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Capítulo 2

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En la intimidad de su suite, Kiryl llamó a su agente por teléfono y le dijo sin preámbulos:

–Alena Demidov, hermana de Vasilii Demidov. Quiero saber todo lo que haya que saber sobre ella.

Desde la ventana de su suite, veía el jardín privado situado en la plaza de abajo, donde la luz de febrero empezaba ya a decaer. Una joven de Europa del Este caminaba por allí con dos niños que llevaban el uniforme de un colegio muy exclusivo. Pero a Kiryl no le interesaban ni el jardín ni sus ocupantes. Toda su atención estaba centrada en el plan que empezaba a forjarse en su cabeza.

–Todo, Iván. Quiénes son sus amigos, cómo pasa el tiempo o lo que desayuna. Quiero saberlo todo. Y sobre todo quiero saberlo todo de su relación con su hermano Vasilii. Quiero saber lo que él piensa de ella y cuáles son sus planes para ella. Y quiero saberlo mañana por la mañana.

Terminó la llamada antes de que el otro pudiera decir algo y empezó a pasear por la sala de estar de la suite.

Le cosquilleaba el cuerpo con una mezcla potente de excitación, desafío y del conocimiento de que se había embarcado en un juego que podía ganar. Alena era la clave para la caída de su hermano. Estaba seguro. Lo intuía, lo olía y lo sentía dentro, en los genes gitanos que le había dado su madre y que tanto odiaba y despreciaba su padre.

En su cabeza se formó inesperadamente la imagen de Alena como la había visto cuando tomaban el té juntos… como una frágil flor que un hombre podía arrancar y aplastar en la mano, tan evidentes resultaban sus emociones y deseos. Algo luchaba por cobrar vida dentro de él, algo que tenía sus raíces en el breve tiempo que había pasado con su madre antes de que ella muriera, el único periodo de su vida en el que lo habían querido de verdad. Vaciló un momento. Pero no podía permitirse ser débil. No podía tener la debilidad de su madre, que había amado a su padre y lo había concebido contra los deseos de él. Tenía que ser fuerte en todo por lo que había luchado tanto, empujado siempre por el recuerdo del hombre que había sido su padre burlándose de él mientras lo empujaba a la alcantarilla antes de alejarse.

Por fin estaba todo a su alcance. Y si tenía que sacrificar a esa joven para cumplir la promesa mental que había hecho a su madre muerta, lo haría.

«La promesa que he visto en tus ojos cuando me miras».

En la luz grisácea de aquella mañana de febrero, Alena yacía en la cama de su dormitorio diseñado y decorado con lujo, entre las mejores sábanas que se podían comprar, pero tan incómoda como si fuera la princesa del cuento a la que no dejaba dormir un guisante. Cuentos de hadas. ¿Acaso no se trataba de eso? Pero el cuento de hadas de una mujer joven, no el de una niña. El cuento de hadas de un príncipe que no solo era atractivo y bueno, sino también sensual y sexy, un príncipe que ofrecía la experiencia, no de un estilo de vida mimado y protegido, sino de una sensualidad potente… el tipo de sexo apasionado y emotivo que quizá era solo una fantasía.

¿Por eso se sentía tan nerviosa y temerosa? ¿Porque ahora que Kiryl le había dado a entender que podía hacer realidad su fantasía, temía descubrir que hacer el amor con él destruiría esa fantasía? Sexo con Kiryl. Intimidad con Kiryl. La intimidad de besos y caricias compartidos, su piel temblando de excitación y el embrujo de las manos y las labios de aquel hombre en su cuerpo desnudo. Se estremecía de excitación con solo pensarlo. ¿Pero acaso no debería sacarlo de sus pensamientos y de su vida? Desde luego, eso sería lo que querría Vasilii que hiciera.

Alena miró el despertador.

