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La obra y su ejecución
La obra debe ofrecerse a la percepción: debe ser ejecutada para pasar, de alguna manera, desde una existencia en potencia a una existencia en acto. Al menos la ejecución se impone en ciertas artes cuyas obras se perpetúan en los signos donde son depositadas, en espera de que se las interprete; puede desde luego en estos casos hablarse de una existencia virtual, aunque la obra esté acabada y la representación no añada nada, en principio, a lo que el autor quiso. Esta exigencia de una concretización, como dice Ingarden, queda patente, por ejemplo, en la literatura teatral; cuando leemos una obra de teatro, notamos que falta algo; es posible que intentemos, en compensación, satisfacer este vacío imaginando, más o menos confusamente, según la costumbre que tengamos de asistir al teatro, la puesta en escena, las actitudes, las entonaciones: ejecución imaginaria, pero que a veces logra animar el texto y clarificarlo; tal expresión tiene tal sentido porque brota como un juramento contenido, tal otro porque se escapa; tal escena es dramática por la presencia discreta o dominante de un personaje mudo; tal situación exige tal mímica e incluso tal vestuario: «¡Cómo me pesan estos amplios ornamentos y estos velos!». Si quizá el autor tuvo cierto cuidado de anotar las indicaciones del decorado o de la representación, posiblemente fuese antes que nada pensando en el lector, para estimular su imaginación en la medida que la difusión del libreto permite multiplicar el teatro-visto por el teatro-leído.1 Pero, precisamente, este esfuerzo hecho de imaginación, que altera la espontaneidad de la percepción de las palabras, está al servicio del juicio más que de la percepción: ejecutando la obra con nuestros recursos personales, buscamos ante todo comprender, descubrir o comentar el sentido. Esto es lo propio de la lectura: de la obra, a falta de la presencia sensible que le permite llegar a ser objeto estético, retiene especialmente lo que ejercita la reflexión: la estructura y la significación; mientras que en el teatro se sufre el encantamiento, leyendo mantenemos nuestra sangre fría y ejercitamos más la comprensión del texto. Y, sin duda, esto es ya sacar de la obra un excelente partido, rendirle un cierto homenaje, el único que pueden esperar las obras no estrenadas; pero si no adoptamos la actitud estética, tal como la descubrimos más tarde, es porque no nos hallamos ante la obra misma, la obra en el momento en que se descubre el objeto estético.2 Es la ejecución lo que permite este descubrimiento. Sin buscar de prisa el precisar la modificación que la ejecución suscita en el estatuto ontológico de la obra, veamos cómo es exigida por cierto tipo de artes, que solo por esta exigencia ya se distinguen sobradamente del resto.
I. LAS ARTES DONDE EL EJECUTANTE NO ES EL AUTOR
Las artes que más evidentemente requieren una ejecución son aquellas en las cuales la ejecución es una etapa claramente diferenciada de la creación, aunque a veces se califique de creación la primera representación de una obra, en la que el ejecutante es distinto del autor, a pesar de que el mismo intérprete reivindique para sí el título de artista. La diferencia entre ejecución y creación es sin duda muy patente cuando se trata de la relación que existe entre el arquitecto y el promotor de la obra3 y mucho menos clara cuando se trata de la conexión entre el coreógrafo y el bailarín, ya que el ballet es, sin duda alguna, el arte que menos existencia mantiene fuera del propio ejecutante, toda vez que no dispone de un sistema de signos bien definido y, por otra parte, que la calidad de la ejecución es lo que principalmente cuenta. Dejemos aparte ahora la arquitectura. Si el actor, los instrumentistas o el bailarín se creen artistas es porque tienen conciencia de ser necesarios a la obra. ¿En qué medida y cómo?
Al igual que la idea, según Hegel, pasa por la naturaleza, también aquí el objeto estético pasa por el hombre. El hombre se transforma en su materia; materia preciosa, dúctil y rebelde a la vez, que se desvanece cada vez que el hombre cesa de actuar. Si la materia de la obra es lo sensible, es necesario que lo sensible sea producido por el hombre, al igual que los sonidos son producidos por el músico, o que lo sensible sea el cuerpo mismo del hombre en tanto que se ofrece a la vista, como en las actitudes del bailarín del actor. ¿Pero cuál es el estatuto del ejecutante? Así como el esclavo, según Aristóteles, tiene la voluntad depositada en su amo así él tiene su voluntad en la obra: se halla poseído, alienado, dócil a una intención extraña y ajena; es sabido cómo Sartre ha desarrollado la famosa paradoja de Diderot mostrando cómo el actor, atrapado por lo irreal, se irrealiza en el personaje que encarna.4 No se trata de que realice ciertos gestos, previamente «contratados», o que se limite a obedecer mecánicamente una serie de instrucciones; el texto no es un esquema que sirva para arropar los gestos o palabras; hay que darle vida, hacerle vivir por sí mismo: el actor que crea, como habitualmente se dice, un papel mediante la vida que insufla a la obra, tiene derecho de llamarse artista. La idea contenida en la obra, si queremos utilizar el lenguaje hegeliano, reclama algo más que el que se la traduzca: necesita ser vivida para ser auténticamente una idea. Ya que una idea que permanece en los limbos de la interioridad, hasta que no se la someta a prueba, no es plenamente una idea. Así, gracias al intérprete, a través del hombre, se nos presenta la obra y nos habla. El hombre es el objeto significante por excelencia. Sin duda alguna, la significación procede de las palabras que pronuncia el actor o de los sonidos que produce el virtuoso; pero las palabras solo alcanzan su pleno sentido cuando se profieren; el lenguaje logra su completo destino de esta manera, que es el de «ser hablado». El sentido de una palabra no es separable de los componentes corporales que se añaden a ella: acento, entonación, mímica. Lo que Husserl denomina las cualidades de manifestación no manifiestan solamente el contenido psicológico sino el sentido mismo; o mejor dicho, el sentido se halla ligado al contenido psicológico, lo que se dice es inseparable de aquello que se quiere decir y de la forma en que se dice. Precisamente por eso un poema no puede ser apreciado plenamente si no se recita; la mera lectura empobrece sus posibilidades. Y con más razón aún si en vez de un poema se trata de una obra de teatro. Solo por la voz humana el lenguaje se convierte en un acontecimiento humano y los signos asumen su verdadera función. Lo mismo se puede decir de los sonidos musicales: el violín no vibra si el hombre no vibra; el instrumento es al ejecutante lo que la garganta al cantante: la prolongación de su cuerpo, de manera que, una vez más, es en el cuerpo humano donde la música se encarna, pero esta vez en un cuerpo disciplinado por el instrumento y que debió plegarse a unos prolongados ejercicios para convertirse el mismo en instrumento del instrumento. Esto se ve más claro aún en el director de orquesta que, como el director de escena o el coreógrafo, es el mediador necesario entre la obra y el ejecutante: ordena y controla la ejecución porque en él la obra halla su unidad; y la encuentra precisamente porque se introduce en él porque vive en él, porque él la hace visible, incluso con sus propias pantomimas, por muy sobrios que sean sus gestos, quizá como una especie de bailarín que encarna en sí mismo el ballet. Mejor aún, en el caso de la música, la danza es un lenguaje significante porque es transmitida por el hombre.
Para comprender lo que la ejecución aporta a la obra, es necesario comprender asimismo que la obra debe armonizar con el ejecutante idóneo. La gracia que pueda haber en ella se mide por el acierto con que es interpretada. Cuando el director de escena pueda decir: he ahí una obra bien realizada, cuando cada escena parezca que se encarna inmediatamente en una situación acertada en el escenario, cada réplica en una actitud, cuando toda la obra obedezca a una cierta lógica corporal, entonces tales signos en conjunto hablarán por sí solos. Pero es en la música donde esta lógica corporal da su mejor medida del arte: la obra se nota más alegre cuando el músico la interpreta con toda su satisfacción. El mismo autor, con frecuencia, al componer, reproduce movimientos con el cuerpo intentando pequeños ensayos al piano; sin duda alguna se trata de un cuerpo excepcional, al que un prolongado ejercicio ha dado el pleno uso de su espontaneidad; y por eso quizás su plena adhesión a lo que hace garantiza la naturalidad de la obra. Sin duda, también es necesario que la obra sea premeditada y controlada, pero a condición de que el vigor se disimule en la soltura de lo sensible, que las matemáticas se hagan gráciles, que la regla esté al servicio de una espontaneidad. Se mide así la diferencia entre una fuga de Bach y ciertas obras de la escuela dodecafónica; y se comprende también que la música sea antes que nada melódica; se ve claramente en Debussy, que donde la melodía se interrumpe es debido a exigencias precisamente melódicas y no por un mero designio abstracto. El oído se complace, podríamos decir, en aquello en que los dedos del ejecutante se complacen también. Y si el bailarín se aburriera bailando, es decir, si su cuerpo no desarrollara todas sus posibilidades, que en el fondo, hasta las más difíciles, siempre se sueña en alcanzar, ¿dónde estaría la danza? Por ello suele decirse que la rampa de los pasos a dos o de uno solo está precisamente en los encadenamientos: entre dos figuras que encarnan cada una de ellas, en el espacio de un segundo, alegremente la necesidad de un ritmo, no pueden intercalarse tiempos muertos, ni tampoco sobresalir una lógica puramente abstracta, sino más bien debe lograrse que los instantes de reposo sean de distensión auténtica y los de preparación encarnen el impulso, como las modulaciones armónicas de la música clásica son, ante todo, melodía, o las salidas y entradas al escenario teatral son principalmente movimiento y drama.
