Читать книгу Judith Butler - Mónica Cano Abadía - Страница 12
Monique Wittig: contrato heterosexual y sexo imaginario
ОглавлениеWittig, junto a Foucault, le proporciona a la teoría feminista occidental, y a Judith Butler en particular, importantes herramientas conceptuales para realizar una crítica a la naturalización del sexo. Como hemos visto anteriormente, para Foucault, el proceso de naturalización de ciertos procesos socioculturales es problemático pues permite presentar ciertos aspectos de nuestras identidades (la sexualidad, por ejemplo) como naturales, es decir, como algo en lo que no se puede intervenir y que no se puede cambiar. El sexo es un elemento imaginario para Foucault, así como para Monique Wittig será una formación imaginaria.
El más célebre de los ensayos de Wittig, «No se nace mujer», toma claramente la formulación de Beauvoir en El segundo sexo y lo lleva hasta sus últimas consecuencias. Mientras que Beauvoir solamente problematiza el género, proponiendo que no es algo fijo y dado, sino un proceso cultural, Wittig lleva este planteamiento al sexo: cuestiona, explícitamente, la naturalidad del sexo. En opinión de esta, si el cuerpo natural es una ficción, también lo es el sexo natural. El sexo, como el género, es una norma que hay que cumplir y encarnar; «hombres» y «mujeres» son categorías políticas, no naturales.
Judith Butler expone en El género en disputa una afirmación de Wittig que parte de Beauvoir y que, al mismo tiempo, trasciende a la autora de El segundo sexo. Wittig asevera que la categoría de sexo no es ni invariable ni natural, sino una categoría política que tiene que ver con la división binaria de la humanidad con fines reproductivos. Hombre y mujer son categorías políticas que han sido naturalizadas para servir a las necesidades del contrato heterosexual. El sexo es una categoría con género, esto es, cultural, que forma parte de un esquema binario y jerárquico. Para Wittig, «hombre» y «mujer» son categorías tan políticas como pueden serlo «burgués» y «proletario». El sexo es, como la clase social, una categoría política.
A partir de esta idea, considera que el paradigma de relación de oposición con un hombre es la relación heterosexual. La jerarquización de la sociedad es estructural y afecta a todos los niveles de la vida, de forma simbólica, económica, lingüística y política. Lo diferente se domina en todas las situaciones. De esta forma, la estructura heterosexual exige que existan colectivos dominados. El pensamiento heterosexual oprime y se desempeña a través de ejercicios de dominación, por lo tanto, también se cristaliza en un contrato social implícito que impone lo que Adrienne Rich llamó «la heterosexualidad obligatoria». Wittig pone a esta obligatoriedad el nombre de «contrato heterosexual», y Butler el de «matriz heterosexual».
Wittig considera que la heterosexualidad es la condición clave para sostener la diferencia sexual, para mantener a la humanidad dividida en dos y solo dos conjuntos humanos que se oponen y se complementan: mujeres, por un lado, y hombres, por otro. Los cuerpos tienen anatomía, configuración hormonal y cromosómica, etcétera, pero se pretende que todo el destino de las personas derive de lo biológico. ¿Qué justifica que en la cultura moderna se fije la verdad del individuo en los genitales reproductores, imponiéndole todo un destino a la persona e impidiéndole que asuma otro? ¿Por qué los genitales, cuando los cuerpos tienen muchas otras partes? Esta selección es cultural y no natural. Lo biológico existe, pero se utiliza de forma cultural, se pretende inmovilizar, petrificar, cuando lo biológico es móvil, cambiante, variado. Lo físico se interpreta ya desde el entramado del pensamiento heterosexual. Así pues, el sexo no es una percepción directa, sino una construcción sofisticada producto de una percepción condicionada culturalmente.
Por lo que existe un mandato social y cultural, que es el contrato heterosexual, que rige nuestras estructuras afectivas. Ser mujer no es solamente actuar de cierta manera femenina, sino también sentirse sexual y afectivamente atraída por los hombres. Wittig considera que se hace necesaria una revolución afectiva para romper con la obligatoriedad del contrato heterosexual. Esta revolución afectiva es creativa y pasa por la generación de nuevas comunidades de afectos que no caben en la actual organización afectiva, que no tienen nombre y que serían incluso impensables desde el marco del contrato heterosexual. Así, nos anima a explorar diferentes formas de concebir los afectos y la convivencia social.
La figura clave de esta revolución afectiva es la lesbiana, pues para Wittig las lesbianas no son mujeres. Reflexiona sobre la frase de Beauvoir que afirma que no se nace mujer, sino que llegamos a serlo, y concluye que «mujer» es una categoría política y coercitiva que viene dada por un rígido entramado social que regula la feminidad incluso en los niveles más íntimos: la sexualidad de las mujeres se impone como una sexualidad heterosexual binaria que supone sentirse solo atraída por la otra categoría sexual, esto es, por los hombres.
