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El juego

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HOY ME ENTERÉ DE QUE el tío Eduardo había muerto. Recibí la noticia en un correo de mi primo Félix, a quien hace varios años no veo, pero con el que tengo un lazo inquebrantable por aquello que vivimos juntos y nos marcó para toda la vida. Sonreí al ver su nombre en mi Inbox, pero al mismo tiempo se me revolvieron las tripas. El correo decía:

Te escribo para contarte que el tío Eduardo murió hace unos días (cáncer de páncreas).

Desde que supe la noticia he estado pensando en él, con sus gafas Ray-Ban y sus chaquetas de cuero, con el ceño arrugado ese día, asegurándonos que él se encargaría de todo, intentando tranquilizarnos. Ahora que ha muerto ya nunca sabremos lo que pasó con el tipo de la cocina. En cumplimiento de nuestro pacto de silencio sobre lo que sucedió esa tarde no te digo nada más, sólo espero que esta noticia te sirva de algo. La verdad es que yo siento un alivio enorme, y espero que tú también.

Te mando abrazos.

Con la imagen de su cara pálida llena de pecas, me quedé pensando en el día en que hicimos aquel pacto.

La empleada que nos llevaba sánduches de queso con Coca-Cola en una bandeja se llamaba Romelia. Mientras ponía los vasos y los platos en la mesa del comedor donde mis primos llegaban como coyotes a devorarse las mediasnueves, yo miraba la escena muy poco familiar para mí e intentaba imitarlos; me metía entre la algarabía y estiraba la mano para coger mi sánduche.

Vamos a jugar a las escondidas, pido no, pido no, comenzaban a gritar. Y de repente los primos que acababa de conocer hacía apenas un par de días salían corriendo otra vez en todas las direcciones: hacia arriba por las escaleras donde estaba el cuarto de huéspedes, en el que yo dormía; también el de María Eugenia —mi abuela, a quien nunca logré decirle abuela como le decían mis primos— y, al final del pasillo, el de Eduardo —mi tío, a quien nunca logré decirle tío como le decían mis primos—; hacia abajo donde había un baño con tina y el cuarto del piano, y por otras escaleras más pequeñas que subían hacia la mansarda.

Otro lugar en el que a veces se lanzaban a esconderse era entre las matas de un jardín interior que tenía esa casa, construido en medio del primer piso, entre la sala y el vestíbulo, como una piscina rellena de tierra, sembrada con helechos espesos y matorrales de hojas en forma de abanicos tan grandes como si fueran hechos con las páginas de un periódico. Hasta había un árbol de brevas del que colgaba una jaula con pájaros, y aunque estaba prohibido meterse a ese jardín, parecía que las reglas en esa casa se podían romper.

En el apartamento diminuto en el que vivía en Boston no había empleadas, ni jardín interior, ni primos que gritaban la chimba y maricas constantemente, ni una mujer que iba a planchar la ropa, ni mi mamá me dejaba tomar Coca-Cola. Pero Bogotá era diferente. Romelia iba y venía de la cocina trayendo lo que mis primos le pedían a gritos: queso campesino, galletas, otra taza de chocolate, porfa Romelia, no sea malita. Ella pasaba por la puerta de vaivén de prisa con un uniforme rosado y un delantal blanco bajo el que se le veían las pantorrillas también rosadas, seguramente por el helaje de las tardes bogotanas, y unos zapatos negros, como de hombre, que se ponía sin medias.

