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El objeto estético entre los demás objetos
Debemos ahora comparar el objeto estético con los otros objetos que la percepción descubre y que, por ingenua que sea, diferencia en el mundo: es decir, muy empíricamente, los seres vivientes, las cosas, los objetos usuales y los objetos significantes. Este será el medio mejor de acercarnos al ser del objeto estético, tal como nos informa la percepción que el solicita y por la cual es objeto estético. Pero una doble objeción previa puede detenernos: ¿es legítimo oponer el objeto estético en tanto que objeto percibido a los otros objetos? Sí, ya que todo objeto es percibido, y además porque el objeto estético, para ser percibido no debe de ser menos real que los otros. Cuando los objetos que consideramos hermosos se convierten en estéticos bajo nuestra mirada, nuestra percepción no crea desde luego un nuevo objeto, lo que hace es rendir tributo solamente al objeto, y para ello es necesario que el objeto se preste a esta «estetización». Convirtiéndose en objeto estético, no es otra cosa más que lo que es, aunque la percepción le atienda de una manera especial: solo sufre una metamorfosis en sí mismo, de manera que en el mismo el aparecer le altera. Sin embargo, todos los objetos, si son percibidos estéticamente, pueden convertirse en objetos estéticos; ¿cómo oponerlos al «objeto estético»? ¿No habíamos admitido que no convenía circunscribir demasiado rigurosamente, a no ser por razones de método, el dominio de los objetos estéticos, como tales susceptibles de belleza? Pero también hemos convenido que el objeto estético por excelencia es la obra de arte, de manera que si identificamos el objeto estético con la obra de arte, tenemos derecho a oponerlo a los otros objetos que no son estéticos más que en potencia o por añadidura. Podemos, pues, investigar lo que distingue al objeto estético-obra de arte de los demás objetos que no son estéticos, a no ser accesoriamente. Únicamente a condición de que se privilegie la obra de arte, puede concebirse una idea adecuada de la idea estética. De rechazo, habrá que insistir sobre lo que los otros objetos; poseen esencialmente de no estético, sin olvidar, no obstante, que pueden convertirse en estéticos y hasta pretender serlo. Pero si se desea comprender cómo pueden serlo habrá que estudiarlos a la luz de la obra de arte. Sin embargo, nuestra intención es solo describir los caracteres propios del objeto estético específico y subrayar su diferencia más bien que intentar seguir el camino inverso y buscar cómo la vida, la naturaleza o la industria imitan al arte y producen objetos que requieren una percepción estética.
I. EL OBJETO ESTÉTICO Y LO VIVIENTE
La confrontación de lo viviente y del objeto estético no nos ocupará mucho tiempo. Aunque seamos proclives a descubrir analogías entre el objeto estético y lo viviente, a pesar de que lo viviente detecte ciertas cualidades estéticas, la confusión no es posible, y lo viviente, al menos si lo consideramos bajo la forma característica del ser animado, ya que lo vegetal, para una conciencia espontánea, no parece poseer igual grado de vida, constituye un sector muy determinado de la realidad. Solo para la conciencia reflexiva, cuando esta rechaza las evidencias primeras y la simplicidad de la distinción, surge la cuestión de una continuidad entre la materia y la vida, y la de las formas limítrofes que, en el espacio o en el tiempo, pueden asegurar esta continuidad. Pero sabemos que el niño desarrolla muy pronto comportamientos diferentes ante una persona un animal o una cosa inerte: lo viviente se le aparece ya con un rostro propio, irrecusable. ¿Acaso no se siente tentado a extender a lo inanimado los rasgos que observa en lo animado? Mas podría demostrarse que el animismo infantil es metafórico o, si se prefiere, de «mala fe»: la niña que juega a ser mamá con su muñeca distingue muy bien su muñeca de un niño verdadero, como el alucinado distingue los pinchazos que siente de la dosis de cloruro etílico que el médico le aplica. El mismo niño que golpea la mesa con la que ha tropezado –Jerjes que azota el mar no ignora que la mesa es de madera, e insensible, ya que sabe en otros momentos utilizarla como cosa y desde luego no espera que la mesa se queje cuando él con un cuchillo se entretiene haciéndole cortes, que no son realmente heridas; lo que simplemente ocurre es que el niño, como el adulto, es capaz de experimentar emociones que trastocan momentáneamente la fisionomía del mundo. Lo mismo acontece con el animismo adulto: la etnología moderna es unánime en reconocer en el primitivo un pensamiento positivo, es decir en primer lugar la aptitud a diferenciar los diversos sectores de la realidad; ya Comte, definiendo el fetichismo porque «la noción primitiva del orden exterior no distinguía en absoluto la materialidad de la vitalidad»,1 mostraba «la íntima dislocación» que la astrolatría introducía en el sistema y la inmanencia de la positividad en la mentalidad primitiva. Una fenomenología del animismo debería por tanto distinguir:
1.º Lo que hay de verdad: el presentimiento de la noción de ley en la noción de causa concebida primeramente antropomórficamente, como lo muestra Comte; 2.º Lo que hay de juego respecto al mal, la emoción puede ser la forma extrema, y 3.º Lo que hay de metáfora, aunque esto pueda ser menos engañoso, pero que se justifica por la experiencia que fundamenta todo animismo, a saber, que las cosas pueden, como los rostros o los comportamientos, poseer una expresión. Volveremos ampliamente sobre esta noción de expresión; bástenos decir que en ningún caso la expresividad borra los caracteres, a los que se acumula, de la cosa como distinta de lo viviente.
El objeto estético no puede confundirse con lo viviente subrayado así: es tan evidente respecto de una pintura o de un monumento que no nos atrevemos ni a decirlo; pero sí que conviene subrayarlo de aquellos objetos que para su «aparecer» necesitan recurrir al hombre, al cuerpo humano. ¿No está acaso la danza en el bailarín? ¿Seguirá siendo danza si el bailarín fuese un robot o una marioneta, como soñaba Gordon Craig que un día sería el actor de teatro, siendo el director de escena realmente el rey de la situación? Detengámonos en este ejemplo. Es cierto que no hay danza sin bailarín. Puede hacerse que las cosas bailen, como Charlot hacía con los panecillos de La quimera del oro, pero esto no sería danza más que en la medida en que imaginemos, aquí, un bailarín del cual los panecillos fuesen los pies; y únicamente se trata de una metáfora cuando, por ejemplo un film hace danzar en la pantalla manchas de colores.2 Pero el ballet en sí mismo, en tanto que no existe más que en la imaginación del coreógrafo-autor que no puede conferirle la misma existencia que a la obra teatral confiere el papel sobre la que está escrita, no es todavía objeto estético. Además, las virtudes de la danza son las virtudes del bailarín: no habrá gracia alguna si el danzante no la posee, ni nobleza si el no es noble, ni entusiasmo si el no lo está; «es imperdonable que una danzarina sea fea» decía Théophile Gautier. Más aún, puede afirmarse que la danza no es otra cosa que la apoteosis del cuerpo humano, el triunfo de la vida; para imaginar una danza macabra hay que resucitar los esqueletos; ¡y la Muerte que regía el juego macabro en La table ronde estaba encarnada por un espléndido vivo! Así el objeto estético que se nos ofrece está integrado por seres vivientes, y además está preparado de tal forma que nos da una imagen patente de la vida: cada movimiento del bailarín es como una afirmación vital, la exhibición de las potencias de la vida que se despliegan según la duración que les es propia. Pero si la danza da una imagen de la vida es porque ella misma no es la vida; los vivos que emplea están a su servicio, ellos le prestan su calidad de vivientes para representar la vida, y la vida tratada estéticamente no es la vida sin más, como tampoco el bailarín es un viviente ordinario ni el actor Dullin es el Julio Cesar real. Y si el bailarín está al servicio de la danza, si trata de identificarse con ella, es porque es distinto de ella: la danza le es a él lo que el texto o el escenario es al actor o la partitura al músico. El espectador percibe la danza como realizándose a través del bailarín, del que no puede prescindir porque lo necesita imperiosamente, pero con el que no se identifica.
¿Qué es pues este objeto estético? ¿Una cosa, una idea, algo imaginario? Dejémonos guiar una vez más por la experiencia ingenua del espectador. Él va a ver un ballet: los personajes ejecutan una serie de movimientos siguiendo una música determinada, gesticulan sobre un fondo sonoro. ¿En esto consiste todo el espectáculo? No, desde luego. A través de los movimientos y de las formas el espectador percibe una cierta lógica; quizá la de una acción: el ballet lleva un título y con frecuencia narra una historia, la de Fedra, o Edipo, una fábula, un cuento. Sobre el juego dinámico de los bailarines el espectador sigue esta historia como un relato que se le está presentando. ¿Es esto el ballet? Tampoco lo es totalmente. El espectador avisado se cuida de centrar todo su interés en la anécdota porque teme que esta eclipse la danza, reduciéndola a una pantomima; no juzgará el ballet teniendo en cuenta solo la historia, que de hecho es solamente un pretexto mucho menos importante todavía que el libreto para la ópera. Más bien juzga la acción en función del ballet y la valora por la manera como recurre a la expresión coreográfica y en la medida en que sirve a la causa de la danza.
