Читать книгу Once desencuentros - Mima Peña - Страница 12
Pan de avena
ОглавлениеPARA AGUANTAR LA ESPERA mientras me llaman de la clínica, hago pan, la receta es de un pan de avena que supuestamente hace Uma Thurman. Mido la harina en una taza y al echarla en una vasija cae en bloque y hace un ruido suave, pf, y crea una nube blanca. Imagino la casa de Uma Thurman, en Santa Bárbara supongo, aunque no sé..., los techos son altos, hay un ventanal inmenso tras el que se ve el océano Pacífico, oscuro, con unas olas que se ven chiquitas desde el sofá de Uma, pero que de más cerca deben ser enormes y furiosas. No sé cuánto son diez gramos de levadura, seguramente las mujeres que son mamás saben de gramos y de onzas, pero yo no lo soy, y me parece muy poquito, entonces echo más. Vierto el agua tibia con la levadura sobre la harina y agrego la avena, mientras imagino la sala moderna por donde corren alegres y descalzos los niños de la actriz. ¡Dios!, tengo que controlar la anarquía que sucede en mi cabeza. Meto las manos entre la masa pegajosa, pero sigo pensando en que yo sería una mejor mamá que la loca de la Uma. Alí, dice Luis, te llaman. Luis y yo estamos casados hace ocho años, no sé cómo decir cuanto lo amo sin sonar cursi, pero lo amo demasiado, así es. Tiene puesta una camiseta destejada y unos pantalones viejos y ahora que pasamos todo el tiempo en la casa, a causa de la cuarentena, siempre anda descalzo, como los hijos de Uma. En las manos trae mi celular, dice que es de la clínica de fertilidad. Con un cuidado exagerado que quisiera que no tuviera y con un gesto de ilusión que quisiera que no hiciera, acerca el celular a mi oreja. Amaso con los nudillos mientras oigo que una mujer me dice algo sobre la calidad de los embriones y que debo ir a la clínica inmediatamente.
Vivimos en el tercer piso de un edificio que tiene tres; en el apartamento de abajo vive Paco, el papá de Luis. Paco tiene un restaurante de comida italiana que está cerrado por culpa del coronavirus y ahora se la pasa haciendo cuentas y viendo deportes, golf sobre todo, en la sala de nuestro apartamento porque Cristina, su novia, que es unos años menor que yo, no resiste su olor. La verdad es que no resiste nada de Paco.
Paco nos invitó a comer a su restaurante justo antes de que todo cerrara. Por esos días yo estaba en el pico del tratamiento con hormonas para producir más óvulos, y me sentía constantemente acalorada y con unas ganas violentas por comer lo que fuera: patas de pollo, pan con mantequilla y mermelada, papel higiénico, a Cristina. No siempre eran ansias negativas, a veces del amor por Luis también sentía ganas de morderlo, al igual que a la tierna pantorrilla de la hija de mi hermana.
Antes de que el mesero hubiera terminado de poner las bandejas en la mesa, tomé unos corazones de alcachofa bañados en aceite y me los tragué. Paco, con la parsimonia que usan las personas que hacen algo que ya han hecho en momentos similares, sirvió vino, levantó la copa y la sostuvo en el aire mientras miraba a Cristina, extasiado. Le sonrió por tanto tiempo, que por primera vez noté los dientes tan grandes que tiene. Ella le devolvió la mirada, pero con resentimiento, también por demasiado tiempo; sus cejas negras tienen la forma de dos perfectos arcoíris, qué tal la cagada, dijo, mientras se tocaba la barriga ancha y abultada, hasta aquí llegó mi carrera.
—Cantar en bares y restaurantes no es una carrera —susurró Paco.
—Es lo que hago para financiar mi carrera —contestó ella—, además; respeta.
—Cris...
—«Cris», ni mierda.
Oigo a Cristina que ensaya sus arias todo el día, la oigo cuando habla con su mamá que está en algún lugar en Venezuela, y con su exnovio, creo, y por la noche oigo las peleas con Paco hasta que él sube a acomodarse en nuestro sofá. Hace unas noches llegó furiosa tras él, tenía el pelo amarrado de una forma que parecía el nido de un halcón, coño, Paco es qué no entiendes, gruñó, no sabes lo importante que es para mí ir a ese programa en Berlín.
