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3.

La obra y el público

Si, como acabamos de ver, la obra tiende a multiplicar su presencia, lo hace para mejor ofrecerse al espectador. El objeto estético necesita un público. Aunque todos lo sabemos, quizá sea el artista, que se halla especialmente conectado a su obra, quien más vivamente lo experimenta y comprueba: una pintura nunca expuesta, un manuscrito no publicado o una partitura jamás tocada son objetos que no tienen todavía carta de ciudadanía en el mundo cultural; es más podría decirse que ni siquiera existen plenamente. Sin duda, el artista podría afirmar que son sus obras y que existen porque el mismo las ha hecho; pero lógicamente desearía que también existieran para los demás, y que su existencia fuese ratificada por el juicio público. Si tal juicio tarda en producirse, no puede el artista escapar a la angustia de la duda; recurrirá a «los suyos» como el solitario Nietzsche o se encomendará, como Stendhal, a la superior instancia de la posteridad, lo que de algún modo implica recurrir a un público.1 Ahora bien, ¿no es un testimonio claro de que la obra es para nosotros, el que la propia obra solicite así un público? Precisamente alcanza su plena realidad gracias al espectador. Sin duda, puede afirmarse de cualquier objeto que solamente logrará el derecho al título de objeto a condición de ser consagrado por un conocimiento objetivo, que asegure que no se trata de un simple fenómeno ilusorio que brota en la radical soledad de una conciencia; todo objeto exige ser percibido y catalizar sobre sí mismo una convergencia. Pero a falta de ello puede suplirse o bien por lo que se ha oído decir al respecto, por deficiente que esto sea, o por un saber que pueda ser adecuado al caso. Ahora bien, estos medios no tienen aplicación para el objeto estético: la realidad de este objeto únicamente puede mostrarse o no mostrarse; no hay más garantía para el que el que una percepción testifique su presencia o el situarse en el cruce de una pluralidad de percepciones. Ya diremos más tarde cómo la obra es percibida por el espectador y lo que este descubre en ella, ahora nos centramos solo en el examen de la obra y vamos a preguntarnos por el modo como la obra actúa sobre el espectador y cómo el espectador actúa sobre la obra.

I. LO QUE LA OBRA ESPERA DEL ESPECTADOR

Lo que la obra espera del espectador es, a la vez, su consagración y su acabamiento. La objetividad del valor que conlleva, por retomar la distinción que propone Scheler entre objetividad y universalidad, no puede sentirse más que con el contacto del objeto, y su universalidad solo puede establecerse empíricamente por la unanimidad de la opinión y por la prueba de la duración. Pero el público no solamente aporta a la obra la consagración de este valor. Esto ya es de por sí importante y el artista, sin duda, es algo que tiene perfecto derecho a esperar; a pesar de la confianza que tenga de sí mismo, sabe que no puede ser a la vez juez y parte, que nunca será un espectador imparcial de su propia obra y que el único veredicto que cuenta es el del público. Mas la obra tendrá tanto valor como ser tenga, y la primera tarea del público consistirá en completar su ser. Lo que la obra espera de él es, antes que nada, su acabamiento: por esto tiene el artista necesidad, como ya decía Hegel, de la colaboración del espectador. Y sabemos por qué: si el objeto estético solo puede ser mostrado, si ningún saber puede igualarlo ni ninguna traducción sustituirle, es precisamente porque tiene su realidad primera antes que nada en lo sensible como ya hemos indicado antes.

El cuadro es, inicialmente un conjunto feliz y necesario de colores, la danza de movimientos visibles, la música de sonidos, el poema de palabras que deberán ser convertidas ellas mismas en sonidos; si lo sensible pasase a un segundo plano, sería ya de por sí todo un signo, además de un desdichado accidente estético, ya que el objeto (estético) dejaría de ser tal. Lo sensible es el acto común entre el sintiente y lo sentido: ¿qué son los colores del cuadro si no se reflejan en la mirada? Volverían a su mero ser cosa o ser idea, producto químico o vibración, pero no serían ya «colores»; solo son colores para quien y por quien los percibe y el cuadro deviene objeto estético cuando es contemplado.

Pero, sin entrar en el secreto de la percepción, hay que precisar cómo el espectador contribuye a esta epifanía del objeto estético. Y lo es doblemente: como ejecutante y como testigo, y el acento se desplaza de una función a la otra según que las artes requieran o no una ejecución por separado.

a) El ejecutante

Principalmente coopera en la ejecución de la obra y, cuando esta tiene lugar en público, él se halla ante su presencia: la obra necesita de un público en la medida en que el mismo ejecutante también lo requiere. Entenderemos aquí el público en su sentido más estricto: el grupo efímero y denso de aquellos que asisten a la ejecución. En las fiestas se comprende esta contribución del público. Bien sea en las galas con bailes, en las procesiones religiosas o en las paradas militares, el espectador es al mismo tiempo actor, queda admirado ante lo que contempla y disfruta de ello. En el fondo toma parte en un rito semejante a una especie de obra de arte, obedeciendo inconscientemente, como si estuviese a las órdenes de un director de escena, se presta de buena gana a integrarse en el grupo, acepta la disciplina y la solemnidad. Cuando todo está preparado y no hay espectáculo, la muchedumbre misma se torna espectáculo y casi osaríamos decir que, en este caso, existiría percepción estética sin objeto estético si se insiste en ello, como hace Alain, cuyos análisis nos son preciosos en lo que se refiere a la disciplina de los cuerpos y de la imaginación, al advenimiento de este bello conjunto de formas humanas, organizado y libre, que será para el arte un objeto siempre predilecto y condición esencial de la percepción y quizás de la creación estéticas.

Encontramos en el teatro esta misma muchedumbre en la sala, que es un espectáculo por sí misma y que se comprende en sí misma. «Este gran conglomerado de carne en el que los signos brotan sin fin, siempre más potentes por este mudo diálogo», como afirma Alain,2 es necesario para el propio ejecutante; Claudel lo dice también, haciendo hablar al actor en los mismos términos en que lo hace Alain: «Les miro, y la sala se convierte exclusivamente en carne viva y engalanada … Me escuchan y piensan lo que digo; me miran, y entro en su alma como en una casa vacía».3 Téngase en cuenta que el actor se sostiene gracias a este intercambio; así puede vivir su papel, sentirse poseído; en las repeticiones de la obra piensa y trabaja; ante el público, precisamente porque ha trabajado antes duro, es capaz de improvisar, en esos momentos no piensa en su papel sino en el público; así es como se hace plenamente presente y, a través de él, la propia obra: el texto halla una voz que es de hecho y de pleno «voz», dado que esta voz se dirige a un público cuyo silencio es la respuesta más estremecedora.4 Así, esta atención que sirve de escolta al actor es el camino por el que llega la obra; más aún, ayuda a su «comprehensión»: entendiendo aquí por tal un captar juntos. Si es cierto, como veremos, que la cumbre de la percepción estética es el sentimiento que revela la expresión de la obra, ya puede rastrearse una primera forma de este sentimiento en la especie de calor humano y de emoción que desprende una muchedumbre rendida y recogida: «Este rico fondo psicológico que se da en el teatro, al igual que en las ceremonias en las que de hecho lo es todo, es lo que los especialistas denominan atmósfera», como dice, una vez más, Alain.

Lo que acabamos de afirmar respecto del teatro, puede igualmente referirse a la danza, pues el buen bailarín es aquel que está tan seguro de sí mismo como para convertir en signos dirigidos al público el movimiento que ejecuta, es decir que va más allá de la propia representación, poniendo no solo gracia sino también espontaneidad en lo que sin embargo está ya más que determinado y previsto. ¿Y la música? Aquí es menos seguro que la espontaneidad del virtuoso esté provocada por el público; en la orquesta el instrumentista no conoce más que al director de orquesta. Pero al menos es necesario que el público colabore en la ejecución facilitando a la obra la tela de fondo de un verdadero silencio, un silencio humano cargado de atención, y que esta atención, repercutiendo de conciencia en conciencia, cree el clima más favorable para la percepción estética.

