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Capítulo 4

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Eran las tres de la tarde. Hacía más de una hora que habían terminado de comer y Kiryl la había invitado a sentarse en el sofá enfrente de él. Ahora, al levantarse para marcharse, Alena se sentía mareada por una mezcla de la excitación generada en su interior por la enormidad del donativo que Kiryl le había dicho que iba a hacer a la fundación y la copa de champán que había insistido en que bebieran para cimentar ese regalo.

–Has sido muy generoso –le dijo ella, tambaleándose levemente, sin duda por la rapidez con la que se había levantado y no porque Kiryl estuviera ahora a su lado y le pusiera una mano en el codo para guiarla hasta la puerta.

Él había insistido en llamar personalmente a la presidenta para hablarle de su generoso donativo antes de dar instrucciones a su banco para que hiciera la transferencia, y como eso había hecho necesario que bebieran una segunda copa de champán, quizá no era de extrañar que se sintiera algo inestable y muy, muy eufórica. ¿Pero y los otros sentimientos, muy claros, que no podían deberse al champán sino que estaban causados inconfundiblemente por la proximidad de Kiryl?

Se dijo con firmeza que tenía que ignorarlos. Pertenecían a la joven temeraria que lo había visto en el vestíbulo y dejado que sus hormonas dictaran sus reacciones, no a la mujer de negocios más sensata que había decidido que quería ser.

Hizo ademán de echar a andar hacia la puerta, pero Kiryl le apretó el codo solo lo suficiente para detenerla.

Cuando se volvió hacia él para preguntarle por qué, él se le adelantó inclinando la cabeza hacia la suya. El tiempo pareció detenerse mientras la tierra se movía bajo sus pies. El aliento de él era un roce cálido y sensual que acariciaba su piel vulnerable. Ríos de sensaciones fluían desde esa caricia, como los muchos arroyos que surgían cuando se derretía el invierno ruso para llevar vida a la tierra una vez más, liberándola del conjuro helado bajo el que había vivido y fundiendo su resistencia.

–¿Recuerdas que al llegar dijiste que no tenías miedo de estar a solas conmigo? –preguntó Kiryl.

–Sí –respondió ella.

Su voz convirtió la afirmación en un gemido suave que la traicionaba. Estaba al borde de algo muy peligroso y sin embargo muy tentador.

Su mirada, la mirada que con tanta determinación había apartado de él sabiendo que podía traicionarla, buscó y se aferró a la de él. Los ojos verdes de Kiryl se veían oscurecidos por el conocimiento de mil misterios sensuales que le eran desconocidos a ella.

–Quizá deberías haber sido una virgen inteligente y haber tenido miedo.

Su voz, más profunda, más ronca, tensa por algo masculino elemental, y sus palabras, la hicieron estremecerse.

¿Sabía que era virgen? ¿Cómo era posible?

Kiryl miró el juego de luz y sombras que poblaban los ojos plateados de Alena, cuya luz iluminaba tanto como las famosas «noches blancas» de San Petersburgo, cuando nunca desaparecía del todo la luz del sol. Ella había entreabierto los labios y un suave color rosado calentaba su piel. Temblaba a su lado, cautivada por la sexualidad de él y su respuesta a ella.

Su virginidad la convertía en un blanco aún más fácil para el éxito del plan de Kiryl. Desde luego, no era virgen porque careciera de sensualidad, así que su castidad debía haberle sido impuesta, o bien por las circunstancias o por su hermano; o quizá una combinación de ambas cosas. Kiryl se encogió mentalmente de hombros. No importaba por qué seguía siendo virgen. Simplemente hacía que fuera más fácil para él abrumarla sensual y emocionalmente. Para que su plan tuviera éxito necesitaba convencerla de que lo amaba y, por supuesto, de que él también la amaba. Y su plan tendría éxito. Era preciso que así fuera.

Alzó la mano libre hasta el cuello de ella y le apartó el pelo con gentileza para poder curvar los dedos en torno a su nuca. Sus ojos eran ahora plata pura, y brillaban de sentimiento. Kiryl los miró y dijo:

–Sabes que voy a besarte, ¿verdad?

