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Introducción

Experiencia estética y objeto estético

Emprender una reflexión sobre la experiencia estética puede parecer ambicioso, pero permítasenos precisar nuestro propósito e indicar sus límites. La experiencia estética que nosotros queremos describir –para hacer luego su análisis transcendental e intentar desprender su significación metafísica– es la del espectador, excluyendo la del propio artista. Ciertamente, hay una experiencia estética del artista; el examen del «hacer» artístico es frecuentemente la vía real de la estética. Muchas estéticas, y la clasificación de las artes que a veces proponen, están fundadas sobre una psicología de la creación. Así ocurre con la de Alain, en la cual el espectador desempeña si no la figura de creador, si al menos la de actor, como en el ritual, que ocupa el primer lugar entre las artes, ya que estas siempre tienen algo de ceremonia, y en la que incluso en las artes «solitarias», la catarsis que se opera en el espectador viene a ser una imagen de lo que es en el autor el beneficio de la creación.1 Muy especialmente las estéticas «operatorias», que han suplantado hoy en día a las estéticas «psicologistas», al considerar la obra, ponen el acento sobre lo que en ella es el resultado de un hacer, y están en guardia contra un análisis del sentir que siempre corre el riesgo de deslizarse hacia el psicologismo y de subordinar el esse de la obra a su percipi. Y, ciertamente, el estudio del hacer es una buena introducción a la estética: rinde tributo a la realidad de la obra y pone al descubierto los problemas importantes relativos a las relaciones de la técnica y del arte. Sin embargo, ella no está exenta tampoco de peligro: por una parte, en efecto, no ofrece una garantía absoluta contra la trampa del psicologismo; se puede extraviar en la evocación de la coyuntura histórica o de las circunstancias psicológicas de la creación. Por otra parte, al asimilar la experiencia estética a la del artista, tiende a subrayar ciertos rasgos de esta experiencia, exaltando por ejemplo una especie de voluntad de poder a expensas del recogimiento que sugiere por el contrario la contemplación estética.

No es por evitar estos peligros por lo que hemos elegido estudiar la experiencia del espectador, pues a nuestro propósito le esperan, como se verá, los peligros inversos. Y pensamos que un exhaust ivo estudio de la experiencia estética debería unir de todas formas las dos aproximaciones. Pues, si es cierto que el arte supone la iniciativa del artista, es verdad también que espera la consagración de un público. Y, en profundidad, la experiencia del creador y la del espectador no se dan sin comunicación: pues el artista se hace espectador de su obra a medida que la crea, y el espectador se asocia al artista al reconocer su actividad en la obra. Por esto, limitándonos a la experiencia del espectador, tendremos asimismo que evocar al autor; pero el autor del que trataremos es el que la obra revela y no el que históricamente la hizo; y el acto creador no es necesariamente el mismo según sea el que realizó el autor o el que el espectador imagina a través de la obra. Es más, si hay que ser un poco poeta para gustar de la poesía o comprender la pintura, nunca será de la misma manera que el poeta o que el pintor reales: crear y fruir la creación seguirán siendo dos comportamientos muy diferentes, y que quizá se encuentren muy raramente en un mismo individuo; penetrar a través de los entresijos de la obra en la intimidad del artista no es ser artista. Ciertamente, si «la estética», considerada un instante como lo «religioso» o lo «filosófico», es decir, como una categoría del espíritu absoluto a la manera de Hegel, se encarna, si una «vida estética» se realiza, parece que será preferentemente en ciertos artistas ejemplares antes que en individuos pertenecientes a un público anónimo. ¿Cómo comparar la prolongada pasión del creador y la mirada feliz que se posa solo un instante sobre su obra? Si el arte tiene una significación metafísica, prometeica o no, ¿no es acaso por el querer oscuro y triunfante del que inventa un mundo? Sin duda. Pero, primeramente, no es seguro que el poeta verdadero tenga el alma poética que se abre ante el lector: una estética de la creación habría de explicar que el genio puede habitar a veces en personalidades que la psicología autoriza a catalogar de mediocres y debería también justificar que el espíritu «sopla» donde quiere. Y una estética del espectador se ahorra al menos la decepción de saber que Gauguin era un borracho, que Schumann murió loco, que Rimbaud abandonó la poesía por ganar dinero, y que Claudel no comprendió su propia obra. En segundo lugar, si se puede rendir homenaje al acto del genio, encontrarle un valor ejemplar y a veces un sentido metafísico, es yendo desde su obra a su vida, y, por consiguiente, a condición de que su obra sea reconocida primero; son el consentimiento y el fervor del público los que salvan a Van Gogh de ser solamente un esquizofrénico, Verlaine un borracho, Proust un invertido vergonzoso y Genet un golfo. En tercer lugar, si la experiencia del espectador es menos espectacular, no es menos singular y decisiva. Paradójicamente, se puede decir que el espectador que tiene la responsabilidad de consagrar la obra, y a través de ella de salvar la verdad del autor, debe necesariamente adecuarse a esta obra más que el artista para hacerla. Para desarrollarse en el mundo de los hombres la «estética» debe movilizar tanto la vida estética del creador como la experiencia estética del espectador.

Desde luego ni remotamente pensamos en desacreditar el estudio de la primera; pero no puede confundirse con el estudio de la segunda; cualquiera que sea el interés que haya en confrontarlas, los objetos de estos dos estudios son diferentes, incluso aunque se impliquen mutuamente, es decir si el creador se dirige al espectador de su obra, e inversamente si el espectador comunica con el creador y participa de alguna manera en sus actos. Quizá por esto nos hemos creído autorizados a elegir, para su estudio, la experiencia del espectador sin entrar en la experiencia del artista. Una reflexión sobre el arte, sea como hecho sociológico, como hecho antropológico, o incluso como categoría del espíritu bajo una perspectiva hegeliana, tendrán sin duda que orientarse hacia la actividad creadora. Por el contrario, nos parece que la reflexión sobre la experiencia estética debe orientarse prioritariamente hacia la contemplación ejercida por el espectador ante el objeto estético; y en este sentido llamaremos en adelante experiencia estética a la experiencia del espectador, aunque sin pretender, digámoslo una vez más, sea la única.

