Читать книгу Nacido para morir - Mónica Alvarez Segade - Страница 13
ОглавлениеHincar el diente
Después de dejar a Ben en su casa, volví a la cabaña. Reed me esperaba sentado a la mesa, listo para empezar una discusión.
«¿Me vas a contar ahora por qué no querías borrarle la memoria?», preguntó en cuanto entré.
«No, déjame en paz», contesté.
«Eve, no esperarás que lo deje pasar así como así, ¿verdad? ¡Esto es serio!».
«Eso es exactamente lo que espero —respondí—, y ahora sal de mi cabeza».
«Como quieras», rezongó.
Sorprendentemente, le sentí retirarse lo suficiente como para poder volver a subir mis barreras. Rara vez discutíamos en voz alta cuando no había humanos cerca, pero no estábamos en la cabeza del otro constantemente, eso habría resultado confuso y mentalmente agotador.
Sin mirarle, comencé a desvestirme.
—¿Vas a salir? —preguntó.
—Sí, necesito hincarle el diente a alguien —respondí buscando entre mi ropa.
—Ese chico te ha puesto nerviosa, ¿eh? —dijo burlón. Me encogí de hombros―.Trae a alguien bueno.
Finalmente, encontré el vestido que buscaba y me lo puse. Sin que tuviera que pedírselo, me ayudó a subir la cremallera. Después de maquillarme levemente (apenas algo de color en los labios y máscara de pestañas), me puse las deportivas que había llevado antes y cogí unos zapatos de tacón para ponerme después; los tacones no son nada prácticos a la hora de conducir.
—¿Cuándo te he fallado en eso, hermano? —pregunté, dándome la vuelta para mirarle.
—Nunca —admitió—. Que tengas buena caza.
Corrí hasta el lugar donde manteníamos el coche oculto y tomé la carretera que salía del pueblo en dirección norte. Necesitaba alejarme de Reed lo suficiente como para poder pensar sin mantener las barreras subidas por si acaso espiaba mi mente.
Por mucho que fuera mi hermano mellizo, no podía decirle que la razón por la que no quería borrar la memoria de Ben era que había visto su cara en un sueño años atrás y jamás había podido olvidarla. Verle en el claro había sido una sorpresa; ¡era real! Y era humano.
Todo sucedió un año después de convertirnos, en realidad, la noche que matamos a nuestro alcoholizado y violento padre humano. Nuestro creador nos había prohibido ir a ver cómo estaba nuestra madre, pero aun así lo hicimos. Encontrárnoslo pegando a mamá nos enfureció tanto que perdimos el control y, cuando nos dimos cuenta, ya era demasiado tarde.
Un vampiro no puede emborracharse a menos que tome sangre de un borracho, así que estoy segura de que, si se lo dijera, Reed lo atribuiría al alcohol de aquella sangre. Pero la cerveza barata o el whisky de supermercado no son capaces de crear una cara con tanto detalle. Había sido un sueño confuso y enmarañado, pero su cara destacaba con claridad en medio de todo: Ben era importante. Aquel sueño había sido algo más, quizá un sueño premonitorio, solo que entonces no tenía forma de saberlo.
Al verle en el bosque, sin embargo, recordé que una vez un monje asceta siberiano había dicho que se avecinaba una guerra entre humanos y vampiros. Si su premonición era correcta, quizá mi sueño se refiriese a ella… o quizá no. El futuro siempre es algo incierto. Pero Ben era una pieza clave, de eso sí que estaba segura.
Llegué al bar a eso de la nueve y media, aparqué en una de las plazas libres frente al local y me puse los zapatos de tacón y la chaqueta de cuero que guardaba siempre en el maletero. No la necesitaba, por supuesto, pero había que guardar las apariencias.
El vestido que me había puesto estaba diseñado para atraer la atención. Era rojo, de cuero de imitación, con tirantes y escote en forma de corazón, muy corto y ajustado; algo que las chicas ricas de Hollywood se pondrían para una fiesta, pero yo lo usaba como reclamo. Era, al mismo tiempo, el cebo y la cazadora.