Tenía una cita esa mañana en las oficinas de la fundación benéfica creada por su madre. Sabía que Vasilii preferiría que esperara a cumplir los veinticinco años antes de seguir los pasos de su madre y dedicarse a dirigir la fundación. Él creía que era demasiado joven para una responsabilidad así, pero Alena estaba decidida a demostrarle que se equivocaba, pues había estudiado asiduamente el trabajo de la fundación desde la muerte de su madre.

Era una gran responsabilidad, sí. La fundación no solo controlaba las inversiones de los millones que habían donado sus padres, sino también el dinero procedente de otros patrocinadores y donantes a la causa, que era la educación de niñas que de otro modo no podrían tener ninguna. ¿Cuántas probabilidades tendría de convencer a su hermano de que estaba preparada para asumir esa responsabilidad si él se enteraba de sus osadas fantasías y su comportamiento temerario con Kiryl? Ninguna. Él juzgaría su comportamiento inmaduro e irresponsable.

Su madre había dicho muchas veces que la fundación era su modo de dar gracias a la vida por la felicidad que le había deparado al conocer a su esposo ruso. Ni siquiera Vasilii, con su actitud terca hacia el dinero y la beneficencia, podía discutir semejante motivación. Por mucho que a veces disgustara a Alena el control que ejercía Vasilii sobre ella y su vida, sabía muy bien que siempre lo querría muchísimo aunque solo fuera por el modo en que él había querido y valorado a su madre. El que un hombre tan duro e implacable hubiera estado dispuesto a admitir que una inglesa había transformado sus vidas, a través del amor sentido por su padre, era algo que siempre conmovía a Alena. El cariño de Vasilii por ella, su preocupación y su protección, eran su modo de devolver el amor que había recibido de la madre de ella. Alena lo sabía, aunque también le habría gustado que relajara un poco la guardia con respecto a ella.

¿De verdad quería poner en peligro todos sus esfuerzos por un capricho que tenía tanto de realidad como un arco iris sobre el Neva?

No le hacía falta preguntarse lo que pensaría Vasilii de su comportamiento actual. Le horrorizaría y enfurecería. Pero él no se iba a enterar, ¿verdad? Porque ella se mostraría sensata y responsable y no tendría nada que ver con Kiryl. Se concentraría en el futuro por el que trabajaba tanto y demostraría que estaba preparada para asumir el papel de su madre en la fundación.

Dos horas después, Alena se bajaba de un taxi en la puerta del edificio donde estaban las oficinas de la fundación benéfica de su madre. Se paró un momento a alisarse el suave abrigo de cachemira gris y respiró hondo. Su madre siempre decía que la apariencia contaba mucho. Que uno podía hacer o deshacer negocios simplemente por la impresión que producía, antes de decir una sola palabra. Alena había recordado esa mañana el sabio consejo de su madre y se había vestido para la cita. Aunque antes o después fuera su derecho y su herencia dirigir la fundación, no podría hacerlo bien si no contaba con el apoyo de los ejecutivos que trabajaban allí. Necesitaba ganarse su confianza si quería que siguiera creciendo la fundación de su madre. Por esa razón había intentado vestirse de un modo que transmitiera madurez, aunque mostrando también parte de su individualidad.

Se había puesto zapatos negros de medio tacón con medias opacas de invierno en vez de optar por botas de tacón alto hasta la rodilla. Las botas podían ser una opción sensata para el frío, pero ella no quería que la juzgaran como una frívola obsesionada por la moda. Para protegerse del afilado frío de febrero, se había envuelto una bufanda de lana gris alrededor del cuello y puesto un gorro a juego. Pagó el taxi sin quitarse los guantes grises y sonrió al portero que le abrió las puertas de cristal del edificio, quien le devolvió la sonrisa.

