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Baño vespertino
ОглавлениеEL SOL RADIANTE DE LA TARDE le seca la piel. Lorenza intenta absorber la placidez del lugar. Está acostada sobre los tablones del muelle que se eleva apenas unos cincuenta centímetros sobre las aguas del Caribe. Por entre las rendijas del tablado sube el ondulante golpear del agua contra el arrecife. La brisa sopla anunciando la llegada de diciembre y fluye entre las hojas de las palmeras generando un suave siseo. Lorenza oye el lejano graznido de una gaviota y respira despacio para prolongar el momento de descanso de sus últimas vacaciones en Macabí. Piensa en su abuelo, el gran patriarca, don Eliseo Lecompte, gracias a quien su familia ha disfrutado esta isla paradisíaca, durante casi cien años. La leyenda familiar dice que un Presidente de la República repartió las islas que conforman el archipiélago del Rosario entre sus amigos, y que su avispado y adorado, y maricón abuelo, por ser el más cercano al Presidente, se quedó con Macabí, la isla más bella. Pero la concesión centenaria está por terminar y ella no podrá volver a explayarse en ese muelle a sentirse abrazada por ese mar que siente suyo. De repente, los cánticos de una mujer, agrían el grato descanso; provienen de la cabaña. Karl y sus malditas óperas, piensa. Aprieta los ojos tratando de recuperar el sosiego. Intenta espantar sus pensamientos como si fueran los mosquitos de las cinco de la tarde que pronto aparecerán, pero no puede. La imagen de Karl, tan desagradable como las picaduras de los odiosos mosquitos, se le mete en el cuerpo. ¿Cómo es posible que siga viviendo con él? ¿Por qué estoy compartiendo mi vida con semejante güevón? ¿Por qué diablos tenía que haber venido?
Con la lengua prueba la sal que el mar le dejó en los labios. Vuelve a apretar los párpados. Suspira. Que no venga, que se acomode bajo la sombra del icaco con su libro de Artemisa y Orión o como se llamen, que se quede en la cabaña. Hasta prefiero que les suba el volumen a los lamentos de María Callas, pero que me deje en paz.
Durante el almuerzo, que había sido pescado frito y patacón, Lorenza creyó no poder soportar más la presencia de su novio de tantos años. Mientras Karl hablaba en su catedrático estilo sobre los «filibusteros», el tema con el que andaba obsesionado por esos días, ella observaba los movimientos detestables de las manos de ese hombre extranjero y rosado con quien nunca había tenido nada en común. Con la grasa del pescado, los dedos se le veían aún más repulsivos. Imaginó que le arrancaba esos pequeños y regordetes dedos y los lanzaba al mar. No, al mar no; a lo mejor se quedan flotando como butifarras, pensó, no sin cierta sorna. A lo mejor me los encuentro cuando esté nadando. De sus divagaciones la habían sacado los pasos de Dominga, que entraba al comedor con el familiar bamboleo de su falda desteñida. En los brazos traía una artesa con arroz con leche de coco recién hecho. Karl se había servido una taza rebosante y con los dedos índice y pulgar había hecho una pinza entorchada con la que pescó, una por una, las uvas pasas. Luego se las puso sobre la lengua; una lengua gruesa y cuarteada que ella aún no se explicaba cómo había enredado con la suya durante esos besos apasionados del pasado. Dominga lo observó y sonrió sin apuro mientras recogía los platos de la mesa. Lorenza pensó que sólo una mujer tan buena como Dominga podía encontrar en ese retrato algo gracioso. A ella le pareció tan desagradable que prefirió quedarse sin probar su postre preferido.
Continúa en el muelle; a su alrededor el mar arroja olas turquesas. Se quita la parte de arriba del bikini, se unta bronceador, acomoda una toalla bajo la nuca y se tiende a seguir tomando el sol de la tarde. Desde hace un par de años sueña con momentos como este, en los que pueda estar bajo el sol de Macabí inhalando el aire salado, sola; sin Karl y su prosopopéyica manera de respirar. Tiene ganas de tomarse un ron, pero no quiere caminar hasta la cabaña. No trajo las chanclas porque, año tras año, se ha ido convenciendo de que ya el coral no le corta los pies. En el fondo, lo que quiere es no tener que volver a la cabaña, no quiere ver a Karl. Lo imagina en plena siesta, adormilado en la mecedora, sin poder sostener la cabeza, con la panza al aire, inflada hasta el punto que el mero pasar de una cuchilla por esa piel templada la haría estallar.