La danza no se inmola en aras de lo que representa: sus movimientos y sus figuras se realizan como obedeciendo a otra lógica, que puede estar inspirada en la música, pero que tampoco es la de la música ni la del argumento narrativo; ya que el ballet sigue la música pero sin esclavizarse a ella: «El bailarín danza sobre la música como sobre un tapiz», dijo Roland Manuel, y es notable que las grandes obras escritas para la danza, si toman la danza como pretexto, al punto que pueden muy bien ser ejecutadas por ellas mismas, aceptan en contrapartida que la danza las tome como pretexto (lo que sucede cuando lsadora Duncan baila «sobre» Schumann, o Janine Solane lo hace «sobre» Beethoven o Bach); una música que pretendiese dirigir y regular la danza como si fuese una marcha militar que marca el paso cadenciosamente, lo que hace es matar la danza en lugar de inspirarla.3 La lógica del desarrollo coreográfico es antes que nada una lógica especial de los movimientos corporales, pero sustentada por reglas como las del desarrollo musical (del que toma su terminología), y que como él puede desarrollar una estructura temática: así ocurre con el arabesco de los Wilis en el segundo acto de Giselle, o con los movimientos de elevación en Ícaro, para lo cual Lifar inventó ciertas posiciones, pues, como dice «fue necesario traducir coreográficamente el despegue y luego la caída del héroe, la desencarnación y el fin humano».4
Este ejemplo muestra claramente lo que percibe el espectador: una cierta atmósfera a la que cooperan el argumento, la música y la coreografía, y que es como el alma del ballet; a esto es a la que apuntan los bailarines, y esto es el objeto estético tal como lo realizan. Esta atmósfera se hace sensible incluso en la danza pura, en la que la expresión no se halla sugerida ni reforzada por un argumento: la danza expresa siempre, incluso cuando no narra nada; es la gracia, la alegría, la inocencia encarnadas. Precisamente es en esta significación, más allá de toda representación, donde triunfa la danza, lenguaje absoluto que no dice nada más que a sí mismo.5 Por eso se distingue la danza de la pantomima, teatro sin palabras, y también de la acrobacia, a la que no puede bajo ninguna justificación reducirse la danza pura. Pues si la danza pura no significa más que a sí misma, al menos se significa y subordina la actividad del danzarín a este fin; mientras que el acróbata no tiene ante el público más responsabilidad que la de su propio cuerpo, del que exhibe sus maravillas. El bailarín entrega su cuerpo a la danza. Sus movimientos proceden como si obedeciesen a algún secreto impulso de las profundidades de sí mismo. El acróbata, por el contrario, emplea su cuerpo en acciones concretas, reguladas a menudo por algún objeto, cuerda, barra, anillas: debe salir airoso de sus proezas, alcanzar una meta y no se dedica a expresar algo; en el acróbata el cuerpo es cuerpo y no lenguaje.
Por apasionante que sea, un espectáculo semejante no constituye un objeto estético, diferenciándose en esto del ballet. El ballet Les Forains montado por Roland Petit subraya y ejemplifica esta diferencia: ciertos elementos, extraños quizá al ballet, concebidos en términos de danza dejan de ser acrobáticos. Hasta los ejercicios que se introducen en este caso no son medios de exhibir las potencialidades del cuerpo o el talento y agilidad de un individuo sino gestos que se vinculan a un conjunto y cooperan a una expresión. Cuando figuras puramente acrobáticas se integran como por casualidad y con precaución al ballet, como sucede en Le bal des blanchisseuses, adquieren allí un valor expresivo, comunicando por ejemplo alegría o preocupación, o «el desbordamiento de todos los sentidos», y sometiéndose así a la significación que anima el ballet. Y si ciertas figuras coreográficas se toman en préstamo de la acrobacia, lo que se busca es un efecto donde se pierde su carácter atlético:
En nosotros –escribe Lifar– la gracia y la elevación sustituyen a los records atléticos … Lo que diferencia el salto de un bailarín del acróbata es el famoso detenerse en el aire, el hecho de «tocar las bambalinas y quedarse allí», que evidentemente es un efecto óptico obtenido por medio de ciertos movimientos del torso o de los pies.6
Incluso si el ballet –cuando su expresión no se halla particularizada por un argumento determinado, que por otra parte la motiva sin restringirla– no expresa más que la vida misma, se trata de la vida y no de lo viviente, y los vivientes son convocados solo para testimoniar en favor de la vida, «esta sustancia universal indestructible, esencia fluida igual a sí misma» como indicaba Hegel: la vida que lo viviente desautoriza cuando «se afirma como no resuelto en este universal», cuando persigue sus metas particulares y deja transparentar en su torpeza y sus dolencias la muerte que lleva en sí como el signo de su finitud; por el contrario el bailarín proclama la vida mediante sus movimientos, que son puro dinamismo, no particularizado por fin alguno, y que ninguna fatiga parece tampoco alterar. Pero precisamente, comunicando la vida, el bailarín renuncia a aparecer como un simple viviente. Renuncia a ello tanto al dar a sus movimientos un carácter de gratuidad, de fluidez y de totalidad que es la imagen de la vida corno universal, como al darles por el contrario, durante las poses mantenidas –en lo que se llaman actitudes o arabescos– o en los grupos compuestos con otros, un carácter escultural, iba a decir arquitectónico, que si parecen detener la duración es solo para hacernos sentir mejor el estremecimiento y el impulso posterior; pues la danza, como dice R. Bayer, si es un arte de síntesis, «sigue siendo sin embargo más ritmo que forma, menos plástica que musical»:7 lo plástico es en ella movimiento acumulado en sí mismo y promesa de dinamicidad. Pero en cualquier caso lo viviente va más allá de su particularidad. ¿Y no es acaso porque el bailarín se somete al ballet y se convierte en instrumento del objeto estético que él encarna? Este objeto que el espectador «lee» en el bailarín no es, en cuanto tal, lo viviente, como tampoco un cuadro se reduce a la pintura al óleo o un monumento a la piedra: lo viviente es el material del que el objeto está hecho y el órgano de ejecución gracias al cual aparece.
En las otras artes que requieren una ejecución, el material no es lo viviente en sí mismo, sino el sonido o la palabra, y lo viviente solo es el ejecutante: el objeto estético se confunde en estos casos todavía menos con lo viviente. No obstante, se podría encontrar una dificultad análoga a la que nos ha planteado la danza en el arte de la jardinería: ¿no es el objeto estético, en este caso, la vida vegetal? Cuando el invierno acaba por extinguir esta fuerza vital ¿qué es lo que queda del parque? Algo queda desde luego: una cierta estructura legible aún en la disposición de los macizos, de los parterres, de las alamedas, en los agrupamientos de árboles que rodean de alguna manera, en algunos centros neurálgicos, un estanque, un templete o una estatua. (Con mayor razón, cuando el parque rodea y enfatiza un monumento, subordinándose a él.) Esta estructura, que es propiamente la obra del arquitecto paisajista en oposición al mero jardinero, es al parque lo que el texto es al teatro o la partitura a la música. Cuando las hojas vuelven a crecer y se abren las flores nuevamente, puede decirse que la floración preparada y controlada por el jardinero ejecuta la obra de arte al mismo tiempo que le suministra –en conexión con el terreno mismo del que deben utilizarse y adaptarse sus accidentes propios– su material. El objeto estético no aparece plenamente más que cuando la obra es ejecutada, cuando la vegetación presta sus volúmenes y sus colores, pero no se reduce solo a esto. Cuando nos paseamos por un parque, percibimos una idea, sensible a la vista y que manifiesta una cierta expresión: nobleza y medida aquí, laxitud y capricho allá, intimidad y ternura en otro lugar; el objeto estético es siempre lenguaje, y, aunque utilice lo viviente para transmitirlo, esta función comunicativa impide que se le reduzca a lo viviente.
También dicha función le distingue de otros objetos, y en ello tendremos que insistir, pues así es como se precisarán sus rasgos específicos.