Pero esta elección conduce a una dificultad particular. Hay que definir adecuadamente la experiencia estética a partir del objeto ante el que se gesta la experiencia estética y que nosotros denominaremos objeto estético. Ahora bien, para hacer a su vez referencia a este objeto, no podemos invocar a la obra de arte identificándola con el resultado de la actividad del artista; el objeto estético no puede definirse a sí mismo más que como correlato de la experiencia estética. ¿No vamos a caer con ello en una especie de círculo? Habrá que definir el objeto estético por la experiencia estética y la experiencia estética por el objeto estético. En este círculo se cataliza todo el problema de la relación objeto-sujeto. La fenomenología lo asume y lo nomina al definir la intencionalidad y describe asimismo la solidaridad de la noesis y del noema.2 Hay una significación antropológica que volveremos a encontrar constantemente al evocar la percepción estética: atestigua que el ámbito de lo sensible, exaltado por esta percepción, es, según una vieja fórmula, el acto común del sujeto que siente y de lo sentido, dicho de otra manera, que entre la cosa y el que la percibe hay un entente previo anterior a todo logos. Pero quizás esto no pueda ser justificado más que por una ontología como aquella por la que Hegel interpreta y reformula la filosofía transcendental de Kant: la conciencia que apunta al objeto es constituyente, pero a condición de que el objeto se preste a la constitución; la subsunción no es posible más que si se presupone una auto-constitución del objeto que comprende de algún modo al sujeto, siendo sujeto y objeto un momento de lo absoluto cuya finalidad así se atestigua; la pareja sujeto-objeto se constituye a sí misma, realizándose en beneficio de lo absoluto. Así se diría que la estética se realiza como momento de lo absoluto o como absoluto, y que al mismo tiempo aclara o hace presentir lo que es lo absoluto: la afinidad sujeto-objeto atestigua una unidad que es algo así como la sustancia spinozista puesta en movimiento, el ser-al-término-de-lasoposiciones en el que la idea y la cosa, el sujeto y el objeto, el noema y la noesis, están dialécticamente unidos. Pero este círculo, fuera de toda interpretación, tiene desde ahora para nosotros una doble incidencia, de doctrina y de método.

De doctrina, puesto que tendremos siempre que preguntarnos si el objeto estético, al estar unido a la percepción en la que aparece, se reduce a este aparecer o comporta un en-sí; tendremos que vérnoslas siempre con un idealismo o un psicologismo al acordarnos de que la percepción, estética o no, no crea un objeto nuevo, y que el objeto, en tanto que estéticamente percibido, no es diferente de la cosa objetivamente conocida o producida que solicita dicha percepción (esto es, en el darse, en el ocurrir, vamos a decirlo de una vez, de la obra de arte). En el interior de la experiencia estética que los une, se puede pues distinguir, para estudiarlos, el objeto y la percepción. Esta distinción aparece como legítima si se observa que la unidad del sujeto y del objeto no es un compuesto de naturaleza tal que sea reacio al análisis, y, más exactamente, si se tiene en cuenta que la intencionalidad que expresa esta unidad no excluye el realismo. Existe quizás un plano donde esta disociación no es posible, es aquel donde la reflexión fenomenológica desemboca en la reflexión absoluta a la manera de Hegel; donde se piensa la identidad de la conciencia y de su objeto, siendo conciencia y objeto dos momentos de la dialéctica del ser, inseparables y finalmente idénticos. Pero hay también otro plano donde la conciencia, en tanto que conciencia individual de un sujeto, capaz de atención, de saber y de diversas actitudes, surge al mundo, «llevada» por una individualidad, y se opone a este objeto: es aquí cuando el nivel transcendental se desliza hacia la antropología y cuando la fenomenología es una psicología sin psicologismo. Se puede pues considerar el sujeto aparte y a la conciencia como subjetiva, como modo de ser de ese sujeto; y el mismo objeto puede también ser tratado aparte. Pues la misma reflexión que descubre la relación del noema con la noesis, descubre también que esta relación se opera ya más acá de la conciencia, que es fundada en tanto que funda, y dotada de sentido a condición de que posea unos datos. Nosotros estamos en el mundo, y esto significa que la conciencia es principio de un mundo y que todo objeto se revela y se articula según la actitud que ella adopte y en la experiencia que incorpore, pero esto significa también que esta conciencia se despierta en un mundo ya arreglado donde se encuentra como heredera de una tradición, beneficiaria de una historia, y donde afronta por sí misma una nueva historia. Por lo tanto, la conciencia justifica así una antropología que muestre cómo se adapta a unos datos naturales o culturales, aunque tales datos no tengan sentido transcendentalmente más que en relación a ella. La conciencia constituyente es a la vez también una conciencia natural. Y esto porque: 1.º Se la puede describir en su advenimiento y en su génesis; 2.º Se puede presuponer su objeto y tratar del objeto antes que de la conciencia, aunque no haya objeto más que para una conciencia. Autoriza a ello también el hecho mismo de la inter-subjetividad que está en la raíz de la historia y que tiene su equivalente antropológico en lo que Comte llama la humanidad: hay siempre alguien para quien el objeto es objeto; yo puedo hablar del objeto que está delante de otro porque este objeto es tal ya para mí, o inversamente. En este sentido, si el objeto se presupone, si siempre es algo ya dado, la conciencia también se presupone, y está siempre ya presente. De esta forma el objeto es siempre relativo a la conciencia, a una conciencia, y esto es así precisamente por ser la conciencia siempre relativa al objeto, viniendo al mundo en una historia en la que es múltiple, donde la conciencia cruza la conciencia al reencontrar el objeto. Se puede pues distinguir entre objeto estético y percepción estética. Pero entonces, ¿cómo definir el objeto estético, y qué orden instituir entre los dos momentos del estudio?

Esto plantea un problema de método. Si se parte de la percepción estética, se está tentado a subordinar el objeto estético a dicha percepción. Y se acaba entonces por conferir un sentido lato al objeto estético: es estético todo objeto que sea «estetizado» por una experiencia estética cualquiera; y por ejemplo se podría llamar objeto estético a la imagen, si es que la hay, que el artista se hace de su obra antes de haberla emprendido, a condición solamente de que se precise que se trata entonces de un objeto estético imaginario. Se podría igualmente extender el término a objetos del mundo natural: cuando hablamos de lo bello en la naturaleza se hace siempre en este sentido: la relación existente entre un pino y un arce que Claudel descubre en un camino japonés, una silueta inmovilizada un instante por la mirada, el paisaje contemplado al finalizar una escalada… son objetos estéticos con el mismo título que un monumento o una sonata. Pero la definición de experiencia estética carece entonces de rigor, porque no introducimos en tal definición del objeto estético suficiente precisión. ¿Y cómo conseguirlo? Subordinando la experiencia al objeto en lugar de subordinar el objeto a la experiencia, y definiendo el objeto mismo por la obra de arte.

Esta es la vía que nosotros vamos a tomar, y rápidamente veremos lo que ganamos con ello: porque la presencia de las obras de arte, y la autenticidad de las más perfectas, es algo que nadie discute, y el objeto estético, si se le define en función de ellas, será fácilmente determinable; y a la vez, la experiencia estética que se describirá será ejemplar, preservada de las impurezas que posiblemente se insinúen en la percepción de un objeto estético perteneciente al mundo natural, como cuando, al contemplar un paisaje alpino, se mezclan las impresiones agradables suscitadas por la frescura del aire y el perfume del heno, el placer de la soledad, el gozo de la escalada o el vivo sentimiento de libertad. Pero se puede también lamentar que el examen del objeto estético natural se vea siempre postergado. Creemos sin embargo que hemos elegido un buen método porque la experiencia tenida ante una obra de arte es seguramente la más pura y quizás también históricamente la primera, y además porque la posibilidad de una «estetización» de la naturaleza plantea, a una fenomenología de la experiencia estética, problemas a la vez psicológicos y cosmológicos que corren el riesgo de desbordarla. Por esto nos reservamos su estudio para un trabajo ulterior.

