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El Chico No

La semana fue de mal en peor a partir del martes. En las clases no me estaba yendo tan bien como debería, básicamente porque me pasaba gran parte de mi tiempo de estudio chateando con Chris o algunos de los otros y luego hacía los deberes a toda prisa. Sabía que no debía hacerlo, y todos los días me prometía empezar antes; pero todos los días acababa diciéndome a mí mismo que, si no hablaba primero con ellos, no podría hacerlo debido a la diferencia horaria, y no quería perder el contacto con mis amigos de Nueva York.

Además de eso, Kyle estaba cada vez más competitivo conmigo, hasta el punto de que, cuando llegó el jueves, llegué a plantearme no presentarme a las pruebas de baloncesto.

—Tío, no hagas caso de Kyle, todo el mundo sabe que se le va la fuerza por la boca —dijo Hunter cuando se lo comenté, de camino a casa desde el instituto—. Preséntate, por favor. Te necesitamos.

—De acuerdo, me presentaré —claudiqué.

—Genial. ¿Quieres venir a hacer los deberes a mi casa? —preguntó al bajarse del coche.

—Vale. Voy a por mis cosas.

—Te espero en mi casa.

Pero la que yo pensaba que iba a ser una quedada tranquila para estudiar acabó incluyendo a todos los demás. Así que, como no cabíamos todos en la habitación de Hunter, nos instalamos en el sótano, donde tenía su consola y había un sofá viejo y varias butacas para poder sentarnos. Al poco de bajar, la señora Thompson nos trajo refrescos y algo de picar.

—Estudiad mucho, chicos —nos deseó, acariciando la cabeza de su hijo. Hunter hizo una mueca avergonzado e intentó zafarse, pero su madre se limitó a sonreír e irse.

—Tío, esa sí es una madre a la que me follaría —dijo Kyle cuando oyó la puerta de la escalera cerrarse.

Hunter no dijo nada, pero frunció el ceño de una forma que dejaba bien claro que no le gustaba que se hablase así de su madre. Kyle, que no lo vio, rio y volvió a sus cosas, pero pronto demostró que no sabía estar en silencio ni para hacer los deberes: a cada poco resoplaba, bufaba o hacía algún comentario, y Jeremy le reía las gracias. En un descanso para ir al baño aproveché para responder a un mensaje de Chris.

—¿Qué tal te va? —había escrito.

—Regular —escribí—. Quiero volver a Nueva York.

—¿No tienes amigos? —me respondió enseguida. Aún debía de estar viendo la tele a escondidas de sus padres.

—Sí tengo, pero… no es lo mismo, tío. ¡Ah, casi se me olvida! Le he preguntado a mi padre si me dejaría ir al concierto. Ya sabes, por intentarlo.

—¿Y qué dijo? —quiso saber Chris.

—Que me fuera olvidando —respondí—. Esto es un asco.

—Ánimo.

Volví al sótano, sintiéndome mentalmente agotado.

—Ben, ¿estás bien? —me preguntó Jim cuando me senté—. Pareces cansado.

—¡A lo mejor la señora Thompson puede hacerte un masaje! —rio Jeremy.

Jeremy solía creer que era gracioso y en ocasiones hasta lo era, pero esa vez solo me pareció que su chiste era de muy mal gusto.

—Creo que me voy a ir a casa, puedo terminar lo que me queda yo solo —dije empezando a recoger mis cosas.

—¿Qué pasa? ¿Te ofende lo que he dicho? —quiso saber Jeremy, a la defensiva.

—No me parece gracioso, solo eso —contesté encogiéndome de hombros—. Aunque no es a mí a quien deberías preguntarle si le ofende. Si se tratara de mi madre, no me gustaría que hablaras así de ella.

—¡Habló el abanderado del feminismo! —dijo Kyle, saliendo en defensa de Jeremy—. No te creas mejor que nosotros, Ben.

—No me creo mejor que nadie —dije levantándome.

—Bien, porque ser de Nueva York no te hace mejor —replicó levantándose también, con los puños cerrados.

¡Lo que me faltaba, pelearme con Kyle! Pero no iba a malgastar ni un solo segundo en él, así que opté por la vía diplomática y le di la razón.

—Lo que tú digas, Kyle —dije encogiéndome de hombros—. Estoy cansado, os veo en clase.

Y sin esperar a que respondiera, subí las escaleras hasta el primer piso; afortunadamente, Kyle no me siguió. Saliendo de la casa encontré a la señora Thompson en el jardín, recortando los setos.

—¿Ya te vas a casa, Ben?

—Sí, señora Thompson —respondí componiendo una sonrisa—. Gracias por los refrescos y la comida.

—Ha sido un placer.

Al llegar a casa terminé lo que me faltaba, apenas un par de preguntas bastante sencillas, y bajé al salón. Papá estaba en la cocina haciendo la cena (su plato especial, raviolis de setas), pero mamá estaba sentada en el sofá, mirando algo en el portátil.

—Hola —saludé sentándome a su lado.

—Hola, cariño.

—¿Qué haces?

—Estoy buscando información sobre un curso de montañismo —explicó—. He pensado que, ya que ahora vivimos más cerca de la naturaleza y más lejos de las amas de casa ricas con el culo gordo, quizá sea hora de cambiar de profesión —bromeó.