Así, la ejecución verifica la calidad de la obra o al menos esta cualidad básica: el libre juego de lo sensible que el ejecutante despliega. Esto ya es suficiente como para establecer la responsabilidad del ejecutante: si manifiesta y exterioriza la obra, debe sin duda serle fiel. Pero, ¿fiel respecto a qué? Nos topamos con el problema del estatuto de la obra, incluso antes de la ejecución. Para el espectador o el crítico, e incluso para el intérprete, este problema halla su expresión en un círculo: cuando abandonamos la actitud estética para apreciar la interpretación de una obra, juzgamos la interpretación en función de la obra, porque conocemos la obra a partir de las interpretaciones. Sin embargo, es necesario reconocer y admitir una verdad de la obra, independiente de la ejecución o anterior a ella. Se trata menos aquí de saber si la ejecución satisface las exigencias de esta obra que, precisamente, postula ser ejecutada para ofrecerse como objeto estético. Por ello hablamos aquí de verdad, no de realidad: la realidad de la obra es lo que es según sea o no ejecutada; su verdad es lo que ella postula ser y lo que llega a ser precisamente por la ejecución: el objeto estético, este objeto al que nos referimos implícitamente para hablar de la obra y también para apreciar su ejecución. La ejecución revela y completa este ser de la obra, y solo tendremos una idea insuficiente de la obra hasta que no hayamos asistido a esta ejecución, o al menos que nos la hayamos imaginado. Pero, a través de la ejecución, apuntamos hacia la verdad de la obra y esta verdad es la que orienta nuestro juicio sobre las ejecuciones ulteriores o incluso acerca de la ejecución presente.
No obstante, ¿de dónde obtenemos la verdad de la obra sino de la ejecución? La necesidad de su aparecer es tal que la ejecución a veces orienta, y hasta altera, nuestro juicio imponiendo una cierta imagen demasiado exclusiva del objeto estético; así, La Muerte del Cisne está conectada en muchas memorias a la Pawlova, Petruchka a Nijinski, Kuock a Jouvet, Ondine a Madeleine Ozeray: encarnaciones quizá excesivamente perfectas y que parece que condenan a cualesquiera otras. No hay en ello peligro alguno, a no ser que tal interpretación se imponga apoyada por una tradición nunca contestada y no precisamente por su fidelidad; en este caso podría enmascarar el rostro de la propia obra y falsificar el juicio (e incluso, lo que sería más grave aún, pesar sobre la creación estética en la medida en que esta anticipa la ejecución y se regula en ella: ha sido necesario un Lifar para ampliar una concepción demasiado estrecha de la danza clásica, sin romper desde luego con la tradición, como ha sido necesario un Wagner y un Berlioz para dar a la orquesta una nueva amplitud, un Debussy para dar de nuevo al piano sus ocho octavas y al pianista una nueva familiaridad con su instrumento). Mas, dejando aparte estos casos excepcionales ¿no puede afirmarse que la ejecución inventa en cierta medida siempre la verdad de la obra? Es interpretación: es decir, que esta verdad no se halla fijada anteriormente y que, de una misma obra, son posibles diversas interpretaciones, de forma que la obra cambia así, según diversas épocas, su sentido.
Pero no debemos dejarnos tampoco arrastrar demasiado lejos por esta pendiente del relativismo estético. Sin duda alguna nuestra comprensión de la obra es solidaria con / de las ejecuciones, que se hallan ligadas a su vez a ciertos estados históricos del gusto: Molière no será nunca más representado como lo era por él mismo, ni comprendido o fruido como lo era en el tiempo del propio Molière.5 Esto desborda el problema de la ejecución, y tendremos ocasión de retomarlo más tarde: existe toda una vida de la obra a través de la historia, que apunta y desarrolla la historicidad de la cultura estética. Cada época privilegia ciertos objetos estéticos en detrimento de otros que ignora a veces totalmente, y la obra crece o decrece, se enriquece o se empobrece según el fervor que se le concede y el sentido que en ella se descubre. Respecto a la obra ejecutada, estos avatares son solidarios de los que rodean a la ejecución sea para condenarlos para seguirlos. Deberemos por ello repetir lo que ahora tenemos que decir de esta historicidad de las interpretaciones: en la historia parece o tiende a realizarse algo que sobrepasa la historia y que no tiene su verdad en la historia; es más, la historia no se ilumina y clarifica más que a la luz de ciertas estrellas o puntos luminosos fijos: si todo se hallase inmerso en el remolino de la historia no existiría la historia. Así, las diversas tradiciones de la ejecución componen por sí mismas una historia que tiende a manifestar la verdad de la obra a través de ensayos y errores múltiples, y esto porque ya hay una verdad de la obra, que necesita la ejecución para manifestarse, aunque juzgue a la vez tal ejecución.
Sucede, a veces, que para apreciar la calidad de la ejecución se recurre a las intenciones del autor; esto es lo que hacen los pertenecientes a la crítica de discos instituida por la radio, sin olvidar lo que esta referencia por sí misma puede tener de equívoca, ya que si, por ejemplo, hacen ver la enfática y vulgar interpretación que cierta grabación ha realizado del Requiem de Fauré, apelando a lo que hay de religioso en Fauré, saben muy bien que Fauré ha estado encargado del órgano de la iglesia de San Francisco Javier durante veinte años sin practicar la religión: lo que pueda haber de religioso en Fauré no alcanza a su vida privada sino a su obra; y ¿cómo saberlo si no es oyendo su obra? Como tendremos ocasión de ver, la experiencia estética va de la obra al oyente.6 Por añadidura, sucede asimismo que, sin conocer la obra ni saber previamente nada del autor, somos capaces de juzgar a pesar de todo una ejecución. ¿Acaso la ejecución, al manifestar la obra, no se denuncia a sí misma? Por otro lado, es curioso que seamos más sensibles a las faltas de la ejecución que a sus virtudes: si es buena la interpretación, desaparece ante la obra, el ser y el aparecer coinciden verdaderamente, y nos entregamos por entero al objeto estético. Las faltas son las que nos ponen alerta; nos parece entonces que algo suena falso, que un error de concordancia se hace patente y que debe achacarse a la ejecución: que el tempo del andante sea demasiado rápido, la actitud del actor demasiado lenta, el decorado demasiado chillón, la cabriola del danzarín demasiado pesada, el encanto… y entonces el encanto se quiebra y exigimos cuentas al ejecutante en cuestión, o mejor dicho, es la obra la que pide cuentas ya que la traicionada ha sido ella.
Así se cierra el círculo: la obra se completa en la ejecución, pero a la vez ella juzga la ejecución en que se encarna y realiza. Esta exigencia que se realiza, si la obra posee el ser de una exigencia, se convierte en exigencia para la ejecución; dicho de otro modo, la existencia concreta que la obra obtiene es una existencia normativa: la realidad debe manifestar una verdad que se da a conocer en esta realidad. La historicidad de las ejecuciones no relativiza totalmente la verdad de la obra; no atenúa en nada esta exigencia que le es propia y que suscita siempre nuevas ejecuciones. Precisamente porque el aparecer, necesario al ser, no le es idéntico, pueden ser válidas diversas ejecuciones diferentes de una misma obra, como asimismo, por parte del público, pueden darse distintas interpretaciones de una misma obra ejecutada. De una obra maestra, afirma Goubier, «cada recreación hace brotar una imagen inédita, de manera que siempre es indefinidamente nueva sin cesar de ser la misma […] entera en cada una de estas imágenes»,7 por ello no puede asignarse a la historia el cuidado de un desciframiento y de una revelación progresivos: el Hamlet de Lawrence Oliver no es más verdadero que el de Jean-Louis Barrault; y hay que añadir que no solo el hombre Hamlet, tal como le hace hablar Shakespeare, es inagotable por lo que tiene de ambiguo o inacabado en cada gesto o cada palabra; es más bien la obra misma como totalidad –y la Novena Sinfonía o una naturaleza muerte de Braque igual que Hamlet– la que es inagotable por lo que denominaremos su profundidad: irreductible a sus ejecuciones y sin embargo captable solamente por ellas, o mejor dicho, en ellas. Podría afirmarse que la verdad de la obra consiste en ser una verdad. Si, en lugar de ser espectadores perceptivos, fuésemos, como dice Jaspers «consciencia en general», capaces de sobrevolar la historia y de planear ante las verdades históricas de la obra, no existiría verdad alguna: el ser de la obra hubiera absorbido su aparecer, sería verdad eterna y no objeto estético.