Pero el examen de la música invita a introducir en esta descripción del público un matiz que preparará el sentido más amplio que daremos inmediatamente al término considerando un público morfológicamente disperso. Este público reunido, que resuena y se hace eco de sí mismo, que introduce en el corazón de cada cual una misma emoción y una idéntica atención ¿es acaso como el grupo que se expresa por una consciencia colectiva nacida de la fusión y casi de la alienación de los individuos? Ciertamente que se da una comunicación aquí, pero debe ser doblemente especificada: 1.ºEsta comunicación es imantada por un objeto soberano que es el objeto estético: el grupo no se quiere solo a sí mismo, sino que desea la realización de la obra, como un público de creyentes anhela el cumplimiento del servicio religioso; por esto, la emoción, en vez de desmandarse como sucede en momentos de pánico, al hallarse ordenada al aspecto del objeto, e incluso medida por él, permanece aquí como una cualidad de la atención. y hasta el objeto mismo está atento a reprimir la emoción al mismo tiempo que tiende a suscitarla; por medio de mil argucias, el teatro recuerda al espectador que es espectador y que no debe dejarse prender en el juego;5 2.ºGracias a esta atención que se presta al objeto y a sus virtualidades de objeto, el espectáculo, desarrollando en el hombre la forma suave y soberana de espectador, le invita a ser el mismo y a no alienarse. Así es, como bien dice J. Hytier, como el teatro debe realizar, mejor que la comunicación masiva, «el enlace de una multiplicidad de admiraciones particulares».6 Es lo que Alain expresa diciendo que el espectáculo es la escuela de la autoconsciencia. En vez de perderse entre el público, al ordenarse este público al objeto, el espectador se recupera a sí mismo: el público le invita y le prepara a ser él mismo. Y veremos, de manera semejante, que en lugar de alienarse en el objeto estético, el espectador se afirma igualmente, porque este objeto le devuelve su propia imagen.

Es decir, que el espectador participa doblemente en el espectáculo: como miembro de un público, colabora en la ejecución de la obra a la vez que «se pone en forma» para aprehender el espectáculo; pero de hecho asimila la obra, en su metamorfosis como objeto estético, en cuanto que consciencia solitaria Y «recogida». Es el testigo, como afirma É. Souriau, exigido por la obra, subjetividad que, para ser plenamente subjetividad, solo puede ser singular, y a la que se refiere todo el aparecer, para la cual y por la cual este aparecer es significante. Vamos a considerar esta función testimonial (del sujeto espectador) a partir de las artes ejecutadas no separadamente y que son a la vez artes solitarias: en ellas el testigo es preponderante mientras que la realidad del público pasa a segundo plano y adquiere otro sentido.

Pero antes hay que volver a la cuestión que habíamos dejado en suspenso: en estas artes solitariamente fruidas, el espectador, que será el testigo ¿acaso no es primeramente una especie de ejecutante? Sin duda que 1a ejecución ha sido asumida por el mismo autor, de una vez por todas, y no se trata de que el espectador colabore en ello como lo hace, por ejemplo, en una representación teatral. Mas quizá podemos estar tentados en denominar ejecución, respecto a las artes plásticas, a esa especie de juego que el espectador debe desarrollar ante la obra para elegir o multiplicar las perspectivas que adopta ante ella; tal juego no es indiferente como lo sugería ya Hegel:7 la obra es un imán potente que atrae al espectador hacia los puntos en que debe colocarse para convertirse precisamente en testigo. Pero «ejecución» es posiblemente un término que dice demasiado, pues no se trata de producir algo sensible, sino de percibirlo; este concurso que el espectador aporta, que todo espectador aporta a cualquier tipo de arte, es el de la percepción estética que revela el objeto estético. Lo que existe en común entre el espectador y el ejecutante es solo el homenaje que su docilidad rinde a la obra, pero, en un caso para encarnarla y en el otro para captarla.

Sin embargo, el problema sigue planteado para la lectura. El teatro necesita la representación; cuando no la obtiene, hemos dicho que el lector no puede penetrar verdaderamente el sentido más que a condición de imaginar, a su manera, la representación, en suma, ejecutándola, al menos imaginativamente y por delegación. Mas ¿no es cierto que todo lector debe ser ejecutante para hacer pasar las palabras de la existencia abstracta del signo escrito a la existencia concreta del signo proferido, si el signo solo adquiere todo su sentido cuando es proferido? Sin desarrollar aquí toda una teoría del lenguaje, es necesario al menos distinguir las artes de la prosa escrita y la poesía. En una palabra, las artes de la prosa tratan las expresiones como instrumentos de un sentido, sin prestar demasiada atención a las calidades sensibles que manifiestan las palabras cuando son pronunciadas; más bien las calidades sensibles que se encuentran a veces en la lectura, son como la aureola de la significación: la palabra suena bien porque es justa, suena inusitadamente si la idea que introduce es extraña. Lejos de que el sentido sea inmanente a lo sensible, lo sensible, cuando aparece, es como un efecto del sentido; y lo que más generalmente aparece, son los signos sobre el papel, cuyo aparato puramente visual no posee gloria ni importancia propia, sobre los cuales la mirada no se posa como tal mirada, sino más bien como instrumento de comprehensión: el saber se absorbe y cuela a través de las palabras y acapara la atención.8 El lector va directamente al sentido; sin asumir una ejecución realizadora de lo sensible, es ante todo un testigo y, dado que el sentido, es decir el objeto representado, es aquí preponderante, se tratará de un testigo que se irrealiza o se espiritualiza para tomar posición en el interior del mundo representado, antes que un testigo situado en el mundo real en el que se despliega lo sensible.

Pero no sucede lo mismo en la poesía. Si se admite que la palabra solo designa en este caso cantando, que posee una «naturaleza» extraña e impenetrable (y no es un nuevo instrumento familiar), irradiante y opaca como lo sensible escultórico o pictórico, en la cual el sentido es captado y se transforma el mismo en una especie de naturaleza, de manera que es más bien «mostrado» que «dicho», en consecuencia hay que admitir que la palabra poética requiere una cierta y especial lectura.9 El lector debe asociarse al esfuerzo que hace el poeta para arrancar la palabra de su característica base utilitaria familiar e inconsciente y para restituirle un aspecto insólito y un poder de expresión semejante al de las cosas más que al de los signos; le es necesario leer en voz alta y de tal manera que el sonido llegue y golpee. ¿No bastará una lectura interior, en el mismo sentido en que hablamos de lenguaje interior? En rigor solo si tal lectura posee el carácter motor del lenguaje interior que confiere a este suficiente exterioridad como para que podamos leer a su través nuestro pensamiento; esta lectura en sordina asocia ya al ojo el aparato vocal y experimenta la resistencia y las virtudes del verbo. Si el gesto no acompaña a la palabra, cosa propia de los actores, es porque el poema no es un drama y que la palabra lo expresa todo por sí sola, a condición de ser «dicha»;10 pero ¿no se trata aquí, de alguna manera, de una especie de ejecución? ¿no cabe por ello decir que el lector es a la vez actor y espectador, lo que en el fondo es condición que sigue siendo básica en todo hablante?

Croce objeta que «la declamación, e incluso el recitado de una poesía no es esta poesía; es otra cosa, bella o fea, pero que es conveniente juzgar en su esfera propia … La poesía es una voz interior que ninguna voz humana puede igualar».11 Desde luego, es cierto que el recitado pueda abstraerse de lo recitado y juzgarse por sí mismo, tal como se juzga el trabajo de un actor, apareciendo entonces como un «acto práctico» diferente de «la expresión poética», al igual que lo técnico se opone a lo artístico. Esto también es cierto. Pero el problema radica en saber si este acto, aunque distinto de la creación, no es acaso necesario para el advenimiento, el darse, de la cosa creada como objeto estético; no decimos «constituyente», porque fenomenológicamente es la audición lo que es constituyente, sino simplemente decimos «presentante» ya que se trata de realizar lo sensible. No puede negarse esto a no ser que neguemos la inmanencia total del sentido en lo sensible dentro del objeto estético.

