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Introducción

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«En la vida humana, el tiempo no es más que un instante.

La sustancia del ser humano cambia sin cesar, sus sentidos se

degradan, su carne está sujeta a la descomposición, su alma es

turbulenta, la suerte difícil de prever y la fama, un signo de

interrogación. En breve, su cuerpo es un arroyo fugitivo, su alma,

un sueño insustancial. La vida es una guerra y el individuo un

forastero en tierra extraña. Además, a la fama sigue el olvido.

¿Cómo puede hallar el ser humano una manera sensata de vivir?

Hay una sola respuesta: en la filosofía. Mi filosofía consiste en

preservar libre de daño y de degradación la chispa vital que hay

en nuestro interior, utilizándola para trascender el placer y el dolor,

actuando siempre con un propósito, evitando las mentiras y la

hipocresía, sin depender de las acciones o los desaciertos ajenos.

Consiste en aceptar todo lo que venga, lo que nos den, como

si proviniera de una misma fuente espiritual.»

MARCO AURELIO1

Parecen quedar lejos de nosotros aquellos tiempos en que la filosofía tenía un profundo impacto en la vida de quienes la cultivaban, cuando era una práctica que conllevaba toda una ejercitación cotidiana y un estilo de vida. La palabra “filosofía” ha llegado a ser sinónimo de especulación divorciada de nuestra realidad concreta, de pura teoría, de reflexión estéril, y casi hemos olvidado que durante mucho tiempo fue considerada el camino por excelencia hacia la plenitud y una fuente inagotable de inspiración en el complejo camino del vivir.

Pero el rumbo discutible que con frecuencia ha seguido la filosofía en nuestra cultura no puede hacernos olvidar que esta nació, en torno al 600-400 a.C., en la antigua Grecia –y paralelamente en otros lugares, como la India o China–, no solo como un saber acerca de los fundamentos de la realidad, sino también como un arte de vida, como un camino para vivir en armonía y para lograr el pleno autodesarrollo. La filosofía no era únicamente una actividad teórica que podía tener ciertas aplicaciones prácticas; más aún, en ella, esta división entre teoría y práctica, entre conocimiento y transformación propia, carecía de sentido. Los filósofos de la antigüedad sabían que una mente clara y lúcida era en sí misma fuente de liberación interior y de transformaciones profundas; y sabían, a su vez, que esta mente lúcida se alimentaba del compromiso cotidiano con el propio perfeccionamiento, es decir, de la integridad del filósofo.

Esta convicción de que sabiduría y vida son indisociables hacía de la filosofía el saber terapéutico por excelencia. El término “terapia” alude aquí a su función liberadora y sanadora: era “remedio” para las dolencias del alma. Los primeros filósofos sostenían que el conocimiento profundo de la realidad y de nosotros mismos era el cauce por el que el ser humano podía llegar a ser plenamente humano; que el sufrimiento, en todas sus formas, era, en último término, el fruto de la ignorancia. Consideraban que la persona dotada de un conocimiento profundo de la realidad era, al mismo tiempo, la persona liberada, feliz, y el modelo de la plenitud del potencial humano: el sabio.

Pero, como decíamos, la filosofía fue progresivamente abandonando su función terapéutica. Poco a poco fue dejando de ser arte de vida para convertirse en una actividad estrictamente teórica o especulativa. Hoy en día se entiende por filosofía, básicamente, una disciplina académica y un tema de análisis y reflexión; rara vez una práctica, un sistema global de vida. Parece que ya no es preciso ningún compromiso activo con la propia integridad para ser filósofo y que el conocimiento filosófico ya poco tiene que ver con una vida plena.