Así, la obra es una exigencia infinita que exige una realización finita, y que se consuma cada vez que la obra nos es presentada con suficiente evidencia y rigor, sin notas discordantes, y cuando todo invita a que nuestra percepción salude en ella al objeto estético; la verdad de la obra que poseemos así es realmente la verdad que la obra impone y que se nos impone.
Esta trascendencia, si tiene un sentido es ante todo para el ejecutante; a pesar de que ejecute la obra imaginando una obra ya hecha o lea el texto imaginando lo representado. Al menos él debe ejecutarla realmente: la verdad de la obra es para él no algo dado sino una tarea. Y la virtud principal que se requiere al ejecutante es la docilidad. Los grandes directores de escena están totalmente de acuerdo en este punto8 y también los directores de orquesta. Docilidad difícil y que posee, desde luego, grados diversos. Difícil por múltiples razones que afectan tanto a la obra como al ejecutante. Por un lado, porque se exigen al ejecutante tal cúmulo de cualidades, relativas al virtuosismo y a la inteligencia, que no puede dejar de tomar conciencia de su importancia. Por otra parte, porque su contribución quizá no solo se limite a ser la propia de un ejecutante sino la de un artista: así ocurre con el pintor que diseña los decorados, el compositor que escribe la música de escena, el cineasta que elabora el fondo para el Cristóbal Colón de Claudel.9 Finalmente porque la obra, tal como sale de las manos del autor, le permite de hecho más amplia iniciativa. La ejecución aún debe inventarse, y la representación es una creación. De ahí proviene que el ejecutante esté tentado de tomarse a sí mismo como fin, en vez de considerar la obra como su fin. Y de todo esto proceden no solo ciertos errores de interpretación, respetables e interesantes cuando se originan más por exceso de celo que de presunción, como cuando hemos constatado que el papel de Bérénice se resiste a un intérprete (Baty) o el de Tartuffo a otro (Jouvet), y menos interesantes en el caso de que procedan de la incomprensión o de la torpeza, sino también lo que Goubier califica de herejías, dándonos múltiples ejemplos de ello. Pueden distinguirse aquí las herejías del colaborador que no quiere someterse a una disciplina, como puede ser el caso del libretista que intenta sacudirse el yugo de la misma, o del músico que desearía eclipsar la obra de teatro, y las herejías del ejecutante que se toma excesivas libertades con la obra, bien sea para hacer prevalecer su interpretación, o bien por convertirse en vedette: Sarah Bernhardt interpretó Fedra, aunque prefería a V. Sardou dado que su genio estallaba intentando salvar un texto mediocre más que sirviendo a un texto genial.
Acerca de este punto, sin desarrollarlo, querríamos introducir una distinción entre el actor de teatro y el actor de cine. Sabemos muy bien cuál es el prestigio de las estrellas de la pantalla, y que el público se siente hasta más atraído al cine por la vedette que por la película; contra esto además ya reaccionó el cine soviético primero y luego el cine italiano; hay que observar que las más grandes películas colocan antes el nombre del director que el del actor; se relega así al actor al papel de nuevo ejecutante, mientras que el autor… ¿quién es el autor? ¿El guionista, el director de escena o el montador? La cuestión no se plantea cuando las tres funciones son ejercidas por la misma persona; pero cuando se plantea debe zanjarse en beneficio del director, ya que el arte cinematográfico es un arte en el que la presentación es esencial, dado que no existe la representación, sino únicamente en cada sesión una reproducción mecánicamente obtenida; la ejecución tiene tanto más valor cuanto que solo tiene lugar una vez, y en consecuencia el director que la regula y dirige tiene la máxima importancia. Hay más: la obra impresiona más enérgicamente la vista toda vez que solo dispone de una simple pantalla para desplegarse; su aparecer se inscribe más exclusivamente aún, si cabe, en el ámbito de lo visual; los valores propios de la visión, en su expresividad, son aquí mucho más intensos: en la pantalla parece que nada nos es familiar, todo nos interroga y nos habla interrogándonos, un jarrón sobre un mueble puede contener el misterio y la elocuencia de un jarrón de Cézanne, lo que no ocurre en la escena (por ello el cine se ve forzado a inspirarse en la pintura, no solo por hallar en ella el color adecuado a cada detalle, sino también por sus valores propiamente pictóricos, como se ha podido constatar en la Kermesse heroica). De aquí que la acción que represente la obra deba ser concebida en términos de imágenes y de movimiento y desarrollarse a un ritmo más rápido que el teatro: Huis clos es inconcebible en la pantalla. Generalmente puede afirmarse que la mejor obra de teatro transportada sin precauciones al cine, sin tener en cuenta las leyes propias de cada género, da como resultado un film prácticamente inexistente o que solo vale como un documental, como puro medio de reproducción y no como obra de arte. En el cine, incluso en el cine sonoro, el texto no es más que un pretexto: el verdadero autor es el director.10 De esta promoción el actor también se beneficia a su vez: hace algo más que decir un texto, se dice a sí mismo para ser contemplado en todos sus detalles; no puede retroceder ante su papel y por ello al final solo existe un solo papel, que es él mismo, y que continuará siéndolo, si damos crédito a la nueva hagiografía, en la vida cotidiana. En la pantalla, el carácter alucinante de su presencia, tanto más imperiosa al ser ficticia, le vuelve más admirable: es algo lejano, como un espejismo y convincente como un encantador. (A todo esto vienen a añadirse otras razones extrínsecas a la obra: el culto al actor responde a ciertas necesidades de compensación, al deseo de vivir por delegación una vida de prestigio: a la hipertrofia del ego en el artista responde una atrofia del ego del admirador…).
La diferencia del estatuto del actor de teatro y del actor de cine ayudará a descubrir gradaciones en la independencia del ejecutante, al menos en lo que se refiere a la docilidad que se le exige. Digámoslo de una vez: sería necesario distinguir entre el ejecutante que, propiamente, ejecuta, y aquellos que se asocian a la ejecución produciendo una obra que debe integrarse en la obra total y subordinarse al conjunto, pero que por sí misma no es una obra de arte susceptible de ser exhibida en cuanto tal; reservaremos este problema de la colaboración entre las artes para un tratamiento posterior. Además, entre los ejecutantes propiamente dichos, cuyo arte, por mucho respeto que se le deba, no es más que una técnica, convendría distinguir según estén más o menos estrechamente asociados a la obra y a su prestigio: en un lado se hallarían el contratista o promotor, los operarios que ejecutan los proyectos arquitectónicos, en el otro, un poco más allá del actor de cine, estaría el bailarín, que con frecuencia es el mismo coreógrafo, y que, en cualquier caso, es tanto más indispensable para la obra cuanto que no existen elementos sígnicos que lo conserven, solo existe en estado de proyecto o de tradición hasta que el bailarín le da la plenitud sin igual: su cuerpo triunfante es la materia más perfecta de lo sensible. Pero ¿qué decir de las artes en las que lo sensible no parece requerir en absoluto una ejecución?
II. LAS ARTES DONDE EL EJECUTANTE ES EL AUTOR
De hecho, todas las artes requieren una ejecución; el pintor realiza o ejecuta el retrato, el escultor el busto. La creación es aquí la ejecución, mientras que en las artes en las que la ejecución es distinta, no se emplea tal término para designar el acto creador: no decimos que el dramaturgo ejecuta su obra o el compositor una sonata. Sin embargo, en las artes donde la ejecución se confía a especialistas, acontece con frecuencia que el autor, para crear o controlar su creación, asume incluso el cuidado de la ejecución: Esquilo, Molière, Shakespeare suben ellos mismos a escena, Racine compone Mithridate recitando con un tal entusiasmo que los asistentes se inquietan; el músico compone al piano o dirige la orquesta que interpreta su obra, y el arquitecto se convierte, más de una vez, en promotor de la obra. Realmente nada reemplaza la enseñanza de la práctica, y la ejecución es para el creador a la vez la mejor fuente de inspiración y el mejor medio de control. Mas ¿puede seguir hablándose de ejecución, cuando esta coincide con la creación?