A Juliana, una de las primas mayores, le debía dar algo de pesar conmigo porque yo no hablaba mucho español y además no conocía bien la casa, y entonces me jalaba y me llevaba con ella a algún escondite. Pero una vez también desapareció. Recuerdo que me quedé ahí, parada sobre el piso de mármol del vestíbulo por el que la horda de primos aparecería un rato después gritando y deslizándose en medias a tocar el tapo y me dio rabia con mi papá por haberme mandado de vacaciones a esa casa, pero sobre todo por haberme dicho que iba a pasar feliz. Pensé que si cerraba los ojos me iba a poner a llorar de lo sola y diferente que me sentía allí, así que con apenas once años aprendí que, aunque existe la opción de salirse del juego, lo mejor es abrir los ojos, concentrarse en el sofá de paño verde en forma de cruasán gigante, en Romelia que echaba baldados de agua a las palmeras que crecían entre la casa, en Saúl, el cuidandero, acurrucado en una esquina de la cocina frente a una montaña de zapatos que embetunaba con ahínco y sobre los que de repente lanzaba un escupitajo para sacarles más brillo. Asumir que todo eso era normal. No pensar. Seguir el juego. Así que me escondí entre un clóset en el que estaban colgados los abrigos de María Eugenia. Ahí me quedé quieta, oyendo los gritos y carcajadas de mis primos seguidos de unos silencios angustiosos, esperando a que me encontraran. Nadie fue a buscarme. Al rato resolví salir de mi escondite. Ya el juego se había terminado y todos estaban viendo televisión en la biblioteca al lado de Romelia. Miraban a Lucho Herrera que subía en bicicleta por las montañas francesas. Nadie se dio cuenta de que me arrimé y me senté en el piso junto a ellos. Y aunque yo no sabía quién era Herrera ni Parra también comencé a vitorear y a gritar: ¡co-lom-bia!, ¡co-lom-bia!

Como mis primos también estaban en vacaciones, mis tíos, es decir los hermanos de mi papá, los dejaban en la casa de María Eugenia desde temprano. Félix y Manuela eran los primeros en llegar porque su mamá los llevaba de camino al banco donde trabajaba; a los trillizos los dejaba su conductor; Juliana, Jorge y Joaquina llegaban caminando con su empleada porque vivían cerca. A Pedro y a Felipe les tocaba tomar un curso remedial en el colegio francés al que asistían, por lo que llegaban más tarde.

Una de esas primeras mañanas en Bogotá, después de un desayuno de changua con cilantro acompañada de calados con mantequilla que Romelia nos sirvió a María Eugenia y a mí, salí al antejardín a esperar la llegada de la cuadrilla de primos nuevos. Estaba machacando flores y hojas sobre una piedra cuando se estacionó frente a la casa un jeep grande. Por el radio del jeep sonaba «Africa», de Toto, una canción que cada vez que oigo, me lleva a esa casa, a ese día, y siempre me dan ganas de taparme los oídos.

Eduardo, el hermano menor de mi papá, que tanto mencionaban todos, y que al parecer vivía con María Eugenia pero se la pasaba de viaje, se bajó del jeep. Yo no lo conocía y alcancé a alegrarme por un momento porque pensé que mi papá había llegado disfrazado con una peluca de pelo más largo y ondulado y unas gafas negras. Mientras sacaba del baúl unas tulas y un morral pesado que parecía hecho de plumas, me dijo, bienvenida, debes ser la hija de Pablo, o algo así. En esas apareció el carro de los trillizos y ellos, asomados por las ventanas gritando ¡tío, tío! Emocionados se bajaron del carro y corrieron hacia él. En seguida llegaron otros primos. Eduardo los abrazaba y les miraba la cara, y sonreía genuinamente contento de verlos. Yo observaba la escena. ¿Celosa del afecto de una persona que acababa de conocer? No sé. ¿Sorprendida de esa fraternidad que existe entre personas que crecen juntas? Tal vez. Lo que fuera: no pensar. Seguir el juego. Y corrí también a abrazarlo.

Eduardo dejó los morrales en la cocina, se despidió y arrancó en el jeep ante la mirada de admiración de todos. Cuando entramos a la casa me di cuenta de que la tula que parecía hecha de plumas era realmente una lona de la que colgaban los cuerpos muertos de unas treinta palomas, con las cabecitas desgonzadas. Mis primos, acostumbrados a ver las presas de caza del tío, brincaron sobre ellas mientras Romelia se arrodillaba en el piso y comenzaba a zafarlas del palomero y a arrancarles las plumas con fuerza.

