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CAPÍTULO SEIS

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Ardiendo de rabia, Sam corría gruñendo por las callejuelas de Jerusalén. Quería destruir, destrozar todo a la vista. Cuando pasó junto a una fila de vendedores, se acercó y derribó sus stands que cayeron uno sobre otro como si fueran fichas de dominó. Golpeaba a la gente a propósito, tan fuerte como podía, y los enviaba volando en todas direcciones. Se lanzó por el callejón como una bola de demolición fuera de control, derribando todo a su paso.

Sobrevino el caos; se escuchaban más y más gritos. No bien la gente se daba cuenta, huía para salir de su camino. Era como un tren de destrucción.

El sol lo estaba volviendo loco. Caía a plomo sobre su cabeza como si fuera un ser vivo, aumentando su rabia. Nunca había sabido lo que era la verdadera rabia hasta ahora. Nada parecía satisfacerlo.

Vio un hombre alto y delgado y se lanzó sobre él, hundiendo los colmillos en su cuello. Lo hizo en una fracción de segundo, succionó la sangre, y luego se apresuró a hundir los colmillos en el cuello de otra persona. Iba de persona en persona, hundiendo sus colmillos y chupándoles la sangre. Se movía tan rápidamente que nadie tenía tiempo para reaccionar. Uno tras otro caía al suelo, y Sam iba dejando un rastro a su paso. Él estaba en un frenesí por alimentarse y sentía como su cuerpo comenzaba a hincharse de sangre. Aún así, no le era suficiente.

El sol lo estaba llevando al borde de la locura. Necesitaba sombra, y rápido. Vio un gran edificio a lo lejos, un elaborado palacio construido de piedra caliza, con pilares y enormes puertas arqueadas. Sin pensarlo, se lanzó al otro lado de la plaza y abrió las puertas de una patada.

Allí estaba fresco y Sam pudo respirar. Que ya no sintiera el sol sobre su cabeza era toda una diferencia. Pudo abrir los ojos que lentamente se adaptaron a la luz.

Decenas de personas lo miraban con sus rostros asustados. La mayoría estaba sentada en el interior de pequeñas piscinas y baños individuales mientras que otros caminaban descalzos sobre el piso de piedra. Todos estaban desnudos. Sam se dio cuenta que estaba en una casa de baños. Una casa de baños romana.

Los techos eran altos y arqueados y dejaban entrar la luz, y había grandes columnas arqueadas por todos lados. Los pisos eran de mármol brillante y estaba lleno de pequeñas piscinas. La gente holgazaneaba relajándose.

Es decir, hasta que lo vieron. Rápidamente se levantaron y sus expresiones de tranquilidad se transformaron en una de temor.

Sam no soportaba ver a esas personas -esos ricos ociosos, descansando como si no les importara el mundo. Los haría pagar. Echó la cabeza hacia atrás y rugió.

La mayoría de la gente tuvo el buen tino de irse y apresurarse a tomar sus toallas y batas para tratar de salir tan pronto como podían.

Pero Sam no les dio tiempo para huir. Sam se lanzó hacia ellos, se abalanzó sobre la mujer más cercana, y hundió los dientes en su cuello. Chupó la sangre y ella cayó al suelo rodando en un baño, tiñéndolo de rojo.

Sam hizo lo mismo una y otra vez, saltando de una a otra víctima, hombres y mujeres por igual. Pronto la casa de baños se llenó de cadáveres, los cuerpos flotaban por todas partes y las piscinas se teñían de rojo.

Se escuchó algo en la puerta, y Sam giró para ver de qué se trataba.

Allí, en la puerta, había docenas de soldados romanos. Vestían los uniformes típicos -túnicas cortas, sandalias romanas, cascos emplumados y llevaban escudos y espadas cortas. Otros sostenían arcos y flechas. Las sacaron y apuntaron a Sam.

“¡Quédate donde estás!", el líder gritó.

Sam gruñó mientras se volvía, se irguió revelando toda su estatura, y comenzó a caminar hacia ellos.

Los romanos hicieron fuego. Decenas de flechas volaron por el aire hacia él. Sam las vio moverse en cámara lenta, sus relucientes puntas de plata se dirigían hacia él.

Pero él fue más rápido que sus flechas. Antes de que pudieran llegar hasta él, Sam estaba en el aire, saltando por sobre todos ellos. Fácilmente cubrió toda la habitación de unos cuarenta pies – incluso antes de que los arqueros relajaran sus manos.

Sam bajó con los pies delante y golpeó al soldado en el centro de la formación en el pecho con tanta fuerza que éste golpeó a los demás que cayeron como una fila de fichas de dominó. Una docena de soldados se desplomaron.

Antes de que los demás pudieran reaccionar, Sam arrebató dos espadas de las manos de dos soldados. Giró y los atacó en todas direcciones.

Su puntería era perfecta. Cortó cabeza tras cabeza, luego se volvió y clavó la espada en el corazón de los sobrevivientes. Se movía a través de la multitud como si fuera mantequilla. En cuestión de segundos, decenas de soldados estaban sobre el suelo, sin vida.

Sam se dejó caer de rodillas y hundió sus colmillos en el corazón de cada uno, bebió y bebió. Se arrodilló en cuatro patas y, encorvado como una bestia, se hartó de sangre, tratando de saciar su rabia que no tenía límites.

Sam terminó, pero aún no estaba satisfecho. Sentía como si necesitara pelear con ejércitos enteros, matar a masas de humanos de una sola vez. Necesitaba atiborrarse durante semanas. Y aun así, no sería suficiente.

“¡SANSON!" gritó una extraña voz femenina.

Congelado en seco, Sam se detuvo. Era una voz que no había escuchado en siglos. Era una voz que casi había olvidado, una que nunca había esperado oír de nuevo.

Sólo una persona en este mundo lo llamaba Sansón.

Era la voz de su creador.

Allí, de pie junto a él, mirando hacia abajo con una sonrisa en su hermoso rostro, estaba el primer amor verdadero de Sam.

Era Samantha.

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