Hay pocos carros en las calles. La sala de espera de la clínica está desocupada y las luces apagadas. La única enfermera de turno me recibe. Luis me abraza y siento confianza en que esta vez sí va a funcionar. La mujer me lleva a un vestier, en donde me quito la ropa y me pongo una bata de tela azul, después la sigo hasta un cuarto estéril y me dice que me acueste en la camilla. Le sonrío nerviosa pero ilusionada de que el momento por fin ha llegado. Este es el último intento. La mujer me ayuda a poner los pies en cada uno de esos estribos que tienen las camillas de ginecología, levanta la bata y me echa un chorro frío sobre la barriga y entre las piernas; como si fuera el motor de un carro me restriega y luego me enjuaga con más líquido. Descubre harina en mis pestañas y pedazos de masa en las manos, y se molesta porque por mí tuvo que salir de su casa y arriesgar contagiarse con COVID-19, y yo ni siquiera me tomé el trabajo de lavarme las manos. Termina de limpiarme y da un golpe en la pared sobre el interruptor, y una lámpara de luz blanca se prende sobre mi cuerpo e irradia insoportablemente en mis ojos. Oigo los pasos antipáticos de la mujer alrededor de la camilla, mueve objetos, entra y sale de la sala, pero me ignora por mucho tiempo. Seguramente vive con su hermana, las dos solas, fuman en la cocina y repiten los mismos cuentos sobre el tipo que les gusta a ambas, y los domingos se emborrachan con aguardiente. Por fin me habla, dice que el doctor llamó; que está demorado. Siento que se me seca la boca, pero no puedo perder la calma, en cambio trato de visualizar a mi útero de un color rosado, limpio, cálido, dispuesto a recibir los embriones con amor. Al rato de un frío insoportable, la mujer dice, con la misma candidez, que el laboratorio acaba de informar que el único embrión que estaba madurando bien, dejó de dividirse, que está muy débil, que ya le avisaron al doctor y que manda a decir que ni siquiera vale la pena implantarlo... En ese punto dejo de tratar de entender las explicaciones y luego ya ni siquiera oigo su voz. Quisiera gritar, y de paso insultar a la desconsiderada, borracha, hijadeputa, pero ni siquiera soy capaz de abrir los ojos.
Y es curioso, porque en medio de tanta rabia, no abandono mi sueño, en cambio, es como si un instinto muy primario parecido al pataleo de los que se están ahogando, se avivara y ahí, derrotada en la camilla, con las piernas abiertas y con la piel erizada del frío, la idea nebulosa que hace meses ronda por mis pensamientos toma más forma. Cristina va a ser el palo de salvación.
Por la ventana del carro entra la luz brillante de una tarde como para acostarse en un potrero, un sol insensible a nuestro abatimiento. Luis quita la mirada de la avenida por un momento y voltea la cara hacia mí; los rayos del sol le hacen ver la piel y el pelo del color de la ahuyama, le puedo ver cada poro de la nariz, los pelos gruesos de la barba que no se ha afeitado en varios días y su expresión de ánimo: —«no pasa nada, lo importante es que estás bien, nos tenemos el uno al otro»—, tras la que intenta esconder una inconmensurable frustración. A medida que avanzamos por las calles soleadas, imagino diferentes escenarios en los que podemos superar esta pérdida y tener un bebé.
Desde que estacionamos el carro en el garaje se oyen los clamores que salen por la ventana. La puerta del apartamento de Paco está abierta y del fondo aparece él, viene corriendo. ¿Dónde carajos estaban?, pregunta alarmado, el bebé va a nacer, se va a salir, creo que vi el tope de una cabeza peluda.
—Hay que llevar a Cristina a un hospital —dice Luis en un tono de preocupación que me da un poco de rabia, celos tal vez.
