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Capítulo 5
ОглавлениеEl asunto fue en Griboiédov
En la avenida Anillo de los Bulevares, en lo profundo de un marchito jardín, se alzaba una vieja casa de dos plantas, color crema, separada de la acera de la avenida por una reja de hierro fundido. Delante de ella había una plazoleta asfaltada que, en invierno, solía estar cubierta de nieve con una pala hincada en lo alto y, en verano se transformaba, bajo un toldo de lona, en una espléndida prolongación del restaurante. Se llamaba Casa de Griboiédov porque, al parecer, alguna vez fue su propietaria la tía del escritor Alexandr Serguéievich Griboiédov.(15) Ahora bien, si la poseyó o no la poseyó no lo sabemos con exactitud. Incluso se recuerda que, según parece, el escritor no tuvo ninguna tía propietaria. Sin embargo, la casa así se llamaba. Además de eso, un mentiroso moscovita contaba que, en el segundo piso, en una sala circular con columnas, el famoso escritor, al parecer, le leía a esa misma tía, recostada en el sofá, fragmentos de La desgracia de tener ingenio. A. propósito, quizá leía, el diablo lo sabrá, pero eso no es importante. Lo importante es que, en la actualidad, la casa pertenecía a ese mismo Massolit que presidió, hasta su desaparición en los Estanques del Patriarca, el infortunado Mijaíl Alexándrovich Berlioz.
Con liberalidad, ninguno de los miembros del Massolit la llamaba Casa de Griboiédov, sino, simplemente, "Griboiédov": —Ayer estuve dos horas en Griboiédov.
—¿Y qué tal?
—Conseguí que me enviaran aYalta por dos meses.
—Qué bien. o:
—Vamos a ver a Berlioz. Hoy recibe de cuatro a cinco en Griboiédov —y así por el estilo.
Massolit no podía haberse instalado en Griboiédov mejor y con más comodidad. Cualquiera que entrara allí se topaba involuntariamente, ante todo, con información sobre diferentes círculos deportivos y con fotos, individuales y en grupo, de miembros del Massolit, las que cubrían las paredes de la escalera que llevaba al segundo piso.
En la puerta de la primera habitación de este segundo piso, estaba escrito con grandes letras "Sección de pesca y de dachas"y dibujada una carpa tragando un anzuelo.
En la habitación dos estaba escrito algo no muy comprensible
"Viaje de creación de un día. Diríjase a M.V. Podlózhnaya".
La siguiente habitación tenía un breve, pero ya incomprensible escrito: "Pereliguino". Luego, los ojos del ocasional visitante de Griboiédov comenzaban a recorrer los escritos que llenaban sus puertas de nogal: "Inscripciones para la cola del papel, ver a Poklévkina". "Caja. Cuentas personales de los autores de guiones."
Después de recorrer una larguísima cola, que comenzaba abajo en la portería, se podía ver un letrero sobre una puerta que, constantemente, era forzada por el público "Asunto vivienda".
Más allá del "Asunto vivienda" se hallaba un lujoso letrero en el cual se veía un peñón sobre cuya cima viajaba un jinete encapotado y con un fusil al hombro. Más abajo había palmas y un balcón donde estaba sentado un joven con cópete, de ojos muy vivos, cuya mirada se perdía en algún lugar en lo alto, que sostenía en la mano una pluma estilográfica. Al pie se leía "Descanso creador completo, desde dos semanas (cuentos, noveletas) hasta un año (novela-trilogía), Yalta, SuikSu, Borovie, Thixindziri, Maxiadshauri, Leningrado (Palacio de Invierno)".Junto a esa puerta también había una cola, no muy exagerada, de unas 150 personas.
Más allá, siguiendo las caprichosas sinuosidades de subida y bajada de la casa de Griboiédov, continuaba: "Dirección de Massolit", "Cajas 2, 3, 4, 5", "Colegio de Redacción", "Presidente de Massolit", "Billar", varias dependencias de servicios y, finalmente, la misma sala de columnas donde la tía disfrutaba la comedia de su genial sobrino.
