Читать книгу Secretos y pecados - Miranda Lee - Страница 8

Capítulo 3

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Después del primer shock, que la había dejado clavada en el sitio, una sensación parecida a la que había experimentado de niña al subir por primera vez en la montaña rusa se apoderó de Alena. La excitación y el miedo la embargaron en igual medida, un miedo horrible que luchaba con la euforia mientras su corazón caía en picado y subía de nuevo a gran velocidad.

¿Era una coincidencia que Kiryl estuviera allí? El corazón le latía con mucha fuerza. Se dijo que debía calmarse. Pues claro que era una coincidencia. Pensar otra cosa no le haría ningún favor a la adulta que quería ser. Kiryl no era el tipo de hombre que intentara impresionar a una mujer de aquel modo. Todos sus instintos le decían que no. Tenía que ser una coincidencia.

No sabía si decirse eso hacía que se sintiera mejor o peor. La verdad era que ya no sabía qué sentir. Ni lo que sentía de verdad. Kiryl se movió levemente, de modo que ahora la luz caía sobre él. Su expresión era inescrutable; sus ojos verdes brillaban y el movimiento de su cuerpo al acercarse recordó a Alena el acecho deliberado de un poderoso animal que se dispusiera a saltar sobre su presa.

–Alena, te presento al señor Androvonov –dijo Dolores.

Alena quería decir que ya lo conocía, pero Kiryl se le adelantó.

–Señorita Demidov, gracias por sacar tiempo para verme. Se lo agradezco.

Alena se sentía mareada, al borde del desmayo, como si su cuerpo y sus sentidos hubieran girado en un cacharro de feria gigante.

Kiryl le tendía la mano. Ella tuvo una reacción defensiva, el deseo casi infantil de esconder las manos a la espalda para que no la tocara, tan intensa e inmediata fue su conciencia del modo en que podía afectarle cualquier tipo de contacto físico entre ellos. ¿Y aquella mañana se había jurado que podía controlar sus reacciones con él? ¡Cómo se había engañado!

Dolores la observaba, esperando que le estrechara la mano a Kiryl. Alena tendió la suya de mala gana y al hacerlo protegió su mirada de la inspección de él, pues no quería que leyera en ella la debilidad que sentía.

La mano de Kiryl se apoderó de la suya; sus dedos fuertes y cálidos se cerraron sobre ella, manteniéndola cautiva. El cuerpo de Alena recordó, contra su voluntad, cómo la había sujetado el día anterior buscando el pulso en la muñeca y luego…

Tragó saliva con rapidez para reprimir la excitación sexual que corría por su cuerpo.

–Dolores dice que está pensando convertirse en donante de nuestra fundación –consiguió decir.

Tenía que mostrarse sensata y madura. Tenía que pensar solo en la fundación de su madre y en la deuda de responsabilidad que tenía para con ella.

–Sí –confirmó él–. Y he pensado que podíamos hablar de eso durante el almuerzo –continuó.

La tensión que sentía Alena aumentó aún más.

–Yo…

Estaba a punto de decir que tenía otro compromiso, pero vio la mirada esperanzada y complacida que le dirigía Dolores y recordó que había dicho a la presidenta que estaba libre ese día.

–Eso me daría ocasión de aprender más cosas sobre la fundación y su trabajo… y sobre su compromiso con ella. Sería una lástima que no pudiera dedicarme ese tiempo, ya que dejaré muy pronto el país por negocios.

¿La ponía a prueba? ¿Se atrevía a sugerir que no estaba comprometida con la fundación?

–Sí, por supuesto –repuso Alena–. Estoy libre para almorzar con usted.

–Excelente. Me he tomado la libertad de esperar que aceptara y he hecho algunos preparativos. ¿Está preparada?

¿Preparada para qué? ¿Una comida de negocios o…? «Deja de pensar así». Tenía que considerar aquello como un ejercicio de trabajo, un medio de mostrarle a su hermano que era capaz de controlar su herencia. El hecho de que Kiryl pudiera afectarla de un modo tan peligroso, tan sensual, era una debilidad que tenía que ocultarles tanto a él como a su hermano.

–Sí. Sí, estoy preparada –asintió.

Dedicó a Dolores lo que esperaba que fuera una sonrisa confiada y tranquila y Kiryl abrió la puerta para ella. Alena vio que Dolores parecía aliviada de que hubiera aceptado la invitación a almorzar. La presidenta había dicho que el donativo de Kiryl probablemente fuera muy generoso y continuado en el tiempo y no podían permitirse perder algo así.

