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CAPÍTULO SEIS

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Gwendolyn abrió los ojos al sentir una sacudida y un golpe en la cabeza y miró a su alrededor, desorientada. Vio que estaba tumbada de costado encima de una plataforma dura de madera y el mundo se movía a su alrededor. Entonces oyó un quejido y sintió algo húmedo en la mejilla. Echó un vistazo y vio a Krohn, acurrucado a su lado, lamiéndola, y su corazón dio un salto de alegría. Krohn tenía un aspecto enfermizo, famélico, agotado, sin embargo, estaba vivo. Esto era lo único que importaba. Él también había sobrevivido.

Gwen se lamió los labios y se dio cuenta de que no estaban tan secos como antes; se sentía aliviada incluso de podérselos lamer, ya que antes su lengua había estado muy hinchada, incluso para moverse. Sintió cómo un chorrito de agua entraba en su boca y, al mirar por el rabillo del ojo, vio a uno de aquellos nómadas del desierto de pie a su lado, sujetando un saco por encima de ella. Ella lo lamía ávidamente, una y otra vez, hasta que él lo retiró.

Cuando él retiró la mano, Gwen alargó el brazó y le cogió la muñeca y la llevó hacia Krohn. Al principio el nómada parecía atónito, pero después entendió lo que pasaba y vertió agua en la boca de Krohn. Gwen se sintió aliviada al observar a Krohn dando lengüetazos al agua, bebiendo mientras estaba tumbado a su lado, jadeando.

Gwen sintió otra sacudida, otro golpe al temblar la plataforma y echó un vistazo al mundo, girada de lado y, a parte del cielo y las nubes que pasaban, no vio nada ante ella. Sentía que su cuelpo se elevaba, más y más arriba, hacia el aire, con cada una de las sacudidas y no comprendía qué estaba sucediendo, dónde se encontraba. No tenía fuerzas para incorporarse, pero podía estirar el cuello lo suficiente para ver que estaba tumbada en una amplia plataforma de madera, que unas cuerdas situadas en cada punta de la misma levantaban. Alguien tiraba de las cuerdas, que chirriaban por el desgaste, desde arriba y, con cada tirón, la plataforma se elevaba un poco más. La levantaban a lo largo de unos interminables y empinados acantilados, los mismos acantilados que había reconocido antes de desmayarse. Los acantilados coronados por parapetos y caballeros relucientes.

Al recordarlo, Gwen se dio la vuelta y estiró el cuello y, al mirar hacia abajo, inmediatamente se sintió mareada. Estaban a más de cien metros del suelo del desierto y seguían subiendo.

Se giró y miró hacia arriba y, a unos treinta metros por encima de ellos, vio los parapetos, el sol dificultaba su visión y los caballeros, que miraban hacia abajo, estaban cada vez más cerca con cada tirón de las cuerdas.

Gwen se dio la vuelta de inmediato y examinó la plataforma y la inundó el alivio al ver que toda su gente estaban todavía con ella: Kendrick, Sandara, Steffen, Arliss, Aberthol, Illepra, la bebé Krea, Stara, Brandt, Atme y varios de los Plateados. Todos estaban tumbados en la plataforma, todos atendidos por los nómadas, que vertían agua en sus bocas y sobre sus caras. Gwen sentía una enorme gratitud hacia aquellas extrañas criaturas nómadas que les habían salvado la vida.

Gwen volvió a cerrar los ojos, recostó la cabeza sobre la dura madera, mientras Krohn se acurrucaba a su lado y sintió como si la cabeza le pesara cientos de miles de kilos. Todo estaba en un cómodo silencio, no se oía nada excepto el viento y el chirriar de las cuerdas. Había viajado hasta allí, durante mucho tiempo y se preguntaba cuándo acabaría todo. Pronto estarían en la cima y ella solo rezaba para que los caballeros, fueran quienes fueran, se mostraran tan hospitalarios como estos nómadas del desierto.

Con cada tirón, los soles se notaban más fuertes, más calientes, no había sombra bajo la que esconderse. Sentía como si se estuviera achicharrando, como si la estuvieran elevando hasta el mismo centro del sol.