Partiremos, pues, del objeto estético y lo definiremos arrancando de la obra de arte. En rigor estamos autorizados a ello por cuanto acabamos de decir: la correlación del objeto y del acto que lo capta no subordina el objeto a este acto; se puede pues determinar el objeto estético considerando la obra de arte como una cosa del mundo, independientemente del acto que la refrenda. ¿Quiere esto decir que deberemos identificar objeto estético y obra de arte? No exactamente. Primero, por una razón de hecho: la obra de arte no agota todo el campo de los objetos estéticos; no define más que un sector privilegiado, desde luego, pero restringido. Y además por una razón de derecho: el objeto estético no se puede definir más que con referencia, al menos implícita, a la experiencia estética, mientras que la obra de arte se define al margen de esta experiencia y como aquello que la provoca. Los dos son idénticos en la medida en que la experiencia estética apunta y alcanza precisamente al objeto que la provoca; y en ningún caso hay que poner entre ellas la diferencia existente entre una cosa ideal y una cosa real, bajo pena de caer en el psicologismo desestimado por la teoría de la intencionalidad: el objeto estético está en la conciencia como no estándolo, e inversamente la obra de arte no está fuera de la conciencia, en cuanto que cosa entre las cosas, más que como referida siempre a una conciencia. Pero sin embargo un matiz los separa, que nuestro estudio deberá respetar (y que se esclarecerá por otro lado en las artes donde la creación exige una ejecución): los dos son noemas que tienen el mismo contenido, pero difieren en que la noesis es distinta: la obra de arte, en tanto que está en el mundo, puede ser captada en una percepción que descuida su cualidad estética, como cuando en un espectáculo no estoy atento, o cuando se busca comprenderla y justificarla en lugar de «sentirla», como puede hacer el crítico de arte. El objeto estético es, por el contrario, el objeto estéticamente percibido, es decir percibido en tanto que estético. Y esto marca la diferencia: el objeto estético es la obra de arte percibida en tanto que obra de arte, la obra de arte que obtiene la percepción que solicita y que merece, y que se realiza en la conciencia dócil del espectador; dicho brevemente, es la obra de arte en tanto que percibida. Y es así como tendremos que definir su estatus ontológico. La percepción estética fundamenta el objeto estético, pero reconociendo su derecho, es decir sometiéndose a él; de algún modo podemos decir que lo completa pero que no lo crea. Percibir estéticamente, es percibir fielmente; la percepción es una tarea, pues hay percepciones torpes que deforman el objeto estético, y solo una percepción adecuada puede realizar su cualidad estética. Por esto, cuando nosotros analicemos la experiencia estética, presupondremos una percepción adecuada: la fenomenología será implícitamente una deontología. Pero presuponemos también la existencia de la obra de arte que requiere esta correcta percepción. Así podemos salir del circulo donde nos encierra la correlación del objeto estético y de la experiencia estética. Pero salimos de él solo a condición, no lo olvidemos, de definir antes que nada, el objeto como objeto para la percepción, y la percepción como percepción de ese objeto (lo que, por otra parte, nos obligará a redundancias, y también a desarrollar muy particularmente las dos primeras partes de este trabajo, que tratan sobre el objeto estético y sobre la obra de arte).

Otra cuestión se nos va a presentar en este trayecto. Pero, en principio, la dificultad que nos detuvo se puede expresar de otro modo. Al decidir romper el círculo donde nos encierra la correlación del objeto y de la percepción estética, tomando la obra de arte como punto de partida de nuestra reflexión para reencontrar a partir de ella el objeto estético, y en consecuencia la percepción estética, estamos recurriendo a lo empírico y a la historia: ¿no se da ahí un saltus mortalis para un análisis pretendidamente eidético? No lo creemos. Max Scheler nos enseña que las esencias morales se descubren históricamente sin ser, sin embargo, totalmente relativas a la historia. ¿No ocurre lo mismo con la esencia de la experiencia estética? Ciertamente, la fenomenología no puede recusar el hecho que aporta la antropología al mostrar el advenimiento de la conciencia estética en el mundo cultural; antes bien la justifica cuando demuestra que el sujeto está unido al objeto, no solamente para constituirlo, sino para constituirse. La experiencia estética se cumple en un mundo cultural donde se ofrecen las obras de arte y en donde se nos enseña a reconocerlas y a fruir de ellas: sabemos que ciertos objetos «se acogen» a nosotros y esperan que les rindamos justicia. No es posible ignorar las condiciones empíricas de la experiencia estética, como tampoco aquellas a las que está sometido el desarrollo del pensamiento lógico de la ciencia o de la filosofía. Hay pues que retornar a lo empírico para saber cómo se realiza de hecho la experiencia estética.

La historia es para la humanidad ese «he ahí» que se hunde hacia la prehistoria, como lo es para el individuo el oscuro enigma de su nacimiento que atestigua que estamos en el mundo porque hemos venido a él. Y así es como la obra de arte está ya ahí, solicitando la experiencia del objeto estético, y proponiéndose, como tal, a nuestra reflexión en punto de partida. Pero la historicidad de la producción artística, la diversidad de las formas de arte o la de los juicios del gusto no implican sin más un relativismo ruinoso para una eidética del arte como tampoco la historicidad del ethos lo implica en Scheler para una eidética de los valores morales. Que el arte se encarne en múltiples facetas atestigua la potencia que hay en él, la voluntad de realizarse; y esto debe estimular y no desconcertar la «comprehensión». Nosotros lo sabemos muy bien hoy en día, ahora, cuando los museos acogen y consagran todos los estilos, y el arte contemporáneo persigue y busca sus más extremas posibilidades.

