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La descripción no es la explicación…

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La ciencia describe, es decir, no explica. Siguiendo con nuestro ejemplo: la descripción de una determinada enfermedad, así como del proceso que nos permite deducir que un cierto remedio terapéutico puede neutralizarla, no son explicaciones del sentido de la enfermedad y la salud. La descripción médica deja siempre intacto el misterio del cuerpo, del dolor, del ser humano, de la muerte, del proceso curativo como reflejo de la dinámica intrínseca a la vida –que siempre quiere más vida–, etcétera.

Es importante tener presente esta distinción, pues graves confusiones se han derivado de no tenerla en cuenta. Así, las ciencias experimentales, sobre todo desde el inicio de la Edad Moderna, fascinadas por los sorprendentes resultados prácticos que sus nuevos métodos descriptivos estaban posibilitando, olvidaron que estaban describiendo –no explicando–, y que en su descripción estaban viendo solo lo que sus modos respectivos de aproximación les permitían ver, y creyeron estar poniendo fin a todos los grandes misterios de la realidad; creyeron estar resolviendo las cuestiones que habían sido la razón de ser y el cometido de la filosofía y la religión. Las ciencias llegaron a considerarse, incluso, garantes de la felicidad de la humanidad. Pero la felicidad está íntimamente unida a la cuestión del sentido, y esta no puede ni siquiera ser rozada por la descripción científica.

Hubo quienes, a lo largo de la modernidad, no veían con buenos ojos este proceso de entronización de las ciencias y se lamentaban ante lo que calificaban como “desencantamiento del mundo”: todo estaba siendo “explicado;” el misterio que resguardaban las cosas, y que había hecho al hombre antiguo contemplar el mundo con reverencial fascinación, estaba siendo violado. Pero lo cierto es que lo esencial no había sido tocado por la ciencia. El misterio del mundo seguía ahí; sencillamente, el hombre se incapacitaba poco a poco para verlo porque había confundido y nivelado, de manera equivocada, la descripción con la explicación.

En efecto, ha habido científicos que han admitido que los métodos de la ciencia no pueden revelar el sentido de la realidad; pero también son muchos los que han concluido falazmente de ello que, por lo tanto, dicho sentido no existe. Un reputado científico al que se le preguntó acerca de Dios supuestamente afirmó: «No lo he visto nunca a través de mi microscopio». Más allá de lo discutible o ingenuo que sea determinado concepto de Dios, pretender que el método cuantitativo y experimental de las ciencias físico-naturales sea el único válido en todas las esferas del saber, que los métodos e instrumentos de las ciencias empíricas sean criterios últimos de verdad, es, ciertamente, una manifestación de ingenuidad alarmante. La arrogancia científica puede alcanzar cotas muy altas de puerilidad; pues ¿es posible dudar de la realidad del amor, del bien, de la confianza, de la belleza…, en general, de aquello que proporciona sentido a nuestra vida, una sensación íntima de ajuste con la realidad, por más que todo ello esté fuera del alcance de la descripción científica y sea inaprensible por sus instrumentos?

La sabiduría recobrada

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