II. EL OBJETO ESTÉTICO Y LA COSA NATURAL
a) La cosa y el objeto de uso
Entre los objetos opuestos en bloque a los seres vivientes, la percepción distingue espontáneamente las cosas naturales y los objetos artificiales, es decir aquellos que no llevan y los que sí que llevan la marca, la huella del hombre, un guijarro y un martillo, una rama y un bastón de mano, una casa y una cueva. Se dirá quizás que la distinción es menos evidente que entre cosas y seres vivientes; podemos efectivamente tratar la cosa como instrumento, servirnos de una piedra como martillo o refugiarnos en una cueva como en una casa; los primeros martillos fueron pedruscos y las primeras casas las cuevas. Ciertamente la inteligencia implícita ya en la percepción humana –y que no lo está en igual medida en la del mono de Koffka– puede presentir el utensilio en la cosa, y preparar de lejos esta técnica propiamente humana que recurre a los útiles (pues existe ya una técnica vital, y respecto a la cual no nos atreveríamos a hablar de inteligencia, que no inventa los útiles).8 Pero esto significa que adoptamos frente a la cosa el comportamiento que mantenemos ante los objetos de uso, sin que por ello la diferencia entre ambos se desvanezca: sorprendidos por la lluvia nos refugiamos en la cueva sin que la cueva se convierta por ello para nosotros en una casa; por el contrario sí que lo era para el troglodita, el cual acondicionándola, por muy someramente que fuese, y transportando allí sus dioses, la impregna de una humanidad visible; así es como la cosa se metamorfiza para integrarse al mundo cultural, como la rama que arrancamos y preparamos para hacer un bastón; también de esta manera se fundamenta la propiedad, pues la posesión humaniza ya el objeto: el perro es nuestro porque lo hemos amaestrado, el campo porque lo hemos rodeado por una cerca.
El objeto humano está al servicio del hombre; fabricado por el hombre y para el hombre, pertenece a alguien y puede convertirse en objeto de cambio; en este sentido –y es todo lo que queremos decir aquí– la propiedad se percibe de alguna manera en el objeto mismo. Pero es porque este objeto lleva inmediatamente ante mí la marca del hombre, por lo que a la vez se nos hace inmediatamente presente y sensible todo un mundo cultural. El objeto usual nos habla de un prójimo antes de que, por así decirlo, le conozcamos o le encontremos.9 Palpablemente indica la existencia de un facere que lo ha producido, mediante cierto rigor muestra un aire de finalidad; la cosa natural conlleva tal huella del azar del que es precario resultado, el objeto fabricado conlleva el cuño de la norma a la que ha sido sometido, que ha presidido su fabricación; un orden aparece en él, en la geometría de sus formas, en el equilibrio de sus proporciones, en la solidez de sus bases, un orden instituido por el hombre. Y que aparece como si fuese un mandamiento para la naturaleza, que violentase la anarquía del azar. El objeto ha sido hecho y puede ser deshecho y rehecho según este orden que le hace ser. Lo que de humano hay en él es principalmente esta ley que le regula en cuanto que ha regido su creación. Y esta ley expresa al mismo tiempo la posibilidad de un uso: el objeto se revela como hecho para ser utilizado; incluso aunque ignoremos dicho uso, como sucede con ciertos objetos que las excavaciones sacan a la luz, sabemos que ha sido concebido para ser utilizado, y que es posible poder redescubrir el comportamiento que justifica este objeto, utilizándolo. Existe, pues, una apariencia de finalidad en el objeto de uso, mas se trata de una finalidad externa, ya que no tiene su razón de ser en el mismo sino en el empleo que de él se haga. En fin, que este objeto es humano en la medida en que conlleva la huella de su uso, al igual que el lecho guarda las señales del cuerpo que allí ha descansado o el mango de una herramienta conserva el brillo cuando se ha desgastado largamente por el roce de las manos.
Este carácter humano es el que permite, a primera vista, identificar el objeto de uso aunque se halle en medio de otras muchas cosas, al igual como puede distinguirse un animal doméstico, ser viviente «de uso», de los animales salvajes que rechazan, por sus imprevisibles reacciones, toda integración en el mundo cultural. Pero hemos de tener en cuenta que aquí lo humano no es todavía lo expresivo, en el sentido en que lo es, una mirada o un gesto; lo humano aquí es desde luego lo que habla al hombre, pero sin parecérsele y sin decirle algo íntimo; se vincula a lo manual, a un proyecto pero aún no se conecta al sentimiento; anuncia un hombre real y actuante, pero no sus posibilidades humanas más profundas. (Mientras que lo humano que veremos más tarde revelado por la experiencia estética es, más acá de las empresas objetivas y de las técnicas humanas, algo por lo que el hombre es hombre.) La cosa natural es, por el contrario, inhumana, y en cierta medida algo salvaje: al igual que, en cuanto irregular, rechaza las miradas, también desecha ser cogida, y en ella no hay forma de descubrir ni ver un uso determinado. De esta inhumanidad, lo sublime –que desafía al hombre por su grandeza, como dice Kant, «comparado con lo cual todo es pequeño» es un aspecto posible; aunque puede ser también considerado como una amenaza, como algo indiferente o como un desorden: siempre como lo que no responde a la medida y al deseo del hombre. También podemos tomarlo como una prueba y pensamos por ello a veces fortalecernos en contacto con un objeto o un paisaje no domeñado ni mancillado por el hombre: el placer de las vacaciones, que se experimenta al salir de las ciudades donde todo está marcado por el hombre en exceso, es con frecuencia el placer de un retorno a lo original. Pero lo que hay que ver claramente aquí es que la diferencia entre la cosa y el objeto usual, entre un paisaje urbano y el Urwald, las áridas mesetas o la mar indómita, se nos presenta de golpe en la percepción. Y se ve acompañada por comportamientos diferentes: el objeto cultural es aquel para el cual es válida la famosa fórmula de Bergson: «Reconocer un objeto usual consiste sobre todo en saberse servir de él»; existe una norma de uso como existe una norma del objeto, porque el objeto está destinado al uso. Y es importante que esta norma, incluso aunque el objeto la proponga por su estructura y por el manejo que denota, haya debido o deba ser aprendida: el objeto de uso requiere un comportamiento social, ya que el aprendizaje es algo eminentemente social, pues el método del ensayo-error, de hecho, se reduce para el hombre casi a un procedimiento pasional y el autodidactismo no es más que un remedio para ir tirando.10
El aprendizaje nos introduce en el mundo cultural donde el otro se halla presente a la vez en el objeto y en el uso que de él puede hacerse, es decir en el sentido que el objeto posee para nosotros. Pues ciertamente es el sentido lo que se nos da en esta sugestión de comportamiento, un sentido tanto más familiar cuanto más viva es esta sugestión y el comportamiento más asequible. Y quizás sea esta la razón por la cual la explicación científica tiende, según una célebre fórmula, hacia la construcción de un modelo mecánico, es decir hacia la sustitución por un objeto de uso de la cosa natural. Sin embargo, el objeto usual solicita menos la intelección que la acción: su familiaridad nos induce a una convivencia en la que la percepción se pierde en el gesto. No despierta la atención más que cuando plantea un problema, y se transforma de nuevo en cosa a nuestros ojos. Pues la cosa requiere un comportamiento diferente: lo inhumano que hay en ella nos desconcierta; las tendencias agresivas pueden despertarse para responder a esta presencia extraña, para reaccionar al desafío que lanza y para testimoniar de algún modo nuestro dominio; lo que sería considerado como vandalismo ante el objeto de uso,11 porque el uso está en el regulado, es aprendido y es de alguna manera oficial, no provoca aquí protesta alguna: los actos destructores, a los que siempre puede intentarse por otro lado psicoanalizar, son la expresión natural de una inevitable curiosidad despertada por una cosa de la que no se conoce el uso. Seguramente esta curiosidad puede también expresarse de otras formas; pero a menudo, en el centro de la sorpresa, se halla el deseo de tomar posesión de esta cosa rebelde a las normas, así como el afán por mantener a la fuerza alguna relación con ella; así es como la nieve nos invita a pisarla, la montaña a escalarla, el mar a sumergirnos en él: el placer por la nieve se origina sin duda de este poder que ejercemos sobre nosotros mismos al conseguir adaptarnos a un nuevo medio (lo cual es aún más sensible en la pesca submarina, donde el espectáculo de las profundidades es desde luego tan relevante y obsesivo como la presión física del agua) pero también nace del dominio que se ejerce sobre la cosa misma a la que obligamos a que nos sirva de medio de desplazamiento en vez de engullirnos. Sin duda, tal comportamiento frente al mundo natural es con frecuencia algo aprendido y puede institucionalizarse. En este caso su diferencia con el comportamiento frente al objeto de uso tiende a desaparecer; y el mundo natural tiende a su vez a «domesticarse». En el fondo, el mundo natural es ya cultural de alguna manera, por la tradición social del turismo y también por el «sentimiento de la naturaleza» que es en sí mismo cultura. Pero no obstante, queda algo extraño, rebelde, que nos provoca siempre una especie de prueba.