Croce, hegeliano por la idea, aunque bastante confusamente desarrollada, de que el arte universaliza lo particular, no lo es en grado suficiente como para afirmar resueltamente esta inmanencia, aunque subraya en su Estética «la unidad de la intuición y de la expresión»12 al aplicar su teoría de la «proposición especulativa» que identifica lo interior y lo exterior. Es llevado a ello por el hecho de que no se coloca nunca sistemáticamente en el punto de vista del espectador. Y que, de todas formas, estudia el arte más bien que la obra de arte. Lo que desea captar es el principio mismo del arte,13 es decir lo que denomina intuición: todo el capítulo primero de su Breviario de Estética es un comentario de la afirmación de que «el arte queda perfectamente definido si se le define como intuición», siendo la intuición verdaderamente tal «porque representa un sentimiento y brota de él». Por ello lo que Croce busca más que la poesía es lo poético, y de hecho lo encuentra tanto en la novela o en la tragedia como en la epopeya o la elegía. Podemos no obstante preguntarnos si esta investigación no implica una ontología más precisa, como la que hallaremos más tarde, por ejemplo, en Heidegger. Pero en cualquier caso no dispensa el desarrollo de una fenomenología de la obra específicamente poética tal como la cultura nos la propone y que un auténtico lector detecta. Y el desarrollo de esta tarea (en tanto que lectura distinta de la prosa, diferente de la lectura ordinaria en la que la vista es el órgano inmediato de la inteligencia) nos parece necesaria.

b) El testigo

Si el lector se convierte en ejecutante, lo hace en todo caso para colocarse frente a la obra; para ser testigo. La obra le toma por testigo porque, así como el hombre quiere ser reconocido por el hombre en la célebre dialéctica hegeliana, también la obra tiene necesidad del hombre para ser reconocida como objeto estético. Contra todo subjetivismo, hay que decir que el hombre no aporta nada a la obra sino su consagración; Y ya veremos, al estudiar la actitud estética, que sin renunciar a ser el mismo, debe mantener ante la obra la actitud imparcial y lúcida del testigo; lo que implica asimismo la inteligencia particular de un testigo, ya que es con la inteligencia con lo que registra los hechos, es «cómplice» antes que juez.

¿Cómo son posibles esta concordancia, esta «forma» que el espectador compone con la obra? ¿Cómo se halla a la vez el espectador fuera y dentro, y esto tanto en relación a lo sensible como al sentido? Aquí conviene esbozar el análisis de la presencia del objeto percibido.14 Parece, especialmente en las artes plásticas, que el testigo se asemeje a un aparato registrador que la obra, organizando su propia toma de vista, coloque o desplace en ciertos puntos del espacio: el cuadro está hecho para ser visto desde una cierta distancia, desde un determinado punto de vista, con el fin de poderse organizar bajo la mirada, de que el dibujo se precise, que los colores se compongan y se animen, que la obra tome su relieve sugiriéndolo, con lo que el objeto representado aparece con más evidencia. Esto es particularmente cierto de aquellas obras compuestas de acuerdo con la perspectiva denominada clásica, perspectiva centrada y estática que fija al espectador en su centro que es, desde luego, el único punto de vista. Pero también es verdad para todas las obras que rechazan esta perspectiva de mil maneras: restaurando, como dice Lapicque,15 un dinamismo pictórico, no obligan a que el cuerpo del espectador se desplace para recomponer las apariencias; si el movimiento que la obra nos impone es un movimiento espiritual, como continúa diciendo Lapicque, «es necesario atribuir al rechazo de tal movimiento las opiniones según las cuales una compotera de Cézanne estaría dibujada de través». Siempre existe un cierto punto de vista según el cual las apariencias, incluso aunque no sea para prestar significación a la obra, se organizan mejor y los colores son más expresivos. Lo mismo sucede con la escultura, en la que, como afirma Conrad, existen «perspectivas privilegiadas», que han sido determinadas por el escultor. Y el monumento dirige al visitante según su propia lógica arquitectónica, de manera que en cada momento está enteramente presente ante él y sin embargo siempre es inagotable. Este carácter inagotable se hace patente en igual medida al espectador inmóvil de la ópera o del ballet, que ha elegido su lugar en función de su monedero más que en función de la obra, que al espectador del cuadro que se halla prácticamente inmovilizado, clavado en el suelo por la perspectiva. Esto nos sirve de advertencia.

Al igual que la percepción no se reduce al esquema que se pueda dar de un objeto y de un sujeto exteriores el uno al otro, como son exteriores para el físico el estímulo y el órgano sensorial, así la presencia del testigo ante la obra no se reduce tampoco a esta presencia física. Necesita penetrar en la intimidad de la obra. La música nos instruye al respecto; en el concierto estamos ante la orquesta, pero el sujeto está en la sinfonía; y sería justo afirmar que la sinfonía está en nosotros para indicar esta especie de posesión recíproca; pero para evitar todo subjetivismo es más conveniente subrayar una especie de alienación del espectador en el objeto –a veces se habla de un cierto embrujo– la presencia ante el objeto posee algo de absoluto, aunque se trata de lo absoluto de una consciencia enteramente abierta y como poseída por aquello que ella misma proyecta: el testigo no es un espectador puro, sino un espectador comprometido en la obra misma. A pesar de la diferencia que subraya Pradines entre lo visual y lo auditivo, todo lo dicho es adecuado incluso para las obras que pone en juego lo visual: el cuadro exige que nos dejemos atrapar por los colores. Precisamente es por esta condición que podremos penetrar en el espacio de la pintura que rehúsa la perspectiva clásica, un espacio construido sobre los escombros del espacio vital, bien por la acumulación de objetos, como sucede en ciertas naturalezas muertas de Braque, o bien por su alteración; como ocurre en el cubismo, o también por la confusión de planos y el rechazo de grandes extensiones aparenciales como en los primitivos occidentales. La pintura llamada abstracta es aquí instructiva; se distingue de lo decorativo, que se limita a adornar un espacio ya dado, sea el contorno de un tapiz o el margen de un manuscrito, y lo que ella crea con los colores es propiamente un espacio que nos fuerza a asumir: un espacio que no atraviesa lo pared, dado que ordena pictórica y no conceptualmente las apariencias, y también porque cambiando las costumbres y las posturas ordinarias, no nos invita a obrar sino sencillamente a contemplar. A soñar, como dice Lapicque, utilizando ingeniosamente a Bergson, es decir a sustituir por una toma de posición eficaz y que moviliza el cuerpo otra imaginaria que no le interesa ya.16 Pero atención: soñar no significa aquí producir imágenes disparatadas que oscurecen la percepción y descalifican al testigo; sino al contrario –¿y no es así como Bergson entiende la imagen?– coincidir con el objeto.17 Este sueño no es sin embargo una distensión total en la que la consciencia se oculta; por ello no diremos como Lapicque que el cuerpo «se retira totalmente del juego»: ya que es precisamente por él, por su vigilancia y su experiencia por lo que permanecemos en relación con el objeto; en lugar de anticipar la acción y de buscar la sumisión del objeto, solo se somete a él y se deja mover por él.

