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Conocer

Celina comenzó a ir a una iglesia cercana y llevaba a las niñas con ella. Si bien ella creía en Dios, asistir a la iglesia era la única manera de conocer gente y organizar reuniones durante ese periodo de dictadura militar por el que estaba pasando el país.

Los viernes por la noche se reunía un grupo de personas en la casa de alguien y los adultos hablaban, se contaban sus cosas y compartían lo que cada uno había llevado para comer. Mientras tanto, los niños jugaban juntos; afuera si hacía buen tiempo o en otra habitación si era invierno.

En esas reuniones, Daniela y Paula conocieron a Marina y Silvia, que eran hermanas y con edades muy parecidas a las de ellas. Las cuatro niñas se hicieron amigas enseguida.

Daniela y Marina pronto buscaron estar a solas, ya que habían encontrado una afición que compartían: inventar y contarse historias. Las dos eran grandes lectoras y habían desarrollado mucho su imaginación.

Además, Marina estuvo un tiempo en cama por una enfermedad sin riesgo de contagio pero que debía guardar reposo y Daniela aprovechaba para hacerle compañía y contarle las historias que había ido pensando durante la semana.

Cuando Marina por fin se encontró mejor, las dos amigas salían a dar vueltas por el barrio, paseando para estirar las piernas y hablando concentradas en sus asuntos.

En varias de esas ocasiones, si miraban para atrás, podían ver dos cabecitas que asomaban por detrás de algún árbol, reconociendo a sus respectivas hermanas, que las seguían a escasa distancia.

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