Cualquier visitante que cayera en Griboiédov y no fuera, por supuesto, estúpido, comprendía de inmediato lo bien que vivían los felices miembros de Massolit. Entonces, una negra envidia comenzaba a desgarrarle de inmediato. Y de inmediato, le dirigía al cielo amargos reproches por no haber sido agraciado al nacer con talento literario, sin el cual, como es natural, no se podía soñar con poseer el carné de miembro de Massolit, un carné marrón que olía a costosa piel, con un ancho ribete dorado, conocido en todo Moscú.
¿Quién puede decir algo en defensa de la envidia? Es un sentimiento vil, pero, sin embargo, es necesario ponerse en la situación del visitante. Así, lo que vio en el piso superior no era todo y estaba muy lejos de serlo. La planta baja de la casa de la tía estaba ocupada por un restaurante y ¡qué restaurante! En justicia, se consideraba el mejor de Moscú. No sólo porque ocupara dos grandes salas con techos abovedados, pintados con caballos color lila y crines asirías, no sólo porque en cada mesita hubiese una lámpara cubierta con un chai, no sólo porque allí no podía entrar el primero que pasase por la calle, y, finalmente, porque por la calidad de sus provisiones, Griboiédov era muy superior a cualquier otro restaurante de Moscú y tales provisiones se servían a los más módicos precios, nada onerosos.
Por eso no es sorprendente la siguiente conversación que una vez escuchó el autor de estas lineas junto a las rejas de hierro de Griboiédov:
—¿Dónde cenas hoy, Ambrosio?
—Qué pregunta. Por supuesto, aquí, querido Foka. Archibald Archibáldovich me dijo hoy, en secreto, que habrá lucioperca al natural. Una cosa virtuosa.
—Tú sí sabes vivir, Ambrosio —suspirando, respondió Foka, el flaco, de mal aspecto y con un ántrax en el cuello, al gigantón Ambrosio, el poeta de labios colorados, cabellos dorados y resplandecientes carrillos.
—No hay nada especial en mí, no tengo nada —replicó Ambrosio— sino el simple deseo de vivir como un ser humano. Me pudieras decir que el lucioperca se puede hallar en el Coliseo, pero allí, una ración cuesta 1 3 rublos y cincuenta kopeks y, aquí, cinco cincuenta. Además, en el Coliseo, el lucioperca es de hace tres días y no tienes ninguna seguridad de que en el Coliseo no recibas en la jeta, la mano borracha del primer joven que regresa de la calle de los Teatros. No. Categóricamente estoy en contra del Coliseo —tronó en toda la avenida el sibarita Ambrosio—. No me convenzas, Foka.
—No te convenzo, Ambrosio —pió Foka—. Se puede comer en casa.
—Eso sí que no —vociferó Ambrosio—. Imagínate a tu mujer tratando de preparar en una cazuelita, en la cocina colectiva del departamento comunal, una ración de lucioperca. JiJi.Ji. Au revoir,(16) Foka —canturreando, Ambrosio se dirigió a la terraza bajo el toldo. —Ay, vaya, vaya. Sí, fue, fue. Recuerdan los antiguos habitantes de Moscú al célebre Griboiédov. ¿Qué es eso de lucioperca hervido a la carta? Menudencias esas, mi querido Ambrosio. ¿Y el esturión, el esturión en cacerola de plata, el esturión en porciones, con cangrejo y caviar fresco? ¿Y los huevos a la cocotte,(17) en tácitas, con puré de champiñones? ¿No le gustan los filetitos de sinsontes? ¿Con trufas? ¿Y las codornices a la genovesa? Nueve cincuenta. Y el jazz y el servicio exquisito. En julio, cuando toda la familia se hallaba en la dacha y a usted le detenían en la ciudad impostergables asuntos literarios, en la terraza, bajo el sol dorado, a la sombra de una parra ondulante, en el más limpio mantel, para usted había un plato de sopa printanier.(18) ¿Lo recuerda, Ambrosio? Pero para qué preguntar. Por sus labios veo que lo recuerda. Vaya con sus tímalos y luciopercas. ¿Y las becadas, los chorlitos, los chorlitos del bosque, la chochaperdiz, de temporada, la codorniz? ¿Y el agua mineral burbujeante en la garganta? Pero, basta ya, distraemos al lector. Prosigamos.
