legado de la legión, el secretario y la escolta.
Eran alrededor de las diez de la mañana.