Parece en efecto que la reflexión estética se encuentra hoy en un momento privilegiado de la historia: un momento en el cual el arte se expande. La muerte del arte que anunciaba Hegel, consecutiva en el fondo, para él, de la muerte de Dios y del advenimiento del saber absoluto, significa quizás la resurrección de un arte auténtico que no tiene otra cosa que decir más que mostrarse a sí mismo. Puede incluso que la experiencia estética, tal como nosotros intentaremos describirla, sea en la historia un descubrimiento reciente; se sabe, y nosotros lo recordaremos que Malraux se hizo el campeón de esta idea: el objeto estético, en la medida que es solidario de esta experiencia, e incluso aunque la obra sea muy antigua, aparecerá en nuestro universo como un astro nuevo; hoy nuestra mirada, liberada al fin, es capaz de rendir a las obras del pasado el homenaje que sus contemporáneos no habían sabido dedicarles, y de convertirlas en objetos estéticos. No podemos ignorar esta idea ni dejar de practicarla. Después de todo, lo que se puede decir de la experiencia estética en una época que ha descubierto los estilos primitivos y que ha atravesado el surrealismo, la pintura abstracta y la música atonal, quizás sea más válido que lo que al respecto podía decir Baudelaire en la época de Baudry y de Meissonier. (Baudelaire, que sin embargo no se equivocaba: que sabía exaltar a Delacroix y Daumier y no se engañaba sobre Ingres y el rafaelismo.) Y, en todo caso, es necesario que interpretemos el papel que la historia nos impone, participando en la cons-ciencia estética de nuestro tiempo. De la misma forma que el homo aestheticus es precisamente en la historia donde se encuentra frente a las obras de arte, así también nuestra reflexión se sitúa en la historia donde se topa ya con un cierto concepto y un determinado uso del arte. Pero se dirá que esta reflexión, así solicitada por la historia, se encuentra, a su vez cargada por ello de relativismo. Sin embargo, aunque la experiencia estética haya sido una invención reciente, una cierta esencia tiende a manifestarse en ella, y nosotros tenemos que esclarecerla. Lo que nosotros descubrimos en la historia, y gracias a ella, no es histórico en su totalidad: el arte mismo nos convence de ello, ya que es un lenguaje más universal posiblemente que el discurso racional, esforzándose en negar el tiempo donde perecen las civilizaciones. En nombre de una elucidación eidética, e incluso aunque esta no sea posible más que gracias a la historia, nosotros podemos juzgar la historia, o al menos ampliar su alcance y mostrar que el fenómeno del arte ha podido manifestarse fuera de los límites históricos en los cuales se le ha circunscrito, en principio, para definirlo y que se ha podido esbozar gracias a un cierto estado histórico de la reflexión. Así puede ser que veamos que la experiencia estética no es totalmente una invención del siglo XX, como tampoco, según una célebre frase, el amor no es una invención del siglo XII; puede haber sido provocada a lo largo del tiempo por obras de arte muy diferentes, pero tiende siempre a realizar una forma ejemplar.

De esta manera nuestra investigación puede encaminarse hacia una ontología del arte que solo nos limitaremos desde luego a evocar al final. Y esto es a lo que viene a parar cualquier tipo de reflexión sobre la historia cuando se admite que las esencias se descubren en ella. Pues, si la historia es el lugar de su aparición, ¿no lo es también de su cumplimiento? Y consecuentemente ¿acaso, en lugar de ser principio de relatividad, no es la historia servidora de lo absoluto? ¿No viene a ser el medio por el cual se realiza la verdad del arte y de la experiencia estética, que en sí misma no es histórica? ¿No hay que hablar del arte como de una especie de absoluto que suscita a la vez tanto a los artistas y a su público, como a las obras y las percepciones que les rinden justicia? La experiencia estética gracias a la cual pensamos descubrir el arte ¿no es acaso el acto del arte en nosotros, y el efecto de una especie de inspiración, paralela a la que embarga al artista?

Pero nuestro propósito es más modesto. Si nos referimos a lo empírico es, ante todo, para encontrar ahí un punto de partida para un estudio fenomenológico, ya que conviene distinguir lo que pertenece al objeto y lo que pertenece al sujeto. Partimos pues de esto, que por una parte hay obras de arte y, por otra, actitudes frente a estas obras de arte. Pero una dificultad, a la cual la historia no es extraña, nos detiene rápidamente: ¿Cómo elegir entre la multiplicidad que nos es ofrecida? Un primer problema se nos presenta debido a la diversidad de las artes. ¿No tendremos que pararnos para poner ahí al menos algo de orden? La clasificación de las artes, es, en efecto, una de las tareas comúnmente reivindicadas por el teórico de la estética.

Nosotros no la asumiremos, sin embargo, porque nuestro propósito es definir la experiencia estética en general, y por consiguiente insistir sobre lo que hay de común en todo arte. Se nos podría objetar que la diferencia de las artes es tal que no se puede hacer abstracción de ello, so pena de extraviarnos en generalidades insignificantes. Y ciertamente, habremos de tener en cuenta estas diferencias todas las veces que hayamos de analizar un cierto objeto o una cierta experiencia estética, partiendo para ello de una obra de arte determinada: una reflexión centrada en el arte no puede ir muy lejos sin introducir una clasificación de las artes. Pero una reflexión sobre la experiencia estética, incluso si se parte de la realidad empírica de las obras de arte, posiblemente gane no insistiendo sobre su diversidad para desentrañar, no tanto lo que hay de común entre ellas, sino lo que hay de esencial en esta experiencia; solamente cuando tengamos alguna idea de tal esencialidad podremos bosquejar la investigación de las estructuras comunes en las obras de las diversas artes (lo que podría introducir ulteriormente, por rebote, un análisis de sus diferencias). Si hay una unidad de las artes, si sociológicamente el arte puede ser considerado como una institución autónoma, y si, posiblemente, en el seno del consensus social, obedece a un dinamismo propio, ¿no se debe todo ello a que existe una unidad de la experiencia estética? Puede ocurrir –lo repetimos– que esta experiencia tome caminos diferentes a lo largo de la historia según que predomine tal o cual arte o, también, tal o cual educación del gusto. Pero Kant creía posible definir la ley moral incluso si, en rigor, ningún acto moral se hubiese jamás cumplido: de la misma forma se puede definir la experiencia estética, dejando de buscar ilustraciones de ello en la historia; precisamente buscando asirla en su especificidad, más allá de la diferencia de las artes, nos situaremos en la línea de una eidética.

Pero otro problema se presenta asimismo, y al que no podemos dejar de prestar atención: entre las innumerables obras creadas por las diversas artes, ¿cuáles hay que tener por auténticas y elegirlas para referirnos a ellas? Hay en efecto, en el mundo cultural al cual pertenecemos y que es el pan cotidiano de todas nuestras experiencias, objetos cuya cualidad estética no se prueba siempre claramente: ¿es un sillón plenamente un objeto estético? ¿Lo es la vajilla de Limoges en la que como? ¿Hay grados en la cualidad estética, como lo sugiere tan claramente la distinción tradicional entre artes menores y mayores? El problema lo ha resuelto M. E. Souriau con una solución ingeniosa, que consiste en medir no la cualidad estética de un objeto dado, sino la cantidad de «trabajo artístico» que interviene en su producción: siendo definido el arte por su «función skeuopoética», es decir, como «actividad que apunta a crear cosas»,3 es posible distinguir, dentro de un proceso de fabricación dado, el trabajo propiamente creador y el trabajo simplemente productor, y así «establecer cuantitativa y rigurosamente el porcentaje, dentro del trabajo total (…), relativo al trabajo del arte».4 Pero esta solución recurre al análisis del quehacer estético y, desde el punto de vista del espectador, donde es nuestro propósito situarnos, no es seguro que la podamos asumir. Desde este punto de vista, podría aportarse una respuesta al problema por una encuesta sociológica que estableciera los criterios al uso en cada sociedad y en cada época para discriminar lo que es considerado como arte auténtico, como obra de un artista y no de un mero artesano o una simple curiosidad para un coleccionista.5