Por supuesto, para salir por la puerta tenía que pasar delante de él. El discreto aroma de su colonia no conseguía enmascarar su olor personal… al menos ante ella. Su cuerpo reaccionó intensa e inmediatamente; sus pezones se convirtieron en botones duros de excitación sexual que empujaban impacientes contra la opresión de su bonito sujetador de raso y encaje. Por un peligroso momento, casi subió una mano para cubrir esa traición de su cuerpo. Inmediatamente a continuación se sonrojó al reconocer lo fácilmente que habría podido traicionarse.

¿Qué tenía aquel hombre, y solo aquel hombre, que podía afectarle de aquel modo? Sentía un deseo salvaje de conocer la respuesta a aquella pregunta, pero era también consciente de la parte mucho más cauta y conservadora de su naturaleza que la urgía a no mezclarse en una situación que el instinto le decía que no podría controlar.

Mientras Dolores los acompañaba al ascensor, se recordó que solo había accedido a una comida. Nada más. Una comida de negocios. El hecho de que él estuviera pensando hacer un donativo a la fundación de su madre era simplemente una coincidencia.

Pero a pesar de decirse eso, cuando se quedaron a solas en el ascensor, un impulso que no pudo controlar la llevó a preguntar:

–¿Qué le ha llevado a elegir la fundación de mi madre para su donativo?

La incertidumbre de su voz, combinada con el rubor que iba y venía en su rostro, complacieron a Kiryl, aunque, por supuesto, no iba a permitir que ella se diera cuenta. Confirmaban lo que su instinto masculino le había dicho, que ella era vulnerable a él como mujer. Eso le gustaba. Le gustaba mucho. Había llegado el momento de jugar un poco con ella, de ponerla nerviosa mientras lanzaba un pequeño cebo para tentarla a acercarse más.

–Estás dando por sentado que haré un donativo, aunque estoy seguro de que tu presidenta ha dejado claro que solo estoy contemplando esa idea. ¿Eso no resulta peligroso?

Alena, pillada con la guardia baja, solo pudo protestar.

–No. No lo doy por sentado. Solo quería saber… Siento curiosidad por saber por qué has elegido la fundación de mi madre.

–¿De verdad? ¿O quizá confiabas en que la hubiera elegido por tu causa? ¿Porque quería… complacerte a ti?

–¡No!

El ascensor se había parado y se abrieron las puertas. Alena, sonrojada, se alegró de que hubiera varias personas esperando entrar. Salió ciegamente del ascensor, con la cabeza baja, sintiéndose avergonzada y expuesta, totalmente privada de sus defensas. Tenía la impresión de que él podía leer en su vulnerable corazón. Su penetrante mirada verde era demasiado intensa y astuta. Pero probablemente habría visto a muchas mujeres tan conscientes sexualmente de él como lo era ella en aquel momento. Muchas, muchas mujeres. Para ella, sin embargo, todo aquello era nuevo… algo que la subía a las alturas para lanzarla después a las profundidades, dejándola tan alterada que corría el peligro de perder la capacidad de razonar.

Se dirigió instintivamente a la puerta principal del edificio, pero se detuvo bruscamente cuando Kiryl le tomó el brazo con firmeza y la hizo volverse a medias hacia él. Estaba tan cerca que sentía el poder de su sensualidad masculina envolviéndola como un campo de fuerza.

–Estoy pensando en tu fundación a causa de mi madre.

Sus palabras fueron tan inesperadas que Alena tardó varios segundos en comprender su significado. Respiró con fuerza.

–¿Tu madre?

Bien. Ya la tenía enganchada. Pero dado lo que él sabía de la estrecha relación que había tenido ella con sus padres, en especial con su madre, Kiryl sabía de antemano que meter a su madre en cualquier conversación que mantuviera con Alena conseguiría despertar su interés y también su simpatía. En aquel momento, no obstante, después de haber despertado su interés era mejor dejarla un poco en suspenso, así que negó con la cabeza.

–Este no es el mejor momento para esta conversación –le dijo–. Será mejor hablarlo durante la comida. ¿Te importa ir en taxi? Londres es el único lugar donde prefiero tomar taxis en vez de tener un coche con chófer siguiéndome por ahí. Me gusta la libertad que eso me da.

–No –repuso Alena, y soltó una risita–. Me encantan los taxis de Londres. Y yo también los prefiero a un coche con chófer –hizo una mueca–. Vasilii no lo comprende, y tampoco lo aprueba.

Era un pequeño detalle saber que él también amaba la libertad que a ella le daba estar en Londres. Algo muy simple que, sin embargo, hizo que inmediatamente se sintiera más relajada en su compañía… como si compartieran algo.