Este problema podría llevarnos muy lejos en la psicología de la creación, cosa que no es nuestro actual propósito; solo se tocará aquí para comprender cómo la obra se da a la percepción habitualmente y quizá nos ayude a ello el confrontar las dos formas de ejecución. Existe efectivamente entre ambas una diferencia y una semejanza. Cuando la ejecución se distingue de la creación, y aparece como su coronamiento, algo preexiste a la ejecución y le impone una ley: la obra existe ya, con una existencia abstracta, sin cuerpo sensible, pero real y suficientemente, imperiosa como para juzgar su ejecución. En el caso del pintor que ejecuta su cuadro, ¿qué es lo que preexiste a la ejecución? Subrayemos que el problema se plantea a todas las artes, incluso aquellas en las que la ejecución de la obra queda diferida: ¿cuándo empieza a existir la obra, antes de encarnarse y diluirse en lo sensible? Reencontramos aquí la idea de un objeto estético imaginario, ya dejado a un lado en nuestro examen. Pues si la obra existe antes de la ejecución creadora, es solo para el artista, y en imagen.
¿Quiere esto decir que el artista ve ya su obra como yo puedo ver a Pedro en la imagen fotográfica, o incluso como lo ve un soñador? No, ya que la ejecución tendría entonces otra apariencia distinta y no conocería los arrepentimientos o las vacilaciones. El creador no ve, siente: ¿qué es lo que siente? Una certeza, la evidencia de dar la medida de una tarea y de haberse arriesgado en un camino jalonado por sus obras precedentes; pero también un deseo de responder a una llamada: algo quiere existir; en ello ha pensado el artista desde hace tiempo, en términos de oficio, no se olvide, intraducibles para el profano, tanto por su referencia a algo personal como por su carácter técnico, ya que el artista se debate consigo mismo cuando piensa en colores, armonías o personajes. Este trabajo de meditación, como la gestación de la mujer, se esfuerza en fijar y en liberar: estamos ante algo que quiere ser, que desea existir. La obra que el artista lleva consigo, en este nivel, es ya una exigencia. Pero solo exigencia y además interior al creador; no es algo que pueda ver o imitar. Al prepararse para la ejecución, el artista se pone en estado de gracia y la exigencia que le embarga es la expresión de una cierta lógica interior: lógica de un cierto desarrollo técnico, de una cierta investigación propiamente estética, de una maduración espiritual; y todo ello se confunde en el artista y el artista es el que se confunde en ello: más profundamente que cualquier otro hombre, se hace haciendo y hace porque se hace a sí mismo.
Detengámonos aquí un instante: ¿esta lógica es ciertamente la de un desarrollo personal? Se objetará, en efecto, que el artista como hombre es a menudo desigual, a veces visiblemente inferior a su obra, hasta el punto que al conocerle nos admiramos de que sea el quien la haya realizado. Parece que el autor, cuyo acto creador estamos descubriendo, sea en realidad el autor fenomenológico que aparece en la obra para el público. Pero, ¿acaso no podemos afirmar que el autor real lleva en él, a veces sin saberlo, este otro autor igual a su obra, de manera que no solo la exigencia de la obra, sino su creación, se funda en él, a pesar suyo? Esto es lo que se afirma algunas veces del carácter inconsciente de la creación artística y que hallaría aquí su pleno sentido. Ciertamente, el inconsciente no es por sí creador, y el artista que crea sabe que crea; inmoviliza para su acción los resultados de un trabajo consciente y voluntario de hecho, mediante el cual adquirió un cierto oficio, una cierta habilidad, un cierto gusto, una cierta conciencia de los problemas estéticos, en pocas palabras, los instrumentos de la creación. Pero tras esto, por una especie de astucia de la razón estética, todo sucede como si fuese el arte el que se produjese o reflexionase a través de él. (Solo cuando los artistas han tenido conciencia de esto han rechazado el considerarse como artesanos y han creído, incluso, hallarse poseídos o malditos; pero no siempre son conscientes de ello, ni tampoco se dan cuenta de su propia inconsciencia.) Por este motivo el autor real no se parece necesariamente a su obra: es simplemente un cuerpo cualquiera al que basta ser un buen instrumento para el daimon que habita en él y que es el único capaz de esta maduración espiritual que permite la invención. Sus obras le siguen, pero designan lo que, en él, no es él; y antes de ser creadas, la exigencia en la que se encarnan es una exigencia que no procede de él. Sucede con frecuencia que el artista sienta una especie de llamada, y no sepa de dónde procede realmente: interior intimo meo.11
Mas esto atestigua todavía mejor que, en este estadio, la obra no es más que exigencia, y necesita del artista como instrumento. Si su origen es inasignable, su contenido también es indeterminado y no se ha fijado en imágenes legibles. Todo está todavía por hacer, la ejecución es verdaderamente creación. Por eso la ejecución aquí posee ese aire que Alain ha descrito tan bien, y no puede compararse con la ejecución realizada por el especialista. La exigencia no se realiza, el deseo que brota no se satisface más que por un tránsito de lo irreal a lo real: no de una existencia abstracta a una existencia concreta, sino de la inexistencia a la existencia por medio de una creación que, de golpe, y al fin del proceso, da a la obra su existencia concreta. Esto explica que, en su actividad, la creación no puede apoyarse más que en ella misma, o mejor en su propio producto, en la obra a medida que se va bosquejando y entra en la existencia. A la meditación por la cual el artista concentra unas fuerzas y conjura una determinada llamada (meditación quizá ausente en el artista inconsciente, es decir, en el que la exigencia se produce sin que el mismo lo note ni la oiga), sucede el trabajo que solo esta meditación distingue del quehacer artesano.
Expresémonos de otra manera: ciertamente existe para el creador una realidad de proyecto, si entendemos por esto bien sea una planificación o un simple bosquejo; existe también un pensamiento que preside el hacer y que le precede. Pero ¿este pensamiento de la obra que hay que hacer es equivalente al pensamiento de la obra hecha? Si la expresión «que hay que hacer» indica una tarea, si este pensamiento es un programa de trabajo, el proyecto no puede en consecuencia darnos la clave de la obra, solo indica cómo está concebida la operación creadora por parte del autor. Sin embargo, este programa debe contener una promesa, está ordenado a la realización de una cierta «idea», que es precisamente la obra exigiendo su propia realización. Pero ¿qué significa esta idea y cuál es su estatus? Implica algo que quizá el propio Valéry no tuvo bastante en cuenta, se trata del hecho de que para el artista mismo existe un en-sí de la obra, un ser que el artista debe promover, una verdad que él debe manifestar y servir; el artista posee sin duda, cuando se halla inspirado incluso hasta una especie de posesión, el sentimiento de estar constreñido, de no tener más remedio que servir a la obra mediante un trabajo del que no puede prever el final; no es el quien quiere la obra, es la obra la que se quiere en él, quien de hecho le ha elegido, quizás a pesar suyo, para adueñarse de él y encarnarse, de manera que su proyecto no es más que el deseo y la voluntad de la obra en el mismo.12
En este sentido, hay desde luego un ser de la obra para el artista mismo y anterior a su propio acto. Pero es conveniente añadir enseguida que este ser que nos es inaccesible, le es inaccesible a él también, de manera que tampoco el artista nos puede facilitar su acceso. La obra, antes de ser hecha por el artista, solo se le presenta como exigencia, no como idea que pueda pensarse. El artista solo puede pensar sus proyectos, y estos, incluso si son realmente tales, se presentarán más bien como bosquejos: no son la idea que madura en él, son intentos o ensayos que se multiplican, y la obra real brotará al fin. Cuando trabaja preparando sus planos, realizando sus esquemas, retomando su bosquejo, no está en trance de confrontar lo que hace con la idea de la obra, de la que él pudiera disponer previamente, sino que simplemente juzga lo que hace, y al sufrir cualquier decepción o cuando experimenta una especie de llamada, piensa: «aún no es esto», y vuelve a ponerse a trabajar; pero lo que pueda ser «eso» que busca, ni siquiera él lo sabe, y solo lo sabrá cuando la obra, terminada al fin, le dispense de todo ello y se haga patente; quizá, incluso entonces, tenga la impresión aún de no haber salido del paso y de que si se detiene ahí es más bien por fatiga o por impotencia, sin haber cumplido su misión; las obras ya realizadas solo le parecen entonces como etapas que le llevan hacia lo que le queda todavía por hacer y que si no lo ha hecho es porque no lo conoce. La única oportunidad que tiene de conocer la obra es la de descubrirla haciéndola; su único recurso es el «hacer», cuya recompensa será el «ver».13
Por esto el artista solo es artista por sus actos. No piensa la idea de la obra, piensa sobre lo que hace y lo que percibe a medida que lo hace; siempre se enfrenta con lo percibido, y el en-sí de la obra no es un para-el más que identificándolo con lo percibido; solo conoce lo que ha querido cuando, después de hecho, lo percibe y lo considera definitivo, cuando se coloca en condición de espectador. Es, pues, inútil buscar la verdad de la obra en la manera en que el artista la piensa. A veces, sin embargo, cuando nos es factible examinar la serie de bocetos, como los previos a los grabados de Rembrandt, los borradores de un compositor, las tachaduras de un poeta, estamos tentados a decir, viendo cómo ha ido surgiendo la obra: he ahí lo que el artista ha pretendido. Pero solo retrospectivamente es cuando concebimos una idea de la obra, tal como suponemos que se ha presentado al acto creador inspirándolo; para el artista la inspiración viene a ser una especie de llamada indeterminada, que solamente queda precisada a base de ensayos y por la conciencia de la insuficiencia de estos ensayos.