No podemos soñar ni siquiera en emprender tal sondeo. No porque no tenga interés, sino porque implica aceptar sin reserva el relativismo histórico y con ello se corre el riesgo de desalentar una investigación eidética. Los dibujos de los niños o las telas de los «pintores domingueros» nos instruyen sobre la pintura solo si previamente nos hemos informado acerca de tales pintores; y las enseñanzas que nos pueden aportar conciernen mucho más a la psicología del pintor que a la esencia de la pintura.6 Nosotros pensarnos contrariamente –aunque no haremos la verificación en este trabajo– que solo a la luz de una cierta idea de lo que pueda ser el arte auténtico es viable el interrogarse acerca de los casos límites. Para responder a los problemas que presentan tanto el «arte salvaje», como las artes menores o los subproductos del arte, las músicas militares, los poemas de la musa de nuestras entretelas, los Western de Hollywood o los romances de las revistas del corazón, hay que saber antes qué es la experiencia estética, y convenir que las obras limítrofes con las fronteras del arte no pueden despertarla para convertirse en objetos estéticos. Hacemos nuestra la expresión de Malraux: «Todo análisis de nuestra relación con el arte es vano si se aplica igualmente a dos cuadros, de los cuales uno es una obra de arte y el otro no lo es».7

Pero entonces, digámoslo una vez más ¿cómo determinar lo que es obra de arte y merece convertirse para nosotros en objeto estético? Llevaremos el empirismo a su límite, como hace Aristóteles para definir la virtud; nos uniremos a la opinión de los mejores, que acaba siendo la opinión común, la opinión de todos los que tienen una opinión. Diremos que es obra de arte todo aquello que es reconocido como tal y propuesto como tal a nuestro asentimiento. El empirismo nos suministra aquí el medio para no quedarnos en lo empírico: al aceptar los juicios y las elecciones que hace nuestra cultura, no nos rezagamos en buscar lo que cada cultura prefiere o consagra, no nos dejamos seducir por el relativismo estético; somos libres para investigar qué es la obra de arte y cómo provoca la experiencia estética sin deliberar indefinidamente sobre la elección de tales obras; nos sobra con poner de nuestra parte todas las ventajas que ofrece una tradición venerable: las obras de arte unánimemente consagradas son las que nos conducirán, lo más seguramente posible, al objeto estético y a la experiencia estética.

Permítasenos abrir aquí un paréntesis importante. Más que fiarnos en principio de la opinión ¿por qué no buscar un criterio intrínseco de las obras auténticas? ¿No se puede definir el quid propium de los objetos estéticos? ¿No es la belleza? ¿No circunscriben el sector de los objetos estéticos el carácter de belleza o la pretensión a la belleza? Sin embargo, nosotros evitaremos invocar el concepto de belleza. Y hay que decir por qué: es una noción que, según la extensión que se le dé, nos parece inútil a nuestro propósito o incluso peligrosa. Si, en efecto, se define la belleza como la cualidad estética específica y se da, como sucede corrientemente, a esta cualidad un acento axiológico, no se escapa al relativismo que se pensaba evitar: el subjetivismo acecha a todo juicio de valor, incluyendo los juicios del gusto que se pronuncian sobre la belleza, de suerte que el criterio objetivo que se esperaba encontrar se muestra inmediatamente como incierto. Parece preferible buscar en otra parte la esencia del objeto estético rechazando de la cualidad estética todo acento axiológico, definiendo el objeto estético por su estructura, bien sea según el «hacer» que lo produce si se emprende una estética de la creación, o bien según su «aparecer» si se trata de emprender una estética de la experiencia estética. Tanto más cuando si se considera la experiencia estética en la que el sujeto toma consciencia del objeto estético, se verá que el sentimiento de lo bello es en ella muy discreto: si se le define por un cierto sentimiento de placer, no es seguro que este sentimiento se experimente siempre, ni siquiera que un juicio sobre el gusto se formule indefectiblemente; o, en el caso que se dé, es a menudo al margen del contacto que tomamos con la obra de arte y para expresar preferencias de las cuales tenemos consciencia, si actuamos de buena fe, que son subjetivas y no deciden nada sobre el ser de la obra. Según todo ello ¿puede realmente edificarse una estética que deje de lado toda valoración y no conceda a las valoraciones inmanentes a la experiencia del espectador más que la importancia limitada que merecen?

Pero se puede también definir lo bello exactamente de manera tal que sea viable al mismo tiempo emprender una estética objetiva que no se vea forzada a debatir indefinidamente para justificar sus valoraciones. Lo bello, así, designa claramente un valor que está en el objeto y que testifica su ser. Se le presta ya un sentido óntico cuando se le sitúa entre otras categorías estéticas, como lo bonito, lo sublime o lo gracioso, categorías que apuntan menos a la impresión producida por el objeto que a su estructura misma, y que invitan a rendir cuenta de esta impresión por medio de esta estructura. Pero entonces parece que lo bello no puede dar lugar a un análisis tan preciso como el que se puede hacer de lo sublime, o de lo gracioso, de lo cual R. Bayer ha dado un estimable ejemplo; todas las definiciones que han propuesto sobre esto las estéticas dogmáticas parecen insuficientes. No obstante, un cierto arte, que se puede llamar clásico y cuyas tradiciones están aún vivas, se esforzó en hacer de lo bello una categoría estética determinada, y, lo que es más, una categoría predominante y exclusiva, insistiendo sobre ciertos rasgos dominantes, como la armonía, la pureza, la nobleza, la serenidad, de todo lo cual una Madona de Rafael, un Sermón de Bossuet, un edificio de Mansart o una sonata de iglesia dan una idea bastante aproximada. Y es el prestigio de obras de este tipo, –bellas en efecto– inspiradas por esta concepción lo que ha decantado durante mucho tiempo la reflexión estética hacia el tema de lo bello, sin que se cuestionara si lo bello, positivamente definido así por un cierto contenido, lejos de ser lo propio de todo objeto estético, no era más que una categoría particular, o una combinación de diversas categorías propias de ciertas obras solamente. Se ha confundido lo bello como signo de la perfección con lo bello como carácter particular; y, por esta confusión, se ha elevado a lo absoluto una cierta doctrina y una cierta práctica estética. Para disipar esta confusión, es suficiente observar, como hace Malraux, que entre las múltiples formas artísticas que se nos han propuesto desde que la tierra estética es redonda, muy pocas se han cuidado de la belleza como lo ha hecho el arte clásico, aunque precisamente más allá del arte clásico mismo se ha desarrollado tal noción sobre otras formas de arte, como ocurrió con el barroquismo de principios del siglo XVII, las cuales no han cesado apenas de hostigarla y ante las que ha debido ceder a veces, por ejemplo bajo las distintas especies de preciosismo. ¿Hay que decir que todas las obras en las que reina lo grotesco, lo trágico, lo siniestro o lo sublime, no son bellas, y como hizo Voltaire, hay que reprochar a Shakespeare las chanzas de los enterradores o, como Boileau, reprochar Scapin a Molière? Se ve inmediatamente que una acepción demasiado estrecha de lo bello es peligrosa: desemboca en un dogmatismo arbitrario y esterilizante. Más bien hay que rehusar a las obras denominadas clásicas el monopolio de la belleza, rehuir el empleo del término «bello» para designar una cierta categoría o un cierto estilo que se puede definir satisfactoriamente de otro modo, y que se debe definir de una manera tan pronto como se aspire a cierta precisión, y por el contrario reservar este término para designar una virtud que puede ser común a todo objeto estético. Pues las obras no clásicas son bellas también y «escuchan» al ser, pero en un sentido que desborda toda categoría estética y todo contenido particular.