A Alena el corazón se le subió a la garganta; el estómago se le llenó de una excitación y un deseo que se derramaron por toda la parte inferior de su cuerpo haciéndolo palpitar con una ola de anhelo salvaje.

Ella levantó la mano hasta la cara de él y tocó la piel de sus pómulos. En las profundidades malaquita de sus ojos brilló el peligro; eran unos ojos que prometían un tesoro mayor que ninguna piedra preciosa. El aliento de Kiryl contra sus labios le exigía que se abrieran todavía más y le acariciaba la nuca bajo el pelo, lo que le provocaba escalofríos de excitación por todo el cuerpo. Una sensación de urgencia fue pasando de una terminación nerviosa a otra, extendiéndose como fuego salvaje hasta que Alena se vio poseída por él, con todo el cuerpo convertido en un ansia fiera que no podía negarle. Deseaba aquello y lo deseaba a él.

Con un pequeño gemido de anhelo se acercó más a él, le ofreció la boca y cerró los ojos.

–¡No! –le dijo Kiryl–. No. No cierres los ojos. Quiero verlos cuando te mire. Quiero ver cómo nace el placer que crearemos juntos. Un placer que hasta ahora solo puedes haber imaginado. Dime que quieres eso. Dime que me deseas tanto como yo a ti.

¿Cómo podía resistirse o negárselo cuando todas las palabras que él pronunciaba reforzaban lo que ella sentía ya? No podía, pero tampoco podía encontrar palabras para expresar su necesidad. Solo pudo apretar la boca contra la de él con una intensidad apasionada y sentir sus labios arder antes de que Kiryl le diera una lección de deseo y sensualidad que estaba, como él le había prometido, a un mundo, no, a una galaxia completa de distancia de nada de lo que pudiera haber creado su imaginación.

Esa necesidad, ese deseo, ese hambre que él creaba y alimentaba dentro de ella eran nuevos para Alena y al mismo tiempo tenían una familiaridad antigua que apelaba a todo lo que de femenino había en su interior. Sabía que las sensaciones y necesidades que la embargaban y llenaban en ese momento eran conjuradas en un lugar profundo de su interior por el único hombre que tendría el poder de darles vida. El único hombre posible para ella. Lo sabía tan en lo profundo de sí misma que ese conocimiento debía de haber nacido con ella y aquel debía ser por fuerza su destino.

Las caricias de la lengua de Kiryl en la suya, con movimientos rítmicos que iban y venían, que exigían, daban y le enseñaban a devolver la intimidad de esa caricia, produjeron nuevas explosiones de deseo en su interior. Un banquete deslumbrante de sensaciones nuevas de las cuales aquellas eran solo el primer plato; mil placeres nuevos que conocer.

El cuerpo le ardía bajo la ropa con un hambre enfebrecido, los pechos hinchados empujaban implorantes la tela que les negaba la posesión del contacto con Kiryl. Gimió con suavidad.

Kiryl miró sus ojos empañados por el deseo sin dejar de besarla. El rostro de ella estaba sonrojado, su mirada era suplicante y su cuerpo se estremecía, como un instrumento de cuerda bien afinado, por la necesidad que él creaba allí. Podía ver el contorno de sus pechos contra la tela fina de la blusa abotonada hasta el cuello, con los pezones rígidos y erectos. Sin decir palabra, alzó la boca de la de ella y la colocó en la cresta cubierta de seda del pecho que había tomado en la mano y procedió a succionar con fuerza hasta que ella gritó y se retorció con frenesí, susurrando su nombre con aliento estremecido.

Volvió a besarla en la boca; le mordisqueó sensualmente el labio inferior y le introdujo la lengua mientras cubría su sexo con la mano libre y lo acariciaba rítmicamente. Alena se aferraba desesperadamente a él.

–¿Esto te gusta? ¿Es esto lo que quieres? Dímelo, Alena. Dime que quieres la caricia de mi boca en tus pechos desnudos y el sabor de tu sexo en mis labios.

Alena se estremeció con violencia a causa de las imágenes que le hacían evocar las palabras de él y que iban acompañadas de una ola intensa de deseo. Con cada palabra que pronunciaba la hundía más y más en un mundo en el que él era su única brújula, su estrella polar, su único punto racional, su guía, su líder, su salvador.