Así el testigo, sin dejar su lugar en el espacio físico, penetra en el mundo de la obra; y porque se deja convencer y habitar por lo sensible, penetra en la significación, al igual que la significación le penetra, tal es el grado de estrecha reciprocidad entre el sujeto y el objeto. Ante un cuadro figurativo, estamos con los personajes representados, en la ciudad de Canaletto, a la sombra de la encina de Ruysdael. Cualquier tipo de iluminación es posible ya que se trata de la luminosidad del cuadro; ningún monstruo es teratológico, ningún desorden nos mueve a coger la escoba, y el compotero tiene perfecto derecho a estar de través; esto desde luego no significa que la pintura sea por ello algo irreal, sino más bien que nosotros, como sujetos, nos irrealizamos para proclamar su realidad y que tomamos pie en ese mundo nuevo que la obra nos abre, siendo nosotros también como hombres nuevos. Pero hay que ver asimismo que al irrealizarnos nos es vedada cualquier participación activa; desinteresándonos del mundo natural que hemos abandonado, hemos perdido el poder de interesarnos en el mundo estético: estamos dentro, pero solo para contemplarlo, y esto es todo lo que la obra espera de nosotros: que nos situemos en ella y la conozcamos desde dentro. Lo mismo sucede cuando asistimos a una representación teatral o leemos una novela. Esta relación personal que en el teatro, cuando nos hallamos ante el público, mantenemos a pesar de todo con la obra, no nos obliga a renunciar a nuestra función de espectador, sino a entregarnos a la obra manteniéndonos como tales espectadores. Estamos con los personajes, sabemos de cada uno de ellos lo mismo que los demás saben de él y lo que él sabe de los otros; pero no nos identificamos con ninguno de ellos. Más bien, retenemos los hilos y las pistas a la par que nos son dadas y recomponemos en nosotros mismos la acción en la que se hallan envueltos los personajes: nos encontramos de lleno con todo el conjunto, como el director de orquesta conecta con todas las voces de la sinfonía; por ello precisamente el teatro es en esencia acción y no psicología.18 Porque nuestra mirada domina toda la escena, asistimos a todo un acontecimiento, tal como lo ha demostrado correctamente Gouhier,19 que crea una situación para los personajes, al igual que los personajes se definen en función de esta situación; más que de los personajes, somos contemporáneos de la situación total, entramos en el mundo de la obra por la puerta grande, pues la situación es la totalidad de este mundo, como en el cuadro lo es el conjunto de la composición. Aquí radica la diferencia entre el teatro y la novela, puesto que la novela nos propone –y de ello los novelistas contemporáneos tienen una aguda conciencia– que nos identifiquemos de alguna manera, aunque sigamos siendo espectadores, con uno de los personajes y que con sus ojos veamos a los demás, pudiendo ser el mismo personaje a lo largo de la obra o variar en ciertos momentos de ella. En tal caso no estamos en posesión del secreto, o al menos no estamos más que en el secreto de una sola consciencia;20 el mundo en el que de esta manera penetramos tiene el carácter fragmentario, indeterminado y abierto del mundo natural. Pero al fin y al cabo seguimos estando en este tal mundo.

Volveremos ampliamente sobre estos problemas, tanto de la percepción estética como de la naturaleza del mundo de la obra. Pero interesaba asegurarnos, ya desde ahora, de lo que la obra espera de su testigo: espera que cumpla con su misión. Ella se expande en él, pero a condición de que él, por su parte, desempeñe el rol que se le asigna. Con todo su ser la obra le prepara su labor; ya veremos cómo, por la organización estructural de lo sensible, dispone y prepara su propio cuerpo para una percepción adecuada. Al mismo tiempo que percibe, o en rigor si se trata de la novela a la vez que imagina, el testigo penetra en el mundo de la obra, no para obrar ni para ser sujeto receptor de acción alguna, sino para testimoniar, para que todo este mundo adquiera sentido en su presencia, para que se realicen las intenciones de la obra. Y es, una vez más, la obra la que, en ese mundo, le asigna una perspectiva, perspectiva física sobre un objeto o perspectiva espiritual sobre un cierto sentido, como la perspectiva del lector de una novela o del espectador teatral. Porque tal sentido se da en lo sensible, esta perspectiva espiritual puede estar cargada simbólicamente, sobre todo en las obras esencialmente visuales, junto con la perspectiva física que regula la percepción: el sentido del cuadro o de la escultura surge desde el enclave en que se ubica el espectador. Pero sin embargo, la presencia del mundo de la obra no puede confundirse con la presencia física de lo sensible que, al igual que ocurre en el concierto, puede ser relativamente indiferente; si nos encontramos «ante el» es para estar «con él». El Da del Dasein es un Da espiritual, pero no obstante, no deja de ser un Da; no somos más que coexistentes con ese mundo de la obra que testimoniamos, no planeamos sobre él, sino que nos hallamos en él como lo estaríamos en otro: obedecemos al tiempo musical, esperamos que los personajes de la novela se revelen y no sabríamos qué es lo que se esconde detrás de todo ello. Y es que resulta que estamos al servicio de la obra y como «puestos» por ella, según dice el mismo É. Souriau, siendo siempre constantes espectadores.

La obra es, pues, quien lleva la iniciativa: lo que ella espera del espectador responde a lo que ella ha previsto para el. Y esto nos prohíbe todo subjetivismo. Lejos de que sea la obra la que está en nosotros, somos nosotros quienes estamos en ella. Ser testigo, implica no añadir nada a la obra, porque la obra se impone al espectador tan imperiosamente como al ejecutante. Sin duda, el público tiene también la libertad de interpretar la obra, comprendiéndola, hasta el punto que la significación de la obra y su densidad misma varían de acuerdo con lo que los diversos espectadores hallan en ella. Pero no hay que olvidar que es en ella donde lo descubren y no en ellos mismos para luego extrapolarlo a la obra. Hay que guardarse aquí de la teoría que mantiene que, dado que no conocemos más que nuestras propias representaciones y que no podemos comprender más que a nosotros mismos, la obra está en nosotros. Sin duda, no basta con que este psicologismo haya sido descubierto y puesto en claro por la teoría de la intencionalidad. Pues sigue siendo válido en un sentido, y lo verificaremos al estudiar el homo poeticus que descubrimos siempre en la obra y que se halla en el fondo de nosotros mismos.

Pero es necesario añadir que es la obra quien nos despierta, es ella la que desencadena en nosotros el juego de los recuerdos y de las asociaciones que en realidad deberíamos esforzarnos en reprimir en vez de fomentar, para permanecer fieles a la obra, pero es ella la que cristaliza el precipitado interior. Y si se enriquece y clarifica, en cada uno de nosotros es porque ella misma recurre a ello. Las ideas que sugiere, los sentimientos que despierta, las imágenes concretas –Ansichte, diría R. Ingarden– que alimentan estas significaciones varían según cada espectador, pero como perspectivas que convergen en un mismo punto, como intenciones que apuntan a un mismo objeto, como lenguajes que dicen la misma cosa: la identidad de la obra no se altera por ello, pues su contenido aparece y se refracta de manera diferente en distintas consciencias. De hecho, todos estos puntos de vista no hacen más que desplegar, deshojar sus posibilidades, «hacer moneda» el capital y la riqueza que posee. Se dirá, y es cierto, que ocurre lo mismo con cualquier objeto, que no se da nunca más que a base de Abschattungen, y que se despliega al infinito en una serie de enfoques diversos.

Pero la diferencia radica en que la verdad del objeto estético es a la vez más rica y más intransigentemente acaparadora, más rica porque no se trata solo de una realidad material que hay que dominar, sino de una expresión que debe aprehenderse, y más intransigente porque nos parece que esta verdad nos compromete y que depende de nosotros el asumirla.