Pero se ve entonces que este sentido puede extenderse a objetos enteramente extraños a la esfera del objeto estético: un acto moral, un razonamiento lógico, o también los objetos usuales, en la fabricación de los cuales ningún cuidado estético ha intervenido, pueden ser calificados de bellos sin tener por ello que dudar de la seriedad con que tal palabra se emplea cada vez. ¿Quiere esto decir, que entendido así el concepto de lo bello acaba por carecer de empleo? No exactamente: no se puede proscribir sin cierta mala fe toda referencia a la belleza. ¿Acaso cuando se habla de objetos estéticos, no es sobrentendiendo que son bellos? Y si se llama deliberadamente la atención sobre obras calificadas y recomendadas por una larga tradición ¿no es porque se las considera bellas? Nos ahorramos al mismo tiempo el esfuerzo de resolver la cuestión de los grados de la cualidad estética. Pues, en fin, si se eligen ejemplos, si se evoca a Balzac antes que a Ohnet, a Valéry antes que a François Coppée, a Wagner antes que a Adam, es porque se introduce subrepticiamente una escala de valores, y porque se supone que lo bello es como un patrimonio del objeto estético, y la garantía de su autenticidad. Una estética que fingiera considerar como iguales todos los objetos estéticos, pasaría por alto los casos más representativos, los objetos más característicos en los que la esencia del ser estético se acomoda más fácilmente. En este sentido, lo bello queda sobreentendido en la reflexión estética. Pero ¿qué significa entonces lo que nosotros hemos llamado autenticidad de la obra de arte? La noción de belleza no dejar de ser peligrosa, aunque solo sea por convertirse así en inútil: da nombre a un problema pero no lo resuelve. En realidad, no designa un tipo determinado de objetos, sino la manera según la cual cada objeto responde a su tipo propio y, por así decir, cumple su vocación, al mismo tiempo que obtiene la plenitud de su ser: decimos de un objeto que es bello de la misma manera que decimos que es verdadero o como cuando afirmamos, según una acepción que ha subrayado Hegel, que una tempestad es una verdadera tempestad, o que Sócrates es un verdadero filósofo. La diferencia entre los dos términos, que orienta la belleza hacia su uso estético y justifica la prioridad que reivindica a veces la estética, está en que lo bello designa la verdad del objeto cuando esta verdad es inmediatamente sensible y reconocida, cuando el objeto anuncia imperiosamente la perfección óntica de la cual él goza: lo bello es lo verdadero sensible a la vista, sanciona antes de la reflexión lo que está felizmente logrado.8 Una locomotora es verdadera para el ingeniero cuando marcha bien, y es bella para mí cuando manifiesta inmediatamente y de modo triunfal su velocidad y su potencia. Precisamente en cuanto que se nos muestra como tal es estetizada: solo cuando el objeto es bello puede convertirse en objeto estético, porque solicita de nosotros la actitud estética. Un bello razonamiento es un razonamiento que, porque lo domino satisfactoriamente, yo puedo seguirlo como sigo una melodía igualmente; delante de un bello paisaje, estoy como en un museo ante un cuadro: escucho cuanto me dice el objeto, y lo que me comunica en principio es su perfección.

Estas observaciones son suficientes para aclarar el juicio de valor estético: un cromo no es bello porque no es una verdadera pintura, ni lo es la música de feria porque no es una verdadera música,9 ni los versos de un pregonero ambulante porque no son un verdadero poema. Lo contrario de la belleza no es lo feo, como sabemos desde el romanticismo, sino la obra abortada que pretende ser objeto estético, y lo es también todo lo indiferente al objeto que no reivindica la cualidad estética. Esto supone que el objeto estético puede ser imperfecto; ¿y quién lo pone en duda? Pero no se puede medir su imperfección con cualquier patrón exterior. Es imperfecto porque no consigue ser lo que pretende ser, porque no realiza su esencia; y es partiendo de lo que pretende ser como hay que juzgarlo, y sobre lo que él se juzga a sí mismo. Si los arlequines de Picasso quisieran ser personajes de Watteau, serían fallidos; otro tanto sucedería si los frescos bizantinos quisieran ser pinturas griegas; o si la música modal quisiera ser música tonal. Pero si un objeto no pretende ser estético, no es como tal imperfecto y, aún más, puede ser bello en su esfera propia, como es bella una herramienta o un árbol. Por el contrario, es el objeto estético el que debe ser estético: hace promesas que tiene que mantener. Dicho de otro modo, su esencia es para él una norma. Pero no una norma que nuestra reflexión o nuestro gusto le imponga, sino una norma que él se impone a sí mismo o que su creador le ha impuesto. O, quizás haya que decir, que él impone a su creador, pues exige de él su autenticidad. No podemos decir aquí cual sea esta norma del objeto estético, puesto que es inventada por cada objeto y este no tiene otra ley que la que se da así mismo; pero se puede decir al menos que, cualesquiera que sean los medios de una obra, el fin que ésta se propone para ser una obra maestra, es a la vez la plenitud del ser sensible y la plenitud de la significación inmanente a lo sensible. Ahora bien, la obra solo es verdaderamente significante, de la forma que puede serlo, si el artista es auténtico: ella habla solamente cuando él tiene alguna cosa que decir, si verdaderamente él quiere decir alguna cosa. Malraux, poniendo el acento en lo que hay de conquista en la creación, con el cuidado que él mismo no cesa de prestar a la Creación, se expresa así: «Sin remordimiento solo osamos llamar obras de arte a las obras que nos hacen creer, tan secretamente como sea, en la maestría del hombre»: esta maestría no nos es sugerida más que por la autenticidad del artista, es decir del objeto estético mismo. La norma del objeto estético es su voluntad de absoluto. Y en la medida en que proclama y cumple esta norma, a su vez se convierte en norma para la percepción estética: le asigna una tarea, que es precisamente la de abordar el objeto sin ningún prejuicio, darle un amplio crédito, facilitarle la posibilidad de mostrar su propio ser.