Recuerdo, a este respecto, que el primer día de clase de mis estudios de Filosofía un profesor nos dijo esbozando una media sonrisa: «El que haya venido aquí esperando que estos estudios le ayuden a superar sus problemas o a mejorar su vida, ya puede ir abandonando esa pretensión». Lo peor de todo es que tenía razón: el panorama de los estudios filosóficos, básicamente abstracto, desconectado de nuestras cuestiones más inmediatas y anhelos más vitales, y en el que las opiniones de los pensadores se sucedían como un inmenso y caprichoso “collage” en el que la disensión parecía ser la ley, poco contribuía a darnos algo de la luz y orientación que nuestra supuesta “candidez de neófitos” reclamaba.

¿Qué ha pasado para que la filosofía, que fue maestra de vida por antonomasia, a la que acudían aquellos que aspiraban a una vida plena y feliz, haya llegado en buena medida a ser un conocimiento inoperante, vitalmente estéril, y, en ocasiones, mayor fuente de confusión interior que de claridad, serenidad lúcida, alegría y equilibrio?

* * *

La filosofía originaria, la que era sabiduría de vida, ha sido en gran medida desplazada en nuestra cultura por una filosofía bien distinta: la filosofía especulativa que todos conocemos. Pero, aunque relegada y silenciada en nuestra cultura, dicha filosofía originaria no ha muerto; ha seguido activa en Occidente, generalmente al margen de los ámbitos oficiales y académicos, y ha estado profundamente viva, y lo sigue estando, en gran parte de las culturas orientales.

Una de las ideas que propone este libro es precisamente la de que hay, en realidad, dos formas de entender la filosofía cualitativamente diferenciadas, aunque este hecho haya pasado desapercibido por haber estado ambas unificadas, de manera equivocada, bajo una misma categoría: la de la “filosofía”. No hablamos tan solo de sistemas diversos de pensamiento, sino de dos actividades distintas, con intenciones, metas y presupuestos diferentes, a saber:

• Una de ellas se corresponde con lo que habitualmente entendemos por “filosofía” en nuestra cultura actual: la filosofía especulativa que se enseña en las aulas, la que predomina en los ámbitos académicos y especializados.

• La otra filosofía tiene una naturaleza bien distinta y, por eso, aunque algunas de sus expresiones han formado parte de lo que en dichos ámbitos especializados se conoce como “historia de la filosofía,” no encuentra ahí su verdadero elemento. Queda desvirtuada si se la conoce exclusivamente en el marco de una disciplina académica, o en el de un manual en el que, a modo de inventario, se alinean los sistemas de pensamiento de los distintos filósofos.

¿Por qué? Porque, como hemos señalado, esta segunda filosofía –la que ha permanecido fiel a su sentido originario– es, ante todo, una sabiduría de vida: un conocimiento indisociable de la experiencia cotidiana y que la transforma de raíz, un camino de liberación interior. Más que como una doctrina o una serie de doctrinas teóricas autosuficientes, se constituye como un conjunto de indicaciones operativas, de instrucciones prácticas para adentrarnos en dicho camino. La filosofía así entendida se propone inspirar más que explicar; no nos invita a poseer conocimientos sino a acceder a la experiencia de un nuevo estado de saber y de ser cuyos frutos son la paz y la libertad interior. El modelo de esta filosofía no es un sistema teórico, ni un libro, sino la persona capaz de encarnarla: el “sabio,” el “maestro de vida”. Se trata de una sabiduría que no es fruto del ingenio ni de las disquisiciones de nadie en particular, que no es “propiedad” de ningún pensador; de hecho, allí donde ha estado presente nadie se ha sentido su propietario.

Esta última filosofía ha sido armónica y coherente en su esencia y en su espíritu (no necesariamente en su forma) en los distintos lugares y tiempos. En contraste con el carácter cambiante de la historia de la filosofía especulativa, se trata de una filosofía imperecedera, que no decae con las modas intelectuales, que no es desbancada por otras. Por ello, numerosos pensadores del siglo XX la han denominado “filosofía perenne”.