Su madre, al establecer la fundación, había querido situar sus oficinas centrales en Londres porque era su ciudad natal, pero en un lugar mucho más modesto que su situación actual en Mayfair. Su esposo y su hijastro la habían convencido de que aceptara que, si la fundación quería atraer donantes, una dirección de prestigio ayudaría a conseguirlo. Además de eso, Vasilii había insistido en que un bloque de oficinas sería un lugar mucho más seguro.

La seguridad era importante para él. Pero eso no era de extrañar, teniendo en cuenta que su madre había sido víctima de un secuestro que había terminado con su muerte. Después de eso, el padre de Vasilii había trasladado su negocio y su casa a Londres, aunque la madre de Alena y él se habían conocido en San Petersburgo. Su padre siempre había sido un hombre de una gran altura moral, tanto en los negocios como en la vida privada. La muerte de sus padres en un accidente de tráfico había sido un terrible shock y una pérdida tremenda para Alena, pero afortunadamente siempre había tenido a Vasilii.

Había estado mal por su parte dejarse llevar por lo que en ese momento empezaba a ver como una forma de locura en su deseo por Kiryl, y cuando entró en el ascensor y apretó el botón del piso décimo, se dijo que se alegraba de haber dejado el incidente atrás y haber empezado a concentrarse en lo que de verdad importaba en su vida.

Una de las cosas a las que se dedicaba la fundación de su madre era a ayudar a chicas pobres de todo el mundo. En ella trabajaban empleados de distintas culturas, y Dolores Álvarez, la presidenta sudamericana, había conocido la pobreza en la niñez. Ahora estaba en la cincuentena y las líneas de su rostro hablaban de su compasión y de su experiencia vital.

Sonrió con calor a Alena cuando esta entró en su despacho, y pidió café para ambas.

–Esta mañana hemos tenido una agradable sorpresa –dijo a la joven–. Supongo que sabes que uno de los objetivos de tu madre para la fundación era atraer más donantes de fuera y que hemos hecho una campaña para ello.

Alena asintió con la cabeza.

–Sí, sé que mis padres consideraban que era muy importante ampliar la esfera de la fundación.

–Después de la muerte de tus padres, recibimos algunos donativos muy generosos de sus colegas y amigos, pero fueron pagos únicos. Ahora, sin embargo, se ha puesto en contacto con nosotros un donante potencial que parece prometedor. Pero ha dicho que quiere conocerte antes de tomar una decisión.

Había llegado el café y, después de dar las gracias al joven ayudante que lo había llevado, Alena preguntó a Dolores:

–¿Es porque quiere saber si soy capaz de dirigir bien la fundación? Eso es exactamente lo que haría Vasilii.

–A los hombres ricos les gusta controlar su fortuna. Creo que es algo que va con sus planteamientos y con la ambición que los hizo llegar a ricos.

–¿Maniáticos del control? –preguntó Alena.

Dolores sonrió. Movió la cabeza.

–Tal vez, pero no podemos permitirnos mirarle el diente a un caballo regalado ni…

–¿Ni espantarlo? –sugirió Alena.

–No. No si queremos lograr los planes más ambiciosos de tu madre. El dinero que dejó a la fundación nos produce buenos ingresos, pero…

–Pero necesitamos más dinero. Sí, lo sé. He estudiado nuestra situación financiera, y el alza del coste de la vida en algunos de los países donde estamos más activos aumenta el coste de ofrecer estudios a los más pobres.

La presidenta le lanzó una mirada aprobadora que Alena sospechaba estaba también teñida de sorpresa.

–Eso es cierto, sí. Lo que significa que es importante encontrar a todos los donantes que podamos. Por lo que me ha dicho este, está considerando hacer una contribución anual muy generosa a nuestra causa una vez que esté satisfecho de que…

–¿De qué? –preguntó Alena.

Dolores parecía levemente incómoda.

–Dímelo –insistió la joven–. Tengo derecho a saberlo.