—Ajá. ¿Y qué cosas te enseñan en ese curso? —quise saber.

—Orientación, supervivencia en la montaña, primeros auxilios…, ese tipo de cosas.

—Parece divertido —acepté—. ¿Dónde es?

—En la parte de las Rocosas que atraviesa Montana —me informó, señalándome el mapa en la página web.

—La cena está lista —intervino papá, asomándose al salón.

Mientras cenábamos, retomé la conversación.

—Entonces, ¿vas a ir al curso, mamá?

—Sí, eso creo. He visto en el súper un anuncio de trabajo para guías de montaña y la verdad es que las condiciones son bastante buenas —explicó ella—. Me van a hacer una entrevista el lunes que viene y, si me contratan, es probable que la empresa se haga cargo de al menos la mitad de gastos del curso.

—Genial. Oye, papá, ya que mamá va a ir a Montana, podría yo ir…

—No, Ben, ya hemos hablado de esto —me interrumpió con tono cansado.

—¡Ni siquiera me has dejado acabar! —exclamé, dejando caer los cubiertos de golpe, que tintinearon con fuerza sobre el borde del plato.

—Ibas a preguntarme sobre Halloween otra vez —apuntó él manteniendo la calma—. Nueva York está al otro lado del país, no vas a coger un avión para pasar dos días con tus amigos —añadió categórico.

—Pero mamá sí puede ir a Montana, ¿no?

—El curso son dos semanas, cielo, no dos días —dijo ella, poniéndose del lado de mi padre, cómo no.

—Además de que tu madre es una adulta, no un adolescente en edad escolar ―añadió mi padre—. Dos días no son comparables a dos semanas, Ben.

—Pero si me fuera el viernes podría… —empecé, intentando argumentar.

—No vas a perder clase por algo como eso, me niego —me interrumpió de nuevo.

—¡Pero, papá, se trata de mis amigos!

—¡Pues haz nuevos amigos! —exclamó finalmente subiendo el tono de voz.

—Que te den. ¡Me iré a Nueva York aunque tenga que hacer autoestop todo el camino! —grité levantándome.

—Ben, por favor, cálmate y hablemos esto —intentó tranquilizarme mamá.

—No hay nada que hablar —repliqué, quizá con más brusquedad de la que pretendía—, no me vais a dejar y ya está, ¿no es eso?

—Estás siendo un crío, Ben —dijo mi padre levantándose también—. Será mejor que vayas a la cama.

—¡Te odio! ¡Y odio este maldito pueblo de mierda! —añadí, dándole una patada a la silla.

—¡Benjamin Arthur Connor, a tu cuarto ahora mismo!

Pero en lugar de obedecer a mi padre, salí corriendo de la casa, casi sin ver a dónde iba. Oí a mi madre llamándome a gritos desde el porche cuando crucé la carretera sin mirar, pero su voz y el resto de sonidos de la civilización se apagaron en cuanto me interné entre los árboles, aún corriendo. El maldito bosque estaba por todas partes, y en circunstancias normales no me habría acercado a él, pero no estaba pensando con claridad.

No estuve corriendo mucho tiempo, pero las ramas eran espesas e impedían el paso de la luz, así que pronto me encontré con que, a pesar de ser de día, bajo el dosel de ramas la claridad era mínima. Y lo peor de todo es que me había perdido.

Recordé haber leído en alguna parte que el musgo crecía en la cara norte de los árboles, porque era la más fresca y el musgo necesitaba humedad para crecer, pero el musgo estaba por todas partes, y no había camino.

Si hubiera ido en línea recta habría sido más fácil, pero no lo había hecho, sino que había ido esquivando ramas bajas, rocas y los propios troncos de los árboles, y eso hacía imposible que supiera de dónde había venido exactamente. En una clara falta de lógica, decidí que, en lugar de quedarme allí, llamar a emergencias y esperar a que me encontraran, volvería por mis propios medios. No estaba dispuesto a que un par de policías me llevaran a casa; habría sido admitir que mi padre tenía razón y me estaba comportando como un crío.

Después de veinte minutos de deambular, aún no había aceptado que me había perdido. Pero para entonces ya era de noche, con lo que no veía nada. Encendí la linterna de mi móvil y fui avanzando despacio. Todo iba relativamente bien… hasta que salí a un claro. Había dos personas allí: un chico y una chica de más o menos mi edad. Me habría alegrado de haber encontrado a alguien si no fuera por lo que estaban haciendo.

Había un ciervo muerto entre ellos, y ambos estaban mordiendo su cuello, bebiendo su sangre. Estaban tan absortos en su macabra tarea que al principio no se dieron cuenta de mi presencia, pero cometí el error de moverme, haciendo ruido al dar un paso atrás.

Al estar de cara a mí, ella me vio primero. Se apartó del ciervo y se puso de pie lentamente, quizá para no asustarme aún más. La sangre le manchaba la boca y la barbilla, convirtiéndola en una visión aterradora. Durante unos segundos, solo me observó con la cabeza ligeramente ladeada, luego dio un paso hacia mí y entonces fue cuando me di la vuelta y volví a correr a ciegas por segunda vez en un día. No llegué muy lejos, sin embargo: apenas había avanzado un par de metros cuando un puño salió de la oscuridad y me noqueó.

Nacido para morir

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