Читать книгу Nacido para morir - Mónica Alvarez Segade - Страница 11
ОглавлениеEncantado
Cuando desperté estaba amarrado de pies y manos con cinta americana a una silla en lo que parecía una burda cabaña: apenas cuatro paredes y un techo hecho de ramas entretejidas. A mi derecha había un par de hamacas, una junto a la otra, y a mi izquierda un armarito viejo y una mesa con dos sillas dispares. Junto a la puerta había un viejo cajón de madera y otra silla, sobre la que descansaba una pequeña pila de libros gastados. No había ventanas, pero la estancia estaba iluminada por un farol de camping que colgaba del techo. Yo estaba más o menos en el centro, con lo que no podía ver si había alguien o algo más detrás de mí.
Justo cuando estaba pensando en cómo escapar, el chico y la chica que había visto en el claro entraron, colocando tras de sí la puerta, que no era más que un tosco tablón de madera.
Debían de haberse cambiado de ropa, porque ninguno de los dos estaba manchado de sangre. Él llevaba una chaqueta de cuero de estilo motero con tachuelas incluidas, una camiseta gris desgastada debajo, vaqueros rotos y unas Doc Martens negras con la puntera metálica. Ella, en cambio, se había decantado por unos vaqueros llenos de rotos, medias de rejilla, unas Converse con estampado de camuflaje y un jersey verde oscuro un par de tallas más grande de lo que le correspondía, que dejaba uno de sus hombros al descubierto.
—¡Estás despierto! —dijo ella alegremente. Tenía un marcado acento británico, lo que me resultó realmente chocante—. Temí que mi hermano te hubiera dado demasiado fuerte.
Así que eran hermanos. Bueno, eso saltaba a la vista: ambos eran pelirrojos, con mechas negras en el pelo, delgados, pálidos hasta lo indecible y con unos ojos de un azul tan brillante que casi parecían luces de neón. Ella era realmente guapa, con los labios carnosos, la piel de porcelana y curvas en los lugares indicados, a pesar de la delgadez. Pero entonces su hermano me enseñó los colmillos, y recordé lo que había visto en el claro.
—Por favor, no me hagáis daño —supliqué cuando ella se acercó a mí.
—No vamos a hacerte daño —me aseguró ella, con una sonrisa tranquilizadora.
—Aún —añadió él en tono amenazador. Tragué saliva, inquieto.
—Me llamo Evelyn, y este es Reed. ¿Cómo te llamas? —prosiguió ella, ignorando a su hermano.
—Ben. Me-me llamo Ben.
—Un bonito nombre —dijo ella—. Me temo que vas a tener que quedarte aquí hasta que decidamos cómo resolvemos esto, Ben.
—No tienes que explicarle nada a la comida, hermana —replicó Reed ácidamente. Su acento era igual de marcado que el de su hermana.
—¡No seas así! —le regañó Evelyn—. Tenemos que pensar bien esto, Reed.
—Matarle y ocultar su cuerpo es la solución más fácil —propuso él encogiéndose de hombros.
—Quizá, pero no la más sensata —replicó ella.
—No quieres matarle porque crees que es guapo, ¿verdad?
—¡De eso nada! —le gritó ella—. Bueno, es guapo, pero ese no es el motivo en absoluto —añadió.
—Vale, pues entonces no tendrás inconveniente en que nos bebamos su sangre y quememos su cadáver —dijo él.
—¡No, por favor! —intervine, con la voz una octava más aguda de lo normal por el pánico.
—¿No? —Reed se volvió hacia mí; si las miradas matasen…—. Dame una sola razón para no hacerlo.
El corazón me iba a mil por hora, pero de algún modo logré dar con una respuesta satisfactoria antes de que a Reed se le acabase la paciencia.
—Si me matas, en un par de días tendrás a toda la policía de Elmer’s Grove y alrededores buscándome, peinando el bosque con perros y con voluntarios —indiqué, hablando despacio para que no me temblara la voz ni tartamudeara de nuevo—. No creo que eso sea lo que quieres.
—Tiene razón, ¿sabes? —dijo Evelyn. Respiré hondo aliviado—. Tenemos que ser más listos.
—Ya, bueno, ¡pues no podemos devolverle tal cual! —exclamó Reed.
—Ya… Eso es cierto —aceptó Evelyn.
Se quedaron callados unos momentos, pensando qué iban a hacer conmigo. Nunca he sido muy religioso, pero mentiría si dijera que no lancé una plegaria a cualquier dios que pudiera estar escuchándome.