Gwendolyn abrió los ojos al sentir una última sacudida y se dio cuenta de que se había quedado dormida. Sintió movimiento y vio que los nómadas la estaban llevando con cuidado y la colocaban a ella y a su gente encima de las lonas de tela y los pasaban de la plataforma a los parapetos.

Gwendolyn sintió cómo la dejaban suavemente sobre el suelo de piedra, miró hacia arriba y parpadeó varias veces al mirar al sol. Estaba demasiado agotada para estirar el cuello, sin estar segura de si estaba despierta o soñando.

Ante su vista aparecieron docenas de caballeros, que se acercaban a ella, vistiendo una coraza y una cota de malla brillantes e inmaculadas, que se amontonaban a su alrededor y la miraban con curiosidad. Gwen no entendía cómo unos caballeros podían estar allí en este gran desierto, en este vasto desierto en medio de la nada, cómo podían hacer guardia en la cresta de esta inmensa montaña, bajo estos soles. ¿Cómo sobrevivían allí? ¿Qué estaban guardando? ¿De dónde sacaron esta majestuosa armadura? ¿Todo aquello era un sueño?

Incluso el Anillo, con su antigua tradición de esplendor, contaba con pocas armaduras que pudieran igualar a las que llevaban estos hombres. Era la armadura más completa que había visto jamás, forjada con plata y platino y algún otro metal que no reconocía, grabada con complejas marcas y con armas a juego. Estaba claro que estos hombres eran soldados profesionales. Se acordaba de los días en que era una niña y acompañaba a sus padres al campo; él le mostraba los soldados y ella miraba hacia arriba y los veía en fila en todo su esplendor. Gwen se preguntaba cómo podía existir tal belleza, cómo podía incluso ser posible. Quizás ella había muerto y esta era su versión del cielo.

Pero entonces oyó que uno de ellos se adelantaba a los demás, se sacaba el casco y la miraba con sus brillantes ojos azules, llenos de sabiduría y compasión. Debía tener unos treinta años, tenía un aspecto llamativo, su cabeza era totalmente calva y tenía una clara barba rubia. Estaba claro que era el oficial a cargo.

El caballero dirigió su atención a los nómadas.

“¿Están vivos?” preguntó.

En respuesta, uno de los nómadas alargó su largo bastón y dio un suave golpecito a Gwendolyn, que cambió de postura cuando lo hizo. Deseaba más que nada incorporarse, hablar con ellos, descubrir dónde estaban, pero estaba demasiado agotada y su garganta demasiado seca para responder.

“Increíble”, dijo otro caballero dando un paso adelante, sus espuelas tintineaban y más y más caballeros se adelantaron y se amontonaron a su alrededor. Estaba claro que todos ellos eran objetos de curiosidad.

“No es posible”, dijo uno. ¿Cómo podrían haber sobrevivido al Gran Desierto?”

“No podrían”, dijo otro. “Deben ser habitantes del desierto. De algún modo habrán atravesado la Cresta, se habrán perdido y habrán decidido volver”.

Gwendolyn intentaba responder, decirles todo lo que había sucedido, pero estaba demasiado agotada para que le salieran las palabras.

Después de un corto silencio, el líder dio un paso adelante.

“No”, dijo con seguridad. “Mirad las marcas de su armadura”, dando un golpecito con el pie a Kendrick. “Esta no es nuestra armadura. Y tampoco es la armadura del Imperio”.

Todos los caballeros se reunieron alrededor, atónitos.

Entonces ¿de dónde vienen?” preguntó uno, claramente perplejo.

“¿Y cómo sabían dónde encontrarnos?” preguntó otro.

El líder se giró hacia los nómadas.

“¿Dónde los encontrasteis?” preguntó.

Los nómadas respondieron con un chirrido y Gwen vio como el líder abría los ojos como platos.

“¿Al otro lado del muro de arena?” les preguntó. “¿Estáis seguros?”

Los nómadas respondieron con un chirrido.

El comandante se dirigió a su pueblo.

“No creo que supieran que estábamos aquí. Creo que tuvieron suerte –los nómadas los encontraron y querían su precio y los trajeron aquí, al confundirlos con nosotros”.

Los caballeros se miraban los unos a los otros y estaba claro que nunca antes se habían encontrado con una situación así.

“No podemos acogerlos”, dijo uno de los caballeros. “Conocéis las normas. Los acogemos y dejamos una pista. Sin rastros. Jamás. Tenemos que devolverlos al Gran Desierto”.