A las diez y treinta de esa misma noche en que Berlioz pereció en los Estanques del Patriarca, en los altos de Griboiédov sólo estaba alumbrada una habitación en la cual se aburrían doce literatos que, reunidos en sesión, esperaban a Mijaíl Alexándrovich.
Dentro del despacho de la Dirección de Massolit, sufrían el sofocante calor, doce literatos sentados en las sillas y las mesas e incluso en el poyo de las dos ventanas abiertas, a través de las cuales no llegaba ni una gota de aire fresco. Moscú devolvía el calor acumulado durante el día en el asfalto y estaba claro que la noche no traería alivio. Desde el sótano de la casa de la tía, donde se hallaba la cocina del restaurante, llegaba el olor a cebolla. Todos deseaban beber, estaban nerviosos y molestos.
El novelista Beskúdnikov, un hombre tranquilo, bien vestido. con ojos atentos y, al mismo tiempo, impenetrables, sacó su reloj. Las agujas se acercaban a las once. Dando un golpecito en la esfera del reloj, Beskúdnikov se lo mostró, a su vecino, el poeta Dvybratskii, sentado sobre la mesa, que, por aburrimiento, balanceaba los pies, calzados con unos zapatos amarillos de suela de goma.
—Vaya, hombre —refunfuñó Dvybratskii.
—Seguro que se demoró en Kliasma —respondió con voz gruesa Natasia Lukínichna Nepreménova, huérfana de un comerciante moscovita, convertida en escritora de relatos sobre batallas navales, con el seudónimo de "Navegante Georges".
—Permítame —dijo sin vacilación Zagrívov, autor de muy populares libretos—. Yo mismo con muchísimo gusto estaría ahora en el balcón, tomándome una taza de té, en lugar de estar aquí, asándome. ¿No estaba la reunión convocada para las diez?
—Y lo bien que se estaría ahora en Kliasma —pinchó a los presentes Navegante Georges, sabiendo que en Kliasma se hallaba Perelíguino, la colonia de dachas veraniegas de los literatos, un asunto en general molesto—. Probablemente, los ruiseñores estarán cantando aUí en este momento. Por algo, yo siempre prefiero trabajar fuera de la ciudad, especialmente en primavera.
—Llevo ya tres años dando dinerito para llevar a mi mujer, enferma de bocio, a ese paraíso, pero no veo nada en el horizonte —dijo amarga y venenosamente el novelista leronim Poprixin.
—Eso es porque algunos tienen suerte —zumbo desde el poyo de la ventana el crítico Ababkov.
El gozo ardió en los pequeños ojos de Navegante Georges que, suavizando su voz de contralto, dijo:
—Camaradas, no hay que envidiar.
—En total hay veintidós dachas y aún se construyen sólo siete. En el Massolit somos tres mil.
—Tres mil ciento once —añadió alguien desde un rincón.
—Ya ven —continuó Navegante—. ¿Qué hacer? Como es natural, las dachas las recibieron los más talentosos de nosotros... —Los generales —terció directamente en la discusión el guionista Gluxárev.
Beskúdnikov bostezó artificiosamente y salió de la habitación. —Alguien con cinco habitaciones en Perelíguino —dijo GIuxárev.
—Lavrovich seis —gritó Denivski— y el comedor revestido de roble.
—Oh, ahora no es ese el asunto —gritó Ababkov— sino que son las once y treinta.
Se armó un alboroto y afloró algo parecido a un motín. Llamaron al odiado Perelíguino, pero comunicaron con otra dacha, no con la de Lavrovich. Supieron que había ido al río y esto colmó su disgusto. Sin reflexionar llamaron, por la extensión 930, a la Comisión de Bellas Artes y, por supuesto, allí no había nadie. —Él pudiera haber llamado —gritaron Deniskii, Gluxárev y Kvant.
Ah, gritaban en vano. No podía Mijaíl Alexándrovich llamar a ninguna parte. Lejos, lejos de Griboiédov, ea una enorme sala iluminada por lámparas de miles de voltios y en tres mesas de zinc, yacía lo que, recientemente, fuera Mijaíl Alexándrovich.