—Borrémosle la memoria —sugirió entonces Reed.
—¡No! —exclamó ella rápidamente.
—¿Por qué no? —quiso saber él, un poco mosca—. Es lo más fácil y sensato después de matarle y ya hemos descartado esa opción.
—No puedo decirte por qué, pero tengo la sensación de que eso no es lo mejor a largo plazo —respondió ella a la defensiva.
—No puedes decirme por qué, ¿eh? —se burló él—. Eso no se lo cree nadie, hermanita.
—Tengo mis razones y no te importan, ¿vale? —espetó ella cruzándose de brazos.
Se miraron intensamente durante al menos un minuto, como en un silencioso duelo de voluntades.
—Escuda tu mente todo lo que quieras, Eve, pero sé que me estás ocultando algo ―dijo Reed al final.
—Lo que tú digas, pero no vas a borrarle la memoria.
—¿Y qué hacemos, entonces? —preguntó Reed.
—Le prohibimos hablar de ello y le devolvemos a su casa —respondió Evelyn decidida.
¿Prohibirme hablar de ello? Vale, pero la verdad es que no necesitaba ningún estímulo extra para no contar todo eso. Y de todas formas, aunque lo contara, todo el mundo me tomaría por loco, así que poco daño iba a hacer.
—¿Ves? Ni siquiera se da cuenta de lo que podría implicar que la gente lo supiera ―dijo entonces Reed, señalándome—. Sería mejor que se lo borráramos.
¿Qué demonios? ¿Acababa de leerme el pensamiento? Era algo alarmante (más aún), pero que me hubiera leído la mente era la única explicación a un comentario que de otro modo resultaría completamente aleatorio y sin sentido. Espeluznante.
—¿Acaso dudas de mi encanto, hermano? Sé lo que me hago. Ben, no vas a decir nada de esto —añadió, inclinándose para poner su cara a la altura de la mía—: nada de lo que pasó en el claro, ni de este lugar, ni mucho menos de mí o de Reed.
—No diré nada, pero…
—Ben, mírame a los ojos cuando te hablo —ordenó haciéndome una seña con el dedo. Estaba harto de que me interrumpieran esa noche, pero en cuanto la miré perdí el hilo de mis pensamientos y no fui capaz de replicar—. No vas a contarle nada de esto a nadie, no hablarás de mí o de mi hermano, ni de lo que has visto en el claro y, por supuesto, no mencionarás la palabra «vampiro» cuando te refieras a tu pequeña aventura en el bosque, ¿entendido?
—Entendido.
En mi mente repentinamente algodonosa, su petición resultaba de lo más lógica y razonable. ¿Por qué hablar a la gente de vampiros, cuando lo mínimo que pasaría es que me tomaran por loco o pensaran que estaba bromeando? No, mejor inventar una excusa más plausible…
—Bien. Llévatelo de aquí, por favor —pidió Reed.
—¡Es una pena que no puedas quedarte más tiempo!… —suspiró Evelyn, sacando una navaja del bolsillo y empezando a cortar mis ataduras—. Podríamos divertirnos mucho, tú y yo.
—¿Di-ver-tir-nos? —repetí, saliendo del embotamiento.
—Sí, ya sabes… —respondió guiñándome un ojo.
¡Ah, qué bien! Le gustaba a la chica vampiro. Su hermano me miró de una forma que sugería que me arrancaría el brazo si intentaba tocarla, así que aparté la vista de ambos, intimidado.
—Eres muy guapa, pero no me van las chicas que quieren matarme —dije frotándome las doloridas muñecas. Reed arqueó una ceja y pensé que quizá me había pasado—. No te ofendas —añadí rápidamente, aunque lo que quería decir era «no me mates».
Nunca he podido controlar la verborrea en momentos de nerviosismo o estrés.
—No me ofendo, pero quien quiere matarte es Reed, no yo —replicó ella mirándome directamente a los ojos mientras cortaba la cinta de mis tobillos.
Su cara estaba justo entre mis rodillas cuando sonrió; una ola de calor me recorrió la columna y noté como me sonrojaba. Ella sonrió más ampliamente, parpadeando con lentitud, y Reed puso los ojos en blanco, exasperado.
—Llévatelo ya, antes de que cambie de idea sobre lo de matarle —la urgió, mirándome directamente mientras hablaba; el tono gélido de su voz hizo que me estremeciera.
