Читать книгу Secretos y pecados - Miranda Lee - Страница 6
Capítulo 1
ОглавлениеAlena había sabido que lo deseaba desde el primer momento en que lo vio, en el vestíbulo de aquel hotel de Londres, a principios de la semana. La oleada feroz, desconocida hasta entonces, del deseo físico había sido tan potente que la había dejado temblando de pies a cabeza.
Sospechaba que él era todo aquello con lo que su medio hermano Vasilii le había advertido que tuviera cuidado. Sabía que era peligroso… eso era algo que sabría cualquier mujer, y ella era una mujer, aunque su hermano se empeñara en seguir tratándola como a una niña.
Suspiró. Quería sinceramente a Vasilii, aunque era el hermano más anticuado, moralista y protector del mundo. Pero había algo en aquel hombre que la atraía más allá de la razón y del deber, más allá de todo lo que había conocido hasta el momento. ¿La había atacado el amor o la lujuria? ¿O quizá una combinación de ambos? ¿La responsable era su apasionada sangre rusa, o una debilidad por los hombres rusos peligrosos heredada de su madre inglesa, que se había enamorado locamente del que sería el padre de su hija?
Daba igual. Lo que le sucedía iba más allá de los análisis que le habían inculcado las profesoras de su estricto colegio femenino. No importaba otra cosa que no fuera la necesidad creciente que se había apoderado de ella. La sexualidad abiertamente descarnada de él y su propia necesidad de ofrecerse, de verse consumida, llenaban sus sentidos y no dejaban espacio para nada más. La mera idea de respirar el mismo aire que él bastaba para hacer que su cuerpo reaccionara de un modo erótico, como si él estuviera ya acariciándolo y enseñándole todo lo que implicaba ser mujer.
Se estremeció. Él se volvería en cualquier momento y reconocería el efecto que le producía. El corazón le latió con fuerza con anticipación y aprensión. ¡Oh, sí! Él era peligroso y ella ansiaba y anhelaba aquello.
Aunque Alena solo tuviera diecinueve años, como su hermano no se cansaba de recordarle, era lo bastante mayor para saber, por la mirada que se había arriesgado a echarle unos días antes, qué tipo de hombre era aquel ruso de ojos verdes como las columnas de malaquita del Palacio de Invierno de San Petersburgo, que charlaba despreocupadamente en aquel momento con otro hombre en el vestíbulo de aquel exclusivo hotel. Exudaba sexualidad y vivía fuera de las convenciones y de sus reglas.
Se le aceleró el pulso y lo observó con ansia. Era alto, tanto como Vasilii, que medía un metro ochenta y seis frente al metro setenta y cinco de ella. También parecía algo más joven que Vasilii; quizá treinta o treinta y uno frente a los treinta y cinco de su hermano. Su pelo espeso era castaño y le recordaba el color de una de las chaquetas de caza de Vasilii, aunque el pelo de aquel hombre necesitaba un corte para entrar en el estilo que le gustaba a su hermano.
En su rostro, en la estructura ósea, en el contorno y en la expresión, había rastros sutiles de una herencia que indicaba que había nacido de una larga estirpe de hombres nacidos para combatir contra otros miembros de su sexo y pisar sus cuerpos derrotados. Era un puro macho alfa, un hombre decidido a desafiar a cualquiera que cuestionara su derecho a esa herencia.
Se llamaba Kiryl Androvonov. Alena saboreó el nombre en su mente, desenrollándolo como una brillante alfombra de placer para sus sentidos. Se había sentido muy adulta y fuerte al preguntarle al portero con estudiada indiferencia si sabía quién era, fingiendo que había reconocido en él a un amigo de su hermano. El nombre de Kiryl significaba «noble», pero el portero solo le había dicho que era un hombre de negocios y que aquélla era su segunda visita al hotel.
Kiryl no quería mirar a la joven esbelta como una gacela, de pelo rubio oscuro sedoso y ojos grises plateados que le recordaban la luz del sol sobre el río Neva cuando estaba congelado en invierno y las fábulas rusas de las rusilki, las seductoras que surgían de sus tumbas de agua para arrastrar a los hombres con ellas. Para empezar, porque ella no era su tipo, y también porque tenía cosas más importantes en la cabeza que aceptar la invitación muda pero implícita que le lanzaba ella.