—Es muy tarde, traté de llevarla, pero el carro lleva tanto tiempo quieto por esta maricada de cuarentena que no prendió, estuvimos afuera como media hora esperando un taxi, un Uber, no hay nada —dice Paco.
—¡Ven, Paco!, y ¡cállate!, ¡hablas demasiado! —grita Cristina desde el baño.
—Vengan por aquí —dice Paco mientras se restriega las manos con fuerza sobre la cara.
Las piernas de muslos blancos, abiertas hacia los lados con una rajadura en el medio, como un ojal peludo, es lo que más resalta del cuadro. Está sentada en el piso, la espalda contra la pared, una mano a un lado sobre el inodoro y la otra, al otro lado, sobre el borde de la tina. Tiene una camiseta con la cara de Bob Marley, y la falda de crochet que se pone como si fuera una faja sobre la barriga, se le ha enrollado y subido hasta las costillas. Gruñe y puja como un toro, y patea el piso con el tacón de las botas.
¿Siri, qué hacer en un parto de emergencia? —pregunta Luis al celular, mientras Cristina lanza un bramido.
El video es narrado por un hombre argentino. Seguimos las instrucciones; nos empapamos las manos con gel antibacterial y Paco saca unas tijeras y unos cauchos de entre un cajón y los baña con más gel, en caso de que después del alumbramiento no haya un profesional de la salud y debas cortar el cordón. ¡Dios mío!, dice Paco. Una pepa oscura como un coco empieza a brotar por la rajadura ensangrentada. Cristina llora de la fuerza que hace. ¡Coño!, grita, mientras Luis se agacha a tratar de recibir una cabeza roja y resbalosa que empieza a aflorar. Paco mira aterrorizado el nacimiento y con compasión a Cristina que sigue pujando. Yo devuelvo y adelanto el video y repito lo que dice el argentino mientras la cabecita, ya afuera, gira levemente, hacia mí, y me mira —lo juro— con los ojos que parecen dos rayas entre unos párpados hinchados. Las manos inexpertas de Luis y de Paco facilitan la salida del cuerpo, un hombro, el otro hombro hasta que el resto de la criatura se desliza hacia afuera. Está cubierta en un engrudo blanco que Luis le limpia de la cara con una toalla, mientras que Paco con los ojos casi cerrados de la impresión logra jalar el cordón con firmeza, pero suavemente, como insiste el argentino, para no romper la placenta.
La tensión entre esas paredes de baldosín la rompe, por fin, el llanto del bebé. Con cuidado, porque sigue unido al cordón, Luis me lo entrega y va a buscar más toallas porque el video dice que es importante mantener al bebé arropado. Lo tomo en mis manos, pesa muy poco y la piel es como la de un tomate sin cáscara. Llora demandante y manotea con unos puños diminutos, el pelo mojado está pegado a la cabeza y huele a algo especial, como a sake, y me dan ganas de inhalar hasta consumirlo. Siento la urgencia de besarlo, pero en ese momento noto que Cristina, aún acezando y con la cara mojada, me está mirando seria. No le quiero entregar al bebé, me acerco y le digo: ¿te puedo preguntar una cosa? Pero la sirena de una ambulancia acercándose y unas carcajadas de alivio de Paco, y los brazos de Cristina que toman de mis manos a su hijo y lo abrazan contra su pecho, ahogan mi voz.
Subo sola hasta nuestro apartamento, cada escalón me cuesta, las piernas me pesan como unos tapetes mojados. Adentro, todo está igual de desarreglado a como lo dejamos en la mañana cuando salimos; la harina y las hojuelas de avena desparramadas sobre la mesa de la cocina, el periódico desordenado en el sofá, la televisión prendida. Lo único diferente es que la masa del pan de Uma ha crecido tanto, que parece como si sobre la mesa de la cocina me estuviera esperando un bebé envuelto cálidamente entre una cobija blanca.
Palpo la masa inflada, la acaricio, tal vez ahora sí enloquecí del todo.
Oigo unos pasos y veo que Luis entra por la puerta, tiene la camiseta manchada y el pelo desordenado, me mira radiante. Dijo que sí, dice.