Después de unas rondas de rín-rín-corre-corre por las casas vecinas nos sentamos a almorzar. María Eugenia bajó por las escaleras en uno de sus sastres de paño, con zapatos de tacón y cartera del mismo color. Antes de dejarnos los cachetes pintados de vino tinto con unos besos cariñosos, nos dijo que tuviéramos cuidado con las escaleras y que no fuéramos a jugar en el cuarto del tío Eduardo. A Ana, la cocinera, y a Romelia les dijo qué hacer de comida y les pidió que cerraran con candado la verja que daba a la calle y que no le abrieran a nadie. Como todas las tardes, anunció que se iba a hacer unas vueltas y a jugar bridge donde una de sus amigas. Saúl, que entre sus variados oficios también manejaba el carro, salió acalorado del cuarto de Romelia y corrió a abrirle la puerta de la casa y luego la puerta del carro. María Eugenia se acomodó con su moña, que parecía un panal de abejas, en el asiento de atrás, seguramente aliviada de irse y dejar la invasión de nietos.

En tropel subimos a la mansarda y nos sentamos en el piso. Imitando a algunos, me quité los zapatos y los lancé lejos. Entre todos empezaron a discutir sobre a qué íbamos a jugar y cómo se iban a armar los grupos.

¿Usted porque siempre es el que escoge los grupos?, le dijo Pedro a su hermano Felipe.

Porque quiero, marica.

Marica usted, malparido.

Malparido usted, marica.

Luego uno se le lanzó encima del otro, que estaba sentado justo a mi lado, y empezaron a darse puñetazos en las costillas. Paraban sólo para resoplar, se miraban las caras con ira y luego seguían tratando de matarse. Los otros observaban sin mucha preocupación mientras que las niñas esquivaban la trifulca para repartir unos cartones y unas fichas para jugar lotería. Los cuerpos de Pedro y Felipe caían y rebotaban tan fuerte contra el piso de la mansarda que parecía que las tablas se fueran a romper. Yo temía que si se desfondaba ese piso, atravesaríamos también el segundo y caeríamos como bultos de papa entre las matas del primero.

¿Por qué no más bien nos fumamos un cigarrillo? A ver si este par de maricas se tranquilizan, dijo Joaquina.

La pelea entre los hermanos fue mermando hasta que se redujo a unos insultos en francés y finalmente cada cual se retiró, acezando, a una esquina.

Apuesto a que el tío Eduardo tiene cigarrillos en su cuarto, dijo Manuela, que era menor que yo. Sí, pero no podemos entrar a ese cuarto. Está prohibido, dijo alguno. Qué importa, dijo otro. Entremos. Sí, entremos, dijeron varios. Esperen, maricas, dijo uno de los trillizos, con ella no podemos entrar allá, aclaró señalándome con el dedo, nos puede sapear. ¿Con quién nos va a sapear?, le contestó Jorge. Los papás de ella ni siquiera están en Bogotá. Sí, marica, ¿a quién le va a decir?, añadió otro. Le puede decir a la abuela o a Romelia o a Ana o al tío Eduardo, imbéciles, insistió el trillizo. Marica, ella ni siquiera habla bien español, dijo uno en mi defensa. ¿Y si la hacemos jurar?, sugirió otro. Sí, hagámosla jurar. Entonces lo hice.

Joaquina se quedó en el pasillo para avisar en caso de que Romelia se acercara, y todos los demás entramos al cuarto de Eduardo. El piso era de madera y chirriaba a medida que íbamos avanzando, lo que hacía que la intrusión pareciera cada vez menos juego y más real. Hasta me sudaban las manos mientras abría la mesita de noche y esculcaba entre el cajón en busca de cigarrillos. Todos susurraban mientras buscaban entre el armario, en el escritorio, entre los bolsillos de las chaquetas colgadas en el clóset.

Maricas, miren lo que hay aquí, dijo uno de los grandes.