Pero miró y ella estaba allí, en la misma silla de la misma mesa, sirviéndose el té del samovar tradicional que ofrecía el hotel a sus huéspedes.
No llevaba alianza, aunque aquello no era un dato fiable en esos tiempos. ¿Una prostituta de lujo que echaba el anzuelo? Tal vez. Pero Kiryl lo dudaba. Una prostituta lo habría abordado ya. Después de todo, el tiempo era oro en todos los negocios.
Lo deseaba. Eso lo sabía. Pero él a ella no. Y no tenía intención de permitirse desearla, aunque la blusa de seda suave, sin duda muy cara, que llevaba ella, dibujara la forma de sus deseables pechos con la sensual maestría de un artista. La blusa, que le cubría desde el cuello hasta las muñecas, no tendría que resultar sexy, y los botones minúsculos que la cerraban desde la línea del cuello hasta el pecho no tendrían que producirle el deseo de abrirlos para mirar y tocar la piel que había debajo, pero lo hacían. Los pendientes de diamantes que llevaba, si eran auténticos, y él sospechaba que sí, habrían costado muchos miles de libras esterlinas. Lo sabía porque su última amante había intentado sacarle unos parecidos justo antes de que él decidiera que ya no le interesaba ella.
Mientras los miraba, la joven alzó la vista hacia él, se sonrojó y sus pestañas oscuras cubrieron sus ojos grises plateados, que habían pasado de brillar como el Neva congelado a arder con el brillo del mercurio calentado… o con el deseo de una mujer muy excitada. El cuerpo de Kiryl respondió inesperadamente a aquel cambio del hielo de invierno de San Petersburgo al feroz calor de verano de las estepas rusas, con toda la pasión que la tierra de sus padres había producido siempre en él, con la misma fiereza que si ella contuviera en sí misma la esencia de lo que esa herencia significaba para él. Sintió en su interior la oleada de su propio deseo de tomar y poseer dicha herencia; de reclamarla y negarse a cedérsela a nadie.
Pillado por sorpresa por la ferocidad de su deseo, reconoció que la mujer, quienquiera que fuera, desviaba su atención de algo mucho más importante que la fantasía juvenil de poseer a una mujer que sería de algún modo un vínculo mágico entre su herencia rusa y él.
–Y, como iba diciendo, Vasilii Demidov será su principal obstáculo para conseguir ese contrato.
Kiryl volvió su atención al agente que había contratado para que lo ayudara a conseguir el contrato que anhelaba para su empresa. Saber que uno de los hombres más ricos de Rusia andaba también detrás del contrato no había conseguido hacerlo desistir, sino que había agudizado su deseo de conseguirlo.
–Demidov no había mostrado antes interés por la industria del transporte marítimo. Sus negocios se limitan a controlar la parte portuaria –señaló Kiryl–. Por lo tanto, no tiene motivos para desear ese contrato.
–No lo había mostrado, pero ahora está en China terminando otro contrato y, como parte del trato, los chinos quieren el control de una línea de transporte marítimo de contenedores. Él está en situación de rebajar cualquier precio que usted pueda ofrecer, aunque eso implique conseguir el contrato con pérdidas iniciales. Sé de buena tinta que el proceso de selección se limita ya a ustedes dos, con los dados cargados en favor de él. Me temo que debo advertirle que, con Demidov como competidor, usted no puede ganar.
Kiryl lanzó una mirada dura a su agente.
–Me niego a aceptar eso.
No podía perder aquel contrato y no lo haría. Era la última pieza en el juego de ajedrez de su vida de negocios, la pieza que establecería su supremacía en el campo elegido, no solo a sus ojos, sino también a ojos de Rusia. Y no permitiría que nadie le impidiera alcanzar ese objetivo. Nadie. Había trabajado duro demasiado tiempo para dejar que ahora sucediera eso.
En su cabeza se formó una imagen. Un hombre de mirada dura que rechazaba al niño que había sido Kiryl. Su padre. El padre que le había negado no solo el derecho a su apellido, sino también a su sangre rusa. Igual que se lo negaría ahora Vasilii Demidov si no le permitía completar la partida que llevaba tanto tiempo jugando.