Para evitar confusiones, en un momento dado de nuestra exposición optaremos por denominar a esta “filosofía perenne” sabiduría o filosofía sapiencial, y a la filosofía especulativa, sencillamente filosofía.2 La filosofía –en su acepción restringida– no ha de ser confundida con la sabiduría, ni el mero filósofo con el sabio. No llamaremos “sabio” solo a aquel que ha alcanzado las cumbres del conocimiento y de la virtud (rara avis), sino, más genéricamente, a quien está comprometido con lo que hemos denominado la “experiencia de un nuevo estado de saber y de ser” y lo saborea en su vida cotidiana, a quien no confunde sus especulaciones subjetivas con la sabiduría y la visión directa” que solo esa experiencia proporciona. Los límites entre la filosofía y la sabiduría, así entendidas, no son rígidos. Estas categorías son solo orientadoras. Así, ciertas doctrinas filosóficas presentes en los manuales de la historia de la filosofía son sabiduría en el sentido señalado. El calificativo “sabiduría” busca hacer ver que, si bien estas doctrinas pueden ser objeto de la filosofía especulativa, no es esta la que puede revelarlas en su verdadera dimensión.

La filosofía especulativa ha sido la exclusiva de un reducto de especialistas; los “legos” difícilmente han tenido acceso a ella. La sabiduría, en cambio, ha sido accesible a todos. La medida del propio amor a la verdad, y no las dificultades formales, ha sido su única criba. La filosofía especulativa parece haber monopolizado las cuestiones fundamentales –además de, con frecuencia, haberlas desvitalizado y fragmentado–. Las tradiciones de sabiduría, por el contrario, sostienen que el conocimiento de lo más importante, de las verdades más significativas, no es privilegio de ningún experto o “entendido,” sino que está al alcance de quienes lo anhelan con pureza, persistencia y radicalidad. A estos últimos les es ajeno el “espíritu de propietario,” característico de “aquellos que dificultan las incursiones ‘ajenas’ en su parcela de saber”.3 Si son pocos los que se adentran en la sabiduría, no es por su inaccesibilidad, sino porque es limitado el número de quienes la desean realmente, porque son pocos los veraces y “puros de corazón”.

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En las últimas décadas, la Psicología ha sido la disciplina que ha decidido tomar el relevo de las cuestiones y tareas, originariamente propias de la filosofía sapiencial pero relegadas posteriormente por la filosofía especulativa, relativas a la consecución de una vida plena y liberada. Nos referimos, en concreto, a ciertos desarrollos de esta disciplina que se han erigido en claras alternativas frente a la psicología positivista clásica y al freudismo ortodoxo, y que se enclavan dentro de la denominada psicología humanista –también llamada “tercera fuerza”–. Estas nuevas vertientes de la psicología tienen mucho de filosofía de vida pues saben que las “recetas” y las “técnicas” no funcionan a largo plazo y que solo el conocimiento profundo de uno mismo, arraigado en el conocimiento de nuestro lugar en el cosmos, puede ser fuente de plenitud y de verdadera y permanente transformación. No piensan en términos de salud y enfermedad psíquica, sino de crisis, conflictos y reajustes dentro del movimiento global de la persona hacia su completa realización. Consideran que esta realización no es algo que competa al individuo aislado, ni siquiera al individuo considerado en el marco de sus interacciones sociales, sino que requiere que este se abra a la dimensión trascendente de sí mismo que le pone en conexión con la totalidad de la vida. Saben que nada es realmente conocido si no se conoce en su contexto, y el del ser humano (el de su comportamiento, deseos, temores, búsquedas…) es la realidad en su integridad. Creen que una práctica psicoterapéutica que no conlleve un incremento de nuestro nivel de comprensión, de conciencia, tiene un alcance muy limitado y es a la larga ineficaz; en otras palabras, saben que hay una relación íntima entre el conocimiento profundo de la realidad y el despliegue de nuestras potencialidades. Pues bien, estas nuevas psicologías han hallado una importante fuente de inspiración en la sabiduría de todos los tiempos, en la filosofía perenne, como ellas mismas reconocen. Han sabido detectar y aprovechar su inmenso potencial para la transformación.