II. LO QUE LA OBRA APORTA AL ESPECTADOR

La obra actúa sobre nosotros porque su verdad se nos hace presente desde el momento que nos hallamos ante ella, incluso aunque nosotros seamos incapaces de exponerla. Desearíamos ahora indicar dos modalidades de esta acción que se vinculan a la mera presencia, convergentes ambas hacia la fuerza que, convidando al hombre a ser testigo, desarrolla en él lo humano, al menos el aspecto de lo humano que se ejerce por la contemplación.

a) El gusto

Principalmente forma el gusto. Conviene aclarar aquí dos concepciones del gusto. Generalmente el gusto expresa la subjetividad en lo que esta tiene de arbitrario e imperioso: en sus inclinaciones y preferencias; es un hecho que unos prefieren la música clásica a la música romántica, como también es un hecho que unos prefieren la carne «bien hecha» y otros el vino muy seco: non disputandum. Quizás un psicoanálisis existencial pudiese mostrar que cada una de estas elecciones expresa y confirma una única manera de ser en el mundo, la opción intemporal que sella mi destino: mis gustos, en este caso, son irreductibles porque participan en un mismo fondo irreductible, que es, en su base, mi naturaleza21 y el testimonio de mi finitud. Pero la subjetividad así entendida, incluso aunque solo se la defina como proyecto de un mundo, se reconoce de acuerdo con sus contenidos o en base a sus reacciones: se refiere principalmente a sí misma más bien que a un mundo. Así los gustos estéticos manifiestan la reacción de mi naturaleza al objeto estético; suponen que estamos más atentos a nosotros mismos que al objeto, y primordialmente atentos al placer personal, dado que se miden en relación al placer que hallamos en la experiencia estética, placer que no procede en igual medida del objeto estético que de nosotros mismos, o más bien de la conexión del objeto con nosotros, del sentimiento que experimentamos al confirmarse nuestro ser o de revelarnos a nosotros mismos. El juicio del gusto decide acerca de lo que preferimos en virtud de lo que somos.

Ahora bien, esta vuelta sobre nosotros mismos, aunque sea para interpretar el objeto estético, no es lo esencial de la experiencia estética. Alain lo sugiere al apuntar que el placer no es un ingrediente necesario de esta experiencia, y que lo bello despierta más bien el sentimiento de lo sublime. Lo sublime sería así, en un sentido un poco indirecto, el sentimiento de nuestra alienación en el objeto estético, el sacrificio de la subjetividad ante algo hacia lo que ella se trasciende y que la trasciende, en resumen, el sentimiento que surge cuando se renuncia a todo sentimiento, a toda vuelta sobre sí mismo, para entregarse al objeto: cuando la subjetividad se sublima; entonces la subjetividad es proyecto de mundo más que regreso a sí, es su singularidad en lugar de suponerla, se dedica a conocer en vez de preferir. Así es como interesa definir el gusto por oposición a los gustos. El gusto puede orientar los gustos, pero también ir contra ellos: quizá no nos guste una obra, pero somos capaces de apreciarla, de reconocerla. Dado que los gustos son determinados, el gusto no es exclusivo. Tener gusto es ser capaz de juzgar más allá de todos los prejuicios y de todas la decisiones fijadas. Este tipo de juicio acepta la universalidad, como ya lo vio Kant. ¿Por qué? Porque no requiere más que la atención al objeto y no una decisión: es la obra misma la que comparece y se juzga a sí misma. Nótese que en este tribunal el justo juez es el que deja que la verdad se desvele por sí misma mientras él se limita a pronunciar la sanción; es el acusado el que se condena (Hegel añade: es él quien exige el castigo precisamente para que sea reconocido su acto); juzgar correctamente, es pues abstenerse de juzgar en la medida en que el juicio pueda ser fruto de prejuicios o sea arbitrario; es preferir lo preferible solo porque se manifiesta como tal, sin formular una preferencia esforzándose en dejar a un lado las propias preferencias. Tener gusto es no tener gustos, por ello el buen gusto reside preferentemente más en la no elección que en la elección. Ciertamente puede inspirar una especie de jerarquía entre las obras, pero a condición de que sea la obra misma la que se declare menor o mayor y reivindique su propio lugar.22 Es de notar que el buen gusto sea claramente ecléctico, y sin mala conciencia. Consiste en especial en evitar las faltas de gusto, en no dejarse engañar por obras que no son válidas y que no lo son precisamente porque buscan exclusivamente el efecto, quieren impresionar, halagan la subjetividad –y lo que en ella hay de más vulnerable– para hacérsela favorable, como podemos constatar en el Grand-Guignol, en la poesía sentimental, en la pintura moralizadora o en la erotizante. El arte auténtico nos desvía de nosotros mismos y nos vuelve hacia él.

Así es como la obra de arte forma el gusto; incluso por su sola presencia, como lo ha indicado Alain y como testifican las artes ceremoniales, y también la música y la poesía etc., disciplina las pasiones, impone el orden y la medida, deja el alma dispuesta en un cuerpo apaciguado. Pero además la obra de arte reprime lo que existe de particular (bien sea empírico, históricamente determinado o bien nuevamente caprichoso) en la subjetividad; más exactamente, convierte lo particular en universal,23 y obliga al testigo a ser ejemplar. Invita a la subjetividad a constituirse como pura morada, abriéndose libremente al objeto y al contenido particular de esta subjetividad, a ponerse al servicio de la comprehensión en lugar de ofuscarla haciendo prevalecer sus inclinaciones. La obra de arte es una escuela de atención. Y a medida que se desarrolla la aptitud «a abrirse», se facilita la aptitud a la comprensión, comprensión que alcanza a todo cuanto debe ser comprendido, es decir la penetración en el mundo que abre la obra. Sin duda, diremos que la comprehensión puede ser ayudada por una reflexión o un aprendizaje previos; pero al fin y al cabo se trata de comunicar con la obra, más allá de todo saber o de toda técnica: lo que precisamente define el gusto, y que el aficionado puede reivindicar con el mismo derecho que el experto.

Por medio del gusto el testigo se eleva a lo que hay de universal en lo humano: el poder si no de combatir el objeto estético, al menos de hacerle justicia, mediante lo cual el juicio del gusto es capaz de universalidad. Esta universalidad se manifiesta además en un segundo modo de acción del objeto estético: la creación de un público, dando esta vez al término un sentido más amplio que el precedente.

b) La constitución de un público

Y en efecto, captaremos mejor el poder de la obra al observar que su testigo, incluso aunque esté solitario, no se halla solo: pertenece a un público, y la constitución de este público, su naturaleza propia, que no es solo la del público presente y necesario en la ejecución, y que además poseen ya las obras ejecutadas, atestigua la realidad de la obra y su acción sobre sus testigos. Lo importante es pues ver cómo este público tiende a encarnar y figurar a la universalidad que es también la del testigo solitario: es la multiplicación indefinida del testigo por que el testigo es indefinidamente multiplicable, haciéndose semejante a todo hombre al sobrepasar su particularidad.

Sin duda, este público es deseado por el espectador o el mismo testigo. Si el lector solitario experimenta confusamente la realidad de un público invisible, si tiene la conciencia de adherirse a una secreta sociedad de la que la obra es la contraseña, o de cooperar en una cultura de la que la obra es a la vez objeto e instrumento, esta consciencia responde a una necesidad suya: la emoción estética tiende a comunicarse y expandirse; busca sus confidentes y sus testigos. Y también sus garantías: la exigencia de público corresponde a una preocupación de seguridad; el juicio del gusto que ratifica y concluye la experiencia estética no se siente seguro de sí mismo si no tiene sus responsables; el homenaje de un público o de una tradición es, de hecho, el mejor patronazgo.

Pero es la obra la que desea y suscita este público. Tiene necesidad de él. Y sin embargo ¿acaso un testigo no es suficiente? Desde luego que sí, pero como el sentido de la obra es inagotable, el objeto estético gana con una pluralidad de interpretaciones. La lectura del sentido nunca se agota y el público siempre puede ampliarlo al multiplicarse. Ciertamente, si la obra es insaciable, no lo es al modo como pueda serlo el objeto cuyas determinaciones que le relegan al mundo exterior no se agotan nunca, ni como un hecho histórico, respecto al cual, incluso aunque la materia esté incontestablemente aclarada (Juan Sin Tierra estuvo aquí…), el sentido siempre pude de ser puesto en tela de juicio ya que no puede comprenderse perfectamente más que en conexión con la totalidad histórica; pues la obra se destaca, por el contrario, de su contexto espacio-temporal: se halla en el espacio y en el tiempo universales como si instituyese un espacio y un tiempo que le fueran propios. Más bien habría que decir que la obra se muestra inagotable al modo como lo pueda ser una persona.