b) Objeto estético y naturaleza
La obra de arte se halla en este mundo de objetos donde se mezclan de manera inexplicable lo natural y lo cultural, la cosa y el objeto fabricado. Confrontémosla primeramente con las cosas, las cosas inhumanas que surgen y desaparecen al dictado del azar al cual el hombre no controla. Pero esto ¿para qué? ¿Acaso no es evidente que la obra es un objeto humano? ¡Tengamos paciencia! El objeto estético no desautoriza a la naturaleza, incluso llega a conectarse estrechamente con ella, como la iglesia que se halla enclavada en el centro de un pueblecito, o la fuente que está en un jardín; de la misma manera una escollera es bella cuando rodea y prolonga con exactitud las orillas de la desembocadura de un río, y las carreteras o los viaductos son calificados como trabajos de arte por la manera en que aprovechan y acusan las líneas del paisaje; se puede hablar de «genio» en estos casos. Sin duda este argumento está sujeto a sospechas diversas; pues puede decirse que la naturaleza, cuando se halla «marcada» por la obra o el trabajo de arte, ya no es simplemente naturaleza: veremos que en estos casos queda estetizada y entra a formar parte de la órbita del arte. No podemos eludir tampoco la diferencia entre obra de arte y trabajo de arte: la primera supone una naturaleza ya dominada, la población ya construida, el jardín ya roturado; y sobre todo transforma de la naturaleza lo que es susceptible de ser estetizado y puede aparecer por sí mismo como estético, como puede ser la calidad de la luz, el color del cielo tal como puede captarlo la acuarela, o el dibujo de las formas; así el pintor de vidrieras, conectando la trasparencia del cristal a la luz del lugar, hace estética con elementos estéticos. Mientras que el ingeniero violenta la naturaleza para realizar un proyecto abstracto, y no suele tener en cuenta, en este combate que mantiene contra los obstáculos, el aspecto sensible de las cosas; ha debido ceder a la naturaleza para vencerla, la cual, en la medida en que es ella misma estética, estetiza su obra. Sin embargo, estetizada o estetizante, la naturaleza, cuando se alía con el arte guarda su carácter de naturaleza y lo comunica al arte: es la faceta que desafía al hombre y que manifiesta una insondable alteridad.
El objeto estético es pues naturaleza en cuanto expresa a la naturaleza, no en lo que la imita sino en lo que se somete a ella. Alain ha insistido largamente a este respecto.12 La naturaleza a la cual se somete el arte es tanto la estructura fisiológica del cuerpo humano como la fuerza de las cosas. Y no solo el arte se somete a ello para hacer obras duraderas –a este respecto la arquitectura es el arte por excelencia, y Miguel Ángel decía, con razón, que los pintores o escultores debían de ser antes arquitectos– sino que además proclama esta sumisión: el objeto estético se vincula a la naturaleza; bien porque se integra al entorno como el Partenai de la Acrópolis o en el Sena la iglesia de Notre-Dame aux berges, o bien porque no disimula las leyes naturales del material que trasforma obedeciéndole, se confiesa a sí mismo cosa entre las cosas, no se avergüenza de ser inhumano en su humanidad.
Incluso las artes que se separan de la naturaleza, cuyas obras se abrigan en los monumentos que les dedica la cultura, como la música en la sala de conciertos, la pintura en los museos o la poesía en las bibliotecas, mantienen en sí algo de natural. ¿Y qué hay con ello? Pues simplemente que el objeto estético está ahí, sin más, y no aguarda de nosotros más que el homenaje de una percepción. Posee la presencia obstinada de la cosa. Está ahí para nosotros, pero como si no estuviera. Ha sido hecho, desde luego, por alguien, que nos hace signos a través de su obra, pero no para invitarnos a algún tipo de acción común, ni para advertirnos de un peligro ni tampoco para darnos una orden. Lo que nos dice el objeto queda en el secreto de nuestra percepción y no nos determina a nada.
A nada que no sea percibir, es decir a abrirnos a lo sensible. Pues el objeto estético es antes que nada la irresistible y magnífica presencia de lo sensible. ¿Qué es una melodía a no ser una riada de sonidos que nos inunda? E igualmente ¿qué es un poema más que el estallido y la armonía de palabras que cautivan nuestro oído? ¿Qué es la pintura sino un juego de colores? E incluso un monumento ¿no es el resultado de las virtudes sensibles de la piedra, su masa, sus reflejos, su pátina? Si el color se desvanece y se estropea, el objeto pictórico desaparece; y si las ruinas son también objetos estéticos es porque la piedra continúa siendo piedra y los restos desgastados manifiestan su base pétrea; pero supongamos que el monumento pierde lo que en él hay de dibujo y pintura, como cuando hay un incendio, entonces deja de ser objeto estético. De la misma manera, si las palabras no fuesen más que signos sin base sensible, como los algoritmos matemáticos, reduciéndose a su pura significación, el poema dejaría de ser poema.
El objeto estético es, pues, lo sensible que aparece en su esplendor. Pero ya en esto se diferencia del objeto ordinario, que tiene colores, pero que no es color que produce ruido, pero no es sonido. Pues, a través de los colores o los sonidos, a través de las cualidades sensibles que retiene principalmente por su significación, la percepción se dirige a lo que le interesa: lo útil, como ya lo pensaba Descartes, o el saber que a este nivel apunta a lo útil y busca convertir el objeto natural en objeto de uso. El ruido de la locomotora no interesa al mecánico como interesa a Honegger, ni el del mar al marino como a Debussy. El objeto no es apreciado por sí mismo, y sus virtudes sensibles no son estimadas; veremos por el contrario cómo sí que son buscadas y exaltadas por la operación del artista y por la percepción estética.
Para el arte, lo sensible no es ya un signo en sí indiferente, es un fin, y se convierte él mismo en objeto o al menos algo inseparable del objeto al que presta su calidad. La relación de la materia, que es el cuerpo de la obra, y de lo sensible no es la misma que se da en el objeto de uso, en el que la percepción, por un movimiento espontáneo que retomará la física aristotélica, distingue esta materia de las cualidades sensibles porque lo que le interesa de la cosa es su sustancia cósica, aquello por lo cual la piedra es piedra y puede servir para construir, aquello por lo que el acero puede ser utilizado en una máquina, por lo que las palabras tienen un sentido y permiten el intercambio de ideas. El arte, por el contrario, rechaza toda distinción entre la materia y lo sensible: la materia no es otra cosa que la profundidad misma de lo sensible. Esta masa rugosa y resbaladora es la piedra; este sonido frágil, suelto e insinuante es el timbre de la flauta, y la flauta no es otra cosa más que el nombre que damos a dicho sonido: es el sonido mismo el que es materia, y si hablamos de madera o metal, no es para designar la materia del instrumento simplemente, sino que nos referimos a la naturalidad del sonido. Igualmente, cuando los pintores hablan de la materia, no se trata sin más del producto químico o de la tela sobre la que se coloca la pintura, sino del color mismo tomado en su espesor, su pureza, su densidad, según se ofrece en su trabajo, pero sin perder nada de su virtud sensible y de su referencia a la percepción. Así la materia, para el que percibe, es lo sensible mismo considerado en su materialidad, casi se podría decir en su extrañeza; no es necesario invocar para nada un sustrato de lo sensible, es el objeto por sí mismo. Es suficiente que la percepción registre este milagro de lo sensible en toda su plenitud y atestigüe una materia que no se avergüenza en absoluto de sí misma.
Esta inutilidad del objeto estético y la primacía de que goza en él lo sensible nos llevan a subrayar una exterioridad radical, la exterioridad de un en-sí que no es simplemente para-nosotros, que se impone sin dejarnos otro recurso que la percepción; se aleja así del objeto de uso tanto como se acerca al objeto natural. Tengamos en cuenta este peso de la naturaleza en él. Podemos llamar naturaleza, en un sentido próximo al Erde de Heidegger, a esta presencia masiva del objeto que casi nos violenta. Naturaleza inmensa, impenetrable y orgullosa, como canta el Fausto de Berlioz: tal es también la sinfonía, tal es el monumento o el poema. Se comprende que, queriendo dar alguna idea de este hecho de existencia fundamental, donde se hallan confundidas la existencia subjetiva, de la que habla la filosofía existencial, y la existencia objetiva del realismo clásico, cuando Lévinas se refiere a lo que él llama «el hay», recurra al objeto estético invocándolo: es precisamente este objeto estético el que nos da la experiencia limpia y desnuda de lo dado, es decir de esta alteridad esencial que la «utensibilidad» nos oculta, al igual que las ropas en el universo social ocultan la alteridad inquietante del otro.13 «El arte, incluso el más realista, comunica este carácter de alteridad a los objetos representados que forman, sin embargo, parte de nuestro mundo»;14 las tentativas de la pintura contemporánea son aquí particularmente esclarecedoras:
Las cosas no importan más que en cuanto elementos de un orden universal que la mirada se impone como una perspectiva. Las figuras agrietan por todas partes la continuidad del universo. Resorte particular en su desnudez existencial.15
Pero esta transmutación del objeto, esta condensación de su en-sí, no afectan solo al objeto representado por la obra, ya que efectivamente la representación arranca a la percepción del mundo donde todo se ordena, sino también al ser del objeto estético, es decir a su materia misma. Quizá Lévinas no insiste lo suficiente en este punto: lo que nosotros denominamos aquí naturaleza, no es exactamente el «hay», la natura naturata, tal como puede revelarse en las experiencias privilegiadas, que toda filosofía busca e invoca a su manera, como la captación intelectual de la necesidad, el sentimiento de la angustia o la experiencia del horror. Sino que se trata más bien de la experiencia de la necesidad de lo sensible, es decir de una necesidad interior a lo sensible, que no es simplemente el advenimiento de fondo contingente, propio de una sensación que nos sorprende, como cuando una luz repentina nos ciega o un olor penetrante lo invade todo, sino que se trata de la consagración, por la forma de lo sensible y del testimonio que rinde al ser.