En el fondo, nosotros no decidimos nada acerca de lo bello, es el objeto el que decide sobre sí mismo al manifestarse: el juicio estético se cumple en el objeto más bien que en nosotros. No se define lo bello, se constata lo que es el objeto. Y si uno se interroga sobre el objeto estético en general, no es tampoco en una definición de lo bello donde hay que buscar su diferencia específica. No es que se rehúse todo empleo de la noción de belleza, o que se recuse el juicio del gusto; si decidimos referirnos a las obras unánimemente admiradas, es porque las aceptamos como tales; pero lo que se le pide no es que suministre el criterio del objeto estético, sino el recomendar las obras que manifiesten lo más claramente este criterio, es decir aquellas que son objetos estéticos de modo perfecto. Así es posible una estética que no rechace en absoluto la valoración estética, pero que no se le someta, que reconozca la belleza mas sin hacer una teoría de la belleza, porque en el fondo quizá no haya teoría alguna que hacer sobre ello: hay que decir qué son los objetos estéticos, y son bellos desde el momento que verdaderamente «son».

Esta aclaración cierra nuestra digresión sobre lo bello. Pues al reconocer lo que significa la belleza es cuando se puede comprender lo que es esta percepción estética ejemplar que debemos a la vez invocar para definir el objeto estético, y describir para definir la experiencia estética. Esta percepción, o, si se quiere, el juicio del gusto constitutivo de la experiencia estética, debe en principio: distinguirse de los juicios, a veces estrepitosamente manifestados, que expresan nuestros gustos, es decir que afirman nuestras preferencias. Aquellos plantean la irritante cuestión de la relatividad de lo bello, pues manifiestan que la sensibilidad estética es limitada y, parcialmente al menos, determinada a la vez por la naturaleza del individuo y por su cultura. Estas determinaciones pesan ante todo sobre nuestras preferencias, y nuestras preferencias no son constitutivas de la experiencia estética, pues no le añaden más que un cierto rasgo personal. Puede ser que determinen también el alcance de nuestra intención, nuestra ignorancia o nuestro desconocimiento: así los clásicos franceses del XVII literalmente «no veían» las catedrales góticas. Pero estos juicios de valor, que pueden así prevenir u ofuscar la percepción, le son extraños en principio a la experiencia estética porque no tienen, al igual que ella, como meta el de asir la realidad del objeto estético: el gusto no es el órgano de la percepción estética, puede todo lo más agudizarla o embotarla. Se puede percibir y reconocer una obra de arte sin gustar de ella, y se puede a la inversa gustar de una obra sin reconocerla como tal, como aquel que disfruta con una melodía, y hasta el fervor, por las reminiscencias que despierta en él. No obstante, el juicio de gusto, cuando no explicita nuestras preferencias, sino que registra lo bello, es decir cuando apenas es un juicio, aunque esté limitado en su aplicación, no es menos universal en su validez, precisamente porque deja hablar al objeto. La historicidad de los gustos no es una objeción a la validez del gusto; y, bien entendido, menos lo es aún a una descripción del objeto estético.

Pero esta descripción debe además distinguir la percepción estética de otros juicios que pronunciamos a veces, por los cuales instituimos una jerarquía entre las obras, como introducimos una jerarquía entre los seres y juzgamos por ejemplo que un héroe es más grande que un normal hombre honesto: así decimos que la música religiosa de un Bach es más grande que la música coral de un Lulli, o que en el mismo Hugo la epopeya es más grande que la elegía; así Boileau condena las Fourberies de Scapin en nombre del Misanthrope. Y sin duda Boileau se equivoca si rechaza que pueda ser la farsa un objeto estético, capaz de belleza, es decir si cree que la farjsa no es más que una comedia abortada. Tales juicios no pueden pronunciarse más que acerca de cosas que sean del mismo tipo y ante obras de igual belleza. Entonces el juicio de valor es legítimo pero incide menos sobre la belleza que sobre la grandeza, o mejor sobre la profundidad de la obra: sobre dimensiones que denominaríamos existenciales, tanto más cuanto que, como veremos, se asimila fácilmente la profundidad de la obra con la calidad humana de su creador. Ya no se trata entonces de cualidad estética: se trata de lo que dice el objeto y no de la forma en que lo dice; y ciertamente, esta revelación es esencial y se sitúa en el centro de la experiencia estética, pero, si autoriza una axiología existencial, no determina sin embargo un juicio de gusto; posiblemente la obra no tenga contenido y profundidad más que si es bella, pero este contenido por sí mismo no es mensurable por la belleza, Y el juicio que suscita en nosotros no es un juicio de gusto, la jerarquía de las obras que sugiere no es una jerarquía estética.

Lo que la obra requiere ante todo de nosotros es una percepción que le dé criterio plenamente. O, es evidente que de una obra dada, y sea cual sea el juicio de gusto, pueden tenerse percepciones imperfectas, torpes o inacabadas, bien por una pobre ejecución cuando la obra necesita ser interpretada, como cuando una orquesta es mala, o bien por culpa de circunstancias, como cuando un cuadro es visto en un día inapropiado sea por causa del espectador, cuando está distraído, o incluso simplemente por su escasa educación artística o su inhabilidad. Estas percepciones fallidas, erróneas, no tienen como sanción un fracaso o una inadecuación en el orden de la acción, sino que impiden la aparición del objeto estético. Es pues interesante considerarlas, para comprender que el fin de la percepción estética no es otro que el descubrimiento constituyente de su objeto. Pero si se quiere definir el objeto estético, hay que suponer esta percepción ejemplar que lo hace aparecer; y no es arbitrario el enunciar el criterio de esta percepción: es la percepción por excelencia, la percepción pura, que no tiene otro fin que su propio objeto en lugar de resolverse en la acción, y esta percepción es exigida por la misma obra de arte tal como es y tal como se la puede describir objetivamente. Por lo demás, si tuviéramos alguna duda sobre este criterio, podríamos aún recurrir a lo empírico y fiarnos del juicio de los mejores.

Así reencontramos por todas partes la correlación del objeto estético y de la percepción estética. Está en el centro de nuestro trabajo, del cual podemos ahora anunciar las grandes líneas, después de haber dicho de pasada lo que no vamos a tratar. Partiremos de la obra de arte, pero sin quedarnos en ella: nuestra tarea no será, más que accesoriamente, de crítica. La obra de arte nos debe conducir al objeto estético. A él consagraremos la mayoría del tiempo porque plantea los problemas más delicados. Sabemos ya en qué medida se le puede identificar con la obra de arte, al menos cuando llamamos al objeto estético obra de arte, y bajo la reserva de que el mundo natural puede también ocultar o suscitar tales objetos. Objeto estético y obra de arte son distintos en esto: que a la obra de arte debe añadirse la percepción estética para que aparezca el objeto estético; pero esto no significa que la primera sea real y la segunda ideal, que la primera exista como una cosa en el mundo, y la segunda como una representación o una significación en la consciencia. No habría por lo demás razón para atribuir únicamente al objeto estético el monopolio de una tal existencia: todo objeto es objeto para la conciencia, incluido cualquier tipo de cosas, y por consiguiente también la obra de arte en tanto que cosa dada en el mundo cultural; ninguna cosa goza de una existencia tal que le exima de la obligación de presentarse a una consciencia, aunque se trate de una nueva consciencia virtual, para ser reconocida como cosa. Dicho de otro modo, el problema ontológico que plantea el objeto estético es el que plantea toda cosa percibida; y si se conviene en llamar objeto a la cosa en tanto que percibida (u ofrecida a una percepción posible, como por ejemplo, a la percepción del prójimo) hay que decir que toda cosa es objeto. La diferencia entre la obra de arte y el objeto estético reside en que la obra de arte puede ser considerada como una cosa ordinaria, es decir objeto de una percepción y de una reflexión que la distinguen de otras cosas sin otorgarle un tratamiento especial; pero que al mismo tiempo puede convertirse en objeto de una percepción estética, la única que le es adecuada: el cuadro que está en mi pared es tan solo una cosa para el agente de mudanzas, y es un objeto estético para el amante de la pintura; y será las dos cosas, pero sucesivamente, para el experto que lo restaura. De igual manera, el árbol es una cosa para el leñador y puede ser objeto estético para el que pasea. ¿Quiere esto decir que la percepción ordinaria es falsa y la percepción estética la única verdadera? No exactamente, pues la obra de arte es también una cosa, y veremos que la percepción no estética puede servir para rendir cuenta de su ser estético sin captarlo como tal; y, más profundamente, veremos que el objeto estético conserva los caracteres de la cosa siendo más que cosa.