Como esperaba, todas las miradas se posaron en mí en cuanto crucé el umbral. Caminé hasta la barra sin mirar a nadie y me senté en uno de los taburetes libres. A mi lado había un hombre de unos cuarenta años, con el pelo entrecano y cierta barriga cervecera, pero sin llegar a tener sobrepeso. Olfateé discretamente en su dirección: no olía a ninguna enfermedad que pudiera estropear el sabor, y lo del alcohol se podía arreglar.
—¿Qué te pongo, guapa? —me preguntó el camarero tras comprobar mi carnet de conducir falso.
—Un bourbon, por favor —pedí—. Que sea doble.
—¿Mal día? —preguntó el hombre a mi lado.
—¡Ni se lo imagina! Me han despedido, mi novio me ha dejado y, por si fuera poco, ¡mi gato ha muerto! —dije, fingiendo echarme a llorar.
—¡Oh, pobrecita!… —El hombre se compadeció de mí enseguida, tal y como esperaba—. Bueno, este no será el sitio más sofisticado de por aquí, pero tienen buen alcohol para ahogar las penas en él.
—Tu bourbon, guapa —dijo el camarero, poniendo el vaso delante de mí.
—Cóbramelo a mí —replicó el hombre.
—No es necesario, de verdad.
—¡Insisto! —exclamó con vehemencia.
—Está bien. Gracias.
Tomé un trago en silencio mientras él me observaba. Ese tipo de miradas normalmente no gustan a la gente y les pone nerviosos, pero eso es precisamente lo que yo buscaba, alguien que me mirase con fijeza. Por si acaso, escaneé sus pensamientos.
La mayoría de la gente suele pensar en frases completas la mayor parte del tiempo, como un monólogo interno que nunca termina, y algunos incluso tienen conversaciones consigo mismos. Los adolescentes y los adultos que se criaron en los ochenta y los noventa suelen tener música en la cabeza cuando no están pensando en nada en concreto, fragmentos de canciones que les gustan o que simplemente son demasiado pegadizas. La gente creativa o que sufre de ansiedad a menudo imaginan cosas, imágenes en movimiento en su cabeza: lo que les gustaría que pasara, lo que temen que ocurra o esa historia que están escribiendo y visualizan en forma de película incluso antes de que exista en las páginas de un libro.
Generalmente, las imágenes inconexas, los pensamientos desmesuradamente agresivos hacia personas que acabas de conocer o las frases que acaban en imágenes violentas suelen ser un indicativo de alguna clase de enfermedad mental, pero de las malas, de las de hacer daño a animales por diversión y descuartizar gente para comértela, por poner dos ejemplos. Aquel hombre tenía una de las mentes más oscuras y fragmentadas que había visto hasta la fecha. Por fuera parecía totalmente normal, probablemente tuviera un trabajo y una buena vida, e incluso el anillo en su dedo me decía que estaba casado.
—¿Ya te sienes algo mejor, guapa?
—Sí, gracias —respondí sonriéndole.
—Bien. Me llamo Ted, por cierto, Ted Jones.
—Anna Carlson, pero todo el mundo me llama Annie —dije, y estrechamos las manos.
Me había presentado con el nombre del carnet de conducir falso que había usado esa noche en gran medida para que el camarero no me relacionara con mi nombre real. Ted me daba igual, ya que iba a ser encantado y su memoria borrada al terminar la noche.
—Bueno, Annie, aparte del alcohol, lo mejor de este sitio es la música —dijo señalando el tocadiscos del rincón—. Deberías ir a poner algo, aunque te aviso que no tienen nada de después de los noventa.
—Creo que me las apañaré para encontrar algo —bromeé.
Ted tenía razón: para el tocadiscos, el mundo se había acabado en 1999. Encontré Bad Reputation, de Joan Jett, en la máquina y la puse. Era una de mis canciones preferidas de todos los tiempos, aunque ya era vampira cuando salió. Volví a la barra.