–Sí, por supuesto –Dolores vaciló todavía un momento–. Ha expresado sus reservas por el hecho de que una persona tan joven y… con tan poca experiencia, acabe antes o después haciéndose cargo de la fundación. Debido a eso, ha expresado su deseo de conocerte personalmente.

–¿Para valorar mi idoneidad para ocupar el puesto de mi madre?

–Para estar seguro de que toma la decisión correcta –la corrigió Dolores con diplomacia–. Por supuesto, si prefieres no verlo, seguro que podemos encontrar una excusa aceptable. ¿Quieres que le digamos que preferirías que lidiara tu hermano con la situación?

Alena sopesó lo que le había dicho Dolores. Si conocía a aquel donante en potencia y él no la consideraba capaz de ocupar el puesto de su madre, se arriesgaba a perder el donativo. Podía ser más seguro dejar que fuera Vasilii el que se reuniera con él. Pero si hacía eso, ¿cómo iba a convencer a su hermano de que era lo bastante madura para asumir el papel de su madre? Y lo más importante, ¿cómo iba a sentirse ella segura de su capacidad para hacerlo?

Respiró hondo.

–Si ese donante en potencia quiere conocerme, es justo que lo haga.

La mirada de aprobación de la presidenta le indicó que había tomado la decisión correcta.

–¿Te importa fijar un encuentro con él?

–Eso es fácil –respondió Dolores con una sonrisa. Está aquí ahora. Cuando le dije que ibas a venir esta mañana y que comentaría contigo lo de verlo, anunció que vendría aquí a verte. Intenté posponerlo, pero me temo que insistió.

Alena sabía que Vasilii habría insistido igual en la misma situación. Tal comportamiento podía resultar poco convencional para algunos, pero en el mundo en el que se movía su hermano los hombres de más éxito a menudo hacían sus propias reglas e ignoraban los convencionalismos.

–Por supuesto, si quieres que le diga que preferirías verlo en otro momento…

Alena pensó con rapidez. La verdad era que sentía cierta energía nerviosa en el estómago al pensar en la responsabilidad que asumía al aceptar conocer a aquel donante en potencia. Pero si quería que la tomaran en serio como una mujer en cuya madurez se podía confiar, tenía que portarse conforme a ello.

Enderezó la columna y negó con la cabeza.

–No. Lo conoceré ahora.

–Esperaba que dijeras eso. Gracias. Ese donativo significaría mucho para nosotros. Especialmente porque sería un ingreso regular, garantizado para los próximos cinco años. Le hemos pedido que espere en la sala de conferencias; te llevaré allí ahora. Y por supuesto, estaré a mano para responder cualquier pregunta técnica que pueda hacer.

Alena le dirigió una mirada agradecida.

La sala de conferencias de la fundación tenía ventanas que daban a la calle. Estaba decorada en un estilo funcional pero elegante, con una gama de colores blancos y grises que se oscurecían hasta el negro, con los muebles de cuero mostrando brillos sutiles de acero pulido. Pero lo que más atraía la atención eran las fotos colgadas en las paredes. Fotografías de niños, algunas de ellas hechas por niños y desenfocadas. Eran fotografías inquietantes, directas al corazón, que contaban la historia de cómo una chica muy pobre podía convertirse en una joven que podía llevar la cabeza muy alta gracias la educación y el apoyo que había recibido de la fundación.

Normalmente, eran las fotografías y sus historias lo que llamaban la atención de Alena al entrar allí. Su madre las había elegido personalmente y, siempre que las miraba, Alena casi tenía la impresión de que su madre estaba allí con ella.

Ese día, sin embargo, el foco primero de su atención no fueron las fotos, sino el hombre que estaba de pie delante de las ventanas. La luz que entraba por ellas delineaba su silueta y sus rasgos quedaban ocultos en sombras. Pero Alena no necesitaba verlos para reconocerlo. Su cuerpo y sus sentidos lo habían reconocido inmediatamente. Era Kiryl.

Secretos y pecados

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