El objeto estético es también naturaleza –y esto concierne sobre todo a lo que representa; este aspecto lo desarrollaremos más tarde– en lo que tiene de incomprensible, carácter que las artes plásticas y las poéticas modernas han subrayado y explotado sistemáticamente; pero hasta el arte más fácil en apariencia mantiene algo de misterioso, de simple factum que se dirige más a la percepción que al entendimiento: desde el momento que queremos explicitar el contenido de la obra se revela en el algo insondable; cuando hemos enunciado el tema de un cuadro o el argumento de un poema, de hecho aún no hemos dicho nada; ¿y qué decir de la música o de un monumento? En este aspecto el objeto estético es como la cosa, e incluso más rebelde aún, pues cuando intentamos captar la cosa por su historia o su contexto, incluso si la búsqueda se remonta al infinito, tenemos la impresión de que no hay nada que buscar y que el conocimiento se reduce a la verdad de la percepción, mientras que no ocurre lo mismo con el objeto estético; más bien en este caso se trata de una presencia injustificada, o cuya justificación no se hace patente a la inteligencia; y sin embargo es una presencia imperiosa, porque la materialidad del objeto se halla aquí exaltada y porque lo sensible encuentra su apoteosis (ya veremos gracias a qué cuidados y a qué artificios). Por esto a los ojos de Heidegger la obra de arte produce a la vez un mundo y revela lo terrenal: «retiene y guarda la tierra incluso en la apertura de un mundo».16
Pero lo sensible solo es materia porque está «informado»; las virtudes de la materia se hallan ligadas al rigor de la forma: la naturaleza queda aquí sobrepasada. Pues veremos extensamente que no se puede admitir, aunque sin volver a una psicología intelectualista, que la percepción relegue lo sensible al estado bruto, y que en el hecho estético, que es el «darse de la sensación en cuanto que sensación…, la sensación vuelva como dice Lévinas, a la impersonalidad de los elementos».17 El arte rehabilita lo sensible alterando o suprimiendo la figura del objeto al que, en la percepción ordinaria, lo sensible remite inmediatamente, más la descalificación del objeto no implica la renuncia a toda significación: siempre existe un sentido inmanente a lo sensible, y este sentido se incardina en la manifestación plena y necesaria de la forma.
Desde luego, la significación no es solamente la puesta a punto, ordenada, de lo sensible; esto es evidente en la obra literaria, e incluso en las artes plásticas (nosotros volveremos sobre este punto cuando confrontemos el objeto estético con el objeto significante). Pero al identificar aquí la forma de lo sensible con la significación (una significación que solo significa lo sensible) comprenderemos más fácilmente que en contrapartida la significación como sentido (explícito o presentido, inteligible o afectivo) pueda ser también forma, contrariamente a la idea que se tiene de la forma cuando se la opone tradicionalmente al fondo, olvidando la inmanencia del sentido en lo sensible. Tornaremos con frecuencia a esta noción central, e incluso en este capítulo tendremos la ocasión de ver cómo se van precisando los diversos aspectos de la forma; pues cada nueva determinación que se añade a lo sensible constituye una forma en relación a las determinaciones precedentes. Aquí la forma no es todavía más que la organización inmediata e inmediatamente percibida de lo sensible (el análisis objetivo de la obra nos mostrará más tarde los esquemas que presiden esta organización).
El objeto estético es aquel en el que la materia solo permanece en el caso en que la forma no se pierda. Los pintores saben muy bien que los colores solo adquieren su real intensidad al relacionarse en el conjunto que componen y que se apagan si se mutila dicha forma cromática. Las palabras adquieren toda su fuerza y también su riqueza de sentido, en la ordenación rigurosa del poema donde ocupan su parte como el violín en la orquesta, y donde a veces, debido a un encabalgamiento a una ruptura sintáctica, resuenen como un golpe de címbalo. El sonido no es plenamente sonido, manteniéndose en el límite del ruido, como puede constatarse en los instrumentos de metal y en el conjunto orquestal, más que por la forma melódica que no deja de estar presente ni cuando se interrumpe la melodía o queda reducida a su puro esquema rítmico. El equilibrio de la piedra solo convence a la mirada si dicha piedra está perfectamente en su lugar y asume visiblemente su función, que radica en resistir a la gravedad a la vez que obedece a su ley. Ciertamente, existe a veces en la arquitectura un deseo de no reconocer tal obediencia y de motivar una ilusión: entonces, a la vez que parece que la gravedad allí no cuenta, se disimula la naturaleza misma de la piedra, se la reduce a ser un festón, una puntilla o un astrágalo; se camufla la estructura bajo el ornamento, la forma bajo la frondosidad de las formas: así ocurre en el gótico flamígero y en el gótico anglosajón. Lo que salva a estas empresas es que el abigarramiento de las formas constituye a su vez una forma: el ojo capta una ley oculta en esta confusión, una simetría y una regularidad que se apuntan y que sustituyen en el orden mecánico de la gravedad mediante un orden geométrico; siempre se trata, incluso en la proliferación del arte simbólico, de la belleza abstracta de la que habla Hegel. Y el ornamento nos advierte que la forma no está destinada al uso sino a la contemplación. En el fondo el apogeo de lo sensible no hace más que marcar la expansión de la forma.
Lo sensible aparece por la forma, pero a su vez hace que la forma aparezca, entiéndase aquí que la forma es aquello gracias a lo cual lo sensible es naturaleza, esta necesidad le es interior, y no exterior como lo es la necesidad que rige el objeto usual y que es la necesidad lógica del uso, inmediatamente captada por el cuerpo. Cuando Hegel intenta «separar el elemento formativo de la realidad sensible y exterior»,18 es decir la forma caracterizada por la regularidad, la simetría y el equilibrio, y lo sensible caracterizado por su pureza, para buscar una doble determinación, en ambos casos abstracta, de la unidad, que permanezca ella misma como abstracta, porque la unidad es algo simplemente percibido y que aún no está habitado por un sentido, el mismo Hegel reconoce que «se trata de abstracciones muertas y de una unidad que no tiene nada de real».19
Sin duda, estas abstracciones toman sentido si consideramos la operación estética y sobre todo la reflexión sobre esta operación, pues el tratamiento de la materia puede distinguirse de la elaboración de la forma. Pero si se considera el objeto percibido, la unidad de lo sensible como materia y de la forma es realmente indescomponible. La forma es forma, no solo cuando une lo sensible, sino también cuando le da su esplendor; es una virtud de lo sensible: la forma de la música es la armonización de los sonidos, con los elementos rítmicos que ello comporta; la forma de un cuadro no es solamente el dibujo, sino el juego de colores que subrayan y con frecuencia constituyen el dibujo. Y a condición de que no se separe la forma de lo sensible retomaremos los análisis de J. Hersch, subrayando la exterioridad y la plenitud que la forma confiere al objeto estético, promoviendo «la existencia artística como tal».20
Por la forma el objeto estético deja de existir como medio de reproducción de un objeto real, y existe por sí mismo; su verdad no está fuera de él, en algo real que el imite sino en el mismo. Esta suficiencia ontológica que la forma otorga a lo sensible unificándolo nos permite afirmar que el objeto estético es naturaleza. Lo sensible fijado, informado, animado, convertido finalmente en objeto, constituye una naturaleza que posee el poder anónimo y ciego de la Naturaleza. El objeto estético está ahí, y lo primero que solicita de nosotros es la aceptación de su presencia, no por la náusea, sino por la alegría, como tendremos ocasión de ver más tarde.
Así el objeto estético es naturaleza por este poder de lo sensible en él, pero a su vez lo sensible solo tiene poder por la forma que es, en sí misma, forma de lo sensible. Ahora bien, esta forma viene impuesta al objeto por el arte de quien lo crea: paradójicamente el objeto estético es natural por ser artificial. Y en consecuencia deberá ser confrontado ahora con el objeto artificial.