Resulta significativo que, mientras desde distintas disciplinas se está favoreciendo el renacer de la sabiduría en Occidente, la filosofía académica parezca ser uno de los ámbitos más ajenos a este resurgir. Ahora bien, también en ella hay quienes comienzan a afirmar que ya es hora de que la filosofía retome su función como maestra de vida. Que ya es hora de que admita que nuestra cultura está sedienta de dicha sabiduría de vida, de un conocimiento que se mida por sus frutos; que está cansada de la esterilidad, arbitrariedad y narcisismo de las teorías abstractas. Está tan cansada de estas últimas como de la futilidad de las técnicas que prometen un bienestar inmediato, pasando por alto el camino lento pero seguro del conocimiento. Como está cansada de la pretensión de ciertos grupos religiosos o ideológicos de monopolizar todo lo relativo al conocimiento de los medios que posibilitan el logro de nuestra libertad interior, de su pretensión de erigirse en los intermediarios de nuestra realización.

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Este libro es una invitación a conocer esa sabiduría que en nuestra cultura ha sido en gran medida relegada de los ámbitos oficiales. Se dirige a quienes siempre han sospechado que la filosofía les sería útil, si bien, cuando han acudido a lo que habitualmente se imparte como tal, se han sentido decepcionados o defraudados. A aquellos que creen que la filosofía debería ser algo mucho más relevante y directamente concerniente a la propia vida que lo que se enseña corrientemente como tal. A los que tienen demasiada sed de verdad, de realidad, de claridad en su mundo interno y en su vida, como para disfrutar de las acrobacias mentales de cierto “filosofar de salón;” en otras palabras, a quienes buscan verdades que sacien su sed, y no, simplemente, que satisfagan su curiosidad. También a quienes no creen que el acceso a los conocimientos más relevantes –los concernientes a los secretos últimos del ser humano y de la vida– deba ser el privilegio de ciertos especialistas ni el reducto de los conocedores de cierta jerga. A los que, por ello, desconfían de quienes ofrecen una filosofía que exige mentalidad y hábitos de técnicos, así como conocimientos alambicados o innecesariamente oscurecidos. A los que saben que la verdad se protege a sí misma y que no necesita, por ello, de preámbulos u oscurecimientos añadidos. Se dirige asimismo a quienes se han formado como especialistas en un ámbito particular y echan en falta un conocimiento más global y esencial que les aporte el horizonte que su formación no les ha aportado, pero temen el aura de complejidad y hermetismo que rodea a la filosofía. También a los que, interesados en su propio autoconocimiento y automejoramiento, quieren conocer cómo la sabiduría de todos los tiempos ha abordado y cimentado estas tareas.

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Hemos estructurado esta obra en dos partes:

• En la primera ahondaremos en algunas de las ideas apuntadas: ¿Es útil la filosofía? ¿Debe serlo? ¿En qué sentido lo es y en qué sentido no? ¿Qué queremos decir cuando afirmamos que hay un conocimiento que transforma? ¿Qué es la “filosofía perenne”? ¿Por qué la filosofía dejó de ser “sabiduría”? ¿Ha asumido históricamente la religión la función liberadora y sanadora (la del “cuidado de la salud del alma”) que dejó de tener la filosofía? ¿Dónde están los sabios en nuestra cultura? Etcétera.