–Entonces debe esperar un milagro, porque eso es lo que va a necesitar para vencer a Demidov y ganar ese contrato.
Como siempre, Kiryl no permitió que sus sentimientos se reflejaran en su comportamiento ni en su voz y se limitó a decir, con una voz tan implacable y fría como el invierno:
–Debe de haber algo que lo haga retroceder, algún modo de socavarlo. Un hombre no gana el dinero que ha ganado él sin tener secretos en su pasado que no quiera que salgan a la luz.
El agente inclinó la cabeza, ya grisácea, en un gesto de aquiescencia, pero le advirtió:
–Usted no es el primero que busca en Demidov una debilidad que pueda explotar, pero no la hay. Está bien blindado. No tiene debilidades ni pecados pasados que puedan acosarlo. Ni tampoco vicios que usar contra él. Es inexpugnable.
Kiryl apretó los labios.
–Estoy de acuerdo en que es impresionante, pero ningún hombre es inexpugnable. Habrá un modo, una vulnerabilidad… y le prometo una cosa. Yo la encontraré y la explotaré.
El agente guardó silencio. Sabía que no debía discutir con el hombre que tenía enfrente. Kiryl había llegado a su posición de autoridad y de poder a través de circunstancias muy duras y desafiantes. Y eso se notaba.
No obstante, cuando se separaban, se sintió obligado a recordarle:
–Como ya he dicho, lo que necesita para ganarle a Demidov es un milagro. Siga mi consejo y retroceda ahora. Déjele el contrato y así no tendrá que sufrir la humillación de perder públicamente ante él.
¿Retroceder cuando estaba tan cerca de cumplir el juramento que se había hecho tantos años antes? ¡Jamás!
¿Podía arriesgarse a levantar la taza de té sin que le temblara tanto la mano que derramara el líquido? Alena no estaba segura. El corazón le brincaba todavía en el pecho y le ardía la cara por el efecto que aquella mirada verde brillante había tenido en ella. Aquel hombre la había mirado directamente. Se llevó las manos a las mejillas, todavía calientes, en un esfuerzo por enfriarlas un poco. No debía mirarlo más, porque simplemente no tendría fuerzas para soportar la desnuda virilidad de aquella mirada. Una mirada que le derretía las entrañas, convirtiéndolas en un líquido suave de anhelo que se estremecía dentro de ella. Y, sin embargo, tenía que mirar, tenía que dejar que sus sentidos y su cuerpo se saciaran de la peligrosa excitación de toda aquella masculinidad ferozmente sexual.
El pulso se le había acelerado y tenía la garganta tan seca que tragó saliva con fuerza cuando se permitió volver la cabeza en dirección a él, con el anhelo y la excitación golpeando con más fuerza que nunca en su interior y llenándola de anticipación… anticipación que dio paso al desaliento al darse cuenta de que él no estaba allí. Se había ido y, gracias a su estúpida inmadurez, había perdido la oportunidad de… ¿de qué? ¿De prolongar la intensidad de aquella embaucadora mirada hasta que sus huesos se derritieran y el corazón le estallara de excitación? Él podía haberse acercado y haberse presentado, podía haber…
Había algo en el suelo… un bolígrafo de oro. Debía de ser suyo. Seguramente se le había caído. Alena se levantó rápidamente y fue a recogerlo. El contacto son sus dedos fue frío y duro. Temblaba tanto que no pudo volver a incorporarse sin que le diera vueltas la cabeza. Lo vio de pie cerca de la salida del hotel. El hombre con el que había estado se marchaba. ¿Se iría también él? Alena cruzó el vestíbulo sin permitirse pensar en lo que hacía.
El sonido de sus tacones alertó a Kiryl de su presencia. Ella, al caminar, oscilaba tan delicadamente como los abedules plateados de los bosques norteños de Rusia.
–Se le ha caído esto.
Su voz era tan suave como el suspiro de una brisa primaveral. Le tendía un bolígrafo. No era de él, pero lo tomó de todos modos. La mano de la joven era de huesos delicados, dedos largos y finos, con las uñas pintadas de un brillo natural. Tenía un aspecto que no se compraba solo con dinero: una belleza traslúcida natural combinada con el tipo de buena educación que hablaba de privilegios y protección. Aquella mujer había dormido en lecho de plumas desde que naciera.