No se trata tampoco de que goce de una libertad desconcertante: no posee el carácter sospechoso de la mentira, ni los rasgos imprevisibles de un acto libre, la obra siempre permanece igual a sí misma. Pero el rostro que vuelve hacia nosotros, como si fuese un rostro humano, parece expresar siempre algo que va más allá de lo que nosotros podemos captar. Y sospechamos ya por qué; es que su sentido no se agota en lo que ella representa, y que podría ser definido, resumido, traducido, como la significación objetiva de un objeto inteligible, de la misma manera que se agota el sentido de un lenguaje prosaico. Lo que la obra representa no se entrega más que a través de lo que ella expresa, e incluso la expresión, aunque sea inmediatamente captada, continúa siendo inabarcable.

Pero lo más importante aquí es que el objeto estético gana en su propio ser con esta pluralidad de interpretaciones que se conectan a él: se enriquece a medida que la obra encuentra un público cada vez más amplio y una significación más numerosa. Todo ocurre como si el objeto estético se metamorfoseara, como si creciese en densidad o en profundidad, como si algo de su ser se transformase por el culto al que se le somete y del que es objeto central. No podemos, en consecuencia, decir con Sartre que sea indiferente para la obra el sobrevivir a su autor y merecer una «inmortalidad subjetiva»; esto solo sería indiferente para el propio autor que ya no estaría allí para felicitarse por ello. Pues esta inmortalidad no es solo consagración, sino también enriquecimiento. Y no creemos que esto desintegre la obra ni que la vuelva inofensiva: la obra que no muere continúa obrando; quizás, desde luego, no de la misma manera que la obra reciente, compuesta por un autor vivo y para un público vivo, y que a veces opera como un auténtico explosivo, pero sí que continúa siendo eficaz su potencialidad ya que obra en profundidad invitando al hombre a ser y no a hacer sin más e inmediatamente: es un poco como la diferencia que existe entre el panfleto político y la obra literaria. Por ello podemos decir que el público continúa creando la obra al añadirle nuevos sentidos, como si el respeto y el fervor que se siente ante una obra de arte fuesen en sí mismos creadores. ¿No puede desde luego afirmarse que esto es lo que ocurre también en las relaciones interhumanas? Lo que esperamos de nuestro amigo, lo que nuestra amistad espera de él, es que sea él mismo, y termina por serlo: así la obra se asegura a sí misma y se enriquece por la conjura del público.

Mas ¿cómo suscita la obra a este público? ¿Cómo justificar, por otro lado, que un público pueda constituirse y funcionar como tal incluso cuando las circunstancias de la percepción estética no nos lo hacen visible? Antes que nada, hay que tener en cuenta que este público no es esencialmente una reunión de individuos, dado que no es la extensión indefinida de las relaciones de un tú y un yo, sino la afirmación inmediata de un nosotros. Incluso en el teatro, las miradas no se enfrentan ni se miden, el proceso dialéctico del reconocimiento no se desencadena; las miradas permanecen fijas sobre el escenario y no se cruzan más que allí. El otro no se nos aparece en su singularidad provocadora sino como lo semejante, cuyo ser se reduce al acto personal que realiza en común con nosotros. Por el contrario, si permanecemos, aunque solo sea un momento, atentos a nuestro vecino, se convierte en el individuo concreto cuya presencia nos molesta, cuyas reacciones son distintas a las nuestras y sospechamos por ello que no ha debido entender nada de la obra: el público se diluye para dejar paso a una relación mutua de consciencias que funciona a otro nivel. El grupo no es un grupo «esencialmente social» salvo si, como dice Aron, se sobrepasan las relaciones de un tú y un yo. Y precisamente el objeto estético permite al público constituirse como grupo porque se halla ante una objetividad superior que vincula a los individuos y les obliga a olvidar sus diferencias individuales. Si el grupo implica, en tanto que social, un sistema de sentimientos, de pensamientos o de actos, al que el individuo se adhiere como sometiéndose a una norma exterior, el público es un grupo característico: constituye una comunidad real, fundada no sobre la objetividad de una institución o un sistema de representación, sino sobre la objetividad eminente de la obra. La obra nos obliga a reconocer nuestra propia diferencia, a hacernos semejantes a nuestros semejantes al aceptar, como él, la regla del juego de «ver» y casi de «admirar»; aquel que ronca en un concierto en lugar de escuchar, o el que se encoge de hombros en una exposición de pintura en vez de mirar, rompe el pacto que constituye el público, mientras que se sitúa al margen, como diremos más tarde, de la experiencia estética. La objetividad de la obra y la exigencia que comporta imponen y garantizan la realidad del lazo social.

Pero esta garantía es también un límite, donde va a surgir el carácter indeterminado del grupo, pues el público tiende a abrirse siempre más. De una parte, como la obra no es tal más que contemplada, no suscita desde luego normas que requieran y regulen una actividad determinada; la obra crea una participación, no una cooperación; en este sentido, la cohesión del grupo es precaria ya que no se desarrolla más que un contacto con el objeto. Por otra parte, la extensión del grupo es indefinida. La semejanza que encontremos tendrá rasgos tanto más indiferenciados cuanto que no se trata de una colaboración en una empresa común: no se define en función de una actividad que deba continuarse, sino de una percepción a experimentar en común. Definirlo como asociación de una percepción, no es más que definirlo de manera vaga, por ello todo el mundo puede entrar en el círculo de un público.

Sin embargo, ocurre que el público tiene la impresión de constituir una sociedad privilegiada a la que solo acceden los iniciados: especies de capillas o cenáculos; y quizá no conviene despreciar estas sectas, no solo porque el esnobismo, que no es otra cosa que la preocupación de convertir al público en una élite, puede servir para despertar el gusto, aunque sea a base de provocar escándalo, sino también porque es bajo esta forma, voluntariamente restringida y exclusiva, como el público toma conciencia de serlo. Es inevitable que el público sea restringido cuando la obra es reciente y no ha tenido tiempo de difundirse o cuando conserva un carácter esotérico y parece querer reservar su secreto.24 El público se siente entonces determinado y seleccionado por la obra; pero esta particularización de lo semejante, que es casi el cómplice, es un momento de una dialéctica que debe conducir a una universalidad concreta: es necesario que lo semejante comporte determinaciones singulares para que a medida que la noción se extienda, no se pierda en una abstracción formal; sí es conveniente que la idea de hombre atraviese la de ciudadano, como la idea de nación la de provincia; asumiendo contenidos concretos, la idea puede desarrollarse sin perder su substancia y el grupo puede dilatarse sin dejar de ser grupo. Y en efecto, a medida que la obra envejece su público se amplía tanto horizontal como verticalmente.

Verticalmente, en cuanto que las generaciones se relevan para montar guardia alrededor de la obra. Y vemos una vez más de qué tipo es el envejecimiento de la obra: estas generaciones, estas civilizaciones que ha atravesado, inmóvil, se acumulan en nosotros en la actualidad, y nos inscribimos en su estela continuando una tradición. No hay tradición que no transmita algo y a la vez toda tradición transmite el pasado: este es el oficio de la obra, propiamente histórico, dado que no solo testimonia el pasado del que surge, sino que también sirve de enlace, mediante toda una cadena de miradas, entre el pasado y el presente.