En la primera mesa estaba el cuerpo desnudo, con sangre seca, el brazo fracturado y el pecho aplastado; en la segunda, la cabeza con los dientes delanteros rotos, turbios y abiertos los ojos a los que ya no asustaba la cortante luz y en la tercera un montón de arrugados trapos.
Cerca del decapitado se encontraba un profesor de medicina legal, un patólogo, su disecador, el representante de la investigación judicial y, llamado por teléfono, el literato Shelibin, sustituto de Berlioz en el Massolit, que debió separarse de su esposa enferma. Un auto había recogido a Shelibin y la primera tarea fue, junto con la instrucción del sumario, llevarlo, cerca de la medianoche, al departamento del muerto, donde se lacraron sus papeles. Luego todos se dirigieron a la morgue.
Ahora, junto a los restos del difunto, deliberaban sobre qué era lo mejor a hacer: coser al cuello la cortada cabeza o exponer al difunto en la sala mortuoria, tapando herméticamente el cadáver hasta la barbilla con un paño negro.
Sí, Mijaíl Alexándrovich no podía llamar a ninguna parte y en vano gritaban Deniskii, Gluxárev. Exactamente ah medianoche, doce literatos abandonaron el piso superior y se dirigieron al restaurante Allí, nuevamente, no buenas palabras recordaron a Mijaíl Alexándrovich. Naturahiente, todas las mesitas en la terraza estaban ocupadas y tuvieron que cenar en las hermosas pero calurosas salas. Y justamente a medianoche, en la primera de las salas algo retumbó, tintineó, se derrumbó, comenzó a saltar. Al mismo tiempo una fina voz masculina gritó desesperadamente con la música "Aleluya".
El estrépito procedía del célebre jazz de Griboiédov. Entonces fue como si los sudorosos rostros se iluminaran, los caballos dibujados en el techo revivieran y las luces de las lámparas se hicieran más intensas, y la gente, como si se liberara de una cadena, comenzó a bailar en ambas salas y enseguida en la terraza.
Bailaba Glujarev con la poetisa Tamara Polumiesiaz, bailaba Kvant, bailaba el noveüsta Zhukópov con cierta actriz de cine, vestida de amarillo. Bailaban Dragunskii, Cherdavskii,(19) el pequeño Denitskin con la gigantesca Navegante Georges, bailaba la bella arquitecta Seméikina Gall, fuertemente apretada por un desconocido de blancos pantalones. Bailaban los de la casa y los huéspedes, moscovitas y forasteros, el escritor logann de Kronstadt, un tal Vitia Kúftik, de Rostov, al parecer director de cine, a quien un eccema liliáceo le cubría toda la mejilla, bailaban los más importantes representantes de la sección de poesía de Massolit, es decir, Pavionov, Bogojulskii, Sladkii, Shpichkin y Adelfina Buzdiak; bailaban jóvenes de profesiones desconocidas, con el pelo cortado al cepillo y hombreras de algodón; bailaba un hombre muy maduro y con barba, en la cual se hallaba enganchado un pedacito de cebolla, con él bailaba una joven enclenque, devorada por la anemia, que vestía un arrugado vestidito de seda, color naranja.
Bañados en sudor, los camareros llevaban sobre sus cabezas chorreantes jarras de cerveza y con voces roncas gritaban con odio "Perdone, ciudadano". En alguna parte y en el rumor de voces, alguien ordenaba: "Uno de Karskii","Dos de Zubrik","Fliaki gosporadiskie".(20) La voz aguda ya no cantaba sino aullaba "Aleluya". A veces, el ruido de la batería de la orquesta de jazz era sobrepasado por el ruido de la vajilla que los lavaplatos llevaban a la cocina por una rampa. En una palabra, el infierno.