Este trabajo que va desde el boceto a la obra, por una serie de felices o desastrosas casualidades, de retoques y de revisiones, no puede compararse al quehacer del actor y del instrumentista. También ellos dudan, ensayan, progresan a lo largo de repeticiones distintas, también trabajan desde luego, pero para realizar un modelo y no para sacar algo de la nada. Por el contrario, si la ejecución difiere de la labor del creador, sus efectos sí que son comparables: si el artista no necesita al especialista es porque ocupa su lugar. Lo que el albañil hace con su palustre bajo las órdenes del arquitecto, el pintor lo hace él mismo con sus pinceles sobre el cuadro. Creando la obra, la ubica a la vez en una existencia total y definitiva; solo le faltará la mirada del receptor para convertirse en objeto estético. No hay aquí un sistema de signos para la obra, que le permitiera aguardar el momento de la ejecución, lo sensible se produce de una vez por todas, se fija, como diría un pintor, sobre el lienzo o se petrifica en la piedra. En cualquier caso, lo sensible es de hecho la materia misma de la obra: así la pintura está hecha con colores, la música con sonidos, la poesía o el teatro con palabras que deben pronunciarse, la danza con movimientos que deben realizarse. Pero aquí lo sensible no se capta ni se elabora por medio de signos, debe ser inmediata y directamente tratado y el cuidado de dicho tratamiento no puede confiársele a persona distinta del autor, por dos razones: por una parte porque no puede la obra ser imaginada tan precisa y exacta como para dar las directrices antes de haberla realizado; por otra, porque tales directrices no serían jamás lo suficientemente claras y adecuadas como para que su ejecución dejase de ser realmente una creación.14
Los caracteres de la ejecución marcan la obra: lo que se exige al ejecutante que realiza la obra es lo que también se exige al autor que la ejecuta creándola. Aquí, una vez más, lo sensible pasa por el hombre y no se distiende como tal sensible sin que el hombre lo produzca felizmente: el pintor, más allá de las tensiones del esfuerzo, debe ser un virtuoso de su trabajo, como el pianista o el bailarín. El cuerpo siempre toma parte, como Valéry lo ha mostrado respecto a la arquitectura, y no solo prestando la habilidad y la seguridad de sus poderes, sino comunicando a la obra, por una especie de convivencia, la profundidad que reside en él; este interior de donde emana la llamada de la obra, halla aquí su análogo en la inspiración corporal; así como la idea surge de una profundidad espiritual, así los medios de la ejecución brotan de una profundidad vital. La soltura de la pincelada o del golpe de martillo comunica a lo sensible una gracia sin la que no puede darse el objeto estético: al igual que la danza se adultera y pierde su propia esencia en la interpretación de un bailarín pesado o fatigado, así también ocurre con la música si se arrastra o con el dibujo si es vacilante e ingenuo. La investigación puede ser laboriosa, pero la ejecución debe disponer de un órgano dócil y presto, es decir, que el artista debe dominar su oficio; el gesto debe siempre ser seguro y libre, cualesquiera que sean los procesos de revisión, las indecisiones o los retoques de la obra.
Y dado que admiten comparaciones, al menos en cuanto a sus efectos, los dos tipos de ejecución, la del especialista y la del creador, podemos aclarar el uno con el otro. Se trata siempre, respecto al objeto estético, de manifestarse y en consecuencia la obra de arte debe pasar a una existencia concreta, donde su aparecer se iguala con su ser. Este tránsito es más abrupto en el segundo tipo de ejecución: la existencia en la idea no es de hecho una existencia y realmente esta ejecución es una creación ex nihilo. En el primer tipo, por el contrario, el tránsito se opera en el interior de la existencia que, como tal tránsito, es difícil de definir. No es exactamente un paso de lo posible a lo real, dado que la obra, reducida a un corpus de signos, ya está completa; si lo posible significa solo el estado de precariedad e insuficiencia de aquello que todavía no existe y espera su ser, conviene decir que, entre todos estos candidatos al ser, el autor ha elegido ya y ha relegado el resto a la nada, mediante un acto que, desde luego, no contó con ellos y de tal consistencia que tras él lo posible no puede ser evocado, sin caer bajo el golpe de la crítica bergsoniana e incluirse en una mera ilusión retrospectiva. Tampoco se trata de la distancia entre lo irreal y lo real toda vez que, antes de la ejecución, la obra ya es real, y en cualquier caso no puede ser calificada de irreal si identificamos lo irreal y lo imaginario. Tampoco es un tránsito de la ausencia a la presencia, dado que no es una obra ausente lo que tenemos ante los ojos cuando leemos el texto: algo de la obra nos es presente, y los términos de ausencia o de presencia califican preferentemente nuestra situación ante la obra más que la naturaleza misma de la obra.
Por ello hemos preferido decir que se trata del paso de una exigencia a su cumplimiento, porque el proyecto por sí mismo no posee cuerpo y no tiene ser más que por aquello que le da forma, mientras que la obra escrita está ya conformada y solo espera la metamorfosis que impone al ejecutante. El mismo texto es el que aguarda al lector y al actor, y la representación no es más que una lectura refinada y que evita al espectador el esfuerzo de leer. Lo que la ejecución aporta, pues, es la manifestación de la obra bajo las especies de lo sensible, de lo visual, de lo auditivo. El paso es el que existe entre lo abstracto y lo concreto,15 en el caso en que convengamos en denominar abstracta a la existencia de los signos para los que la lectura es un medio y no un fin, y que apelan especialmente a la inteligencia, dicho tránsito concreta y determina la existencia en que estos signos hallan una expresión sensible, donde la nota del pentagrama se transforma en sonido, la palabra escrita en el papel imita el sonido pronunciado; será la misma palabra, pero que cambia de función al cambiar su aspecto, de manera que su significación incluso cambia, si no de contenido, al menos de elocuencia. Es necesario, pues, admitir, entre lo abstracto y lo concreto, grados de existencia: lo que se modifica no es el contenido de la obra tal como la reflexión puede captarlo, sino la plenitud de su ser; el cambio no reside en un tránsito de lo irreal a lo real, que fue forzado de una vez por todas por el acto creador, sino en el interior mismo de lo real, de una existencia abstracta a una existencia sensible, del ser al aparecer.
Pero tan necesario es este aparecer para el objeto estético que puede incluso suscitar dos formas de actividad, de las que se puede decir que son dos casos límites de ejecución. La primera forma de actividad merece al menos ser examinada aquí.
III. LAS REPRODUCCIONES
Para multiplicar su aparecer, o mejor dicho, las ocasiones que tiene de aparecer ante alguien, la obra tiende a hacerse múltiple. Cada arte se las ingenia para hallar los medios de esta multiplicación de lo único, entre los que destaca principalmente la reproducción. Estos medios de multiplicar el aparecer de la obra no pueden identificarse con la ejecución que produce tal aparecer: la reproducción tiene solo por misión el repetir, por medios mecánicos y sin rehacerla, es decir, sin copiarla, una obra ya ejecutada y ofrecida al público.16 Por ello no parece plantear el problema ontológico que la ejecución motiva: mientras que por la ejecución la obra accede a una nueva existencia, la reproducción no altera su ser, crea un objeto nuevo, al menos material y numéricamente diferente, incluso aunque parezca semejante, del que solo nos interesa el parecido con el original y no el estatuto óntico ya que es el mismo que el de la obra ejecutada: no se puede afirmar que la reproducción asigne a sus objetos una existencia abstracta análoga a la que ocupa la obra antes de su ejecución al ser solo como un signo o como una especie de escritura en la que se fijara la obra que no puede ser escrita. Si plantea de hecho algún problema ontológico este se referirá a la obra que reproduce, no a la reproducción: imitando la obra de arte, pretende ser esta obra por delegación o imagen. Hay, en consecuencia, más que un indicar la obra, una presencia de la obra por ella, y que no es simplemente imaginaria o ilusoria: entre la existencia abstracta y la existencia concreta de la obra, es necesario hacer un lugar a esta existencia sustitutiva o delegada. Y es necesario que la reproducción se esfuerce por ser la obra misma, dado que no es un análogo a través del cual alcancemos o apuntemos a la obra, un medio de formar la imagen de la obra; no puede darnos la obra más que dándose en calidad de ella, invitándonos a percibir y no a imaginar, ya que la obra solo es obra al ser percibida, y no se trata de dar solo una imagen o una idea de ella: si yo contemplo a Pedro por medio de su fotografía, no contemplo el original a través de su reproducción, y peor para mí si el original se ve traicionado por la reproducción, en tal caso estaré en inferioridad de condiciones realmente (al evocar el original, si es que lo he visto antes, pues me detendré a comparar, a juzgar, a apreciar, a valorar… con lo que no existirá percepción estética propiamente dicha); y la obra tampoco tendrá nada que hacer, ya que no existirá hic et nunc para mí, más que de una manera muy imperfecta.