Recuerda lo inteligente que le pareció cuando lo conoció en un seminario que él dictaba sobre el librepensamiento. Ella estaba por graduarse en Ciencia Política y él acababa de llegar de Alemania a trabajar como profesor. Los discursos que soltaba a favor de la razón y la ciencia y en contra de las ideas preestablecidas la dejaban absorta. Ya desde esa época, Karl levantaba los brazos en un gesto aprendido seguramente en un cursillo de oratoria, y por instantes dejaba suspendidas en el aire esas manos regordetas mientras criticaba las religiones, las tradiciones, lo convencional. Ponía en duda todo, y esa mamertez le había gustado tanto, que se había ido a vivir con él. Obviamente la idea ridícula del matrimonio nunca fue considerada. En las reuniones familiares a las que comenzó a llevarlo, el alemán recién llegado se devoraba los pasabocas mientras criticaba a la sociedad colombiana, tan retrógrada. Apenas comenzaba a hablar sobre las ideas progresistas del socialismo, se le elevaba una ceja más que la otra, sobre todo cuando fingía preocupación por el futuro de Colombia «con esta desigualdad tan tremenda». Como para que sus estudiantes lo vieran ahora, piensa Lorenza, despertando de la siesta en una isla del Caribe, esperando a que sea hora de que Dominga traiga la ginebra y las arepas rellenas de carne de cangrejo ¡Un fraude! Igual que yo, por haberme dejado descrestar por la charlatanería de un tarado que se las da de bohemio. Se unta más bronceador y se acuesta bocabajo para que el sol la dore por detrás. Cierra los ojos y lucha, sin lograrlo, por dejar la mente en blanco.
Desde hace años viven en Bogotá, en un apartamento de una habitación y un baño minúsculo, cerca de la universidad donde ambos trabajan. En las mañanas sacan la ropa apretujada de los pequeños cajones del armario. Se visten y toman café con leche, sin hablar. A veces, cuando Karl amanece estreñido, desayunan avena en unas vasijas que la mamá de él les envió desde Stuttgart. Casi siempre caminan juntos hasta la universidad. Durante el día no se ven, a no ser que coincidan en las reuniones de la facultad, en las que ella trata de ignorar la ceja elevada y las pausas largas que él hace en medio de sus intervenciones, como esperando a que sus interlocutores registren las ideas geniales que le surgen de la cabeza. Una cabeza calva y recientemente casposa que se rasca entre la cama hasta quedarse dormido a su lado.
Siente el cuerpo caliente pero fresco; una paradoja. Otra paradoja, como broncearse para que nadie se dé cuenta. Lentamente se sienta y comprueba si ya tiene el color que siempre coge bajo el sol de Macabí. Es una lástima, piensa, que sólo ella sea capaz de apreciar esa piel que parece de bronce. Karl se precia de que no le importa lo bello, de que él está por encima de esas apreciaciones subjetivas y banales. Pero, ¿qué tan inteligente puede ser un hombre que no sabe apreciar a una mujer como yo? Lo que es, es bruto. Ni siquiera ha podido con el género de los artículos en español. Catorce años en Colombia y dale con el isla, la alcatraz, ¡una patacón! ¿¡Por qué carajos tenía que venir...!?
La luz de la tarde se está tornando rojiza. Lorenza vuelve a explayarse sobre los tablones calientes. Respira profundo el aire tibio. Por entre las rendijas del tablado brotan chispas de agua que calman su agitación y, para completar la dicha del momento, una brisa fresca finalmente se lleva sus pensamientos.
Del sueño placentero la despierta el sonido de una pesada zambullida. Sin levantarse, gira la cabeza para buscar de dónde proviene el ruido. Bajo el sol, que se ha puesto del color de una patilla partida por la mitad y que ya está por tocar el mar, descubre a unos delfines que juegan entre las aguas brillantes. Están asomando esas caras de bocas sonrientes que la alegran por unos instantes, hasta que cae en cuenta de que el rotundo y molesto zambullido en el agua no ha sido obra de los delfines. En la distancia ve a Karl que chapucea estruendosamente. Es la hora de su baño vespertino.