–Dime que quieres mis caricias, mi deseo, mi necesidad. Dime que me deseas, Alena –exigió Kiryl.

Ella emitió el sonido de una mujer excitada hasta el punto en el que no importa nada más. Estaba perdida… impotente para resistir el asalto de la necesidad sexual que Kiryl había conjurado en su interior y que había destruido su autocontrol.

–Sí, te deseo –dijo con desesperación–. Te deseo.

Su móvil sonó en su bolso, avisándola de que entraba un mensaje. Ese sonido la devolvió sin ceremonias al mundo de la realidad. Miró en dirección al sonido.

–Déjalo –le ordenó Kiryl.

–No puedo. Podría ser Vasilii.

La mirada sombría que oscureció los ojos de Kiryl le advirtió que él no se sentía complacido, pero Alena sabía que Vasilii se preocuparía si ella no contestaba a su mensaje.

El mero hecho de correr hasta el bolso le hizo darse cuenta de los cambios que había producido Kiryl en su cuerpo. Aunque ya no la tocaba, Kiryl seguía poseyendo sus sentidos y, a través de ellos, su cuerpo. Le dolía el pecho en el punto en el que él había provocado su deseo. Todo su cuerpo temblaba al saber cómo la había transformado y cuánto lo deseaba. Muchísimo. En ese momento y para siempre. Y una parte de ella se alegraba.

Le temblaba la mano con la que sacó el móvil del bolso y miró el mensaje.

–Es de Vasilii –dijo.

Kiryl la vio leer el mensaje de su hermano y fruncir el ceño.

–¿Sucede algo? –preguntó.

Se acercó a ella.

–No, no. Vasilii dice que sus negociaciones se están prolongando más de lo esperado y que no regresará a Londres hasta dentro de cinco días. Yo estaba deseando contarle en persona lo de tu maravilloso donativo a la fundación, pero ahora tendré que hacerlo con un mensaje.

Kiryl se puso tenso. Lo último que quería era que Vasilii se enterara de su presencia en la vida de su hermana antes de que él eligiera hacerlo partícipe de ese hecho.

–¿Y por qué no esperas a decírselo cuando vuelva? Así podrás enseñarle el cheque al mismo tiempo que se lo dices –sugirió con una sonrisa.

–Sí. Sí, haré eso –repuso ella.

De pronto se sentía avergonzada. El mensaje de Vasilii había alterado el sentimiento de conexión que tenía con Kiryl, dejándola físicamente alterada por la intensidad de su respuesta sexual a él. Sin el calor de sus brazos en torno a su cuerpo, esa intensidad ahora le parecía más de lo que podía controlar.

–Tengo que irme –dijo.

–¿Huyes de mí? –se burló él.

Era mala suerte que su hermano hubiera enviado el mensaje en ese momento. Una parte necesaria del plan de Kiryl era que Alena cayera completamente bajo su hechizo sexual, y eso implicaba no solo excitarla, sino también poseerla, ganarse completamente su confianza, subyugarla de modo que la voluntad de él importara más para ella que la de ninguna otra persona, incluido su medio hermano. Implicaba darle el mejor sexo que ella pudiera imaginar… o el mejor que tendría jamás.

Sabía que podía volver a tomarla en sus brazos y hacer que ocurriera eso, pero quería que fuera ella la que suplicara sus caricias, anhelara que la poseyera… se lo pidiera. Y en ese momento veía que estaba demasiado nerviosa para que ocurriera eso.

Además, se veía obligado a admitir que la interrupción y el retraso en sus planes no eran lo único que le molestaba en ese momento. La inmediatez e intensidad de su propia excitación hacían que le doliera el cuerpo como hacía mucho, mucho tiempo que no le ocurría. Se dijo que ese deseo era el resultado de su necesidad de tener éxito en sus planes, no un deseo específico por Alena. Después de todo, ¿cuándo había deseado él a una mujer hasta el punto de suspirar por ella contra su voluntad? Nunca. Y nunca lo haría. La inocente entrega de Alena, su respuesta abiertamente sensual y el hecho de que le hubiera mostrado que nunca había experimentado aquello tenían la culpa de la intensidad de su deseo.