Enfadado consigo mismo por fijarse tanto en ella, la castigó por ello diciéndole con sorna:
–Y por supuesto, usted ha aprovechado esta oportunidad de oro para devolvérmelo, ¿verdad? Es notablemente obvio su interés por mí. ¿Nadie le ha dicho que le toca al hombre perseguir a la presa y revelar su deseo y no a la mujer?
Alena se puso muy roja. Se merecía la burla de aquel hombre… y su crueldad. Vasilii así lo habría dicho. Pero no estaba preparada para ellas y le dolían. En su cabeza se había hecho una imagen de aquel hombre en la que su peligro se veía atemperado por un deseo hacia ella similar al que sentía ella por él. Y ahora estaba pagando esa fantasía.
Kiryl la observó luchar por superar la vergüenza, con el orgullo luchando contra el dolor. La joven se mordió con tal fuerza el labio inferior, que se hinchó enseguida. ¿Se hincharía igual bajo la fiera exigencia de un beso de hombre? Contra su voluntad, Kiryl sintió una molestia en la entrepierna, donde se había excitado antes al verla.
–Mis disculpas. Ha sido de mala educación por mi parte.
Su disculpa fue intencionadamente falsa. No tenía ni tiempo ni ganas de lidiar con el frágil ego de una joven sensiblera, por muy deseable que resultara. Se conocía demasiado bien y sabía del humor que estaba en aquel momento, gracias a Vasilii Demidov; sabía que la oscuridad que llevaba dentro y que nunca había podido controlar del todo buscaría una víctima. Con los años, Kiryl se había enseñado a pensar en aquella oscuridad como una especie de vampiro mental, un eco de sí mismo que, cuando se despertaba, solo se podía calmar alimentándose del dolor emocional de otros. Sin duda habría personas que dirían que aquella oscuridad procedía de su niñez, pero Kiryl no tenía intención de regodearse en una época en la que había sido vulnerable. En vez de ello, prefería vivir el presente, y vivir el presente significaba asegurar el contrato. La chica era solo un peón prescindible en ese juego, y como tal, no tenía otro uso para ella que el de recipiente momentáneo de su frustración por el contrato en el que se hallaba metido.
Para Alena, sin embargo, su actitud resultaba insoportable. Se apartó de él, sintiéndose demasiado alterada y humillada para defenderse. Se limitó a mover la cabeza y girarse para regresar rápidamente a su mesa.
Una vez allí, pidió la cuenta y recogió el abrigo y el bolso. Se había puesto en evidencia de un modo terrible. Merecía el castigo que aquel hombre le había propinado. Se alegraba de que su medio hermano no hubiera presenciado aquello. Las lágrimas nublaron su visión.
Kiryl siguió los movimientos descoordinados de ella con la vista. Se dijo que era solo porque quería distanciarse de ella, nada más. Y sin embargo, su mirada y sus sentidos se mostraban renuentes a dejarla ir. Incluso en aquel momento, que estaba claramente alterada, mostraba todavía una gracia especial, una sensualidad natural increíble, una suavidad flexible, desde la parte superior de su pelo rubio oscuro brillante hasta la delicadeza de sus tobillos, tan finos que Kiryl sospechaba que cabrían fácilmente en su mano; lo que indicaba que toda ella podía inclinarse ante la voluntad del hombre que la poseyera.
¿Y quería él ser ese hombre? No era tanto cuestión de querer como de aprovechar lo que le ofrecía tan claramente. Después de todo, era un hombre con necesidades de hombre. Y era obvio lo que ella quería. Prácticamente se lo había suplicado, y para él sería un buen modo de librarse de la furia que sentía por ver sus planes amenazados por Vasilii Demidov. Había empezado a hacerlo burlándose de ella, pero eso podía arreglarlo fácilmente. Conocía el esquema. Ella empezaría fingiendo que rehusaba permitírselo, él la halagaría y ella cedería. Era un juego tan antiguo como la propia vida, y una hora con ella en su suite bastaría para calmar la molestia de su entrepierna.