III. EL OBJETO ESTÉTICO Y EL OBJETO USUAL
Tras lo dicho, se supone ya que el objeto estético no puede identificarse con el objeto de uso corriente. No apela al gesto que lo utiliza sino a la percepción que lo contempla. En relación con los imperativos que impone la necesidad, parece mostrarse como absolutamente gratuito: el cuadro no añade nada a la solidez de la pared, el sillón puede ser confortable sin ser bello, el poema no nos instruye de aquello que solicita en el mundo nuestra actividad. El arte ha podido así, en ciertas épocas, ser considerado como algo superfluo, reservado a una clase ociosa, un lujo ajeno a cuantos se ven ubicados en medio de un universo de utensilios debido al trabajo. En este sentido, para el arte, ver, oír o leer son conductas desinteresadas que parecen dedicadas a la mayor gloria de la percepción, sin que a ello siga resultado alguno. El objeto estético no promete nada, ni amenaza ni adula; no tiene poder sobre nosotros a no ser la atracción que ejerce y a la que podemos siempre escapar, y recíprocamente tampoco tenemos poder sobre él, a no ser que nos zafemos de su presencia o lo destruyamos, y sabemos que estos comportamientos no son lícitos: el objeto se nos presenta cargado con una tradición que nos prohíbe destruirlo y que nos invita a prestarle atención, y no podemos convertirnos en vándalos, sin que ello suponga una degeneración. De hecho, el objeto estético está ahí, simplemente, ante nosotros y solo espera que le rindamos el homenaje de nuestra percepción.
Sin embargo, ¿acaso el objeto usual no puede también ser estético y, a la inversa, el objeto estético servir también para ciertas funciones de utilidad?
a) La utilidad
Existen aquí ciertos equívocos que deben disiparse. Ciertamente el objeto usual, como cualquier otro objeto, puede ser percibido estéticamente y ser juzgado como bello. Será tal si manifiesta la plenitud del ser que le ha correspondido, si responde al uso para el que se le ha destinado y si expresa por su apariencia que efectivamente responde a ello: como la reja de un arado, una locomotora o un hórreo. Pero tales objetos no son esencialmente estéticos, únicamente lo son por añadidura, sin solicitar la mirada que los estetice. Sin embargo, ciertos objetos de uso sí que solicitan tal mirada: sin renunciar a ser útiles, por la manera en que están ordenados o decorados buscan agradar. Las artes menores (y, sin duda, este término encierra una significación axiológica) ofrecen aquí gran número de ejemplos.
Dos cuestiones se plantean al respecto. ¿En qué medida estos objetos logran agradar? Se trata de una cuestión de gusto, según nos agrade o no la ornamentación, según se acepte o no que pueda sobrecargarse el objeto hasta camuflar a veces su destino práctico. Y desde un punto de vista más objetivo, ¿en qué medida deben ser considerados obras de arte, es decir como objetos esencialmente estéticos? Estamos en presencia de esos casos límite con los que no queremos sobrecargar nuestro estudio. Pero al menos podemos asegurar: 1.ºQue en tales objetos la calidad estética no se mida por su utilidad: el más hermoso jarrón no tiene por qué ser el menos poroso, ni el sillón más bello el más confortable; 2.ºQue si el objeto es primeramente estético y solo es útil por añadidura, el uso que eventualmente hagamos de él no debe alejarnos enteramente de la percepción estética, o al menos el objeto debe recordarnos, de alguna manera, que es estético no permitiéndonos confundirlo con un objeto de uso cualquiera.
Vamos a verificarlo, tomando como ejemplo el arte más impresionante: la arquitectura. Es indiscutible que cualquier edificio es útil, se trate de una choza o de un palacio, hórreo o templo. Mas ¿es en razón de su utilidad por lo que deviene objeto estético? Precisemos: como cualquier cosa en la naturaleza, puede ser estetizado; pero entonces al margen de que dependa de nosotros, esta metamorfosis depende prioritariamente de su contexto más que de el mismo: una choza atrae la mirada del artista por la armonía que forma con las flores semisalvajes, con la hondonada de un valle la sombra de una encina; agrada en cuanto elemento de la naturaleza y no por lo que es en sí misma. Pero ¿qué ocurre cuando se trata de un monumento, de una obra consagrada y que reivindica el ser objeto estético? Seguramente que además de ello habrá sido construido con algún fin ceremonial, de habitación o de culto al cual conviene que satisfaga; y esto no carece de importancia; la arquitectura encuentra aquí, junto a las leyes naturales de la gravedad y de los materiales, una de las restricciones sin las cuales no existe arte alguno, pues nada se hace donde todo es posible; las reglas que el poeta se dicta a sí mismo, la arquitectura las recibe de su cliente.
Pero la utilidad no basta para suscitar una obra auténtica: de dos iglesias que abriguen igualmente a los fieles y les faciliten el mismo recogimiento, una puede ser estéticamente defectuosa. Es necesario, una vez más, que la obra anuncie a la mirada, sin equívocos, su destino: «que hable claro», como dice Eupalinos; esto es lo que sucede con ciertos edificios, y también con esas carreteras de las que se dice que parecen trepar por la montaría, como si el movimiento al que invitan y que hacen más fácil estuviese en ellas, o con esos diques tan bien hermanados con el estuario del río y que defienden la calma de la bahía: «¡Qué claridad se experimenta ante la fuerza del espíritu! ¡Pero, añade Eupalinos, coloquemos por encima solamente los edificios del arte!»
Y es aquí donde Valéry se distancia de Alain: los objetos naturalmente bellos porque el uso al que se les destina les fuerza a armonizar con la naturaleza, porque lo usual en ellos se hace natural, pueden, como quiere Alain, servir de modelos a las obras de arte: «En el norte de Italia está claro que los palacios imitan a las chozas, con sus pérgolas, sus columnatas y su ansia de sombras».21 Mas no por ello son ya obras de arte: no basta que se limiten a cumplir su función. Es además necesario, como dice Valéry, que «canten». La música aquí anula las palabras: ¿qué dice la pirámide? ¿Expresa lo que encierra en sí misma? ¿Qué dice el Partenón? El templo abriga la divinidad; pero el Dios de Hegel viene tras el templo; y es importante constatar que Eupalinos en el momento de explicitar su canto se oculta, dispuesto a ser relevado más tarde por Sócrates, y que una teoría del hacer viene a sustituir a la descripción del hecho. Esta ruptura nos advierte, quizás, que el objeto estético es aquel que nos remite al artista tal como él se expresa a su través. Pero intentemos antes que nada decir en qué aspecto la obra de arte desborda al mero objeto útil y puede «cantar».
El edificio que desarrolla un claro lenguaje aunque sea por un momento (el tiempo durante el cual escuchamos) es percibido estéticamente. Es ahí donde puede subrayarse la diferencia entre un trabajo artístico y una auténtica obra de arte, es decir entre el edificio que «habla» y el edificio que «canta».22 Este lenguaje solo lo entenderemos a condición de que suspendamos toda acción, pero manteniendo frente al objeto un lugar privilegiado, como si se tratase de un cuadro: en cuanto nos hallamos en plena carretera ya no es ella la que parece trepar por la pendiente sino nosotros; cuando atravesamos un puente no admiramos su curvatura; y la casa rústica solo es bella desde fuera y de acuerdo con una cierta perspectiva que le hermana con el jardín y con los campos circundantes: todos estos objetos tan próximos a la naturaleza son estetizados, como también lo es la misma naturaleza, por una mirada capaz de fijarlos y recomponerlos como en un cuadro y que se mantiene distanciada y frente a ellos al igual que ante un cuadro. Por el contrario, la obra de arte arquitectónica, al invitarnos a ser sus espectadores, nos autoriza a que lo seamos por completo: el objeto es estético de parte a parte, y tendremos que verificarlo mediante un paseo que nos conducirá de sorpresa en sorpresa, sin que estas acaben totalmente, ya que, como dice Alain «el monumento se abre cuando uno avanza y se cierra cuando nos detenemos».23 El poder del objeto estético es de tal índole que arrastra al espectador a una especie de danza decantada a la contemplación; danza musical, conforme a la melodía que cada nueva perspectiva no deja de interpretar sin que nada la detenga.24 Y hay más, si dejamos de ser meros espectadores y utilizamos la edificación en lugar de limitarnos a contemplarla, su poder se impone también una vez más: lo que en ella hay de estético se nos impone a través del cuidado que ponemos en lo que hacemos y, si pudiésemos decirlo, nos estetiza a nosotros mismos.
