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CAPÍTULO OCHO

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Con las manos temblando, el Padre McMullen se arrodilló ante el altar, mientras apretaba el rosario, rezaba para ver las cosas con mayor claridad. Y también, tenía que admitirlo, oraba para que lo protegieran. En su mente todavía centelleaban  imágenes de esa chica, Scarlet, que su madre había llevado varios días antes, y de ese momento cuando, incluso en ese lugar santo, se rompieron todas las ventanas. El padre levantó la vista y miró a su alrededor, como si se preguntara si había sucedido realmente, y sintió un agujero en el estómago cuando, como un recordatorio, las ventanas ahora estaban tapiadas con madera contrachapada.

Por favor, Padre. Protégenos. Protégela. Sálvanos de ella. Y sálvala de sí misma. Te pido una señal.

El Padre McMullen no sabía qué hacer. Era un sacerdote de pueblo, con una parroquia de pueblo pequeño, y no tenía las habilidades para hacer frente a una fuerza espiritual de esa magnitud. Había leído leyendas, pero nunca había creído que fueran verdad, y ciertamente nunca la había visto con sus propios ojos.

Ahora, después de pasar su vida entera rezando a Dios, de hablarle a los otros de las fuerzas del bien y del mal, la había presenciado él mismo. Las verdaderas fuerzas espirituales estaban en una batalla, aquí en la tierra, para que todos la vieran. Ahora había experimentado todo lo que había leído y hablado.

Y estaba muy asustado.

¿La maldad así podía realmente caminar por la tierra? se preguntó. ¿De dónde venía? ¿Qué quería? ¿Y por qué tenía que venir con él, caer sobre su regazo?

El Padre McMullen se había puesto en contacto con el Vaticano de inmediato, y había informado de lo ocurrido y les había pedido ayuda, necesitaba orientación. Por encima de todo, quería saber cómo ayudar a esa pobre chica. ¿Había oraciones y ceremonias antiguas que desconocía?

Pero, a su pesar, no había recibido respuesta.

El padre se arrodilló, rezando, como lo hacía todas las tardes, ahora oró por más tiempo y con más fuerza.

De repente, el padre se estremeció cuando las enormes puertas arqueadas de madera de la iglesia se abrieron de golpe, la luz lo inundó desde atrás, y sintió una brisa fría en su espalda. Sintió un escalofrío y no era sólo por el clima.

Intuyó que algo oscuro había entrado a ese lugar.

Con el corazón latiéndole con fuerza, el padre se puso rápidamente de pie y se dio vuelta, de frente a la entrada, preguntándose qué podría ser. Entrecerró los ojos a la luz.

Entraron las siluetas de tres hombres en sus sesentas, con el pelo blanco, vestidos de negro, con cuellos altos negros y sotanas. Los examinó con asombro; había algo diferente en ellos, algo siniestro. No se parecía a ningún otro sacerdote que hubiera visto.

“¿Padre McMullen?" Uno de ellos preguntó.

Mientras se acercaban, el padre se paró y asintió temblorosamente.

"¿Quién son ustedes?" Él preguntó. “¿En qué puedo ayudarlos?"

“Usted nos mandó llamar", dijo uno.

El padre lo miró con perplejidad.

“¿Yo?”

Llegaron junto a él, y uno de ellos le extendió un pedazo de papel.

El padre lo tomó. Era del Vaticano.

"Nos enviaron a investigar," uno de ellos dijo.

El padre sintió cierto alivio y, aún así, los examinó con aprensión, registrando su aspecto austero.

"Me siento honrado de que hayan venido desde Italia", dijo. "Gracias por venir. ¿Pueden ayudarme?”

Sin embargo, los hombres lo ignoraron y se dieron vuelta para examinar la madera en las ventanas, mientras se miraban uno al otro, como si lo hubieran visto antes, como si supieran exactamente lo que había sucedido.

"Esta chica que usted describe," uno dijo con su voz oscura y baja. "¿Cuál es su nombre?"

Condenada

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