El problema práctico que plantea la fabricación de reproducciones es pues análogo al que surge en la ejecución para el ejecutante: la tarea de exactitud es análoga a la tarea de fidelidad; y, más exactamente, si no se trata de hecho de dar a la obra un cuerpo sensible que ya posee ¿cómo transmitir a la vez lo que la obra posee de única y de sensible? ¿Cómo lograr la semejanza?
Antes de enfocar más de cerca este problema, conviene distinguir las reproducciones de los otros tipos de medios, que son diversos, por los que la obra tiende a comunicarse. Para las obras que requieren una ejecución separada, no representan dificultad alguna. En su estado abstracto, la obra puede ser multiplicada indefinidamente; accede a esta existencia por medio de la escritura que lo sensible representa sin ser en sí misma sensible (o solo prácticamente y no estéticamente, es decir, sin que en principio su legibilidad sea un fin),17 y que autoriza una reproducción indefinida de signos. En este plano de la existencia estética, la reproducción de lo sensible no plantea problemas, ya que lo sensible aún no se exhibe ni manifiesta. La difusión del texto no es realmente ni reproducción ni ejecución, puesto que lo que se reproduce no es la obra en tanto que objeto estético, es el signo. Por el contrario, para estas mismas obras, en su existencia concreta, la ejecución puede reproducirse, es decir, repetirse, como se multiplican las representaciones de teatro, y esto puede ser así porque se trata de una operación distinta de la creación. Así pues, démonos cuenta, reencontramos de nuevo el problema que nos plantea la historicidad de la ejecución: tantas ejecuciones como interpretaciones. ¿Cuál es la verdadera? Pueden serlo todas, y aquí se revela el carácter inagotable del objeto estético, pero a condición de que sean dóciles y deferentes, y aquí se verifica la objetividad de este objeto. Pero, además, nuestra época ha inventado los medios para fijar una ejecución única, y a la vez para difundirla: el film o el disco, sin considerar el cine ahora como instrumento de un arte propio, sino un simple medio mecánico de reproducción, como la prensa lo es respecto al texto escrito.
Sin embargo, la difusión radiofónica no es reproducción: trasmite pero no inicia una nueva versión; no se crea ningún objeto nuevo; y sin embargo ¿se halla realmente el objeto estético integro al final de la operación? Del registro cinematográfico de una obra, ballet u ópera, puede afirmarse que es algo diferente a la obra y, en consecuencia, una reproducción; sin embargo, no puede decirse lo mismo de una difusión radiofónica ya que es el mismo sonido, y el sonido mismo, si la grabación es buena, el que se transmite, y no obstante… La experiencia del teatro radiado aclara aquí la de la música: la ausencia de los actores constituye una considerable merma, y también lo es la ausencia del público, como veremos más tarde. La obra está presente, más presente seguramente que cuando simplemente leo el texto o la partitura, pero menos que cuando asisto a la ejecución; hay pues grados de presencia en el interior mismo de la existencia concreta o de la presencia sensible de la obra.
Para las artes en las que la ejecución, inseparable de la creación, se efectúa de una vez por todas, el problema es principalmente práctico: ¿cómo conseguir la semejanza? No puede darse una respuesta definitiva y será necesario considerar cada caso en particular. La reproducción no es la obra, esto es claro, pero puede aproximarse a ella asintóticamente según el material de la obra que va a reproducirse, según el progreso de la técnica, y según el conocimiento que el técnico posea de aquello que desea reproducir. La virtud mayor de la reproducción es la semejanza; debe darnos una idea de la obra lo más exactamente posible. Una idea y no una imagen, en el caso en que definamos la imagen, como Sartre, por el poder mágico de evocar la presencia de una cosa ausente. Lo que se exige a una reproducción tiene mucho más que ver con la instrucción que con el placer, se trata de la verdad de la obra; es un instrumento de información y de trabajo. La paradoja radica en que la obra, en tanto que objeto estético, solo facilita la verdad en su presencia ya que es algo inmanente a lo sensible: no podemos tener una idea verdadera de un cuadro al igual que las que obtenemos de un motor por una figura esquemática que nos lo da desmontado. Un equivalente de esta figura es el croquis que indica la composición de un cuadro, o el análisis temático de una obra musical, o el resumen de una obra teatral; aprendemos, mediante estos esquemas, a conocer los rasgos de la obra en tanto que objeto fabricado, su estructura, y ya veremos la gran importancia que esto puede tener, pero no conoceremos así la obra en tanto que objeto estético, respecto a lo cual lo sensible es irreemplazable. Ahora bien, la reproducción, sin pretender hacer la competencia al original, intenta aportarnos algo más que un puro medio para conocer la obra de manera objetiva y abstracta. Así se esfuerza, de alguna manera, en darnos la verdad a través de una cierta presencia, salvando algo de lo sensible. Y precisamente en este punto es donde se instaura entre las reproducciones una jerarquía según que puedan, mejor o peor, hallar un equivalente del original sensible.
Aquí conviene colocar aparte a las obras cuyo material sensible es tal que después de haber sido tratado una primera vez por el artista, puede serlo mecánicamente,18 con el fin de conseguir así una reproducción que sea una copia perfecta; como sucede con las artes del grabado, en las que el dibujo está hecho para ser reproducido, al igual que en la cerámica o la porcelana, aunque cueste reconocer que las tazas de un servicio de Sèvres sean tan solo la reproducción de una taza original. Algo semejante ocurre con las artes de la madera, en las que la reproducción no se realiza mecánicamente, pero donde la parte del trabajo artesanal, y por tanto imitable, es tal que la imitación puede ser perfecta: si la copia de un mueble de estilo es excelente, esta copia es un objeto estético que merece la misma atención que el original, y solo por razones no estéticas un posible coleccionista de arte le negará el mismo valor mercantil.19 Análogo es el caso del mármol que luego se reproduce en bronce: el vaciado hace que aparezca un objeto estético creado nuevamente, y que, de hecho, obtiene este estatuto debido a lo poco que difiere del modelo, ya que la técnica del vaciado, que asegura la semejanza, deja sin embargo un margen a la iniciativa del cincelador, cuyo trabajo añade al bronce el carácter de una obra única; añadamos que la materia, por la que el vaciado se distingue de la simple escayola o de una mera maqueta, contribuye a dar al objeto la consistencia de una obra de arte por sus cualidades propias de resistencia y de ductilidad a la lima. Aquí puede decirse que la reproducción es, en su límite, la obra misma.
Menos exacto sería todo esto de referirlo a un arreglo para piano de una obra para orquesta (se trataría de una reducción), aunque ello suponga el concurso, sino de un artista, al menos de un hombre de gusto capaz de discernir lo que puede o no sacrificar al transcribir, pero incapaz de inventar como pudiera hacerlo un compositor que reescribe, para orquesta, una composición para piano. No obstante, algo de lo sensible se conserva en el caso aquí analizado: la armonía. Lo mismo sucede con la reproducción en color de obras pictóricas, que es evidentemente superior, al menos cuando es buena, a la reproducción en blanco y negro, la cual (dejando a un lado el dibujo que es más estructural que sensible) solo conserva los valores, transponiéndolos. La reproducción en negro es a la reproducción en color lo que, para la escultura, es la foto en relación a la escayola (el bronce está aquí fuera de comparación) y, para la arquitectura, lo que es la foto en relación a la maqueta:20 se trata, una vez más, de hacer ver y no de concebir; pero lo sensible que propone la reproducción se halla doblemente empobrecido, a la vez, en el espacio y en su calidad, de manera que no podemos desarrollar en su entorno esta especie de danza ritual por la que, multiplicando las perspectivas, experimentamos materialmente el carácter inagotable del objeto, que es, en el objeto estético, el símbolo de una profundidad espiritual siempre, al menos, presentida. El arte de la reproducción trata así de fijar, por medio de sus innumerables facetas, lo más significativo o lo más evocador, de manera que nos enseña a ver a la vez que nos da algo a ver; la ingeniosidad que despliega para utilizar «artísticamente» los medios mecánicos de los que dispone compensa la impotencia de estos medios; en detrimento de la plenitud de lo sensible, nos aporta el carácter a la vez sorprendente y acabado: en mengua del timbre mantiene la melodía. En este sentido el fotógrafo, aquí, puede llamarse artista con el mismo derecho que el actor: no crea un objeto estético nuevo,21 pero, poniéndose al servicio del objeto que reproduce, debe mantenerse a su altura.