Así pues, todo lo que diremos de la obra de arte es válido para el objeto estético, y los dos términos pueden confundirse. Pero, donde importa no obstante separarlos es: 1.º Cuando describamos la percepción estética en tanto que tal, porque su correlato es entonces propiamente el objeto estético, y 2.º Cuando consideremos las estructuras objetivas de la obra de arte, pues la reflexión sobre estas estructuras implica precisamente que se sustituye la reflexión por la percepción, que se deja de percibir el objeto para estudiarlo como mera ocasión perceptiva, lo que por otra parte hace aparecer en él la exigencia de una percepción estética.

Después de haber afrontado estos problemas, verificaremos, por medio del esbozo de un análisis objetivo de la obra, lo que la descripción del objeto estético nos habrá sugerido. Después describiremos la percepción estética en sí misma oponiéndola a la percepción ordinaria, que habremos considerado primeramente en su movimiento dialéctico, al oponer el objeto estético a la cosa percibida en general. Habremos así captado la experiencia estética (del espectador) procediendo a una dicotomía prácticamente inevitable, pero indicando que debe ser superada, aunque para ello sea necesario saltar reiterativamente de una parte a la otra, que por otro lado atenuaremos tanto como sea posible al dar a la tercera parte una brevedad que no tendrán las dos primeras. En la última parte, en fin, nos preguntaremos qué significa esta experiencia y en qué condiciones es posible. Pasaremos de lo fenomenológico a lo transcendental, y lo transcendental mismo desembocará en lo metafísico. Pues, el preguntarnos cómo la experiencia estética es posible, nos llevará también a preguntarnos si y cómo ella puede ser verdadera. Y se trata entonces de saber en qué medida la revelación que la obra de arte aporta –el mundo al que nos introduce– es solamente debido a la iniciativa del artista cuya subjetividad se expresa en la obra y la contagia de subjetividad, o si es el ser mismo que se revela, siendo el artista solo la ocasión o el instrumento de esta revelación. ¿Hay que elegir entre una exégesis antropológica y una exégesis ontológica de la experiencia estética? Posiblemente el problema se presentaría de otra forma si consideráramos el objeto estético dado en la naturaleza; pero no haremos a ello más que una alusión ya que hemos decidido atenernos a la experiencia estética suscitada por el arte. Por lo demás, es inútil anticipar más sobre los problemas que plantea esta experiencia; no tomarán todo su sentido más que después de la descripción que sobre ello habremos hecho y a la cual vamos a consagrar la parte principal de este trabajo.

1. La estética implícita en Les dieux es quizá diferente en cuanto que se vincula más a la significación de las obras (y por medio de ellas a las religiones): se preocupa menos de mostrar cómo lo imaginado es sobrepasado por el acto creador que de buscar la verdad de lo imaginado tal como se revela a los ojos del espectador en las obras acabadas.

2. Ya se verá que no nos restringiremos a seguir al pie de la letra a Husserl. Entenderemos la fenomenología en el sentido en el que Sartre y Merleau-Ponty han introducido el término: descripción que apunta a una esencia, definida esta como significación inmanente al fenómeno y dada con él. La esencia es algo que debe descubrirse, pero por un desvelamiento y no por un salto de lo conocido a lo desconocido. La fenomenología se aplica primeramente a lo humano ya que la conciencia es conciencia de sí: ahí radica el modelo del fenómeno, en el aparecer como aparecer del sentido mismo. Dejamos de lado, prestos para volver a ello más tarde, la acepción del término en la metafísica hegeliana donde el fenómeno es una aventura del ser que reflexiona sobre sí mismo, por lo que la esencia se decanta hacia el concepto.

3. L’avenir de l’esthétique, p. 133.

4. Ibid., p. 148.

5. El problema de la discriminación de la obra de arte puede plantearse de manera muy concreta: T. Munro da de ello un interesante ejemplo evocando un proceso cuyo juicio sentó jurisprudencia en Estados Unidos, en el que se trataba de saber si una escultura abstracta de Brancusi merecía o no la calificación de obra de arte, lo que permitiría a su propietario el introducirla en Estados Unidos sin pagar los derechos de aduana. (The Arts and their Interrelations, pp. 7 y ss.)

6. Incluso habría que hacer aquí algunas reservas al respecto: el verdadero pintor no es ni un niño ni un amateur, como bien lo ha mostrado Malraux; se trata de un hombre para el cual la pintura es lo primero y precisamente se le reconoce por su obra. No se pueden sacar conclusiones del niño y aplicárselas a él como tampoco del ámbito de lo patológico pueden deducirse y extrapolarse conclusiones al campo de lo normal. La piscología del creador supone previamente el conocer sus creaciones y, quizá tal psicología deba desarrollarse en segundo lugar, si, como decimos, la verdad del creador está más en su obra que en su individualidad empírica: quizás la psicología halle aquí sus propios límites.

7. Les voix du silence, p. 605. (Existe versión castellana editada en Buenos Aires, Emecé.)

8. Esta definición de lo bello no excluye, desde luego, una definición que se refiera al sujeto y al uso de sus facultades, como sucede en Kant; pues la cualidad estética, que el objeto posee en grado eminente, consiste, como se sospecha ya, en entregarse de lleno a la percepción, agotando toda su significación en el nivel sensible; de manera que, si el sujeto vuelve sobre sí mismo, se siente colmado de hecho: comprende percibiendo, y puede decir, en efecto, que lo bello es aquello que produce en él la concordancia (libre juego) entre la imaginación y el entendimiento.

9. Notemos sin embargo qué vinculada con el ambiente de la feria, con el tumulto de los paseantes, en el abigarramiento de los puestos que nos rodean, tal música puede parecer bella: realiza su propio ser, que no es desde luego el ser un objeto estético. Pero si se la transporta a la verdadera música, como hace Stravinsky, debe sufrir una transformación para adecuarse al ser estético al que es promocionada.

Fenomenología de la experiencia estética

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