Horizontalmente, porque a medida que el tiempo transcurre su prestigio se acrecienta y el campo de influencia de la obra se amplía. Si Racine, que escribió para algunos cortesanos de Versalles, es hoy leído por toda la burguesía, no solo es porque la burguesía ha relevado a la aristocracia o porque el sistema de educación se ha democratizado; sino que es debido también a que estamos mejor preparados hoy para comprender a Racine. Una obra nueva es acogida con frecuencia indiferentemente, a veces con desprecio y hasta con cólera: son, todos ellos, signos de incomprensión que permiten a sus defensores el unirse y reconocerse. Pasado cierto tiempo, si la obra no ha desaparecido del mundo cultural, incluso aunque continúe siendo contestada, amplía su audiencia. Y lo que aquí nos interesa es que este público, a medida que crece, tiende a dejar de ser un público para confundirse con la humanidad, donde lo semejante se vincula a lo semejante más allá de la particularidad. Y esta metamorfosis del grupo tiene una doble significación, para el individuo llamado hacia la humanidad y para el grupo que se trasciende.

El hombre ante el objeto estético trasciende su singularidad y se abre al universo humano. Como el proletario para Comte o Marx, el hombre sin ataduras, liberado de los lazos y prejuicios que encadenan la conciencia, es capaz de encontrar en él la cualidad desnuda del hombre y de vincularse directamente con los otros en la comunidad estética. Lo que divide a los hombres son los conflictos en el plano vital, y por ello la lucha de las conciencias en Hegel es una lucha por la vida. Pero el objeto estético reúne a los hombres en un plano superior, donde, sin dejar de ser individualidades, se sienten solidarios. Nos gustaría decir que la contemplación estética es un acto social por esencia, como lo son, según Scheler, amar, obedecer o respetar. Se trata de un acto que comporta al menos una alusión a otro como a nuestro igual, ya que nos sentimos atraídos hacia él, apresados por él y, en cierto sentido, responsables de él. Incluso si la presencia implícita del otro no es la de un ser del que seamos responsables, al menos es la de un ser del que nos sentimos solidarios. Esta exigencia de reciprocidad que comporta la admiración estética, es uno de los sentidos de la universalidad formal del juicio del gusto según Kant. Así como el amor espera el amor en correspondencia, y la autoridad la obediencia, la admiración implica y solicita la admiración. Y mientras que la intersubjetividad fundada en experiencias originales como las de la simpatía o del amor no es aún sociabilidad, porque la relación de persona a persona no es una relación social. pues el otro se limita a ser el próximo, a la vez irreductiblemente distinto y unido a mí, el público es un grupo social porque la obra sirve de denominador común a las conciencias que se sienten semejantes.25

Se ve así lo que es «la sociabilidad estética». Si retomamos los términos de Scheler, diremos que el público no es una «sociedad» porque no está vinculado a contratos y no se halla comprometido por intereses. Tampoco es una comunidad porque no hay una emanación de Erlebnisse colectivos emergentes de las conciencias individuales: es la identidad del objeto lo que asegura la identidad de las representaciones; no se trata de una conciencia colectiva sino de una conciencia ordenada a un objeto común. Convendría comparar el público a un «cosmos de personas espirituales», ciudad de los espíritus donde se manifiesta, fuera de todo lazo físico o contractual, una solidaridad espiritual. De este cosmos, el público no es quizás más que una forma degradada, pero al fin y al cabo forma suya, como en Kant la universalidad del juicio del gusto simboliza la realidad de una república de fines, que atestigua la parentela espiritual de los seres razonables. Y si es cierto que la comunidad de personas es la exigencia que anima toda estructura social real y el fin hacia el que esta tiende, si es cierto en otros términos que lo cerrado no se opone a lo abierto, sino que tiende siempre a abrirse como el individuo a identificarse con el hombre, podríamos decir que cada grupo tiende hacia la humanidad, y en ello encontraríamos el pensamiento profundo de Comte al igual que el de Kant. Y quizás la ampliación indefinida del público, de este grupo abierto que se define por su poder de convocatoria más que por su exclusividad, sea el mejor signo y el mejor instrumento de esta vocación humana. Al menos estamos aquí ya presentando la significación humanista de la experiencia estética. La verificaremos más tarde mostrando cómo la percepción estética mueve al espectador a realizar al hombre en el al mismo tiempo que le reconoce a su alrededor, en el público.

Una última observación: por extenso que sea el público, e incluso aunque tienda a identificarse con la humanidad, no se le puede confundir con la masa, con la comunidad viviente, porque la obra no puede ordenarse a esta comunidad más que a condición de aceptar y defender sus valores y de ponerse al servicio de otra causa distinta a la del arte. Ciertamente que ha existido un arte de masas; mejor dicho, que todo arte fue arte de masas hasta una época muy reciente porque en el fondo, lo hemos dicho ya, el arte acaba prácticamente de tomar conciencia de sí mismo: el arte por el arte es una idea nueva. Hasta entonces el artista se pone espontáneamente al servicio de la Weltanschauung propia de su comunidad, de su fe en las épocas saturadas por la creencia; la obra no posee exactamente un público pero la masa de fieles se reconoce en ella y acude a ella para instruirse en su fe: a la gran portada de la iglesia de Moissac, la Edad Media no acude para admirar el tímpano esculpido, sino que viene a venerar a Cristo tal y como aparecerá en el día del Juicio.

¿Hay que decir que hoy la obra no mantiene otro lazo con el público más que por medio del gusto artístico que le comunica? No exactamente, ya que la obra le aporta aún un mensaje, pero la relación entre el público y ella no es previo, y el arte crea una comunión que no le preexiste. Por otra parte, además, las creencias y los valores que cimentan la comunidad no son necesariamente, desde luego, los que el objeto estético a su manera expresa: estos no se hallan casi en la masa, por ello crean un público.

¿Es hoy posible un arte de masas? Uno está tentado de creerlo así, si se piensa en las muestras que presenta: la imaginería religiosa en su mayoría, los films de Hollywood, la novela policiaca. Se trata de un arte comercializado cuyas obras se producen en serie, en realidad es una usurpación de las técnicas del arte por parte de los comerciantes, y esto de hecho no es suficiente para proscribir sin más la idea de un arte de masas. Pero si el diálogo de hoy no llega a establecerse entre la masa y el arte, ni siquiera en literatura, como Sartre lo confiesa, es quizá porque falta el terreno para una entente de una fe común. Si una fe viva atraviesa la comunidad, el artista se sentirá tocado por ella y resonará en el objeto estético; esto se vio claramente, aunque por poco tiempo, en Rusia, antes de que el arte fuese dirigido: los films de Eisenstein son a la Revolución lo que los persas son a la Grecia del Maratón; pero mientras que esta fe no exista, el artista solo podrá proponer su propia fe al que quiera oírla: su público no es más que un público y no la masa, pero no hay que olvidar que este público tiende a la humanidad.

El paso del público a la humanidad solo es posible por la obra. Si el objeto estético espera del público no solo su consagración, sino su cumplimiento, inversamente el público espera de la obra su promoción a la humanidad. El objeto estético aporta al público tanto como él mismo recibe de él: el público le debe el ser público y el elevarse a lo universal. Y entiéndase bien, no podría constituirse como tal si la obra no actuase primeramente sobre el individuo y no le invitase a la atención y al respeto. Ya veremos con más detenimiento todo esto al estudiar la percepción estética. Pero era necesario evocar antes este hecho acerca del público dado que amplía de alguna manera la acción que la obra ejerce sobre el individuo, y porque es característico del objeto estético: los otros objetos no tienen público, o, si lo tienen, no es desde luego un público comparable al de la obra de arte. Este hecho del público nos habrá vuelto más sensibles a la ambigüedad del estatuto del objeto estético, que es a la vez un para-nosotros y un en-sí.

1. Esto no implica necesariamente que el artista cree para el público, como Sartre afirma respecto al escritor. Dejamos de lado este problema que toca a la psicología de la creación. Pero, incluso aunque el artista pueda crear exclusivamente para él, es decir que trate de resolver sus propios problemas convirtiéndose en artista, su obra, una vez acabada, se desprende de él, y es muy raro que el artista se limite a ser el único y exclusivo espectador, como en Chef-d’oeuvre inconnu, de buen agrado.