Así la reproducción hace algo más que darnos a conocer el objeto estético, aunque no sea esto por sí despreciable, ya que nos inicia, a base de mostrar y no de analizar. Mas precisamente en esto halla, más o menos rápidamente según los medios, su propio límite: la presencia que aporta no es la de la obra, y en consecuencia es menos valiosa y tiene menor precio que el original.22 En el actual estado de la técnica, para la mayor parte de las artes mayores, en particular la pintura y la arquitectura, e incluso en el caso de la danza, el teatro y la música cuando se registran sus ejecuciones, el destino de la reproducción evoca el de la reproducción mnemónica: el recuerdo nos da algo más que un saber del pasado, pero no nos facilita de hecho su radical actualidad viviente; oscila entre la reconstitución y la actualización; el recuerdo puro, el sueño que se presenta como un modo de saber, se pierde en la nada del inconsciente. La presencia de la pintura gracias a la fotografía, como la presencia de la música o del drama en la radio, es una presencia exangüe: presencia real, pero disminuida, en el primer caso, presencia quizá más plena, pero por sustitución, en el segundo, presencia siempre imperfecta, ante la que es necesario hacer un esfuerzo para hallarnos nosotros mismos presentes por completo, es decir de distinta manera como cuando se trata de la intelección o del gusto únicamente.
Existen, pues, avatares distintos para la obra en su aparecer, vinculados a los diferentes medios que se empleen para conseguir tal aparecer, bien sea mediante la ejecución o la reproducción. Su ser no se ve por ello afectado en la medida en que ya ha sido creado y que preexiste como una exigencia para quienes se dedican a producir o multiplicar su apariencia. Pero, como le es esencial el aparecer y el ser para nosotros, en tanto que solo aparezca a través de signos artificiales o por medio de ejecuciones inhábiles o reproducciones imperfectas, solamente disfrutará de una existencia empobrecida. Dicho de otra manera, la perfección es irremplazable: no hay una verdadera idea de la obra de arte (pueden darse, desde luego, ideas verdaderas acerca de ella), lo que hay es una percepción más o menos verdadera. El ser de la obra de arte no se ofrece sino es con su presencia sensible, que nos permite aprehenderla como objeto estético. Por ello es tan vulnerable y puede ser traicionada por cualquiera que traicione su apariencia. Su ser no se ve afectado por las vicisitudes de su existencia, como tampoco lo era el ser de los cien táleros; pero, a diferencia de los táleros, la obra necesita existir plenamente para ser conocida y convertirse en objeto estético. Y este es el motivo de que, al margen de su aparecer, y por ejemplo para aquellos que han de ejecutarla o reproducirla, el ser de la obra es el de una exigencia que puede suscitar infinitas interpretaciones, mientras que para aquellos a quienes se aparece, su ser es el de una presencia sensible, inagotable: un ser cuya realidad no puede ser puesta en cuestión, pero cuya verdad, al estar ligada a su aparecer, es inasible. Un ser para el cual el aparecer es una exigencia ya que no puede hallar de otro modo su verdad, mientras que para un objeto cualquiera es indiferente el presentarse de una u otra forma, ya que se tiene en principio una verdadera idea de él, dado que la percepción no lo es todo para él.
Pero si la obra de arte quiere y necesita aparecer, es precisamente a nosotros; si tiende a hacerse presente es porque estamos en su presencia. La ejecución tiene lugar siempre ante un espectador que participa en ella. Y puede afirmarse con todo rigor que el espectador es incluso ejecutante, y más aún, cuando se trata de lectura, es el único ejecutante; pues el lector es el que percibe y, al proferir sonidos, al pronunciar, se percibe a sí mismo. Se comprende así que el espectador se vea urgido por un deseo análogo al del ejecutante: debe ser fiel y dócil a la obra, y asimismo se entenderá que toda percepción estética implica un quehacer, una tarea. Podríamos entrar ahora a examinar estas cuestiones, pero se hará oportunamente en el capítulo siguiente, al estudiar la relación entre la obra y el espectador, aunque no abordaremos allí tampoco todavía el problema de la percepción estética propiamente dicha, sino que trataremos de la contribución que el espectador aporta a la obra, ubicándonos, una vez más, en el punto de vista del perceptum, y no del percipiens.
1. En Bernard Shaw o Sarroyan, hay más «nebentext» que texto; de una forma general puede decirse que hay más indicaciones y notas en los autores modernos que en las obras clásicas, bien sea, como en Shakespeare, porque el teatro aún estaba próximo de sus orígenes populares, de la comedia del arte, y se preocupaba poco por ser impreso y se guiaba para la representación por una mezcla de tradiciones e improvisaciones, o bien, como en los clásicos franceses, porque existía una especie de menosprecio por los comentario.
2. Quizá haya que hacer una excepción respecto a la obra teatral que por sí misma es ya propiamente poética, es decir a aquella que, como un poema, solo requiere la lectura para asumir su representación (un poco posiblemente como un oratorio que exige cantarse pero no representarse). Así tenemos el ejemplo de la Cantate a trois voix. Y quizás una buena parte del «teatro claudeliano» se sitúa en la línea de esta cantata. Ello explica que el lirismo de Partage de Midi, tan hermoso al ser leído, pueda parecer tan hueco y aburrido al representarse; una obra que no sea verdaderamente teatral, se ve traicionada más que realizada en la representación.
3. Es posible también que el maestro de obras tenga a sus órdenes, además de los artesanos pertenecientes a los diversos oficios, verdaderos artistas: escultores, pintores, paisajistas, incluso poetas, como P. Valéry en el Palais de Chaillot; al igual que sucede con el director de escena respecto a pintores o músicos. Se trata así de una colaboración para un «Gesamtkunstwerk», en la que los artistas no se ven reducidos a puros ejecutantes de unos ciertos roles.
4. Por ello el actor improvisa siempre; todas las representaciones no sirven más que para ponerle en estado de poder improvisar realmente, lo cual desde luego no es nada fácil.
5. «Las notas de interpretación escénica que podemos atribuir a Molière con certeza son muy escasas y todas ellas exigidas por la misma acción», cita de Dullin (L’avare, colección «Mise en scène», p. 11), lo que muestra claramente cómo la puesta en escena está llena de tradiciones, hoy quizá obsoletas y vacías de sentido, y cómo, en la interpretación misma de un personaje principal como Harpagón, la tradición se conforma y se deshace por sí misma según el espíritu de cada época, como lo atestigua, a falta de datos más exactos, la iconografía.
6. Sin embargo, para el ejecutante, es bueno saber lo que el autor pensaba de su obra y qué es lo que deseaba para ella: no es indiferente para el que quiera representar algo de Racine, el buscar qué «declamación natural» enseñaba Racine tan meticulosamente a Baron y a La Champmeslé, o para quien desee representar obras de Shakespeare, el investigar cómo se instalaban los decorados isabelinos, y qué opinión tenia Shakespeare del galimatías de los comediantes en Hamlet. Pero lógicamente no se tratará de renunciar a la técnica de los mecanismos o de la electricidad para restituir a las representaciones su originalidad; hace falta, para la puesta en escena, hacer lo que Raves hizo para Rameau: reencontrar un cierto ambiente, un cierto espíritu, pero con los nuevos medios. Y, sobre todo, la vuelta al autor no es tampoco una garantía absoluta: puede ocurrir que el mismo se equivoque en su propia obra, y por ello, hasta para el ejecutante, la obra debe ser quien juzgue al autor.
7. L’essence du théatre, p. 73.
8. Cfr. los cuatro testimonios convergentes aportados por Georges Pitoeff, Charles Dullin, Louis Jouvet, Gaston Baty al principio del libro citado de Gouhier.
9. El ejecutante es, en estos casos, un artista, título que si no merece el maquinista sí que reivindica el actor. Sin embargo, este sigue siendo un ejecutante, un intérprete al servicio de la obra, aunque en el interior de tal obra sí que sea un creador. Esto plantea un nuevo problema que de momento nos reservamos: el de la unidad de la obra cuando implica la colaboración de diferentes artes y la necesidad de introducir una jerarquía entre las diversas aportaciones, sometiéndolas a una especie de «maestro de obras».