Y en la medianoche hubo una visión infernal: entró en la terraza un hermoso hombre de ojos negros, barba en forma de puñal y vestido de frac que lanzó una mirada regia sobre sus posesiones. Dicen, dicen los místicos, que hubo una época cuando el hombre bello no llevaba frac, sino un ancho cinturón de cuero del cual salían las empuñaduras de pistolas; su cabello, como el ala de un cuervo, cubierto estaba por una seda bermeja y, en el mar Caribe, navegaba bajo su mando, un bergantín de bandera sepulcral con una calavera.
¡No, no, no! Mienten los seductores místicos. No existe en el mundo ningún mar Caribe y en él no navegan violentos filibusteros y no los persiguen las corbetas y sobre las olas no se eleva el humo de los cañones. No hay nada y nada hubo. Sí hay un endeble tilo, hay una reja de hierro y tras ella una avenida. Y navega el hielo en una copa y en la mesa contigua se ven unos ojos de acero, inyectados en sangre y es terrible, terrible... Oh, dioses, dioses míos, un veneno para mi, veneno.
De repente, en las mesitas brotó una palabra: Berlioz. De repente, el jazz se interrumpió como si alguien le hubiera dado un puñetazo. "¿Qué, qué, qué, qué? ¡Berlioz!" y comenzaron a levantarse bruscamente, comenzaron a lanzar gritos...
Sí, corrió una ola de dolor por la terrible noticia sobre Mijaíl Alexándrovich. Alguien se agitó, gritó que era necesario, en ese mismo instante, sin moverse de allí, redactar algún telegrama colectivo y enviarlo de inmediato.
Pero nosotros preguntamos ¿qué telegrama y a dónde? ¿Y para qué mandarlo? ¿A dónde, en realidad? Cualquiera que fuese el telegrama, ¿para qué lo necesitaba aquel cuyo despachurrado pescuezo aprietan ahora las manos enguantadas del disecador, cuyo cuello pincha el profesor con curvas agujas? Ha muerto él y no le es necesario ningún telegrama. Es todo, por supuesto, no sobrecarguemos más el telégrafo.
Sí, murió, murió... pero nosotros estamos vivos.
Sí, se alzó la ola de dolor, se sostuvo, se sostuvo y comenzó a retroceder y alguien regresó a su mesita y, primero a escondidas, luego abiertamente, bebió su agüita y mordisqueó algo. En verdad, ¿para qué perder las croquetas de pollo? ¿En qué ayudamos a Mijaíl Alexándrovich con quedamos con hambre? Pero si estamos vivos. Como es natural, echaron llave al piano, el jazz desapareció, algunos periodistas marcharon a sus redacciones para escribir sus notas necrológicas. Se supo que Sheldibin había llegado de la morgue. Él se encerró en el despacho y allí mismo corrió el rumor de que reemplazaría a Berlioz. Sheldibin hizo venir del restaurante a los doce miembros de la dirección y en una urgente reunión en el despacho de Berlioz comenzaron a discutir las impostergables cuestiones de la decoración para la sala de las columnas de Griboiédov, el traslado del cuerpo a ese lugar, el acceso a él y otros asuntos relacionados con el doloroso suceso.
El restaurante recobró su habitual vida nocturna y hubiese vivido en eUa hasta el cierre, es decir, hasta las cuatro de la madrugada si no hubiese sucedido algo totalmente infernal, haciendo saltar y asombrar a los clientes del restaurante mucho más que la muerte de Berlioz. Los primeros en inquietarse fueron los valientes que custodiaban la puerta de la casa de Griboiédov. Se escuchó cómo uno de ellos, subiéndose en el pescante de un coche, gritó:
—Oigan, miren esto.
Tras aquello, salido de algún lado, junto a la reja de hierro se encendió una lucecita que comenzó a acercarse a la terraza donde las personas comenzaron a pararse y a ver que con la luz venía un fantasma blanco. Al aproximarse, todos quedaron como petrificados detrás de las mesitas con los ojos desorbitados y los tenedores con pedazos de esturión. El portero, que había salido del guardarropa del restaurante al parió para fumar, apagó el cigarrillo y fue hacia el fantasma con la clara intención de cerrarle el paso, pero por alguna causa se detuvo y se sonrió tontamente.