El público que acude a ver una obra, participa, de algún modo, en el espectáculo de su ejecución; lo mismo sucede ante una obra arquitectónica: incluso el edificio ordinario, construido según nuestras necesidades, influye en nosotros, aunque estemos concentrados en nuestros asuntos y no nos ocupemos de ello; pero un monumento arquitectónico, aunque nos ocupemos de nuestras necesidades, nos impone un cierto papel; el que habita en él, aunque no sea «espectador» explícito, se entrega y ve mezclado en el espectáculo: Luis XIV estando en Versalles necesariamente aparecería majestuoso, y el arzobispo de Nuestra Señora de París siempre se verá cargado de la gravedad eclesiástica. El monumento arquitectónico responde a las necesidades, pero suscitando a la vez un comportamiento teatral, de cortesía. Es el triunfo del arte: el hombre no deja de percibir la obra de arte, y si lo hace es para convertirse el mismo a su vez, de alguna manera, en parte de ella.
Ocurre un poco como en la poesía, especie de música también, que nos conmueve. Las palabras que emplea son con frecuencia las mismas del lenguaje cotidiano, común objeto de uso que empleamos ordinariamente, sin prestarle atención alguna, cuando nos comunicamos, utilizando las palabras como podemos utilizar el sillón en el que descansamos, o la bebida que nos relaja. Pero cuando la palabra se convierte en poesía ya no podemos «consumirla» de igual modo; se nos impone, de tal manera y con tal fuerza, tan acuciante y tan nueva, que necesariamente debemos recitarla con respeto: nos convertimos en poetas. Al igual también sucede con las llamadas artes menores; una hermosa copa, si responde a ciertos fines prácticos, solo desarrolla auténticamente su papel en las ceremonias: las necesidades que satisface son más bien las propias de los dioses en los templos o las de los muertos en las tumbas donde se la encierra. La capa pluvial que utiliza el oficiante, la joya que centellea en el vestido del baile o la máscara que enarbola la danzante negra, todos estos objetos se asocian a la ceremonia y hasta a veces la ordenan: así también participan en el espectáculo.
b) La presencia del autor
Si el verdadero objeto estético, incluso aunque responda a consignas de utilidad, no es simplemente un objeto de uso, deberemos marcar la diferencia entre estos dos tipos de objetos en un segundo punto. De hecho, ambos son obras del hombre y se nos manifiestan como tales: no son fruto del azar sino objetos «fabricados». Sabemos bien cuánto insiste la estética contemporánea sobre este rasgo del objeto estético. Alain invoca este «hacer» como medio de enderezar la imaginación y de purgar las pasiones, Valéry lo apunta como principio de una técnica capaz de revelar el hombre a sí mismo, É. Souriau contrapone la voluntad del hacer a la voluntad de expresar e insiste en la función instauradora del arte, R. Bayer formula la idea de una metatécnica y la inscribe en una teoría del realismo operatorio. Esta referencia al hacer podrá efectivamente ayudar a determinar el estatuto óntico del objeto estético, a encontrar una garantía de su objetividad en la actividad creadora del autor. Pero por lo pronto nos contentamos con buscar el modo como este «hacer» aparece, de maneras diferentes en el objeto estético y en el objeto de uso. Ahora bien, lo que es humano en uno y otro y que confirma el hacer mismo, es la forma que ordena la materia y triunfa sobre la naturaleza. Al considerar esta forma en su relación con la materia ya se puede indicar una diferencia entre los dos tipos de objetos, Alain insiste precisamente en este punto: el objeto de uso no vacila en violentar a la naturaleza para lograr sus designios, la idea que preside su elaboración no se oculta: es la inteligencia desnuda, objeto abstracto. En tanto que el objeto estético no ofrece en absoluto una forma violenta y escindida, precisamente porque está realizado por la mano en vez que por la máquina y en serie, porque no procede de una idea fijada sino de una inspiración que se nutre a lo largo del progreso de la obra misma y acepta asimismo a las casualidades felices, y puesto que la inmensa «paciencia» del tiempo sobre los objetos ha completado la paciente labor del artista y ha armonizado el arte con la naturaleza. Todo ocurre casi como si la naturaleza se transformase ella misma en espíritu. Hemos reencontrado esta idea por un camino distinto, mostrando que aquí lo sensible tiene un peso natural y que la forma está al mismo nivel que lo sensible como aquello por lo que lo sensible es sensible. Pero podemos considerar además el lenguaje de esta forma sensible, lo que esta anuncia respecto al gesto del que procede, y es aquí donde la diferencia entre objeto de uso y objeto estético se va a profundizar y la forma se convertirá en estilo.
En el objeto de uso la forma pone de manifiesto que ha sido fabricado, pero no dice nada del fabricante, el cual viene a ser el medio abstracto por el cual una idea se ha realizado en un objeto que continúa siendo abstracto; ¿no es este acaso el amargo destino del obrero industrial? Ya lo era del hombre prehistórico que tallaba el sílex: no hay nada tan conmovedor como esas piedras que nos aportan desde el origen de los tiempos el signo de un trabajo humano. Y sin embargo ¿qué nos dicen de aquel hombre que las convirtió en el primer útil? Solo nos dan su presencia.25 Por el contrario, las pinturas rupestres de Altamira nos dicen algo acerca del hombre maravillado y profundo que las dibujó en la pared. Pero ¿qué es lo que nos dicen, de hecho? Nos permiten acceder al mundo en el que han vivido. Será esta presencia viva del artista en la obra, incomparable a la presencia anónima del obrero en su «obra», esta humanidad profunda del objeto estético, lo que deberá intentarse describir.
Dediquemos un poco del espacio que de por sí merece a este vasto problema de las relaciones de la obra y del autor, tanto más cuanto que un cierto equívoco siempre puede persistir ya que estas conexiones pueden concebirse de dos maneras. O bien de una obra dada, si por casualidad conocemos el autor, podemos intentar explicar a través de este autor la creación y la naturaleza de la obra, con lo que el autor se convierte para la obra un principio de explicación dado que es conocido independientemente de ella y como exterior a ella misma. La explicación va así del autor a la obra. O bien se considera la obra en sí misma y se va de la obra al autor. Aquí radica precisamente la virtualidad del objeto estético: no explica sino que muestra al autor; no da acerca de él, a no ser por casualidad, el tipo de informaciones que pueden espigarse por otros medios y que el historiador recopila, sino que nos pone directamente en comunicación con él, nos aporta una presencia que la historia no sabría dar, revela una faceta que la historia no podría reconstruir. Es, pues, este segundo recurso el que hay que describir, estando además implicado en la experiencia estética como está, mientras que el primer camino supone, por el contrario, que se renuncie al menos provisionalmente a esta experiencia para buscar por otros medios las informaciones. Pero además tenemos una segunda razón para privilegiar el segundo camino, un doble motivo según que nos interroguemos por el objeto estético o por el autor. Si se trata del objeto, no puede ser enteramente explicado por el autor: la verdad de la obra está en la obra y no en las circunstancias de la creación o en el proyecto que la preside; ¿o acaso no es caer de Escila en Caribdis el querer aprehender el ser del objeto en el ser del proyecto? ¿Existe por ventura un ser de este proyecto, es decir de la obra antes de la obra? Ya hemos evocado estas dificultades a propósito de la ejecución de la obra; mas ahora estamos tratando del autor. Ahora bien, así como el mismo objeto estético nos informa sobre sí, o al menos acerca de aquello que en él hay de estético, así también nos instruye sobre el autor, o al menos nos da de él una imagen irreemplazable: al igual que hay una verdad del objeto que se da en la percepción y es irreductible a cualquier explicación, también existe una verdad del autor presente en la obra e irreductible a la historia, y que incluso la misma historia debería tener en cuenta.
Insistimos sobre este punto, considerando primeramente la biografía. Suponiendo que sea fiel, la biografía nos proporciona la historia del autor, pero ¿acaso nos facilita su fisonomía o nos dice en qué consiste su autoría respecto a tal o tal obra? Si busca explicar su actividad como autor a partir de los actos que el individuo ha vivido como suyos, lo que realmente indagará serán las causas que, incluso aunque pertenezcan a la personalidad psicológica, permanecen exteriores al nudo de decisiones en el que se reconoce el individuo; más bien se descompondrá así la vida, que el individuo experimenta como continuidad de un destino singular, en una atomización de elementos y de actos cuya unidad no puede ser más que la de una serie causal y no la unidad de sentido; se disuelve la individualidad en el universo objetivo; y lo hace más fácilmente en tanto que se trata de una vida terminada, y desde luego sin futuro, que entre en el tiempo universal sometiéndose en consecuencia a los esquemas del conocimiento objetivo. Pero un entrecruzamiento de fuerzas anónimas o de determinismos parciales no puede reconstruir la figura de un ser, la unidad de un estilo personal.26 Y, sin duda, este método no es vano ya que el hombre también es objeto conforme a lo que en él hay de involuntario, y en consecuencia merecedor de una explicación objetiva. Mas también reivindica el derecho a ser captado en cuanto hombre.