Nos mostró, detrás de la puerta del cuarto, una pequeña dilatación en la pared, como una raya que iba desde el piso hasta el techo. De cerca parecía una puerta angosta pintada del mismo color blanco que el resto de la pared. La chimba, una puerta secreta, decían, pero no tenía manija ni manera de abrirla. Manuela descubrió una cerradura diminuta en la parte de arriba, como una moneda pintada también de blanco. Corrí a la mesa de noche y volví con una llavecita que había visto mientras esculcaba en busca de cigarrillos. Uy, la gringuita, dijo alguno, y todos se rieron. Sentí que ese había sido el inicio de mi ritual de aceptación en la tribu. Ojalá la «malparida» llave abriera la puerta secreta, pensé.

Joaquina entró y dijo que estábamos hablando muy duro, que Romelia estaba arreglando el cuarto de la abuela. Sin decir una palabra y en perfecta sincronía, como los trapecistas que llevan mucho tiempo haciendo acrobacias juntos, me agarraron y sentí que me elevaba. Encaramada sobre los hombros de Juliana, que era la más alta, logré darle la vuelta a la llave y quitar el seguro.

La puerta se abrió no a un clóset, como yo había supuesto, sino a un cuarto del mismo tamaño del de Eduardo, con el mismo piso de madera que chirriaba a medida que cada uno de nosotros iba ingresando. El cuarto estaba repleto de armas; algunas colgadas en las paredes, otras más largas paradas entre un armario, las más pequeñas, como las de los vaqueros y las de los espías, estaban entre una vitrina parecida a esas de donde sacan los anillos en las joyerías. En la mitad del cuarto había dos sillones forrados en tela de cuadros escoceses y una mesa en la que había un tarro de aceite, unas plumillas como para limpiar los rifles y unas cajas llenas de balas y cartuchos. La autoridad de las armas y el aire prohibido del lugar me afectaron sólo a mí, y tal vez a Félix, porque los otros procedieron, sin ningún reparo, a tomar las pistolas o escopetas, no sé ni qué eran, y a jugar con ellas. En segundos los sillones se convirtieron en unos fuertes tras los que mis primos fingían apuntar y disparar. Pum, pa, pa, pa, lo maté, no, marica, yo lo maté a usted, oiga la chimba como suena cuando le quito y le pongo el seguro a este fusil, ¿quién quiere balas? manos arriba, calzones abajo.

En medio de la algarabía que causó la conquista del cuarto de armas, alguien oyó la voz de Romelia y dijo ¡chito! Todos nos callamos y oímos los pasos de ella con sus zapatos de hombre subiendo las escaleras. Niños, ¿dónde están? Llegó un profesor de piano, dice que viene a darles clase.

Como en un performance que nunca olvidaré, cada niño quedó quieto con un arma en las manos, las mejillas coloradas por el juego y una extraña expresión de sorpresa. No debíamos estar allí, pero además ¿había llegado un profesor? ¿Clase de piano? Ninguno había oído que alguien fuera a darnos clase de piano.

Los pasos de Romelia parecieron alejarse y entonces, con cuidado, empezamos a poner las armas y los sillones en su lugar. En susurros decidimos que la mejor manera de salir de allí sin ser vistos era en grupos. Los grandes, que resultaron casi todos, salieron atolondrados de primeras, y alguno quedó en volver por Félix y por mí cuando no hubiera moros en la costa.

Moros en la costa, repetí en la cabeza sin entender el significado de la expresión, mientras esperaba con ansiedad a que volvieran y se acabara ese juego.

Pero nadie vino. Pasaron varios minutos y nadie regresó.

En cambio, provenientes del primer piso, oímos unos golpetazos, unos alaridos, unas súplicas de Ana.

Luego oímos a Romelia vociferando unas palabras incomprensibles que más parecían los ladridos de las focas del zoológico.

Con una tenebrosa claridad, finalmente escuchamos la voz de un hombre que gritaba, ¡¿quién está en la casa?!, ¡escupan la verdad o las cortamos, perras!

Miré a Félix en busca de una explicación que tal vez él conocía, pero la palidez de su cara horrorizada me dio a entender la fatalidad incomprensible de lo que estaba sucediendo afuera.

Permanecimos quietos durante un silencio largo acompañado solamente de lo que parecían personas que corrían por toda la casa: ¿mis primos?, ¿el profesor de piano que iba a cortar a Romelia y a Ana?, ¿los latidos de mi corazón?