Kiryl la miró y sonrió para sí. Sabía muy bien, por la información recopilada por su agente, todo lo que gustaba y disgustaba a Alena. Su objetivo ahora era desarmarla hasta tal punto que acabara confiando en él.

–He pensado que podíamos comer en el hotel –le dijo cuando estuvieron en el taxi.

Alena asintió con la cabeza. Sabía que el hotel tenía un restaurante excelente. El tipo de restaurante donde se llevaban a cabo negocios importantes de un modo regular. Un restaurante de hombres, en opinión de Alena, con una carta en la que abundaban las comidas tradicionales de gourmet, los platos de pescado y porciones demasiado abundantes para ella. Era una bobada por su parte sentirse decepcionada. Después de todo, aquello era una comida de negocios y no una cita. Kiryl era obviamente un hombre ocupado, igual que su hermano, y ella sabía que, en circunstancias parecidas, Vasilii habría hecho exactamente lo mismo.

El recordarse que aquello era una comida de negocios hizo que se sentara recta en su lado del taxi y adoptara automáticamente lo que esperaba fuera la pose correcta de la mujer de negocios.

Kiryl, que se había relajado en las sombras más oscuras de su lado del asiento, se negaba a permitirse el error de mirarla. Todavía no. Eso vendría después. De niño, cuando deambulaba salvaje con otros chicos como él, pobres y medios muertos de hambre, y malvivía bajo los auspicios de una abuela adoptiva, había aprendido a pescar. A veces los peces que pescaba eran la única comida que había, así que había tenido que aprender a tener paciencia y esperar el momento apropiado para pillar desprevenida a su presa.

Sabía que su silencio incrementaría la tensión que veía que sentía Alena, y eso le convenía. El destino le había dado la mejor carta posible al cruzar a Alena Demidov en su camino… sin su hermano.

El tráfico aumentaba. Una de las muchas obras que había en las calles de Londres había hecho pararse el taxi. Kiryl miró a Alena por debajo de las pestañas. Su agente había hecho bien su trabajo y Kiryl sabía todo lo que había que saber de ella… desde el hecho de que su hermano la creía en ese momento bajo el cuidado de una anciana ex directora de un exclusivo colegio femenino hasta que probablemente era todavía virgen. Lo sabía todo del matrimonio de sus padres y de la pasión de su madre inglesa por su fundación, igual que sabía cuántos millones de libras esterlinas había en el fideicomiso de Alena y cuántas acciones del negocio de su hermano y su difunto padre pasarían a ser de ella cuando cumpliera los veinticinco años.

Era un peón muy valioso para el hombre que controlara su futuro, y no tenía nada de raro que su hermano se mostrara tan protector con ella y su eventual herencia. Con un activo como el que suponía su hermana, Vasilii Demidov poseía un gran poder de trueque que podía ser muy persuasivo. Con el matrimonio de ella, podía conseguir todavía más poder para él del que ya poseía. Habría muchos hombres que querrían forjar una alianza con él casándose con ella. Su virginidad no les importaría ni a su hermano ni al hombre que se casara con ella. Lo que importaría sería el poder de la alianza que crearían.

Él, desde luego, no quería casarse con ella. No quería casarse con nadie. Pero estaba muy dispuesto a dejar que Alena creyera que sí con tal de ganársela.

Lo que de verdad intentaba hacer era seducirla y que se enamorara de él, lo cual sería fácil, dada la buena predisposición hacia él que había visto ya en ella, y su inocencia. Y luego ofrecería terminar la relación siempre que su hermano se retirara del contrato por el que competían. Kiryl era la última persona que Vasilii Demidov querría por cuñado, un hombre nacido no solo en el lado equivocado de la sociedad, sino además criado en las cloacas de esa sociedad. En su opinión, Vasilii preferiría perder un contrato a un peón tan valioso como su hermana, quien, casada con el hombre apropiado, podía llevar más activos a la familia que los que supondría un solo contrato.

A Demidov no le gustaría el plan, por supuesto. No le gustaría nada. Pero tendría que claudicar porque la atracción de su hermana hacia él era su talón de Aquiles. Kiryl no tenía dudas de eso. Ningún hombre protegía a su hermana como lo hacía Vasilii Demidov si no fuera muy importante para él.

Y Alena… tendría el placer sexual que las miradas anhelantes que le lanzaba indicaban que quería. Y cuando su hermano diera finalmente su mano en matrimonio a cambio de aumentar su poder y su riqueza, ella podría recordar aquel placer cuando yaciera en brazos de un esposo al que quizá no deseara especialmente.

De pronto, sin previo aviso, pudo ver en su mente la cara de su madre… la angustia de sus ojos cuando le contaba que había confiado en su padre y él la había dejado y se había negado a reconocer a su hijo. La apartó con rapidez, tan despiadadamente como despachaba siempre las debilidades emocionales que encontraba en su interior.