—¡Buena elección, Annie! —me congratuló Ted.
—¡Gracias! —dije sonriendo como una boba.
Ted me invitó a otro trago tras el bourbon y luego a otro y a otro, mientras que él iba pidiendo bebidas sin alcohol. Sus intenciones eran claramente emborracharme, mientras que él estaba cada vez más sobrio. Definitivamente, era un predador sexual.
Podría haber jugado con él, hacerle gastar más dinero en mí, pero la medianoche se acercaba rápidamente y mi paciencia estaba bajo mínimos, así que fingí estar cada vez más borracha, hasta que dijo las palabras que esperaba oír:
—Oye, Annie, estás muy borracha, deberías irte a casa…
—Tienes razón… —me levanté e hice como que no podía mantener el equilibrio, así que caí sobre él, que me sujetó por la cintura—, pero no puedo conducir así…
—Yo te llevo —ofreció rápidamente.
Ah, sí, la táctica del buen samaritano. Muy típico.
—¿Harías eso por mí? —pregunté, exagerando la sorpresa en mi voz.
—Sí, claro.
Sonreía al hablar, pero no había nada parecido a la alegría en sus ojos. Es como si llevara puesta una máscara, pero no hubiera nada detrás, solo un vacío oscuro y frío.
—¡Gracias, Ted, eres genial!
Salimos de allí, yo prácticamente apoyada en él mientras seguía fingiendo estar borracha.
—Ese es mi coche —señalé.
Se detuvo un momento a admirar mi Chevrolet Impala negro del 69.
—¡Bonito coche! ¿Eres fan de Sobrenatural? —bromeó. Todo el mundo hacía esa broma cuando veía el coche que conducía. Pero la verdad es que Dean Winchester tiene razón, es una belleza.
—¿Fan de Sobrenatural? —repetí, dejando de fingir estar borracha—. Cariño, yo soy sobrenatural —añadí, enseñándole los colmillos.
Esa cara cuando se dan cuenta de que se han metido con la chica equivocada..., nunca me cansaré de esa cara. Intentó irse, pero le agarré del brazo y con la otra mano le agarré de la barbilla, obligándole a que me mirase.
—Entra en el coche en silencio —le ordené.
No tenía la fuerza de voluntad necesaria para resistirse (pocos humanos la tenían sin entrenamiento previo), así que hizo lo que le decía.
—¿Qué vas a hacer conmigo? —preguntó en cuanto salimos del aparcamiento.
—Te voy a llevar con mi hermano y nos alimentaremos de ti —le expliqué—. Quizá te matemos, quizá no; de cualquier modo, esto no va a ser agradable para ti.
La orden que le había dado le impedía gritar o pedir ayuda por cualquier otro modo, pero no le impedía mostrar su miedo.
—¿Por qué yo? —quiso saber. El terror empezaba a hacerse patente en su voz y eso me gustaba.
—Porque me recuerdas a mi padre —respondí—. Él también llevaba una máscara de persona normal, ¿sabes? Era contable y ninguno de sus compañeros de trabajo del banco habría dicho que era un borracho, que pegaba a su mujer y a sus hijos, o que abusaba de su hija. Tú eres igual.
—¡Yo no abuso de mi hija! —protestó.
Puse los ojos en blanco brevemente.
—Tú no tienes hija, Ted —repuse.
—Eso no lo sabes.
—Sé que tienes un hijo de unos veinte años llamado David con el que no te hablas, y que temes que algún día tu mujer abra los ojos y te denuncie a la policía por las palizas que le das, a veces por naderías —leí en su mente—. No es probable que lo haga, dado que siempre que los vecinos llaman a la policía ella lo niega todo. Pero no es por amor, no; a eso se le llama síndrome de Estocolmo.
—¿Cómo sabes eso? Lo de David y lo de mi mujer.
—Lo sé y punto —espeté—. De todas formas, aunque no tengas hija, estabas ligando con alguien que físicamente es más joven que tu hijo, así que tampoco te salvas por ese lado.