Llamó a una camarera con un breve movimiento de la mano. Le dio instrucciones y se acercó a la mesa.
Alena se disponía a marcharse; estaba de espaldas a él esperando que otra camarera le llevara la cuenta.
–Antes no se ha tomado el té, y puesto que yo necesito urgentemente una taza, ¿por qué no compartimos un samovar? Dos rusos compartiendo juntos una tradición de nuestra patria. ¿Qué le parece?
Alena se volvió al oír su voz y su sorpresa se intensificó cuando él cerró los dedos en torno a su muñeca, el pulgar puesto en su pulso errático y demasiado rápido.
La sonrisa de aquel hombre era puro encanto. Suavizaba la arrogancia anterior de sus rasgos y lo convertía en una fantasía para cualquier mujer, la fantasía de un chico malo convertido en un adulto viril. Le daba la sensualidad de un cosaco, el romanticismo de un gitano, la maldad salvaje de un pirata y el interesante atractivo de un héroe. Con esa sonrisa, él era todo eso y más. Y ella sería una tonta si cedía a sus encantos.
–No, gracias –intentó sonar fría y distante, pero sabía que él había captado la vulnerabilidad en su voz, la nota de duda y anhelo que socavaba su fuerza de voluntad. Sentía la garganta seca y dolorida de sentimiento y tensión. Quería liberar la muñeca, pero algo se lo impedía.
Él volvió a sonreír, esa vez más íntimamente, con sus ojos de malaquita brillantes y oscurecidos.
–He sido grosero y te he disgustado y ahora estás enfadada conmigo. Piensas, sin duda, que no merezco tu compañía, y tienes razón. Después de todo, una mujer tan hermosa puede encontrar fácilmente un compañero más agradable. Pero creo que tienes buen corazón y que ese buen corazón te susurrará que tengas compasión de mí.
Oh sí, podía ser encantador… además de cruel. Y Alena no necesitaba que Vasilii le dijera lo peligroso que eso lo volvía. Todas las mujeres llevaban en su ADN el conocimiento instintivo de lo peligroso que podía ser un hombre así. Y también lo increíblemente irresistible.
La sonrisa que acompañaba su disculpa mostraba unos dientes blancos fuertes y le arrugaba la piel en torno a los ojos. Y tuvo el efecto de dejarla sin aliento e iniciar una estampida de pequeños movimientos excitantes de mariposas en el estómago. Pero el dolor que ya le había causado había dejado su marca… como un moratón en una piel clara, y su cerebro le advertía que tuviera cuidado.
Él le masajeaba la piel, acariciando el lugar donde el pulso le latía con violencia, pero, lejos de calmarla con su contacto, eso solo incrementaba su agitación. Debía huir de él mientras pudiera. Era peligroso, y ella no estaba preparada para lidiar con ese peligro.
–Tengo que irme.
Su inglés era refinado y sin acento. A pesar del samovar que Kiryl había visto en su mesa, ella no parecía ni hablaba como una rusa, excepto por aquellos ojos de color gris plateado que tanto le recordaban al río Neva y la ciudad de su nacimiento. Y el dolor que había conocido allí.
–He pedido el té. Ya lo trae la camarera.
Dos camareras se dirigían a la mesa, una con té y la otra con la cuenta de Alena. Esta última le sonrió y dijo con cortesía:
–Perdone, señorita Demidov. Creía que quería la cuenta.
Así que era rusa. No podía ser otra manera con aquel apellido. Y tampoco era un apellido ruso corriente. A Kiryl le resultó irónico que compartiera el apellido de su rival en el contrato que tanto anhelaba, un apellido por lo demás relativamente común en Rusia. Quizá fuera un presagio. La babushka, madre adoptiva voluntaria, que lo había criado después de la muerte de su madre, junto con otros huérfanos y niños no queridos, era una mujer llena de supersticiones y de creencias, pero él no. Después de todo, era un hombre moderno.
–¿Te hospedas en este hotel? –preguntó.
Sacó una silla para Alena con la mano libre y la guió con firmeza, sin dejarle otra opción que la de permanecer en la mesa.