El taxi salió de la calle principal y entró en la zona exterior de parada delante de la puerta principal del hotel. Mientras Kiryl pagaba al taxista, un portero uniformado abrió la puerta a Alena y la ayudó a salir. Kiryl la siguió al hotel y dio una propina generosa al portero. El hombre sin duda recordaría haberlo visto con Alena y eso añadiría más refuerzos a su desafío a Vasilii, que tendría que retirarse del contrato o arriesgarse a que su hermana se empeñara en casarse con él.

–Por aquí –dijo a Alena.

La tomó con firmeza del brazo y la condujo hacia los ascensores, pues ella se dirigía hacia la entrada del restaurante.

Aprovechando su confusión, la guio al interior del ascensor en cuanto se abrieron las puertas, sin hacer caso de la tensión que invadía de pronto el cuerpo de la joven.

–¿Qué haces? –preguntó ella–. ¿No íbamos a comer juntos?

–Sí, pero no en el restaurante. He pensado que nos resultaría más cómodo comer en mi suite.

¿Les resultaría más cómodo? ¿Qué quería decir con eso? Alena se sonrojó intensamente. Le ardía la cara al pensar en cómo le afectaba aquella intimidad con él. Mientras subían en el ascensor, se recordó que debía tener mucho cuidado.

Se volvió impulsivamente, con aprensión súbita y con el corazón latiéndole con fuerza.

–No creo que…

–¿Tienes miedo de estar a solas conmigo? ¿Crees que puedo intentar seducirte? –adivinó él–. ¿O es más bien que te preguntas cómo sería si lo hiciera?

–¡No! –negó ella inmediatamente.

El ascensor había parado. Se abrió la puerta. Él la miraba con una expresión que era una mezcla de regocijo y algo más que volvió a prender el deseo que Alena había sentido antes.

–Mejor –le dijo él mientras la guiaba fuera–. Porque puedo asegurarte que para mí esta comida es estrictamente de negocios.

Aquello era verdad, aunque no tuviera ninguna intención de permitirle saber a qué se refería exactamente.

Alena, dividida entre el alivio y la vergüenza de que él hubiera adivinado lo que pensaba, se recordó que, para ella, el único propósito de aquella comida debía ser la posibilidad de decirle más tarde a Vasilii que había conseguido el donativo de Kiryl a la fundación y que eso probaba que era lo bastante madura para ocupar el puesto de su madre.

La gruesa alfombra del pasillo apagaba sus pasos cuando se dirigían hacia una de las pocas puertas que había allí. Kiryl la abrió y le hizo señas de que entrara primero.

Enfrente de la puerta del pequeño vestíbulo rectangular en el que se encontraba Alena había unas puertas dobles, que Kiryl abrió para ella. La luz natural que entraba por los altos ventanales de la sala de estar de la suite alivió la presión que sentía en la garganta y que intentaba convencerse de que se debía a la atmósfera claustrofóbica del pequeño espacio sin ventanas del vestíbulo.

La decoración de la sala de estar le resultaba familiar, pues se había hospedado en hoteles exclusivos por todo el mundo. La habitación, lujosa y confortable, contenía todo lo que un huésped exigente pudiera necesitar, desde una chimenea falsa con un sofá pequeño a cada lado, hasta un escritorio y un armario grande que Alena sospechaba contenía una televisión oculta; un minibar y sillas de comedor colocadas ordenadamente en una de las paredes. Los colores, cremas y grises, eran muy de hotel, aunque las telas y la alfombra parecían obviamente caras.

–Llamaré para que traigan la comida. Espero que te guste lo que he pedido. Oh, y hay un cuarto de baño de invitados en la puerta que sale del vestíbulo –le informó Kiryl.

Alena asintió. Se alegraba de eso, por supuesto. No le habría gustado tener que cruzar el dormitorio de él para entrar en el baño. Claro que no. No le habría gustado nada. Porque podría haber mirado la cama, la cama de Kiryl, y quizá habría empezado a imaginarlo tumbado en ella… desnudo… con aquel cuerpo magnífico que sus sentidos insistían en decirle repetidamente que tenía, expuesto a su mirada hambrienta.

Cuando llegó al cuarto de baño de invitados, respiraba con tanta fuerza y el corazón le latía de tal modo, que tuvo que apoyarse en la puerta en cuanto entró y contar lentamente hasta diez en un esfuerzo por tranquilizarse.