El fantasma, luego de traspasar la vega, entró en la terraza sin ser detenido. Entonces, todos vieron que no era ningún fantasma, sino el conocido poeta Iván Nikoláievich, Desamparado.
Estaba descalzo, con blancos calzones a rayas y un blanco camisón tolstoiano(21) desgarrado. Sobre el pecho, prendido con un imperdible, llevaba un papel con el dibujo medio borrado de un santo desconocido. En la mano sostenía, encendida, una vela de matrimonio. En su mejilla derecha había cortaduras frescas.
Es difícil describir hasta qué punto fue profundo el silencio que se hizo en la terraza. Se vio que un camarero derramaba en el suelo la cerveza que llevaba en una jarra.
El poeta alzó la vela sobre su cabeza y con fuerza dijo:
—Salud, amigo —luego de lo cual, miró hacia las mesas más cercanas y dijo con tristeza—: No, él no está aquí.
Se escucharon dos voces. Una de ellas, de bajo, dijo sin compasión: —Asunto resuelto: delirium tremens.
La segunda voz, de mujer, dijo con temor:
—¿La Milicia le ha permitido ir por la calle en tal estado?
Al escuchar aquello Iván Nikoláievich respondió:
—Dos veces quisieron detenerme, en Skátertnii y aquí Bronnaya, pero yo salté una cerca y vean, me corté la mejilla —en ese instante, Iván Nikoláievich alzó la vela y gritó:
—Hermanos en la literatura —su ronca voz cobró fuerza—. Escúchenme todos. El ha aparecido. Captúrenlo inmediatamente o de lo contrario producirá una desgracia indescriptible.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué dijo? ¿Quién apareció? —de todas partes se alzaron las voces.
—El consultante —dijo Iván—. Y ese consultante acaba de asesinar en los Estanques del Patriarca a Misha(22) Berlioz.
Entonces del interior de la sala, la gente salió y se agolpó en la terraza y una muchedumbre se colocó junto a la vela de Iván. —Perdone, perdone, sea más preciso —dijo una voz suave y amable en el oído de Iván—, dígame ¿cómo es eso del asesinato? ¿Quién asesinó?
—El consultante extranjero, profesor y espía —respondió Iván volviendo la cabeza.
—¿Cuál es su apellido? —le preguntaron con suavidad al oído. —¿Qué, qué, el apellido? —gritó Iván angustiado—. Si yo supiera su apellido. No lo distinguí en la tarjeta de visita. Recuerdo sólo la primera letra V, un apellido con V.
¿Qué apellido es con V?", agarrándose la fi:ente con las manos, se preguntó a sí mismo Iván y, de repente, murmuró:
—Ve, ve... va... vo... ¿Vagner?, ¿Vainer? ¿Vegner? ¿Vinter? —los pelos de 1a cabeza de Iván comenzaron a moverse por la tensión. —¿Vulf? —gritó apenada una mujer.
Iván se disgustó.
—Idiota —gritó y buscó los ojos de la mujer—. ¿Qué tiene que ver aquí Vulf? Vulf no es culpable de nada. Bueno, bueno. No. No recuerdo. En fin, ciudadanos, llamen de inmediato a la Milicia para que envíen cinco motociclistas con ametralladora para cazar al profesor. Y no olviden de decir que con él andan otros dos, uno largo y a cuadros, quevedos rajadas... y un gato negro y gordo. Mientras yo buscaré en Griboiédov. Presiento que está aquí.
Iván cayó en agitación y, empujando a los que le rodeaban, comenzó a mover la vela, cuya cera se derramó sobre él, y a buscar debajo de las mesas. Aquí se escucharon las palabras "Un médico" y un rostro acaridador, carnoso, bien afeitado y alimentado, con lentes de carey surgió frente a Iván.
—Camarada Desamparado —dijo aquel rostro con voz ceremoniosa—, tranquilícese. Usted está compungido por la muerte de nuestro amado por todos Mijaíl Alexándrovich... No, simplemente Misha Berlioz. Eso lo comprendemos perfectamente. Usted necesita tranquilidad. Ahora, los camaradas lo llevarán a la cama y usted olvidará...