Precisamente esta exigencia es la que quiere satisfacer el método comprehensivo, cuando busca captar la unidad de una vida a través de los actos y las pasiones en las que se revela la persona. Tiende a restituir la presencia del individuo, con todo lo que esta presencia comporta de inmediatamente significante y coherente, busca alcanzar, más allá de los equívocos propios a toda presencia, lo que Sartre denomina el proyecto existencial, y que podría nominarse también, en recuerdo de Kant, el carácter inteligible. Es precisamente lo que expresamos al decir «realmente es él», cuando descubrimos en las diversas actitudes de un individuo el «aire de la familia» indefinible y sin embargo incuestionable. Solamente a condición, pues, de que sea «comprehensiva» puede una biografía ponernos en comunicación con el artista. Pero ¿puede serlo de hecho? La biografía no nos narra la artisticidad sino la humanidad entera. Si realmente la biografía es tal, nada le autoriza a elegir, como constantemente hace el novelista, ciertos momentos privilegiados o ciertos actos característicos; e incluso si se arroga este derecho por sí mismo, no estará segura que deba privilegiar los momentos o los actos creativos y que la verdad del hombre se halle en la actividad del artista, incluso aunque sea el caso más frecuente después de que, enardecido por el público, el artista se piense a sí mismo como artista y considere su arte como una vocación. Si, en consecuencia, la biografía busca su centro de gravedad en la actividad creadora del artista, si se halla imantada por una cierta imagen del artista, es porque se siente de hecho solicitada por la obra y porque esta imagen se configura precisamente en relación a la obra. La biografía del artista encuentra su inspiración y su justificación en el conocimiento previo que la obra nos ofrece de su autor. No es la biografía la que nos informa respecto al autor, sino más bien la obra; y la biografía no pude informarnos más que cuando primeramente ha sido ella misma conformada por la obra. También en los títulos que esgrimen algunas biografías, y que pretenden expresar con una palabra la verdad del autor, es preciso desplazar el epíteto de la vida a la obra: la vida de Balzac no parece «prodigiosa» más que porque su obra posee algo de prodigioso, la de Rimbaud es «aventurera» porque su obra es una aventura. La biografía más verdadera es aquella que, fiel a la obra más que a las circunstancias de la creación y a las casualidades de la vida, ha hallado en la obra el modo de orientar su comprehensión e interpretación de la vida.
¿Hay que conceder mayor crédito a las confesiones, a los diarios íntimos, donde el autor pretende mostrarse sin fingimientos, sea para entregarse realmente o para recurrir a nosotros? Nosotros no aceptamos tan fácilmente este tipo de testimonios; y no se trata solamente de una desconfianza –desde luego legítima de historiador que no acepta como cierto más que lo que puede verificarse; es el mismo retrato que se nos propone lo que cuestionamos. Y esto es constante en nuestras relaciones con los demás. Jamás prestamos entera adhesión a lo que los otros nos dicen de sí mismos; podemos considerarlos sinceros sin creerlos exactos, instituyéndonos en jueces de su propia confesión. Esta desconfianza espontánea se basa sin duda a la vez en el sentimiento que tenemos de la impotencia de autoconocernos y en el sentimiento de la incomunicabilidad de las conciencias: el prójimo es a la vez, y de manera indisoluble, oscuro para sí mismo y para mí, y quizás se defina precisamente por esta misma oscuridad.27 No podemos conocerle más que comparando la imagen que nos propone con la imagen que nos formamos de el: hay aquí una especie de malentendido que no puede eliminarse alegremente, al margen de toda sospecha de argucia, disimulo o mentira. No podemos recibir su confesión más que como una parte más del informe, un testimonio entre otros que nos llevarán a formar una opinión según la cual decidiremos acerca de su veracidad y de su sinceridad. Cuando el prójimo nos habla de sí, adoptamos la actitud del psicoanalista que, descifrando el contenido latente de nuestras asociaciones, pretende saber mejor que nosotros lo que pensamos o lo que somos. Esto no implica que objetivicemos al prójimo, sino solo que oponemos nuestra verdad a cerca de el con la que él nos propone de sí mismo. Pero ¿de dónde conseguimos esta verdad? Precisamente del primer contacto que tenemos con él, de modo simultáneo o incluso anterior a que él nos pueda decir algo. Gracias a que él se nos aparece inmediatamente como significante, estamos en posesión de una idea de él que no debemos a sus propias confidencias: se nos revela con toda su presencia, y no dejamos de juzgarle por su aspecto porque su apariencia apela a nuestro propio juicio, facilitándonos un conocimiento preconceptual en el cual no tenemos más remedio que sumergirnos al entrar en el juego de la intersubjetividad: estoy ante el prójimo como estoy en el mundo, de acuerdo con lo que Husserl denomina actitud natural; lejos de construirlo, de reducirlo al estatuto de objeto, lo experimentamos como alter ego y descubrimos una idea de él, gracias a la cual podremos calibrar lo que él nos dice de él. Esto es particularmente sensible cuando el otro nos habla: no cesamos de acudir desde lo que nos dice a lo que expresa. Aunque volveremos a estas cuestiones al estudiar el análisis del lenguaje, ya podemos observar desde ahora cómo el lenguaje «descubre» al que habla. La palabra tiene una doble función; como dice Husserl, por un lado significa, pero por otro manifiesta.28 Al igual que un poste indicador muestra el camino, y a la vez expresa también la deferencia de una sociedad favorable al turismo o la generosidad patrocinadora de una marca de coche, así el lenguaje es ante todo el portador de una significación objetiva que nos transmite, pero oculta también otro significado que no se nos dirige directamente, pero que descubrimos a través del acento, de la entonación, de la mímica, resumiendo, en todo aquello que haya de arte potencial, música o danza, en la palabra hablada: signos que nos parecen tanto más elocuentes cuanto que son involuntariamente dirigidos y espontáneamente producidos. El discurso del otro nos introduce en el incluso sin que el mismo se percate de ello.
Del mismo modo, cuando leemos las confesiones de un autor, comparamos lo que nos dice de sí con lo que ya sabemos. Pero ¿de dónde lo sabemos? O bien de lo que sus obras –si las hemos leído nos han mostrado, y en tal caso volvemos a la cuestión de la biografía, que necesita vincularse a las obras para informarnos del autor, o bien de la misma confesión. Y en este caso la consideramos como una obra cualquiera más, que en relación al conocimiento del autor nos negamos a privilegiar; aunque, desde luego, privilegiada lo está evidentemente por su sentido objetivo, dado que el autor nos habla de sí mismo, pero no lo está en el sentido traslaticio, si se puede hablar así, en el que el autor aparece transparentado, como autor y no como objeto de la obra. Así la Nueva Eloísa nos muestra a Rousseau tan patentemente como las Confesiones o los Ensueños; y hasta más incluso, dado que este segundo sentido no se halla en concurrencia con el sentido objetivo que es el de una relación impersonal. La imagen de Rousseau que nos da la Nueva Eloísa es para nosotros precisamente el instrumento de interpretación y la medida de la verdad de las Confesiones.
Es, pues, conveniente volver a la idea de que gracias a la obra misma es como conocemos principalmente al artista; no en su actuar real, ya que puede suceder que no sepamos nada de las circunstancias de la creación, (y además de esto nos informaremos si acaso fuera de la propia experiencia estética) sino en una cierta verdad de su ser que únicamente la experiencia estética puede desvelarnos. ¿Y cómo sucede esto? Es conveniente insistir en la diferencia entre el objeto estético y el objeto de uso; adivinamos que es la misma diferencia existente entre las dos funciones del lenguaje, por un lado, transmitiendo un significado impersonal y por otro expresando una personalidad. El objeto usual, por su misma forma, muestra un «hacer»; a diferencia del objeto natural, sabemos bien que ha sido hecho por y para el hombre; pero no nos habla de aquel que lo ha fabricado; nos habla del gesto que debemos realizar y queda absorbido en el uso que de él hacemos. El objeto estético por el contrario no requiere ni se somete a ninguna función utilitaria; nos deja libres de descubrir su origen, su autor, hablándonos de él. ¿Y cómo lo hace? Captaremos más exactamente la cuestión diciendo que el objeto estético manifiesta un estilo. ¿Qué entendemos por estilo? Es una cierta manera de operar, reconocible por la «estilización» que produce, es decir, en la sustitución de formas queridas por el espíritu frente a la proliferación incoherente de formas naturales. Este splendor ordinis que revelan la hoja de acanto, la frase pascaliana, la ordenación tonal de una sonata, manifiesta un diseño que responde a un designio. El estilo es, pues, la marca de una actividad organizadora que rechaza el azar y busca la forma más pura. Llegar a conseguir un estilo es acceder a la maestría y hacer lo que se desee.