Se apartó de la puerta y se echó agua fría en las muñecas para enfriar un poco la piel mientras se recordaba por qué estaba allí. La fundación y el donativo de Kiryl. Eso era lo único en lo que tenía que pensar. Se secó las manos y las muñecas con una toalla blanca inmaculada y oyó el timbre de la suite, así que supuso que había llegado el almuerzo.

¡Y qué almuerzo!

Alena abrió mucho los ojos cuando uno de los dos camareros que habían entrado empujando un carrito con ruedas, que habían colocado al lado de una mesa cubierta con un mantel blanco almidonado y todos los accesorios que cabían esperarse en los más prestigiosos restaurantes, colocó una silla para ella. El otro hizo lo mismo con Kiryl y a continuación depositó el primer plato delante de ella. Alena miró la ensalada de pera caliente y queso de cabra. Era su plato favorito.

–Gracias. Ya nos servimos nosotros –Kiryl despidió a los camareros con una propina y se levantó en cuanto salieron–. Primero una bebida, creo. Nuestra bebida nacional, para empezar.

Sacó una botella de vodka frío del cubo de hielo y sirvió dos chupitos.

–¿Vodka?

Él le tendió uno de los vasitos a través de la intimidad de la mesa pequeña, en la que había también copas de vino, sin darle otra opción que tomarlo. Alena tuvo que rozarle los dedos al hacerlo. ¿Por qué no había conocido hasta entonces aquella diferencia intensa entre su piel y la de Kiryl? La sensación inundó sus sentidos haciendo que fuera increíblemente consciente de su presencia. Podía oler el aroma sutil de su colonia, fresca y sin embargo también poderosamente erótica. Estaba tan cerca de ella que Alena habría jurado que podía ver la sombra oscura de su vello corporal en el pecho debajo de la camisa blanca de fino algodón.

Todavía no había probado el vodka y ya empezaba a sentirse mareada y con la cabeza ligera. Porque sabía lo importante que era aquella reunión… para la fundación y para ella. Empezó a temblarle la mano y después el cuerpo, pero comprobó con alivio que él no parecía darse cuenta. Dejó el vaso en la mano temblorosa de ella, tomó el suyo y brindó.

–Za vashe zdorovye. A tu salud –dijo antes de vaciar el vaso de un trago.

Alena sabía que esperaba que ella hiciera lo mismo. Era lo tradicional. Pero aunque consiguió devolver el brindis, solo pudo dar un sorbo pequeño del ardiente líquido.

–Dicen que es menos embriagador si lo bebes de un trago, pero veo que eres una mujer a la que le gusta prolongar y disfrutar de los placeres sensuales. Y beber vodka despacio es un placer sensual muy particular para aquellos que pueden soportarlo. Hay que aguantar su frío helado y después su calor ardiente. No es una misión para los débiles de corazón, pero yo ya sé que tú tienes un corazón valiente y temerario. Eso ya me lo has demostrado.

Le sonrió, con los ojos fijos en los de ella, sosteniéndole la mirada con la misma fuerza que Alena sospechaba que sostendría su cuerpo si así lo decidía. Y seguramente peor que sentirse atrapada fue la sensación de que en la mirada verde seductora de Kiryl había un brillo cómplice que sugería…

Alena no quería arriesgarse a pensar lo que sugería.

No pudo evitar preguntarse si sus palabras querían recordarle su sugerencia de que tenía miedo de estar a solas con él, sugerencia que ella había negado.

–Me refiero, por supuesto, a tu valor al afrontar el reto que debe de ser para ti heredar la responsabilidad de la fundación de tu difunta madre.

Pues claro que sí. ¿Por qué tenía ella que asumir un enfoque personal en todo lo que le decía? Y peor aún, llevarlo al terreno de lo muy consciente que era sexualmente de él, algo que habría sido más sano esforzarse por ignorar en lugar de alentar. Él mismo había dejado claro que su interés por ella no tenía nada de personal. ¿Era porque ella quería que tuviera un interés personal? ¿Porque quería que él la deseara y mostrara ese deseo? No. No y mil veces no.

–Estoy orgullosa de asumir esa responsabilidad –le aseguró.

Terminó el vodka para que él pudiera romper el contacto visual que mantenía con ella y confió en hablar como una mujer de negocios.

Kiryl señaló su plato.

–Espero que te guste la comida que he elegido.

–Es mi entrante favorito –confesó ella.

Por supuesto, lo era. Kiryl no había dejado nada al azar en esa comida. Sabía perfectamente qué platos de la carta del restaurante eran sus favoritos.

–Cuando te he preguntado qué te había atraído de la fundación de mi madre, has mencionado a la tuya –le recordó Alena, después de repetirse que aquello era una comida de negocios, por muy íntima que pareciera.