• En la segunda parte nos adentraremos en lo que hemos denominado “filosofía perenne”. Intentaremos hacer ver cómo ciertas ideas básicas sostenidas por la sabiduría de todos los tiempos pueden iluminar nuestra vida cotidiana y desvelar su hondura y sus posibilidades. Estas reflexiones, a la vez que servirán de introducción a la sabiduría imperecedera, irán dando respuesta a preguntas del tipo: ¿Cómo desenvolvernos en medio de la complejidad creciente del mundo actual, sin desvincularnos de nuestro espacio interior y de sus exigencias? ¿Cómo entrar en contacto de modo habitual con ese espacio, el único que nos permite obrar con autenticidad, simplicidad y lucidez? ¿Es posible hallar la propia voz cuando la saturación de información y de voces ajenas ha falseado nuestras necesidades reales? ¿De qué manera conservar la inocencia, la puerta hacia la plenitud interior y hacia la sabiduría, cuando parece que todo nos invita a la astucia y a la lucha descarnada? ¿Cabe hacer de nuestra actividad habitual, cuando se imponen la celeridad o la rutina, un camino de crecimiento? ¿Cómo ser eficientes siendo a la vez creativos, es decir, sin que la búsqueda de resultados mediatice nuestra propia verdad y nuestra necesidad de expresión auténtica? ¿De qué modo habitar en la complejidad y en la incertidumbre sin caer en la desorientación o en la dispersión?…

Nuestras reflexiones no se impondrán como explicaciones cerradas ni como recetas para la acción; buscarán solo sugerir, de modo que el lector pueda ir encontrando y despertando sus propias respuestas dentro de sí.

La segunda parte de este libro orbitará en torno a ciertas máximas de la sabiduría perenne y a las intuiciones centrales de algunos filósofos (de filósofos sabios que han compartido la señalada concepción terapéutica de la filosofía). Con ello buscaremos mostrar cómo obras y autores que quizá creíamos distantes o inaccesibles pueden resultar cercanos y sugerentes; tal vez así, las barreras que alguien pensaba que existían entre él y buena parte de la sabiduría de todos los tiempos puedan ser felizmente salvadas. Propiamente, no explicaremos el pensamiento de esos filósofos; sencillamente, sus palabras nos servirán de inspiración para pensar por cuenta propia. Al hacerlo así somos fieles al espíritu de la sabiduría, que no es nunca “filosofía forense”: una invitación a repetir lo que ya se dijo, un culto a la letra muerta y al pasado.4

Nos encontraremos con referencias a la filosofía presocrática, muy en particular a la figura de Heráclito. Al estoicismo romano (Epicteto, Marco Aurelio, etcétera), los mejores herederos de lo que el pensamiento griego tuvo de “filosofía de vida”. Haremos alusión a pensadores que nos son más cercanos en el tiempo y que, dentro de la historia de la filosofía, han sido, en mayor o menor grado, emergencias de la sabiduría perenne, como Ralph W. Emerson, Søren Kierkegaard, Friedrich Nietzsche, Simone Weil, etcétera. A “sabios” contemporáneos que no han sido filósofos, como Jiddu Krishnamurti o Albert Einstein. A la denominada “mística especulativa” occidental, representada en la figura del Maestro Eckhart. Al pensamiento taoísta: Lao Tsé y Chuang Tzu. Al hermetismo, de cuyas supuestas fuentes mistéricas egipcias bebieron muchos filósofos y sabios griegos. Al pensamiento índico, en concreto, a las Upanishad y a una de las tradiciones de sabiduría en ellas inspirada: el Vedanta Advaita o Vedanta de la no-dualidad (cuyo iniciador fue Shamkara y cuyos principales representantes contemporáneos han sido Ramana Maharshi y Nisargadatta Maharaj). Al budismo Zen, y muy en particular a un breve texto, el Sin-sin-ming, que es una interesante confluencia del pensamiento budista con el no-dualismo índico y con el taoísmo. Etcétera.

En todos estos pensadores y enseñanzas, más allá de las disparidades individuales, culturales, geográficas y temporales, late un mismo espíritu, un mismo tipo de vigor del que carecen las meras explicaciones teóricas, que es propio de todo aquello que es un cauce de la fuerza transformadora y liberadora de la realidad, de la verdad viva. Todos ellos son una provocación, un desafío: ejemplos privilegiados de la altura real que podemos alcanzar, de la riqueza –habitualmente desconocida– de nuestro potencial. Nos enseñan que la lucidez, la plenitud y el gozo sereno, como estados estables, no son una ilusión, sino nuestra naturaleza profunda: nuestra herencia y nuestro destino.

La sabiduría recobrada

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