Otra vez rugió de lejos la voz del mismo hombre, o tal vez de otro. ¡¿Dónde están las putas armas?!, ¿el resto de la platería?, ¡esto no puede ser todo lo que tiene la cucha!

La cara de Félix se estaba volviendo tan transparente que escasamente se le veían los ojos y las pecas.

Los pasos de alguien que caminaba por el pasillo se fueron acercando hasta que entraron al cuarto de Eduardo y se detuvieron justo al otro lado de la pared, donde Félix y yo estábamos acurrucados mirando hacia la puerta como conejos aterrorizados.

Cerré los ojos esperando que fuera Juliana o Felipe. Pero en vez de oír la voz de un primo que llegaba a salvarnos, comenzó una estampida de golpes; seguramente del escritorio contra el piso, los cajones contra las paredes, los discos en sus fundas cuadradas desparramados y pisoteados.

La persona que se encontraba destrozando todo no tardaría en descubrir la puerta tras la que estábamos y derribarla a patadas. Presintiendo ese instante, Félix estiró un brazo y lo puso como una pluma sobre mi hombro para protegerme de la embestida bestial que nos esperaba.

¡Aquí no hay ni mierda!, gritó un tipo como si estuviera parado a nuestro lado. Sólo un tocadiscos y unas chaquetas de cuero buenas que voy a ir metiendo entre el carro, le dijo a otro que parecía estar caminando por el pasillo y que de repente contestó, ¡espere, Chaco!, no baje todavía, parece que hay una mansarda, allá deben estar los culicagados y las armas.

Félix quitó su ala protectora de mis hombros. No nos habían descubierto, pero iban por los otros y seguramente volverían —más furiosos— por nosotros y por las armas. La sensación de indefensión y la cara de espanto de Félix, que seguía petrificado mirando hacia la puerta, eran tan difíciles de soportar que me puse a llorar.

Otra vez comenzaron los pasos en la mansarda, pasos que corrían y bajaban por las escaleras. Otra vez oímos los chillidos de Romelia en la cocina hasta que la silenciaron con un tramacazo.

Aterrorizados entre ese cuartico, Félix y yo seguíamos con atención cada ruido, cada paso, cada segundo de silencio. Hacíamos tanto esfuerzo por tratar de entender lo que estaba sucediendo afuera, que las orejas se nos debieron levantar como a los animales cuando perciben la cercanía del depredador. No debió pasar mucho tiempo, pero nuestros sentidos se agudizaron tanto, que nuestros pensamientos comenzaron a sincronizarse. Y con apenas unas palabras, y en contra de cualquier pronóstico, Félix tomó una escopeta y yo uno de los revólveres más pequeños que estaban en la vitrina.

Abrimos la puerta y miramos por la rendija; el cuarto de Eduardo estaba destrozado, pero no vimos a nadie. Caminamos tratando de que el piso no chirreara. Salimos del cuarto hacia las escaleras por el pasillo que parecía haberse alargado, como en las pesadillas. El corazón me latía con tanto vigor que me daba susto que el revólver se me cayera de las manos y el golpe nos delatara. En medias, bajamos por las escaleras resbalosas de mármol. Félix iba a mi lado, despelucado, con la camiseta por fuera de los pantalones y cargando esa escopeta que se veía aún más enorme en él. Demasiado joven, demasiado asustado. Demasiados escalones. La idea era bajar a la puerta principal y correr hasta donde los vecinos para pedir ayuda, pero estábamos armados y sobre eso no teníamos ningún plan, ni siquiera sabíamos si las armas estaban cargadas. Logramos llegar al primer piso sin ser vistos y caminamos en cuclillas hasta la puerta principal. Félix puso la escopeta en el piso como en cámara lenta para no hacer ruido, y luego trató de abrir la puerta mientras yo apuntaba con el revólver para todos lados, más asustada que nunca. Por esas cosas de la vida, la puerta estaba con llave. A veces he pensado que si esa puerta hubiera estado abierta, yo no sería la persona que soy hoy... Pero estaba con seguro, y en esas oímos la voz de uno de los tipos que bajaba por las escaleras hacia donde estábamos, en la mansarda tampoco están las armas. Aterrorizados, corrimos sobre el mármol del vestíbulo y nos escondimos entre el jardín. Mis pies se hundieron en la tierra húmeda. Nos acurrucamos entre los matorrales y nos quedamos tiesos deseando que la jaula de los pájaros dejara de moverse y que nuestra inmovilidad nos hiciera invisibles.