Hablar de la fundación la ayudaría a concentrarse en la realidad. Así que no le preguntaba por su madre porque deseara desesperadamente saber más cosas de él. No. Al menos eso se dijo.

–Sí –asintió Kiryl. Sacó una botella de vino blanco de un segundo cubo de hielo–. Prueba esto. Lo descubrí la última vez que estuve aquí y me gustó bastante.

Vino después del vodka que ya había tenido que beber. ¿Sería una buena idea? Alena vaciló un momento. Resultaba muy halagador que le pidiera opinión sobre una botella de vino. Ella no era una gran bebedora. Su madre no lo había sido y a Vasilii no le gustaba la moda nueva de que las jóvenes bebieran mucho.

Cubrió su copa vacía con la mano y negó con la cabeza.

–No, gracias. Me temo que no bebo mucho. Y menos en el almuerzo.

Kiryl dejó la botella y le lanzó otra de sus miradas penetrantes.

–¿Esa decisión es tuya o de tu hermano? –preguntó, y volvió a sonreírle.

Aquella sonrisa le decía a Alena que podía sentirse segura con él, pero sus palabras le habían hecho pensar que un efecto secundario de la protección de Vasilii era cierta inmadurez a la hora de experimentar cosas que otras chicas de su edad ya habían vivido. ¿Era así como la veía Kiryl? ¿Como una chica inmadura e inexperta? ¿Una chica en vez de la mujer adulta y sensual que preferiría un hombre como él?

–Mía –respondió–. Vasilii no toma decisiones por mí. Y tampoco querría hacerlo.

–¿Y por qué no me permites convencerte de que este vino incrementará enormemente tu placer en el tiempo que pasemos juntos?

A Alena le dio un vuelco el corazón. Una mujer con más experiencia sabría si Kiryl estaba coqueteando con ella con palabras que resultaban mundanas en la superficie y que sin embargo contenían una nota de sensualidad más profunda, pero ella no. Por eso, seguramente sería mejor ir sobre seguro y asumir que era simplemente su imaginación la que añadía una promesa sensual que seguramente no existía.

El efecto tranquilizador que le produjo tomar esa decisión desapareció de inmediato en cuanto Kiryl se levantó, se acercó a su lado, le retiró con gentileza la mano de la copa y siguió sosteniéndole la mano mientras le servía apenas media copa de un vino de color paja. Llenó a continuación su propia copa y devolvió la botella al cubo de hielo. Y no le soltó la mano. No solo la sostenía, sino que también le tocaba los dedos, que acariciaba levemente y casi con aire ausente.

–Estás temblando –le dijo.

Pues claro que temblaba. Porque él estaba tocándola. No, no solo eso; la acariciaba, y por eso temblaba de la cabeza a los pies y el corazón le latía con frenesí.

–Tu hermano debe de ser un protector muy estricto para que la idea de tomar media copa de vino sin su aprobación tenga ese efecto en ti.

¿Creía que temblaba porque le tenía miedo a Vasilii? Su hermano se merecía que lo defendiera y le dijera la verdad. Que nunca en su vida había tenido ninguna necesidad de temerlo y que siempre había acudido a él con todas sus preocupaciones para que la consolara. Pero si le decía eso, él podría preguntar por qué temblaba… y no podía decirle la verdad. Pidió perdón mentalmente a su hermano e intentó controlar el suspiro de alivio que pugnó por salir de sus labios cuando Kiryl le soltó la mano y volvió a su silla, donde se llevó la copa de vino a los labios.

–Háblame de la fundación de tu madre –dijo.

–Tú ibas a hablarme de la tuya –le recordó Alena.

Por un momento creyó que no la había oído. Él parecía mirar más allá de ella, a un lugar oscuro que solo él podía ver, con una expresión fija en el rostro.

¿Era solo una sombra lo que oscurecía sus ojos, o era la mirada fría como el hielo que parecía?

–Lo siento –se disculpó, incómoda.

–¿Por qué? ¿Por preguntar por mi madre? –Kiryl se encogió de hombros; su mirada se endureció todavía más–. No hay nada que sentir. No es ningún secreto, después de todo. La realidad de la vida de mi madre ha sido bien documentada por aquellos que no creen que sea apropiado que triunfe en la vida el hijo de una gitana sin hogar, porque eso desafía la prejuiciosa creencia de su propia superioridad y la inferioridad de aquellos a los que eligen etiquetar de ese modo.

Y Alena veía que esa forma de etiquetar, ese rechazo y esa crueldad lo habían herido mucho. Su tierno corazón de inmediato sufrió por él y por su madre.