Ser mujer y ser hombre es siempre ser heterosexual. La heterosexualidad se presupone y forma parte de los mandatos de la feminidad y la masculinidad. ¿Qué ocurre, pues, cuando ese mandato no se cumple? No solo falla el mandato heterosexual, sino el propio proceso de devenir hombre o mujer. No se es una mujer completa si no se desea sexoafectivamente a los hombres. Por tanto, Wittig afirma que las lesbianas no son mujeres. Por supuesto, esto supuso un gran escándalo en la teoría y el activismo feministas y lesbianos de la época, y aún hoy se debate sobre esta cuestión. Teóricamente, se trata de una afirmación muy interesante y que tiene todo el sentido dentro del marco de pensamiento wittigiano.
En este marco teórico, el hecho de que las lesbianas no sean mujeres, lejos de ser motivo de pena o angustia, resulta liberador y revolucionario. La figura de la lesbiana tiene el poder de situarse fuera del contrato heterosexual y de los mandatos de la feminidad. En este sentido, Wittig afirma, recogiendo a Beauvoir, que no se nace mujer y que no hay por qué llegar a serlo. Las lesbianas no lo hacen; incumplen el mandato y, así, son libres.
Butler reconoce el valor de estas reflexiones, pero las somete a examen crítico. Para nuestra autora, postular la existencia de un tipo de sujeto que se puede situar más allá o fuera de los mandatos culturales no es solo problemático sino imposible. Butler, en este sentido, es foucaultiana y afirma que no existen los sujetos prediscursivos, esto es, que no se vean contaminados por los discursos que, en cierta medida, nos configuran. No es posible ser un sujeto puro, completamente libre de las normas de género y sexualidad. Es lo mismo que afirmaba Foucault cuando decía, a propósito de las protestas de mayo del 68, que no hay playa bajo los adoquines: no hay un paraíso natural, puro, no contaminado por la cultura en el que nos podamos refugiar, o al que podamos huir, o por el que podamos luchar. Estas fantasías nostálgicas de un paraíso perdido son inciertas porque el poder lo inunda todo, y no hay instancias prediscursivas, preculturales, previas a los ejercicios de poder. Butler ahondará en esta idea y considerará que la lucha por la trasformación social no pasa por recuperar un paraíso perdido, o tratar de acceder a un dominio no contaminado por el poder y las normas de género y sexualidad, sino que la transformación social pasa por una transformación desde dentro de las normas en las que transcurre nuestra existencia. A través de su teoría de la performatividad, Butler mostrará cómo funciona el mecanismo que configura esas normas de género y cómo podemos actuar para transformarlas desde el interior.
Wittig será también una influencia importante para la teoría de la performatividad de Butler. Para la primera, hay que atender a cómo los discursos y el lenguaje tienen un papel configurador y fijador del contrato heterosexual. El lenguaje es configurador de realidades: crea y después sostiene el contrato heterosexual. Cuando nombramos la diferencia sexual entre hombres y mujeres, o los términos del contrato heterosexual, los creamos. Wittig considera que es preciso realizar, además de una revolución afectiva, una revolución lingüística para subvertir el contrato heterosexual. La manera en la que nombramos, por ejemplo, a la humanidad, utilizando el masculino como neutro («el hombre»), crea y sostiene una norma que, como hemos visto con Beauvoir, genera un falso universalismo del sujeto masculino que subordina a las mujeres y las relega a ser el reverso del sujeto. En opinión de Wittig, tenemos que utilizar el lenguaje de manera creativa para poder configurar nuevas categorías de pensamiento. Por ejemplo, en su texto literario Las guerrilleras (1969), utiliza el universal «ellas» para referirse a toda la humanidad, y únicamente cuando llegamos a la mitad del texto nos damos cuenta de que los hombres están incluidos y existen en esa sociedad. Esta transformación, en contraste a la revolución de los afectos que lideraría la figura de la lesbiana, se realiza desde dentro: utilizamos subversivamente los elementos lingüísticos que tenemos a nuestra disposición y en los cuales habitamos.
Butler recoge de Wittig la convicción de que el lenguaje tiene poder de producir lo real, lo que aparece como real ante nuestros ojos, y la convicción de que podemos actuar subversivamente desde dentro para transformar estos marcos de comprensión que generan la realidad que nos rodea. Butler reorganizará estas convicciones y les dará profundidad teórica con su teoría de la performatividad.