Resultaba aún más magnífico, más imponente y más viril de cerca de lo que había sido a distancia. En el aire caliente del hotel, conseguía de algún modo oler al aire limpio de las estepas rusas, con una nota subyacente de salvajismo que hacía que se le erizara el minúsculo vello de los brazos. ¡Oh, sí, era peligroso!
–Sí –contestó a la pregunta de él–. Mi hermano Vasilii tiene una reservada una suite aquí para cuando está en Londres de negocios.
Su medio hermano era algo nómada, y aunque tenía reservadas suites similares por todo el mundo y su dirección más permanente era un apartamento en Zurich, no había ningún lugar que se pudiera considerar su hogar.
Alena no estaba segura de si había introducido a su hermano en la conversación para avisar a Kiryl de que no estaba sola y desprotegida, o para recordarse cómo juzgaría Vasilii su comportamiento si llegaba a enterarse de él. Vasilii, que pensaba que ella estaba al cuidado de la ahora jubilada directora del colegio femenino al que había asistido y a la que él había contratado para que se quedara con ella en su ausencia. Pero la pobre señorita Carlisle había tenido que ir al hospital aquejada de apendicitis y se recuperaba en aquel momento de una operación en una residencia privada a la que Alena había insistido que fuera para curarse del todo.
Su ausencia le daba un breve periodo de libertad inesperada, pero Alena se sentía culpable del modo en que la había engañado al hacerle creer que la sobrina suya a la que había prometido llamar estaba ahora con ella. Alena no tenía la culpa de que la sobrina de la señorita Carlisle hubiera salido para Nueva York el día antes de que cayera enferma. Por supuesto, debería haberle dicho a Vasilii lo que había ocurrido, pero no lo había hecho. Su hermano seguía creyendo que la señorita Carlisle, una mujer que se negaba en redondo a tener nada que ver con la tecnología moderna y por lo tanto no usaba ordenador ni teléfono móvil, estaba con ella en la suite.
A Kiryl le dio un vuelco el corazón y casi se quedó sin aliento. Sería una gran coincidencia que hubiera dos Vasilii Demidov, ambos lo bastante ricos para mantener una suite en uno de los hoteles más caros de Londres. ¿Quizá había después de todo algo de verdad en las creencias supersticiosas de su vieja babushka sobre el modo de operar del destino?
Pero Kiryl no había construido su negocio y su estatus de multimillonario presuponiendo cosas que no estuvieran basadas en hechos reales.
Esperó a que la camarera sirviera el té y se retirara antes de preguntar:
–¿Tu hermano es Vasilii Demidov? ¿El presidente de Venturanova International?
–Sí –Alena frunció el ceño y preguntó con ansiedad–: ¿Conoces a Vasilii?
¿Le preocupaba la posibilidad de que él conociera a su hermano? Como todos los cazadores, Kiryl tenía olfato para las debilidades de la presa.
–Personalmente no. Aunque, por supuesto, he oído hablar de él y conozco su reputación de exitoso hombre de negocios. ¿Está aquí, en Londres? –Kiryl sabía que no era así, pero quería saber cuánto le diría la chica.
–No. Está en China en viaje de negocios.
–¿Y deja a su hermana en Londres para que disfrute de la vida nocturna de la ciudad? –preguntó con otra sonrisa.
Alena negó inmediatamente con la cabeza.
–¡Oh, no! Vasilii jamás me permitiría hacer eso. No aprueba ese tipo de cosas… especialmente para mí –confesó. Se sonrojó con aire culpable. Estaba hablando demasiado. Ciertamente, decía y hacía cosas que Vasilii no habría aprobado, porque estaba muy nerviosa y excitada.
–Parece un hermano muy protector –repuso Kiryl. Un hermano protector que creía en guardar algo que era muy importante para él. Kiryl tenía que averiguar más cosas sobre ella y su relación con su hermano.
–Sí que lo es –contestó Alena–. Y a veces…
–¿A veces eso te molesta? –adivinó él–. Eres joven. Es natural que quieras disfrutar de las mismas cosas que otras personas. Debes de sentirte muy sola abandonada aquí, en un hotel, mientras tu hermano se va a hacer negocios.
–Vasilii es muy protector y no me deja sola. O no me deja sola normalmente. Pero esta vez… esta vez ha tenido que hacerlo –contestó Alena.