–Es cierto que de niña ella no recibió la educación que se permitían los más privilegiados de la sociedad, pero eso no fue culpa suya. Mi padre estaba encantado de acostarse con ella… con la hermosa gitana a la que había visto bailando en un café de Moscú frecuentado por ricos. Pero en cuanto ella le dijo que estaba embarazada de mí, desertó y la calumnió diciendo que ella mentía sobre su relación y que él no me había engendrado. Le dijo que prefería ahogarme al nacer a reconocer que había engendrado un hijo de sangre gitana.

Alena no pudo reprimir un respingo emocionado.

–¿Tu madre te habló de la crueldad de tu padre para con vosotros dos? –preguntó.

Una oscuridad cerrada robó la luz de los ojos de Kiryl.

–No. Ella murió cuando yo tenía ocho años. Pero antes de eso, me dijo que quería que supiera lo importante que era el amor y cuánto me quería ella. Que el amor podía proporcionar la mayor felicidad que podía encontrarse en la vida y también el dolor más intenso. Quería que estuviera orgullosa de ser quien era, aunque vivíamos en la más abyecta pobreza.

Su madre había sido una tonta… demasiado débil para enfrentarse a su padre y exigirle que cumpliera con su deber para con ellos dos. Todas sus palabras de amor y de que debía sentirse orgulloso de sí mismo carecían de significado en el mundo real, el mundo regido por hombres como su padre, hombres triunfadores y ricos que controlaban su propio destino y hacían las reglas por las que tenían que vivir otros. Por lo que a Kiryl respectaba, era mejor centrarse en la realidad que seguir el consejo de su madre sobre la importancia del amor. Solo había que ver adónde la había llevado a ella. No, en su vida no había lugar para el amor. El amor solo debilitaba a aquellos lo bastante tontos para dejarlo entrar en sus vidas.

–¿Y cómo sabes lo que sentía tu padre por tu madre? –preguntó Alena.

Pensó que quizá él había entendido mal la situación. Después de todo, ningún padre podía ser tan cruel con su hijo.

–¿Cómo lo sé? Lo sé porque me lo dijo mi padre cuando finalmente conseguí encontrarlo después de que la mujer que me había acogido me contara la historia que le había contado mi madre antes de morir. Mi padre era un hombre rico, un hombre poderoso y respetado. Él me contó la verdad y después me arrojó a la calle, fuera de su gran mansión, como a una basura, para que me barrieran fuera de su vista. Entonces juré que algún día…

Kiryl dejó de hablar al darse cuenta de lo mucho que había dicho ya. No había sido su intención decirlo y, desde luego, nunca se lo había contado a nadie. Era porque quería atraerla a su plan suscitando su simpatía por su madre y haciéndole creer que tenía razones genuinas para elegir su fundación, por eso. Desde luego, no era porque algo en su expresión y en su respingo escandalizado había abierto una puerta en su interior que él creía bien cerrada y dentro de la cual estaban las cenizas quemadas del dolor que había encerrado allí. Era imposible que ningún ser humano vivo volviera a prender esas cenizas. Pertenecían a la promesa que se había hecho cuando yacía en la alcantarilla fuera de la casa de su padre, la promesa de que probaría su superioridad siendo más triunfador y más poderoso de lo que había sido su padre.

Su padre ya había muerto y su imperio había sido despilfarrado por el segundo esposo de la mujer joven con la que se había casado para que le diera un hijo que ella nunca había concebido, un hijo que había dicho a Kiryl que sería el único al que reconocería en su vida.

Con la adquisición de ese nuevo contrato, Kiryl alcanzaría por fin el objetivo que se había propuesto cuando había ido a Moscú con quince años a buscar a su padre y había sido rechazado. Ese objetivo había sido crear un imperio que fuera más grande, más rico y más duradero que el de su padre. Y Vasilii Demidov era lo único que se interponía ya en su camino.

Miró a Alena.

–Cuando oí hablar de la fundación de tu madre, supe inmediatamente que era algo en lo que quería participar.

Aquello era verdad. Cuando había leído lo de la fundación y el deseo de Alena de participar más en ella había sabido inmediatamente que podía ser una herramienta muy útil para ganarse su confianza.

–Sé cómo trabaja la fundación para ayudar a chicas a tener la oportunidad de conseguir una educación. Te admiro por querer asumir esa responsabilidad. Muchas jóvenes en tu situación se la pasarían a otra persona –dijo con calor.

–Yo no podría hacer eso. Mi madre entregó su corazón a esa fundación –ella hizo una pausa–. Debió de ser muy duro para ti crecer sin madre y…

–Según mi padre, tuve suerte de que, a la muerte de ella, me acogiera una familia sin rastro de sangre gitana.