—¿Tú —lo interrumpió Iván— comprendes acaso que es necesario capturar al profesor? Y te diriges a mí con tus tonterías. Cretino.
—Camarada Desamparado, permítame —respondió el rostro enrojecido, retrocediendo y arrepintiéndose de haberse mezclado en aquel asunto.
—No, no te permito —dijo Iván Nikoláievich con sereno odio. El temblor desfiguró su rostro y con rapidez tomó la vela con la mano izquierda, alzó la derecha y golpeó en la oreja al rostro que le demostraba compasión.
Entonces se echaron sobre Iván. La vela se apagó y los lentes cayeron del rostro y fueron inmediatamente aplastados. Iván lanzó un terrible gritó de guerra que, para asombro de todos, se escuchó incluso en la avenida, y comenzó a defenderse. Resonó la vajilla al caer de las mesas y gritaron las mujeres.
Mientras los camareros amarraban al poeta con toallas, en el guardarropa tenía lugar una conversación entre el comandante del bergantín y el portero.
—¿Viste que él estaba en calzones? —preguntó el pirata.
—Sí, Archibald Archibáldovich —dijo con miedo el portero—, pero cómo podía impedirle el paso si es miembro de Massolit. —¿Viste que estaba en calzones? —repitió el pirata.
—Perdone Archibald Archibáldovich —contestó el portero ruborizado—, ¿qué puedo hacer yo? Yo entiendo que en la terraza las damas se sientan...
—Las damas no tienen nada que ver aquí. A las damas esto les da igual —dijo el pirata, quemando, literalmente, al portero con los ojos— pero a la Milicia sí le importa. Un hombre en ropa interior sólo puede ir por las calles de Moscú, en el caso de que vaya en compañía de la Milicia, a un solo lugar, el cuartel de la Milicia. Y si tú eres un portero debes de saber que al ver a un hombre así, tu deber es, sin dejar pasar un segundo, comenzar a tocar el silbato. ¿Me oyes? ¿Oyes lo que sucede en la terraza?
Aquí el aturdido portero escuchó, procedente de la terraza, el estrépito de la vajilla rota y los gritos de las mujeres.
—Entonces, ¿qué hacer contigo por esto? —preguntó el filibustero.
La piel del rostro del portero adquirió el color de un enfermo de tifus y sus ojos parecían los de un cadáver. Tuvo la impresión de que los negros cabellos, peinados ahora con raya, se cubrían con una seda roja y desaparecían el frac y la pechera y del cinturón de cuero surgía el mango de una pistola. El portero se vio a sí mismo colgado de una verga, con la lengua afuera, la cabeza sin vida caída sobre el pecho e, incluso, escuchó el sonido de las olas contra la borda. Las piernas se le doblaron. Pero el filibustero se compadeció de él y apagó su mirada de niego.
—Mira, Nikolái. Está es la última vez. En el restaurante no necesitamos, ni regalados, porteros así. Vete de guardián a una iglesia —luego de decir esto, el comandante dio órdenes rápidas, claras, precisas—: Llamas a Pantaleón del bufe. A la Milicia. El protocolo. El coche. Al psiquiatra —y agregó—: Toca el silbato.
Quince minutos más tarde, el asombrado público, no sólo en el restaurante, sino también en la avenida y en las ventanas de las casas que daban al jardín del restaurante, vio cómo, por la puerta de Griboiédov, el portero, Pantaleón, un miliciano, un camarero y el poeta Riujin, sacaban a. un hombre joven, envuelto como un muñeco, bañado en lágrimas, que trataba de escupir precisamente a Riujin y gritaba en toda la avenida:
—Canalla, canalla.
Con cara agria el chofer de un coche de carga ponía en marcha el motor. Junto a él, un, valiente excitaba a un caballo pegándole por la grupa con unas riendas color lila y gritaba:
—Así que a pasear. Yo lo llevaba al manicomio.
En los alrededores, zumbaba el gentío comentando el increíble suceso. En una palabra, había un escándalo repugnante, sucio, infame y atrayente que sólo concluyó cuando el camión partió de las puertas de Griboiédov con el infeliz Iván Nikoláievich, el miliciano, Pantaleón y Riujin.