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Michel Foucault: biopolítica y crítica a la naturalidad del sexo

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La relación entre poder, sexo y sexualidad en Foucault ha sido analizada por Judith Butler en numerosos textos. Butler comenzó a estudiar la filosofía de Foucault a partir de 1983, cuando era una becaria posdoctoral en la Universidad de Wesleyan. Por entonces, ya había presentado en Yale su tesis centrada en la filosofía alemana, y había empezado a familiarizarse con la filosofía francesa postestructuralista. En ese momento, Foucault se convirtió en uno de los autores clave de su genealogía conceptual, al introducir una concepción del poder descentralizada.

Para este pensador, el poder no emana de una figura soberana, sino que se distribuye y fluye por una red de relaciones de poder. Hay múltiples actores e instituciones que concentran y distribuyen poder, pero no se organizan de manera piramidal, sino en intrincadas relaciones que, además, son movibles y cambiantes. De esta manera, Foucault sostiene que el poder no se posee, sino que se ejerce: no hay un soberano único que ostenta el poder, como una posesión, sino que diferentes instancias lo ejercen de diferentes maneras.

El poder es, pues, algo que se distribuye en una especie de red sináptica que funciona en múltiples niveles, de lo macro a lo micro, y que se adentra incluso en los recovecos más íntimos de nuestras identidades. En este sentido, Foucault examinará los mecanismos disciplinarios que domestican los cuerpos de acuerdo con una normatividad impuesta; así, el poder se inserta en el núcleo mismo de nuestros cuerpos hasta penetrar en los gestos, las actitudes, los aprendizajes y la vida cotidiana.

Por otra parte, Foucault introduce un matiz fundamental en la comprensión del poder, que será central para entender el pensamiento de Judith Butler: el poder no es solamente coercitivo, sino que también tiene una dimensión productiva: produce verdades, sujetos, identidades, saberes, sexualidades. No solo prohíbe y coarta las libertades, sino que también nos proporciona un lugar en el mundo, un lugar en esa intrincada red de relaciones de poder. Con el fin de realizar su función configuradora de realidades, el poder se sirve de la formación de discursos, a través de los cuales se establecen la verdad y la mentira. Para este autor, el sexo y la sexualidad se han convertido en el lugar privilegiado en el cual se encuentra nuestra «verdad» profunda. El sexo (Foucault se refiere con «sexo» tanto al sexo biológico como a la sexualidad) ha sido sometido a vigilancia y examen mediante lo que Foucault llama una «puesta en discurso» de la sexualidad: desde el siglo xix se crean una serie de policías del sexo que no son otra cosa que ciertas instituciones, más o menos oficiales, que la vigilan, la clasifican y la distribuyen. Para ello, los análisis han de ser cada vez más severos, cada vez más detallados, creando una gran cantidad de saber en torno a la sexualidad. La medicina, la psiquiatría, la pedagogía, la justicia penal observan detenidamente la sexualidad de hombres, mujeres, niños, sanos, enfermos, personas con enfermedades mentales, etcétera.

Esta observación detenida lleva al desarrollo de lo que Foucault llama «disciplinas»: métodos que permiten el control minucioso de los cuerpos y todos sus movimientos, garantizando así su sujeción al poder. Las disciplinas tratan de maximizar la utilidad y la docilidad de los cuerpos. Para ilustrarlo, Foucault estudia cómo estos son domesticados en las escuelas, en las fábricas y, también, en los actos sexuales (monitorizados por la medicina y, también, por la religión). Las disciplinas desplegaron todo un aparato de vigilancia sobre la sexualidad para conformarla, como, por ejemplo, los controles de la masturbación infantil en la escuela y dentro del seno familiar. Pero a la vez, la sexualidad es objeto de una biopolítica de la población, por sus consecuencias procreadoras. La sexualidad y el sexo se encuentran, por tanto, en la encrucijada entre el individuo y la población. El sexo se sitúa de pleno en el juego político, y es acorralado, analizado, amaestrado, clasificado, tanto desde las disciplinas como desde las políticas de la población.

En el primer tomo de su Historia de la sexualidad (1976), Foucault rechaza la idea de sexo natural en tanto que dato primario y lo considera un elemento imaginario. Bajo la palabra «sexo» se acogen cuestiones bastante dispares las unas de las otras que tienen que ver con el aspecto físico, con la biología, con la sexualidad, con el deseo y con el comportamiento. Todos estos elementos diferentes se encierran en la categoría binaria de sexo. Foucault viene a decirnos que, en el sexo, categoría que ha sido siempre considerada como entidad natural, se entretejen cuestiones culturales. El poder, para Foucault, es muy hábil e invisibiliza sus propias estrategias: oculta los procesos de creación de conceptos tras la idea de naturalidad. Al presentar las producciones culturales como naturales, estas se tornan indiscutibles, inamovibles.

La concepción foucaultiana de un poder que se distribuye en relaciones de poder y que no es solamente coercitivo permite pensar las relaciones sociales más allá del binarismo opresor/oprimido, amo/esclavo. De esta manera, podemos subvertir jerarquías de pensamiento bien establecidas en el pensamiento moderno occidental. Además, para Foucault, el poder lo inunda todo, lo cual significa que no hay nada fuera de las relaciones de poder. No hay una realidad prediscursiva, prepoder, que no esté contaminada de relaciones de poder y a la que tengamos que acceder para liberarnos de sus cadenas opresoras. Dado que el poder se distribuye y se concentra en ciertos núcleos (autoridades, instituciones, etcétera), la multiplicación de focos de poder puede ser una estrategia para que las relaciones de poder sean más móviles y laxas. De esta idea partirá Judith Butler para su propuesta de multiplicación de géneros, que tratará de conseguir que las normas de género sean menos rígidas y no binarias.

Para Butler, como veremos, el binarismo de género es una estructura coercitiva y demasiado rígida que fomenta que las personas solo podamos vivir nuestra vida generizada identificándonos con unos estereotipos demasiado estrechos y marcados que corresponden a la masculinidad, por un lado, y a la feminidad, por otro. Butler no considera que haya que eliminar la masculinidad ni la feminidad, no hay nada de malo en estos géneros per se. No obstante, sí que considera que habría que tratar de fomentar que las posibilidades que tenemos para identificarnos con un género sean más amplias y, también, más flexibles y no definitivas. La masculinidad y la feminidad no tienen por qué ser tan rígidas y, además, existen otras formas de estar en el mundo que no encajan ni con la feminidad ni con la masculinidad, o que oscilan entre ambas.

Judith Butler

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