Alena sentía la garganta oprimida por las lágrimas. En su mente podía ver a aquel pobre niño y sentía el anhelo de protegerlo. Un pobre niño tratado cruelmente por la vida.

–Tuve mucha suerte de tener los padres que tuve –comentó.

–¿Pero eres menos afortunada al tener un hermano que está tan decidido a controlar tu vida?

–Vasilii solo quiere lo mejor para mí –se apresuró a decir ella.

–Para ti y seguro que también para sí mismo –respondió Kiryl–. Pero será mejor que pasemos al plato principal antes de que se enfríe –añadió, antes de que Alena pudiera cuestionar sus palabras–. Espero que te guste el lenguado Dover.

–Sí, es otro de mis platos favoritos –Kiryl tendió la mano para retirarle el plato del entrante–. Pero ya lo sabías, ¿verdad? ¿Y por eso has elegido esta comida?

Al parecer, no carecía totalmente de inteligencia ni de la capacidad de razonar de un modo analítico. Kiryl le sonrió.

–Muy bien. Confieso que he preguntado en el restaurante cuáles eran tus platos favoritos. Solo quería causarte buena impresión.

Alena no podía mirarlo a los ojos. El corazón le brincaba de alegría e incredulidad al pensar que quería impresionarla y, sin embargo, al mismo tiempo sus palabras le habían producido cierta vergüenza que hacía que le resultara imposible mirarlo.

–Soy yo la que debería intentar impresionarte –consiguió decir, aunque un poco sin aliento y con la voz suave y ronca impregnada de sentimiento–. Después de todo, soy la que más tiene que ganar con nuestro almuerzo.

–Oh, yo no diría eso –repuso Kiryl. Colocó el plato principal delante de ella y retiró la tapa–. Yo espero ganar mucho con nuestra relación, Alena.

Mientras hablaba le miraba la boca, y como si su mirada transmitiera una orden silenciosa, Alena sintió que sus labios se suavizaban y abrían mientras en su interior se desenrollaban cintas deliciosamente sensuales de deseo que se agitaban al ritmo de su respiración.

–Háblame tú de tu madre –le pidió él, devolviéndola bruscamente a la realidad y al hecho de que el propósito de aquel encuentro era la fundación de su madre y no el efecto que él tenía en ella.

–Era una persona muy especial –respondió Alena, con voz suavizada por el amor a la madre a la que tanto había querido–. Todo el mundo lo creía así.

–¿Tu medio hermano también? Después de todo, ella era su madrastra.

–Vasilii la quería muchísimo. Tenía catorce años cuando se conocieron mis padres en San Petersburgo, donde trabajaba mi madre como profesora de inglés. La madre de Vasilii había muerto cuando él tenía siete años. Vasilii quería que se casaran antes de que ellos mismos supieran que querían casarse, o eso dice él siempre, aunque mi madre decía que supo que amaba a mi padre desde el primer momento en que lo vio.

Alena suspiró.

–Mi madre adoraba San Petersburgo. Mi padre y ella me llevaban allí todos los inviernos. ¡Es una ciudad tan romántica…! Una ciudad de cuento de hadas con el Neva congelado y las luces de los barrios viejos parpadeando en la nieve. Casi resulta posible pensar que has vuelto a los días en los que jóvenes atractivos vestidos con el uniforme de la Guardia Imperial conducían sus troikas tiradas por tres caballos a través del Nevsky Prospekt, dispuestos a echar carreras por la mañana después de haberse pasado la noche bailando. Y luego, en verano, cuando nunca se pone el sol, cuando la gente iba de fiesta a las islas del delta. Yo había soñado…

–¿Que encontrarías el amor allí? –sugirió Kiryl.

Alena negó con la cabeza.

–No soy tan soñadora como para esperar encontrar el amor allí solo porque le pasó a mi madre, pero creo que sería un lugar maravilloso al que ir con… con alguien especial.

Aquello fue lo más que pudo acercarse a lo que quería decir. Le parecía que pronunciar la palabra «amante» en presencia de Kiryl sería transmitirle su vulnerabilidad o hacerle pensar que se refería a él.

Kiryl conocía el San Petersburgo al que se refería Alena. El de los ricos y privilegiados. Después de todo, él era uno de ellos. Pero conocía también otro San Petersburgo. El de la pobreza de su infancia y el rechazo de su padre. Había dado la espalda a Rusia igual que su padre se la había dado a él. Kiryl se consideraba un ciudadano del mundo, no de una parte de él.

Pero no pensaba decírselo así a Alena. Quería que creyera que la comprendía y sentía empatía con ella.

Secretos y pecados

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