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Prólogo Once despeñaderos
ОглавлениеVOY A SER BREVE, PERO NO porque tenga poco que decir, que en realidad estoy lleno de preguntas y de elogios y de agradecimientos después de cerrar estos Once desencuentros, sino porque me parece una infamia interponerme una sola línea más entre los lectores y estos cuentos devastadores y reparadores a la vez. Odio este mundo nuevo, el de las redes sociales, en el que todo el mundo da órdenes: «Hay que leer...», «háganse el favor de leer...», «lean...», se repite a diestra y siniestra. Y, sin embargo, sí puedo decirles en pocas líneas, lectores, que tienen en sus manos un catálogo de personajes maravillosos con vocación de personas —y una suma de finales definitivos que nos recuerdan que sólo somos seres humanos— y bien pueden saltarse los párrafos que vienen y empezar a leer estos retratos de la vulnerabilidad, de la flaqueza de cada vida.
Sé que hay mil clases de cuentistas, pues hay unas mil personas en el mundo, pero sobre todo hay las dos clases que yo me he dedicado a leer. Primera clase: la de quienes lanzan al lector a un precipicio en las últimas líneas del relato. Segunda clase: la de quienes dejan al lector en el borde del despeñadero en el párrafo final de la narración. Por supuesto, no lo digo porque sí, sino porque tengo la sospecha de que en estos estupendos relatos de Mima Peña —qué precisión, qué diccionario, qué humor, qué gafas tiene— se dan esos dos modos de dejar sin aire. El de Poe: «¡Miserables!, exclamé, no disimuléis por más tiempo que yo confieso el crimen: ¡arrancad esas tablas!, ¡ahí está, ahí está!, ¡es el latido de su espantoso corazón!». El de Chejov: «Y ambos veían claramente que aún les quedaba un camino largo, largo que recorrer, y que la parte más complicada y difícil no había hecho más que empezar».
Once desencuentros nos lleva once veces al barranco: a veces nos lanza, a veces nos pone a ver.
Y lleva adentro —sigue, a continuación, su tabla de contenido— un primer encuentro con la muerte, un regodeo cómico en el hastío de una pareja que ya nadie recuerda por qué se dio, un duelo que pone en duda incluso la realidad, un beso desde la idea hasta la ejecución, un falso documental sobre un país de víctimas que hace lo mejor que puede para montar un posconflicto entre la guerra, unas últimas horas en el camino en espiral que va a dar a la locura, un viaje fúnebre en busca de cierta reparación, una declaración de principios en el medio de un reencuentro de exalumnos, un último ataque de celos en el larguísimo final de una relación, una celebración coja cuyo clímax es un ponqué torcido como la torre de Pisa y un viaje de iniciación en la muerte —que es todo un subgénero— con un giro que nos recuerda que incluso en la bruma de la vejez vivimos aferrados a esta vida tan frágil.
«El señor Suescún», que cierra el libro como una gran canción, cierra un gran álbum, tiene esta frase final: «Vencido frente a ellos, babeando y jadeante, el señor Suescún ni siquiera tuvo alientos para huir de su derrota». Lo menciono para dar un ejemplo de la precisión, de versificadora, de la voz de Peña. Lo menciono para probar que cuando uno lee estos cuentos hacia el final o en el final recuerda —o sea, entiende mucho mejor— que este género tan exigente y tan estremecedor fue inventado para dar los mil ejemplos que pueden darse de las mil maneras de notar que en el hecho de vivir hay gato encerrado: que esta especie vigilada por dioses, por planetas, por autores, parece haber venido hasta aquí a contar sus trágicos desencuentros, y con suerte reírse.
RICARDO SILVA ROMERO