2. Vingt leçons sur les Beaux-Arts, p. 124. (Versión castellana: ed. Emecé, Buenos Aires.)

3. L’échange, acto II.

4. Se constata también en esto la diferencia existente entre el teatro y el cine, dado que lo que aparece en la pantalla debe ser expresado por el actor de una manera mucho más explícita y dirigiéndose antes que nada al intelecto. Además, a la ausencia del actor responde una especie de ausencia del público: la oscuridad y la arquitectura de las salas cinematográficas impiden que un «público» se aglutine como tal.

5. Volveremos más tarde sobre ello. Notemos sin embargo la diferencia con cierto tipo de oratoria que no produce obras artísticas, en la que la entonación y los gestos quieren convencer y a veces pretenden desencadenar pasiones, tomando al espectador como parte involucrada y no como testigo. El actor verdadero, por el contrario, no declama, sino que representa: se trata de una especie de juego.

6. «La estética del drama», Journal de psychologie, enero 1932.

7. Estética, III, p. 210. (Versiones castellanas de la Estética de Hegel: ed. El Ateneo, Buenos Aires, 1954 y ed. Jorro, Madrid; versiones parciales también en Península, Espasa Calpe, La Pléyade.)

8. Siguiendo esta idea, se llega a decir que la novela, a pesar del oficio y de la capacidad creadora que supone, no es exactamente un arte porque lo sensible se ve en ella escamoteado o subordinado. Pero existe otro aspecto de la lectura de la novela que Sartre ha indicado muy bien (L’imaginaire, pp. 87 y ss.): no se lee una novela como si se tratase de un libro cualquiera porque el saber, del significante, se transforma en imaginante; la palabra no es pues solo una herramienta, portador neutro de sentido, sino que es «representante», y esta carga le confiere una cierta densidad y una cierta personalidad. (A lo que podría añadirse una cierta carga afectiva, de la que Sartre no nos hace ningún análisis y deja a un lado.) La novela es, pues, a pesar de todo, una obra de arte, pero muy particular, dado que, en lugar de hacer aparecer el sentido en lo sensible, lo da abstractamente, aunque se esfuerza en «realizarlo» en imágenes sugiriendo al lector, no como ocurre con el espectador de un teatro virtual, que se identifique con el personaje principal y se asocie a sus percepciones, siendo cómplice de sus actos. Pero esta contribución de la imaginación no es equivalente a una ejecución. (Versión castellana: Lo imaginario, editada en Losada, Buenos Aires.)

9. Sobre los rasgos y la función de la palabra poética, los análisis de Sartre (L’imaginaire, p. 90; Qu’est-ce que la littérature? p. 65) conectan con las de Mallarmé y las de Valéry acerca del poder encantador del verbo: cuando digo «una flor», no solo la palabra precede al sentido, sino que lo lleva consigo: la cosa queda prendida en la palabra. Por el contrario, podemos preguntarnos si tales análisis coinciden con el de Heidegger para quien «nunca la poesía recibe el lenguaje como una materia para ser trabajada que le fuera dada previamente, sino que al contrario es la poesía la que hace posible el lenguaje … La esencia del lenguaje debe ser comprendida a partir de la esencia de la poesía» (Extraits, traducidos al francés por Corbin, p. 246). Tendremos ocasión de volver sobre la concepción heideggeriana de la poesía, cuya significación es esencialmente ontológica. (Versión castellana: ¿Qué es la literatura?, editada en Losada, Buenos Aires.)

10. Cf. Valéry: «Un poema es como un espacio de tiempo durante el cual, lector, yo respiro siguiendo una ley que fue preparada de antemano. Doy mi aliento y el entramado mecánico de mi voz; o solo su poder, que se concilia con el silencio. Me abandono a su adorable desarrollo: leer, vivir aquello que las palabras nos ofrecen».

11. Poésie, traducción al francés de D. Dreyfus, p. 99. (Versión española de la obra de B. Croce La Poesía, editada por ed. Emecé, Buenos Aires.)

12. Cf. Poésie, pp. 5 y 183.

13. Por ello la belleza es para él la única categoría estética. (Versión castellana del Breviario de Estética, editada por Espasa-Calpe, Colección Austral, Madrid.)

14. Volveremos a este tema al examinar la percepción, pero conviene mostrar ya lo que el objeto exige de nosotros. Nos topamos aquí con el análisis hecho por É. Souriau en su Correspondance des arts, «Esencia de una estructura cosmológica: el punto de vista», pp. 264 y ss. (y también en L’instauration philosophique, p. 246).

15. «Espacio de la pintura», en La profondeur et le rythme, p. 9.

16. Lapicque muestra muy bien cómo la experiencia perceptiva ordinaria forma ya parte del sueño y cómo el espacio vivencial se halla en el fondo del espacio soñado; de ahí se deriva que «lo que es fatalmente soñado en el mundo natural, el espacio propiamente dicho, se decanta sin oposición alguna hacia el puro espacio pictórico» (La profondeur et le rythme, p. 25).

17. La teoría bergsoniana de la imagen coincide con lo que, en un lenguaje muy diferente, Merleau-Ponty describe bajo el nombre de existencia: una concordancia fundamental, prereflexiva, del sujeto y del objeto al nivel del propio cuerpo. Retomaremos esta cuestión más ampliamente en otro lugar.

18. La idea es desarrollada por Touchard en Dionysos. Esto no significa que el teatro no pueda ser psicológicamente verdadero; entiéndase esto bien.

19. «Las categorías dramáticas se vinculan a lo que sucede; califican la acción en tanto que acontecimiento productor de una situación» (L’essence du théatre, p. 168).

20. Por esto la novela siempre está tentada por la psicología. Pero «psicologizar» es siempre un peligro, y muchos novelistas han optado por una psicología que se burla de la psicología: hasta el personaje principal queda más bien mostrado que explicado, y así, por añadidura, obtienen del lector el máximo grado de participación, porque el lector ve en lugar de pensar.

21. Importa poco aquí saber si esta naturaleza es de hecho un acto de la libertad, como quiere Sartre; ya que se trata en este caso de una libertad que no es mía: la elección primera no es una verdadera elección, es decir reflexionado y asumida y en consecuencia auténtica; la verdadera libertad supone una conversión radical. Jeanson lo ha indicado muy bien: «Es ya de hecho una elección libre y que es mía, pero paradójicamente me queda por hacer mi libre elección de mí mismo» (La morale de Sartre, p. 305).

22. Sin embargo, se exige a los críticos que pronuncien su juicio, y sabemos que desde luego su función no es despreciable. Pero lo que se espera de ellos son juicios de existencia más que de gusto: que digan lo que es la obra, cómo está hecha, lo que dice, en la medida en que pueda traducirse, lo que de nuevo aporta.

23. De la misma manera, según lo repite Croce siguiendo a Hegel, universaliza su propio contenido, no elaborando con ello una esencia abstracta, sino independizándola a las determinaciones que, en el mundo natural, no cesan de disfrazarla y de alterarla: la silla de Van Gogh es a la vez una silla y la silla, la que tiene su significación en sí misma sin que nada pueda arrancársela. Pero convendría observar que este universal no es tampoco el universal del Logos, tocado por el saber absoluto, si es accesible, sino un universal que se manifiesta aunque de hecho no encuentre su expresión más que estéticamente.

24. Subrayemos que el hermetismo es una característica de la obra misma, que no conviene medir por la incomprensión del público: incluso cuando se la comprende, la obra oscura permanece, como tal, oscura; no es como un jeroglífico que uno puede traducir, o un sueño que haya que descifrar; lo que es oscuro es su sentido mismo, y no la forma la que no se adecua a su contenido. Hay para el sentimiento estético evidencias confusas.

25. Reencontraremos más tarde esta unidad de la singularidad y de la universalidad; el hombre no alcanza al hombre renegando de sus diferencias, como tampoco inversamente, cultivando sus diferencias no llegará a ser más profundamente el mismo; solo lo conseguirá realizando en él lo humano plenamente

Fenomenología de la experiencia estética

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