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Lo que promete la filosofía
Оглавление«La filosofía no promete al hombre conseguirle algo de lo exterior.»
EPICTETO4
Podemos decir, en una primera aproximación, que filósofo es aquel que se consagra desinteresadamente a la verdad; quien investiga, a través de una actitud interior de disponibilidad y atención lúcida, las claves de la existencia. La actividad filosófica es desinteresada, pues quiere la verdad por ella misma, no por su posible provecho, por sus resultados o frutos. Quizá por ello la verdad se ha simbolizado tradicionalmente como una mujer desnuda, pues nada tiene que ofrecer más que a sí misma.
La indagación de la verdad es un impulso acorde con nuestra naturaleza humana e indisociable de esta, un impulso que nos distingue de otros seres animados y nos eleva sobre ellos. Todo hombre ansía profundamente ver, comprender, y experimenta como una degradación la ignorancia y el engaño. En otras palabras, todos sentimos que el conocimiento de la verdad es tan valioso en sí mismo como indeseables son la ceguera y el error.
La filosofía, entendida como aquella actividad que busca encauzar este impulso humano hacia la verdad, no tiene, por lo tanto, una utilidad extrínseca. Ahora bien, está lejos de ser una actividad inútil –como tampoco lo son el juego, la contemplación amorosa o estética, la creación en todas sus formas, etcétera–. Hemos caracterizado a estas actividades como intrínsecamente útiles para poner de manifiesto que poseen una forma superior de utilidad, pues solo ellas satisfacen lo que más hondamente necesitamos: la experiencia de ser en plenitud, y la experiencia profunda del sentido de la vida, del valor intrínseco de todo lo que es.
El ser humano solo experimenta una felicidad íntegra y realiza satisfactoriamente sus posibilidades internas de ser en las actividades o estados que no tienen más meta que sí mismos. Lo intrínsecamente útil no equivale a lo inútil ni a lo no práctico. Nuestras necesidades más profundas no las puede satisfacer nada que no se baste a sí mismo, que no tenga una razón propia para ser apetecido. Y lo que nutre nuestro ser, ¿puede considerarse inútil?
Lo utilitario se relaciona con el “tener;” lo intrínsecamente útil, con el “ser”. Así, las actividades utilitarias aumentan nuestro haber, nuestras tenencias: a través de ellas adquirimos todo tipo de logros, de posesiones (materiales o sutiles), y desarrollamos las habilidades físicas y psíquicas que nuestro ego tiende a considerar también como “posesiones,” como parte de su haber. Pero solo las actividades valiosas per se, que no se orientan exclusivamente hacia la obtención futura de ciertos logros o resultados, permiten el crecimiento de nuestra esencia; solo estas últimas satisfacen nuestra necesidad de ser en plenitud.
El que ama no necesita que algo exterior justifique u otorgue sentido a su amor, pues ese estado interno es valioso en sí mismo. El que se conmueve ante la contemplación de algo profundamente bello sabe que su contemplación es un preciado tesoro; no necesita tasadores que le confirmen el valor o la utilidad de su experiencia. El saber (no el erudito ni el técnico, sino el que se traduce en sabiduría, en lucidez, en una visión penetrante y comprensiva de la realidad) se justifica en sí mismo porque satisface un impulso radical del ser humano. Estas actividades y estados no son inútiles, al contrario, son supremamente útiles, producen un resultado (y “útil,” recordemos, es aquello que produce un resultado provechoso). Este resultado es nada menos que la realización humana. No es que dichas actividades o estados sean medios o peldaños para lograr esta realización o plenitud; son, sencillamente, la forma en que esta última se actualiza y se expresa.
Saber para poder, para estar al día, para dotarnos de un aura de intelectualidad, para tener algo de que hablar, para lograr un puesto de trabajo, para “tener” conocimientos que exhibir; amar para comprar el amor de otros; jugar para ostentar nuestra habilidad y nuestra superioridad; crear para demostrar algo a los demás o a nosotros mismos; trabajar exclusivamente para ganar dinero…; nada de esto es saber, amor, juego, creación o trabajo genuinos. No negamos que algunas de estas metas sean, en ocasiones, legítimas –el “comercio” es necesario–, pero no pueden proporcionar al ser humano la plenitud que le es propia, y nadie debe sorprenderse de que conduzcan al hastío y a la mediocridad cuando se convierten en el tipo de metas predominantes. Nadie debe sorprenderse tampoco de que la depresión sea uno de los padecimientos característicos de nuestra civilización, básicamente mercantil, astuta, ávida y utilitaria.
El ser humano tiene una profunda exigencia de sentido. El que afronta su vida y sus actividades como Sísifo afrontaba diariamente su infructuosa tarea, se sumerge en el más profundo vacío. Pero las actividades estrictamente utilitarias terminan asimismo agostando el espíritu humano. De hecho, quizá no sea casual que el mito describa a Sísifo como el más astuto de los hombres, dado a toda clase de tretas, engaños y artificios, y que este hombre astuto fuera condenado al sinsentido, a la actividad más absurda, enajenante e inútil. Porque la astucia, la tendencia a convertir todo –hasta lo más digno de ser considerado como un fin en sí mismo– en algo de lo que esperamos obtener un beneficio interesado, es un camino directo al estancamiento de nuestra esencia, al vacío y a la enajenación.