Su hermano era responsable de haber alterado sus planes con su mensaje, ella solo tenía la culpa del deseo que lo invadía y que también alteraba esos planes. Desde luego, no entraba en el plan desearla físicamente. Él necesitaba la mente fría y clara y el cuerpo totalmente controlado. Había invertido demasiado de sí mismo, demasiado de lo que había sido y de su procedencia, demasiado de adonde quería ir y de lo que había hecho para llegar allí… había invertido tanto en el objetivo que estaba a punto de conseguir que fracasar ahora resultaba impensable. Especialmente si el fracaso se debía a que su cuerpo anhelaba poseer a una mujer determinada. Una mujer que había conseguido tocar de algún modo su oscuridad emocional, esa parte de sí mismo que todavía permanecía más allá de su control.

Alena parecía tensa y apretaba el bolso de un modo que expresaba claramente que quería marcharse… debido a que su hermano había reclamado su apoyo a través de la distancia.

–Te acompañaré a tu suite –dijo Kiryl. Cuando ella empezó a protestar, alzó una mano–. Por favor. Puede que no sea correcto hablar de estas cosas, pero creo que la tarde ha dado un giro que ninguno de los dos esperábamos del todo. Un giro que ha llevado un simple beso hasta un lugar que a mí me ha dejado… Bueno, digamos que lo que ha ocurrido entre nosotros ha tocado algo en mi interior, y eso significa que en este momento no quiero que ningún otro hombre te mire y adivine lo que hemos compartido. Y por esa razón debes permitirme que me muestre protector y algo posesivo y te deje sana y salva en tu puerta.

¿Cómo podía negarse ella a una petición así?

Cinco minutos después, Kiryl escoltaba a Alena por el pasillo que llevaba hasta la suite de su hermano, después de subir hasta allí en el ascensor con un empleado del hotel cuya presencia había hecho imposible cualquier conversación íntima. Kiryl pensó que, si iba a seducirla tan completamente que ella le entregara su absoluta confianza además de su cuerpo, tendría que hacerlo en algún lugar donde pudiera tenerla totalmente para sí, donde se desvanecieran las realidades de la vida y su lealtad a su hermano.

Habían llegado a las puertas dobles de la suite. Kiryl intuía que, si le sugería que lo invitara a entrar, ella se rebelaría. Maldijo de nuevo mentalmente la interrupción que había hecho que su intimidad llegara a su fin antes de lo que le habría gustado.

Alena se volvió hacia él. Se había sentido avergonzada yendo en el ascensor con él bajo la mirada del botones, y le ardía todavía el cuerpo por la intimidad que habían compartido.

–Gracias por el donativo –dijo con suavidad–. Y gracias por haberme hablado de tu madre y haberme dejado que te hablara de la mía y de San Petersburgo.

San Petersburgo. Por supuesto. Ella le había dicho lo romántica que consideraba la ciudad, y sería un lugar bastante íntimo en esa época del año en que los habitantes ricos se habían trasladado ya a climas más cálidos para huir del frío del invierno.

Kiryl le dedicó una sonrisa cálida que hizo que a Alena se le curvaran los dedos de los pies y la sangre le golpeara con fuerza en las venas.

–¿Entonces no te ha decepcionado nuestro encuentro? –preguntó él.

Ella negó con la cabeza.

–¿Te ayudaría que sea yo el primero que diga que he disfrutado de cada minuto de él y espero que podamos repetir ese placer? –preguntó Kiryl con voz tierna. Siguió hablando sin darle ocasión de contestar–: No quiero meterte prisa, Alena, pero creo que ninguno de los dos estábamos preparados para… para la química entre nosotros. Ha sido algo muy especial. Tú eres muy especial. ¿Lo ves? Haces que hable y me sienta como un crío que nunca hubiera deseado antes a una mujer. Pero es que ninguna mujer me ha hecho sentir lo que tú.

Eso, por supuesto, era verdad. Debido a su relación con Vasilii, ella había despertado en él sentimientos que ninguna otra mujer era capaz de suscitar.

–Quiero verte de nuevo mañana, si me lo permites.

–Sí.