Volvió a sentir la culpa que sentía siempre que pensaba en cómo había engañado a su hermano. Pero, por mucho que apreciara a la señorita Carlisle, era una mujer muy mayor y muy anticuada. Cuando vivían sus padres, todo había sido muy diferente. Su padre era un hombre enérgico, lleno de alegría de vivir, y su madre una mujer muy cariñosa y comprensiva. Alena los echaba terriblemente de menos a los dos, pero sobre todo a su madre.
Los agudos sentidos de Kiryl le indicaban que allí pasaba algo. Algo cuyo significado para sus planes todavía tenía que adivinar y definir.
Enarcó una ceja.
–Parece más un carcelero que un hermano –bromeó.
Alena inmediatamente volvió a sentirse culpable. Estaba siendo muy desleal con Vasilii, pero, al mismo tiempo, le producía alivio y liberación hablar de lo que sentía. Aquel desconocido tenía algo que le hacía contar cosas que nunca había contado a nadie. Aun así, su amor por su hermano exigía que lo defendiera y corrigiera los malentendidos de Kiryl.
–Vasilii es muy protector conmigo porque me quiere y porque… porque prometió a nuestro padre en su lecho de muerte que cuidaría siempre de mí –bajó la cabeza–. A veces me preocupa que no se haya casado nunca por esa promesa. Porque, entre los negocios y lo mucho que se preocupa por mí, nunca ha tenido tiempo de conocer a alguien y enamorarse.
¿Enamorarse? ¿En qué planeta vivía aquella chica si pensaba que el matrimonio de uno de los hombres más ricos de Rusia tendría algo que ver con el amor? Aunque no culpaba a Demidov por eso. Cuando a él le llegara el momento de casarse, elegiría cuidadosamente a su esposa, siguiendo un proceso lógico y no un deseo ardiente temporal en la entrepierna. Pero no tenía intención de decirle eso a Alena. Cuanto más le revelaba ella, más se convencía él de que aquella chica podía ser el talón de Aquiles de su rival.
Pero Kiryl no era alguien que cediera a sus emociones. Su mantra personal era apoyar siempre el instinto con datos concretos antes de actuar, y no iba a traicionar el mantra en aquel momento por mucho que una voz interior le exigiera que asegurara sin dilación aquel cebo que podría usar en una trampa preparada para su rival en el contrato.
La defensa emocional que había hecho Alena de su hermano había añadido calor al gris plateado de sus ojos. Estos eran como piscinas claras profundas en los que Kiryl podía ver todos y cada uno de sus pensamientos. Así lo reconoció cuando ella lo miró por encima del borde de su taza y a continuación se ruborizó y ocultó rápidamente su mirada con el abanico oscuro de sus pestañas.
Había hecho mal en hablar de Vasilii con aquel hombre, se dijo Alena. Después de todo, era un extraño y ella sabía lo que pensaba Vasilii de protegerla a ella y a su intimidad. Dejó la taza sobre la mesa.
–Debo irme.
Kiryl asintió con la cabeza y se puso en pie.
–Gracias por el té –le dijo Alena. Y llamó a la camarera.
–Ha sido un placer. Y espero que sea solo el primero de muchos placeres que disfrutemos juntos, Alena Demidov.
Antes de que ella pudiera adivinar su intención, él le tomó la mano y se la llevó a los labios. La sensación del calor de su aliento en sus dedos temblorosos bastó para hacer que le subieran escalofríos por el brazo y se sintiera débil y vulnerable. Con la promesa sensual implícita en sus palabras, él coqueteaba con ella y cumplía las fantasías en las que se había estado regodeando desde la primera vez que lo vio.
Al moverse, Alena vio su reloj. ¡Vasilii! Seguramente le había enviado varios mensajes electrónicos, y se preocuparía si ella no los contestaba con rapidez.
–Son las cuatro. Tengo que irme. Mi hermano…
–¡Ah! Te apresuras a dejarme como una Cenicienta que teme que el reloj dé las doce, y me dejas sin un zapato que me ayude a buscarte. Pero volveremos a vernos, no lo dudes. Y cuando eso ocurra, procuraré que la promesa que he visto en tus ojos cuando me miras se convierta en algo más que una mirada.