10. Esto plantea un problema: cuando se quiere adaptar una novela o un drama al cine, ¿el autor del texto no es acaso al verdadero autor a partir del cual el autor de cine se convierte en ejecutante, como el director de escena en el teatro? No, a menos que la película en el fondo no sea más que un fiasco; pero si, precisamente, la obra ha sido realmente adaptada, se tratará de una obra nueva, cuyo director debe y puede reivindicar su paternidad. Incluso aunque permanezca fiel a la obra literaria, ya que construye una obra nueva con medios nuevos: entre ambas obras puede haber parentesco, pero no subordinación.
11. Vemos cómo la reflexión sobre la creación estética, investigando cómo el arte para producirse utiliza al artista, podría vincularse a un tema heideggeriano, el tema de otra ontología: ¿cómo se revela el ser por el hombre, el Sein por el Dasein? Y sin embargo, ¿qué es el hombre? Volveremos a encontrar este problema al reflexionar sobre la experiencia estética, preguntándonos por lo que se revela en / por el arte: ya que si el arte inspira y produce tanto al espectador como al artista ¿no está al servicio del ser y es su manifestación?
12. Que se nos entienda bien: no se trata de introducir aquí un mito de la obra en gestación. Lo que presiona al artista es su propio genio: una cierta necesidad de expresarse, de dar consistencia a una visión del mundo que le es propia, como tendremos ocasión de ver más tarde. Había asimismo que preguntarse porqué elige tal tipo de expresión en vez de otro, por ejemplo, el discurso, la acción o simplemente el silencio. Pero, en cualquier caso, la llamada de la obra es al mismo tiempo una llamada de él a sí mismo que se traduce por una exigencia de creación: y lo que el artista debe crear es una obra que sea realmente suya. Mas él no sabe quizá aún que tal obra será la suya y menos aún cómo será: solo puede saberlo haciéndola.
13. Vemos cómo este análisis puede conectarse con la teoría bergsoniana del esquema dinámico. Pero una psicología de la creación artística debería además justificar esta idea de la inspiración como llamada indeterminada mostrando lo que de especifico pueda tener la invención estética. Lo común a toda invención es su carácter accidental; se trata de un hecho histórico y, como tal, rigurosamente imprevisible. Esto lo ha visto bien Tarde. Pero las invenciones propiamente técnicas, relativas a objetos usuales, compensan este aspecto contingente por una cierta lógica inmanente que rige su aparición y su difusión, por un lado, porque responden a una cierta necesidad suscitada en el medio (a pesar de que esta necesidad no sea determinante y no surja a veces más que como una consecuencia de la propia invención), por otro lado en cuanto que suponen un cierto estado del medio técnico que les permite la maduración antes que la eclosión. En este sentido puede decirse que cada nuevo descubrimiento está prefigurado por el precedente; tanto más cuanto que si se mira de cerca (salvo quizás en el caso de algunos grandes inventos que son mutaciones bruscas o bruscamente adoptados) el universo técnico se transforma muy frecuentemente por una acumulación de detalles solidarios unos con otros, y sin que la personalidad del inventor sea un elemento decisivo de este progreso. No se puede afirmar lo mismo de la invención artística: el simbolismo no se ha prefigurado en el Parnaso, o el fauvismo en el impresionismo, como el avión a reacción se origina a partir del avión a motor. Si existe una lógica del devenir estético, solo podrá ser captada a posteriori; lo que el artista experimenta cuando se compara con la tradición –y esto solo sucede también a posteriori, como para justificarse– no es el deseo de prolongarla o de completarla, sino más bien de hacer otra cosa. ¿El qué? Solo lo sabrá exactamente cuando lo haga; hasta ese momento solo sabe que algo nuevo se halla en él, y que, precisamente por ser nuevo, debe primero hacerlo.
14. Así podemos, de paso, responder a la objeción suscitada por el trabajo de taller o de equipo. Cuando Rubens encomienda la realización de uno de los ángulos de un cuadro a uno de sus aprendices donde se representa un animal del paraíso o un ángel de una Asunción, hay que puntualizar: 1.º que el cuadro está ya, de hecho, prácticamente terminado por el maestro: todo está ubicado y especialmente la composición asegurada, los esquemas rítmicos establecidos; y 2.º que el aprendiz está siendo formado por el maestro y asume sin dificultad sus «maneras», siendo por ello, en el fondo, un maestro: Vinci trabajaba con Verrochio.
15. R. Ingarden, en una obra a la que tendremos que volver, denomina «Konkretisation» lo que nosotros denominamos ejecución; y coloca en la cuenta de esta concretización el concurso que el lector o el público aporta a la obra literaria: nosotros desarrollaremos este punto en el próximo capítulo.
16. Conviene pues distinguir la reproducción de la copia que exige un hacer artístico y es ella misma distinta del pastiche, copia que no pasa por tal pero que imita un estilo y no una obra determinada; se da en todo esto un buen haz de problemas que no podemos abordar porque conciernen sobre todo al hacer.
17. También aquí hay que matizar: esto no es verdad mientras la escritura no se ponga al servicio de la palabra y renuncie a ser dibujo. Un manuscrito iluminado constituye aún un objeto estético complejo donde el texto es solidario de su presentación porque la escritura vale por sí misma; la competencia que hace al texto es tal que la atención se vuelve con frecuencia completamente hacia el objeto pictórico dejando olvidado el objeto literario. Generalizando puede decirse que conviene tener en cuenta la importancia dada a la presentación material de un texto, a la calidad del papel y de los caracteres; nos agrada leer a nuestros poetas favoritos en buenas y bellas ediciones. ¿Acaso quiere esto decir que de una edición a otra el objeto literario se transforma? No, desde luego. El placer que experimentamos con una bella edición es efectivamente del mismo orden que el placer que sentimos cuando oímos música en un buen sillón en vez de un taburete. Al placer estético propiamente dicho, suscitado en nosotros por la presencia del objeto, se mezclan (hasta el punto en que el sensualismo puede confundirlos, inhábil para distinguir entre lo agradable y lo bello) mil matices afectivos despertados o por el objeto materialiter spectatum, o por su contexto, que vienen a confirmar el placer estético sin por ello constituirlo o que nos hacen más dispuestos para captarlo. Un hermoso papel del Japón no vuelve sin más el texto más bello, pero sí que convierte la lectura más agradable. Del mismo modo, el cristal no torna al vino más noble, pero permite saborearlo mejor.
18. La gran participación que el aspecto mecánico o lo fortuito tienen en ciertas artes (por ejemplo, en la cocción del esmalte) y quizá el poco peso del hacer corporal o del espiritual en ellos, son rasgos que contribuyen a determinar el carácter menor de estas artes.
19. En el fondo, no obstante, tales razones serán estéticas también, a pesar de todo, ya que el prestigio de lo auténtico está secretamente ligado por un lado al respeto del acto creador del cual se desea conservar las huellas, y por otro lado, cuando el original es antiguo, dicho prestigio se vincula al sentimiento, que no es indiferente al ser mismo del objeto estético, de haber estado en la base y de haber servido para innumerables experiencias estéticas.
20. Valdría la pena matizar: la reproducción de escayola en tamaño grande, como sucede con los monumentos que se hallan reproducidos en el Palais de Chaillot, o como el templo de Angkor en la Exposición de las Colonias de 1931. Pues la maqueta, al reducir las dimensiones del objeto arquitectónico, altera considerablemente lo sensible: ser grande o pequeño, es para el objeto percibido una cualidad sensible y en cierto modo absoluta, como lo ha demostrado la técnica de la forma frente al intelectualismo que transpone indebidamente en la percepción el relativismo que pertenece al juicio lógico.
21. En esto se diferencia de la fotografía artística propiamente dicha, que crea su objeto. Pero ¿acaso no podemos afirmar que algo nuevo se crea por la perspectiva o el découpage, como sucede en las fotografías de detalle? No. Los detalles pueden ser hermosos por sí mismos, seguramente son interesantes y dignos de subrayarse, pero no constituyen una obra de arte ya que no han sido elaborados por si sino en vistas al conjunto del que son extraídos; no son una forma con su propio fondo, como un retrato, por ejemplo, a no ser que constituyan ya una obra independiente, como una escultura en un edificio, una gárgola o una vidriera.
22. Esto no tiene sentido para obras que se dan en signos indefinidamente repetidos: una edición original no es, de ninguna manera, un original; y su continua búsqueda por los coleccionistas es una manía comparable a cualquier otra, sin ningún tipo de significación estética.