Aparqué el coche junto a una de las casas abandonadas a las afueras de Elmer’s Grove y mandé un mensaje a Reed.
—Tengo a uno. No te olvides de la cinta americana.
—¿A quién escribes? —quiso saber Ted, con la voz aguda por el miedo.
—Vamos, Teddy, sal del coche y en silencio, no me obligues a hacerte daño ―ordené, ignorando su pregunta.
Reed llegó poco después con la bolsa de deporte que usábamos para transportar el equipo. En ella llevábamos la ropa que nos poníamos para cazar (un par de chándales rojos y negros), toallitas húmedas para limpiarnos las manos y la cara, un mechero, cinta americana, un par de hachillas y poco más.
—Has traído a papá —advirtió Reed al ver a Ted sentado en la única silla entera de la casa—. Siempre que estás alterada traes a tipos que se parecen a papá.
Tenía razón, por supuesto, pero no me apetecía hablar de ello.
—¿Quieres sangre o no? —pregunté exasperada.
—Claro.
—¿Me vais a matar? —preguntó mientras Reed le amarraba los tobillos y el torso a la silla.
—Mi hermana cree que mereces morir o no te habría traído aquí —respondió él.
—Mira en su mente, verás por qué le he traído —dije a mi hermano.
Reed se inclinó para mirar a los ojos intensamente a Ted durante varios minutos. No necesitaba hacer eso para penetrar en la mente sin barreras de un humano normal, pero a Reed le gustaba hacer el paripé, sobre todo porque ponía nerviosos a los humanos.
—Ah, ya veo —dijo enderezándose—. Sí, yo diría que vamos a matarte. Te va a doler, pero será breve —añadió enseñando los colmillos al hablar.
—¡No, por favor, no me matéis! —suplicó Ted, al borde de las lágrimas.
—Lo siento, el juez ya ha dictado la sentencia y no admite apelaciones —le dijo Reed.
—Vamos a matarte, y si gritas será peor, así que por tu bien estate calladito ―le advertí, de nuevo cogiéndole de la cara para que no pudiera evitar mirarme, e imprimí un toque extra de encanto en la orden.
Mordimos cada uno en una muñeca; como le había ordenado, Ted no gritó, pero emitió un sonido agudo, como el que hace un ratón al ser pisado, y una lágrima le corrió por la mejilla.
El mordisco en sí solo le dolió unos segundos, después, su torrente sanguíneo empezó a llenarse de endorfinas, dopamina e incluso algo de melatonina, lo que hizo que se mantuviera dócil y calmado, casi en un estado de duermevela. No es algo que yo hubiera hecho que sucediera, si hubiera tenido elección (Ted no se lo merecía), pero era una respuesta biológica: al entrar nuestra saliva en contacto con su sangre, se activaba de forma automática. También ralentizaba la coagulación, así que por esa parte no podía quejarme.
Ted fue quedándose más y más flácido hasta que finalmente se desmayó; poco después, su corazón dejó de latir y para entonces apenas quedaba nada que chupar.
—Aún sabía un poco a alcohol —comentó Reed haciendo una mueca—. Creía que te habías asegurado de que dejaba de beber alcohol, como hacemos siempre.
—Dejó de hacerlo, pero debía de llevar bastante tiempo bebiendo antes de que yo llegara —me excusé.
—Da igual. Cambiémonos y cojamos un hacha cada uno —replicó él enderezándose.
Llevamos el cadáver de Ted al bosque en la dirección contraria a la cabaña y, mientras yo llevaba nuestro coche a su sitio, Reed empezó con la tarea de eliminar el cuerpo. No solíamos matar gente (incluso aunque algunos, como Ted, se lo merecieran), las leyes vampíricas del estado de Oregón no lo permitían, pero de vez en cuando hacíamos excepciones.