A través de los helechos vimos la silueta del tipo pasar y seguir directo hacia la cocina. Tenía el pelo largo y liso.

Cuando cruzó por la puerta de vaivén de la cocina, la puerta se quedó abierta y alcancé a ver el cuadro que he querido borrar de mi mente, pero que a menudo reaparece: mis primos, Ana y Romelia en la esquina de la cocina, unos encima de otros, como una masa de piernas, brazos, ojos aterrorizados, y los pies descalzos de Romelia, arrumados como basura, junto a la montaña de palomas en pellejo y entre el desparrame de muchas plumas. De espaldas a mí, sentado en un butaco, uno de los tipos los insultaba y agitaba el cuchillo del cilantro en una mano mientras se reía como lo hacen los locos, hasta que el otro hombre, el del pelo largo, lo palmoteó en el hombro y le repitió que no había encontrado las armas, y que aunque Chaco estuviera listo entre el carro con la platería, él no se iba a ir sin las armas.

Con cuidado giré la mirada hacia Félix. Tras las hojas en forma de abanico, se asomaba parte de su cara que tenían una expresión de terror casi tan fea como la masa de primos. Con los ojos me mostró la escopeta larga y brillante que se le había quedado tendida en el piso, al pie de la puerta.

Nuestra supervivencia entre esas matas se hacía menos posible cada segundo. Me encogí del susto, como lo debieron hacer las palomas al ver a Eduardo acercándose y presentir lo inevitable.

De aquí no nos vamos sin las armas, ¿¡oyeron, manada de malparidos!?, volvió a gritar uno de los tipos desde la cocina, y luego más palabras insoportables. ¿Acaso mis primos no les habían dicho dónde estaban las armas para salvarnos a Félix y a mí?

¿Y si llega la cucha? Que Chaco se quede afuera y nos avise. La agarramos tan pronto pase por la puerta, esa debe ser más perra... Y de una vez que nos entregue la colección de armas del hijito. Yo no tengo afán. Nos podemos ir divirtiendo con la mayorcita. Después con el mono que tiene cara de que le gusta que se lo metan por detrás. Venga, mamita, y se sienta aquí conmigo, mientras llega la abuelita, venga y me hace un favor.

Salí de entre ese jardín con las medias llenas de tierra. Caminé con pasos prestados hasta la cocina. Desde la esquina en la que estaban arrumados, mis primos me miraron atónitos cuando aparecí frente a ellos apuntando con el revólver a la espalda de los dos desgraciados. Las miradas de mis primos hicieron que ambos giraran la cabeza hacia mí. Les vi las caras abotagadas, como dos tomates podridos. Ambos me miraron incrédulos, sorprendidos. El del cuchillo soltó una carcajada y se puso de pie. El otro dijo algo que nunca alcancé a entender. Abrí los ojos. No pensar, seguir el juego. Apreté el gatillo y disparé. La potencia del disparo me sacudió. El ruido me dejó momentáneamente sorda, los otros sentidos completamente turbados. Como a través de una membrana nublada, vi que los dos me miraban como animales bravos. Volví a disparar. Uno se escapó por la puerta. El otro corrió en mi dirección. Otro tiro. Otro. Otro. Tan de cerca a ese monstruo que se me abalanzaba, que alcancé a percibir el mp, mp, mp cada vez que una bala le penetraba el cuerpo.

Félix estaba mirándome desde la puerta de la cocina. Fue el que primero que se puso a llorar.

Entre un coro de lamentos, miré al piso. El cuerpo sin vida estaba tirado bocabajo con la cabeza desgonzada a mis pies, el pelo liso y negro caía sobre mis medias embarradas.


Once desencuentros

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