Un largo silencio siguió, interrumpido tan solo por el fuerte viento y Gwen podía sentir que estaban discutiendo qué hacer con ellos. No le gustaba lo larga que era la pausa.

Gwen intentó incorporarse para protestar, para decirles que no podían enviarlos de nuevo allí, simplemente no podían. No después de todo lo que habían pasado.

“Si lo hiciéramos”, dijo el líder, “significaría su muerte. Y nuestro código de honor exige que ayudemos a los indefensos”.

“Y, sin embargo, si los acogemos”, respondió un caballero, “entonces podríamos morir todos. El Imperio seguirá su rastro. Descubrirán nuestro escondite. Pondríamos a toda nuestra gente en peligro. ¿No prefiere que mueran unos cuantos extraños que toda nuestra gente?”

Gwen veía al líder pensando, roto por la angustia, enfrentándose a una dura decisión. Ella entendía qué significaba enfrentarse a decisiones difíciles. Estaba demasiado débil como para rendirse ante otra cosa que no fuera ponerse a la merced de la bondad de otras personas.

“Puede que así sea”, dijo al final su líder, con resignación en la voz, “pero no abandonaré a inocentes para que mueran. Vienen con nosotros”.

Se dirigió a sus hombres.

“Bajadlos al otro lado”, ordenó, con voz firme y autoritaria. “Los llevaremos ante nuestro Rey y él mismo decidirá”.

Los hombres escucharon y empezaron a ponerse en marcha, a preparar la plataforma al otro lado para el descenso y uno de sus hombres miró fijamente al líder, indeciso.

“Está violando las leyes del Rey”, dijo el caballero. “No se admiten extranjeros en la Cresta. Jamás”.

El líder lo miró fijamente con firmeza.

“Jamás unos extranjeros habían llegado hasta nuestras puertas”, respondió.

“El Rey podría encarcelarlo por esto”, dijo el caballero.

El líder no dudó.

“Ese es un riesgo que estoy dispuesto a correr”.

“¿Por unos extraños? ¿Por unos nómadas del desierto sin valor? dijo el caballero sorprendido. “A saber quiénes son esta gente”.

“Toda vida es valiosa”, contestó el líder, “y mi honor bien vale mil vidas en prisión”.

El líder hizo una señal con la cabeza a sus hombres, que estaban todos esperando, y Gwen de repente sintió que un caballero la cogía en brazos, la armadura de metal contra su espalda. La cogió sin esfuerzo, como si fuera una pluma, y la llevó, igual que los caballeros llevaban a los demás. Gwen vio que caminaban a través de un ancho plano de piedra en lo alto de la cresta de la montaña, de quizás cerca de cien metros de ancho. Andaban y andaban y ella se sentía relajada en brazos de aquel caballero, más relajada de lo que se había sentido en mucho tiempo. No había nada que deseara más que decir gracias, pero estaba demasiado agotada incluso para abrir la boca.

Llegaron al otro lado de los parapetos y mientras los caballeros se preparaban para colocarlos en una nueva plataforma y bajarlos al otro lado de la cresta, Gwen echó un vistazo y vislumbró a dónde iban. Fue una visión que nunca jamás olvidaría, una visión que la dejó sin aliento. Vio que la cresta de la montaña, que se elevaba en el desiero como una esfinge, tenía la forma de un enorme círculo, tan amplio que desaparecía de la vista en medio de las nubes. Ella se dio cuenta de que era un muro protector y, al otro lado, allá abajo, Gwen vio un resplandeciente lago azul tan ancho como el océano, centelleante bajo los soles del desierto. La riqueza del azul, la visión de toda aquella agua, la dejó sin respiración.

Y más allá, en el horizonte, vio una amplia tierra, una tierra tan vasta que no podía ver dónde terminaba y, para su sorpresa, era un verde fértil, un verde fértil que irradiaba vida. Tanto como la vista le alcanzaba se extendían granjas y árboles frutales y viñedos y huertos en abundancia, una tierra rebosante de vida. Era la visión más idílica y hermosa que jamás había visto.

“Bienvenida, mi señora”, dijo el líder, “a la tierra más allá de la cresta”.

Un Sueño de Mortales

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