Salimos fuera de la cabaña. Desde el exterior, parecía una maraña de arbustos y enredaderas. Lo único que la delataba era la puerta, pero en cuanto Evelyn movió un par de ramas para taparla resultó prácticamente indistinguible. Ella encendió una linterna, probablemente por deferencia hacia mí, y echamos a andar.
—Parece más pequeña desde fuera —comenté, en un intento más neutro de romper el silencio incómodo.
—Es porque está construida sobre una depresión natural del suelo —explicó—. Lo único que Reed y yo hicimos fue expandirla y nivelar el terreno.
—Muy ingenioso. —Más silencio incómodo—. ¿Qué me has hecho? —me atreví a preguntar—. Sé que me hiciste algo, a mi mente, hace un rato.
—Usé la hipnosis contigo, aunque nosotros lo llamamos «encanto» ―respondió ella—. Mirar a los ojos a un vampiro es peligroso. Pero, claro, tenemos ojos bonitos que quieres mirar.
—Y que lo digas.
—¡Qué gracioso eres! —rio. Estaba muy guapa cuando reía. Letalmente guapa―. En fin, será mejor que te lleve a casa. ¿Dónde vives?
—En el número 10 de la calle Maple —dije.
—Sé dónde está —dijo antes de que yo pudiera explicarle nada—. Será mejor que cierres los ojos.
—¿Por qué? —inquirí inseguro—. ¿Qué vas a hacer?
—No voy a morderte si es lo que piensas —me aseguró—. Hazme caso, cierra los ojos y coge aire.
—Está bien —claudiqué, cerrando los ojos.
—No respires hasta que yo te diga que puedes hacerlo, ¿vale?
Sus brazos me rodearon y entonces sentí como nos elevábamos y luego salíamos disparados hacia adelante. ¿Estábamos volando? Me atreví a abrir los ojos durante un segundo, pero estaba tan oscuro que no vi nada. Cerré los ojos de nuevo y menos de medio minuto después descendimos.
—Ya puedes respirar —dijo.
Abrí los ojos. A la luz de las farolas vi que estábamos en la linde del bosque y mi casa estaba a unos pocos metros, cruzando la carretera; nunca me había parecido tan acogedora hasta el momento. Pensando en cómo iba a explicar lo que había pasado y en la bronca que me iba a caer, di unos pasos hacia la casa, saliendo del dosel de árboles, antes de recordar mis modales.
—Gracias por traerme —dije volviéndome hacia ella, pero ya no estaba.
Crucé la calle y llamé a la puerta, preparándome mentalmente para el chaparrón. Abrió mi madre.
—¡Ben! —exclamó abrazándome—. ¡Oh, Ben, estábamos tan preocupados! ¡Tu padre estaba a punto de llamar a la policía!
—Lo siento mucho, mamá, no quería…, no quería preocuparos.
Entonces me soltó y creo que estuvo a punto de cruzarme la cara de un bofetón, de lo enfadada que estaba. Mi padre salió entonces de la cocina y, extrañamente, se mantuvo al margen mientras ella me echaba la bronca.
—No vuelvas a hacer eso nunca, ¿de acuerdo? —dijo. Su voz era dura, pero en ningún momento la elevó por encima del volumen normal; era peor que si me hubiera gritado. Bajé la cabeza, avergonzado y arrepentido—. Nunca vayas al bosque tú solo después de que anochezca, y menos sin el equipo adecuado.
—No lo volveré a hacer.
—Más te vale. —Volvió a abrazarme.
—¿Cómo has encontrado el camino de vuelta? —preguntó entonces mi padre.
—Por accidente —mentí—. Salí a un sendero, me puse a seguirlo, este me llevó a la carretera y a partir de ahí reconocí más o menos dónde estaba.
—¡Gracias a Dios que estás bien! —exclamó mi madre. Se apartó un paso para observarme bien, acunando mi cara entre sus manos—. Si te hubiera pasado algo, yo… no sé lo que habría hecho.
—Lo siento mucho, mamá, no volveré a hacer una cosa así nunca —repetí.
—Será mejor que te vayas a la cama; demasiadas emociones por un día —dijo mi padre—. Ya hablaremos de tu castigo mañana.
—Sí, papá.
Me fui a mi habitación sin rechistar, aunque una vez allí, tumbado en mi cama a oscuras, no pude dejar de pensar en los mellizos en su cabaña del bosque, en especial en Evelyn, en su belleza salvaje y en cómo había flirteado conmigo.