Teníamos que deshacernos del cuerpo de modo que fuera difícil de encontrar, para que fuera considerado todo el tiempo posible como un caso de persona desaparecida; eso garantizaba no solo que el caso no sería resuelto por los humanos, sino también que no llamaría la atención de los vampiros. Eso incluía trocearle, esparcir sus restos por cientos de millas a la redonda (enterrados a poca profundidad para que los animales dieran cuenta de ellos), y quemar manos, pies y cabeza, para que su identificación fuera mucho más difícil. Estaba el asunto del ADN, pero con suerte, cuando la policía requiriese una muestra para compararla, la señora Jones ya habría tirado todo lo perteneciente a su marido.
Nos llevó menos tiempo hacer trocitos a Ted Jones de lo que nos llevó esparcir dichos trocitos. Cuando volvimos al punto acordado, Reed vertió gasolina sobre los restos que íbamos a quemar (junto con la ropa y la cartera del muerto) y les prendió fuego.
—Descansa en pedacitos, Ted —dijo Reed con fingida solemnidad—. Y si ves a Satanás, no olvides decirle quién te ha enviado.
—Amén.
Una vez desaparecido el cuerpo, fui a por el coche de Ted, aún en el aparcamiento del ya cerrado bar; tras mover las cámaras para que no me vieran, me lo llevé y lo abandoné en una cuneta, con las puertas abiertas, su móvil en la guantera y las llaves en el contacto. Cuando volví con Reed, nos quedamos viendo como ardía la pequeña hoguera hasta que los últimos restos de Ted se hubieron reducido a meras brasas. En silencio, volvimos a la cabaña.
«¿Quieres hablar de lo de Ted?», me preguntó Reed mientras nos cambiábamos.
«No tenía planeado traer a alguien como él, créeme, pero fue el primero en prestarme atención y no tenía ganas de esforzarme demasiado —expliqué encogiéndome de hombros—. Iba a ser un tentempié rápido, solo alguien para completar nuestra dieta este mes. Pero entonces vi toda esa oscuridad en su interior…».
«No te sientas mal, tenía que morir —indicó Reed—. Y su familia estará mucho mejor sin él».
«No me siento mal por haberle matado, hermano. Me siento mal porque, después de tantos años, no paro de repetir patrones —expliqué—. Me da miedo no poder cambiar realmente».
«Podemos cambiar —me contradijo Reed—. ¿Recuerdas cuando nos convertimos? No había quién nos aguantase y ahora somos perfectamente capaces de vivir con los humanos…, si no tuviéramos que preocuparnos de que no aparezca Klaus para darnos el coñazo de nuevo».
«Sí…».
Hay tres tipos de vampiros según su dieta: los que se alimentan solo de sangre animal, esto es, los vegetarianos; los que se alimentan exclusivamente de personas, y los que siguen una dieta mixta. Klaus, nuestro creador, era un vegetariano y no permitía que nadie de su familia bebiera sangre humana. Habíamos discutido con él y nos habíamos ido de su lado hacía ya veinte años, pero nunca andaba lejos y, cuando nos encontraba, siempre intentaba convencernos de que volviéramos.
«Hablando de convivir con los humanos…, ¿vas a intentarlo con ese chico?», quiso saber Reed.
«¿Qué? ¿Con Ben? ¡No!», exclamé, quizá demasiado rápido.
«Sabes que no se puede mentir con el pensamiento, Eve —me recordó Reed divertido—. Aunque lo niegues, te veo las intenciones. Él te gusta».
«Vale, sí —admití al fin—. ¿Y qué? No es como si fuera a tener una relación con él».
«Las relaciones entre humanos y vampiros son…».
«Complicadas, lo sé», suspiré.
«Iba a decir un error, pero eso también. Mira, si te gusta, diviértete con él un poco y ya —sugirió Reed—. Sabes que nunca podrá ser nada más que un juguete».
«¡Qué cínico eres, hermano!», le acusé.
«No es cinismo si es verdad —replicó—. Solo hay dos cosas que un humano puede aportar a un vampiro: sexo y sangre. Te aseguro que, en cuanto hayas probado un par de veces de cada una, te cansarás».
«Lo que tú digas. Estoy cansada, me voy a dormir».
«Duerme bien, hermanita».