Alena exhaló aquella única palabra junto con el aliento que había retenido. Sentía de verdad que estaba entrando en un mundo nuevo, un mundo mágico cuyo eje era Kiryl y lo que le hacía sentir.

–No puedo soportar tenerte fuera de mi vista.

Kiryl se encogió de hombros y soltó una risita, como si le sorprendiera la poca familiaridad de lo que sentía. Y era cierto. Le costaba dejarla marchar. Pero porque ella era muy importante para sus planes y no por la molestia en la entrepierna que indicaba que su cuerpo tenía también planes para ella. Una chispa de irritación interior riñó a su cuerpo por aquel inconveniente deseo.

–¡Hay tantas cosas que quiero compartir contigo y enseñarte!

Hablaba con voz profunda y levemente ronca. Y de pronto descubrió que sus palabras reforzaban de un modo incómodo la oleada de deseo que lo había pillado antes desprevenido. La deslealtad de su cuerpo le irritaba, pero en ese momento tenía cosas más importantes en las que pensar. Después de todo, cualquier hombre mayor de treinta años que se preciara tenía que poder controlar su excitación sexual.

–Hay muchas cosas que quiero que nos pertenezcan en exclusiva a nosotros –prosiguió con suavidad– y a lo que estamos empezando a sentir por el otro. Eso me está haciendo egoísta. No quiero compartirlo ni compartirte a ti con nadie más. Todavía no. Por lo menos hasta que sepa que tú…

Por supuesto, Alena sabía bien lo que quería decir. La atracción entre ellos podía ser imperiosa para ellos dos, pero no se imaginaba que Vasilii, por ejemplo, la viera del mismo modo. En el momento en el que mencionara su encuentro con Kiryl, su hermano le lanzaría una avalancha de preguntas que ella no quería afrontar. Lo nuevo y delicado del descubrimiento de sus sentimientos mutuos necesitaba la intimidad de ser compartido solo por ellos dos, no ser expuesto al interrogatorio de Vasilii, un interrogatorio bienintencionado pero posiblemente demasiado analítico e intenso.

–Yo siento lo mismo –le aseguró a Kiryl.

La confesión de él le daba confianza. No estaba sola en su deseo. Estaban conectados por una necesidad mutua. Eso era algo que compartían.

–Entonces será nuestro secreto… por el momento.

Alena abrió la puerta con su tarjeta, que tenía ya en la mano. Se volvió a mirar a Kiryl con ojos brillantes por la alegría embriagadora que sentía. Sujetando todavía la puerta, le puso una mano en el brazo y lo miró a los ojos.

–Gracias –musitó–. Gracias por el donativo a la fundación de mi madre y gracias sobre todo por esto –susurró con voz ronca.

Se puso de puntillas y lo besó en los labios.

El único pensamiento que pudo formular Kiryl, a quien pilló por sorpresa el violento deseo que le provocó el beso, fue una rabia ilógica. ¿Ella no se daba cuenta de que no debía mostrarse tan abierta y confiada con él? ¿De que no podía ser tan vulnerable? ¿Abrirse tanto a ser utilizada y a sufrir?

¿Pero qué le importaba a él que ella pudiera sufrir? ¿Cuándo le había importado que alguien pudiera sufrir? Nunca. Y no tenía intención de que le importara nunca. Eso solo podía llevar a un camino de debilidad y autodestrucción. Él tenía que seguir concentrado en lo suyo porque solo así conseguiría su objetivo. Y solo cuando alcanzara su objetivo podría librarse por fin de la sombra oscura del desprecio de su padre y dejarla atrás.

La apartó con firmeza y le dijo con sinceridad:

–Si no entras ahora, no entrarás sola. Y este no es el lugar en el que quiero…

Alena negó con la cabeza, pues no quería que dijera en voz alta lo que iba a decir. Porque si lo hacía, el efecto que tendría en ella saber que deseaba tanto hacerle el amor haría que le resultara tan imposible dejarlo como insinuaba él que le resultaba dejarla a ella.

–Mañana –le dijo Kiryl–. Mañana vendré a buscarte y cuando lo haga…

–Cuando lo hagas, estaré preparada –le aseguró ella, valiente y sincera.

Secretos y pecados

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