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CAPÍTULO SIETE

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Godfrey, acurrucado como una bola, se despertó por un quejido constante y persistente que interfería con sus sueños. Despertó lentamente, dudoso de si estaba realmente despierto o todavía atrapado en su interminable pesadilla. Parpadeó en la débil luz, intentando deshacerse del sueño. Había soñado que era un títere en una cuerda, colgando de los muros de Volusia, cogido por los Finianos, que tiraban de las cuerdas arriba y abajo, moviendo los brazos y las piernas de Godfrey mientras él colgaba de la entrada de la ciudad. Habían hecho mirar a Godfrey mientras, bajo él, miles de sus compatriotas eran asesinados ante sus ojos, mientras por las calles de Volusia corría la sangre roja. Cada vez que creía que había acabado, el Finiano volvía a tirar de las cuerdas, tirando de él arriba y abajo, una vez y otra y otra…

Al final, afortunadamente, Godfrey despertó por el quejido y se dio la vuelta, con la cabeza como rota, y vio que el ruido procedía de unos pocos metros, de Akorth y Fulton, los dos acurrucados en el suelo junto a él, quejándose, cubiertos de moratones y cardenales. Por allí cerca estaban Merek y Ario, tumbados inmóviles en el suelo de piedra también –que Godfrey enseguida reconoció como el suelo de la celda de una prisión. Todos parecían haber sido cruelmente golpeados pero, por lo menos todos ellos estaban allí y, por lo que Godfrey veía, todos respiraban.

Godfrey estaba aliviado y consternado a la vez. Estaba sorprendido de estar vivo después de la emboscada de la que había sido testigo, sorprendido de que los Finianos no lo hubieran matado allí miamo. Sin embargo, al mismo tiempo, se sentía vacío, angustiado por el remordimiento de saber que, por su culpa, Darius y los demás habían caído en la trampa dentro de las puertas de Volusia. Todo por culpa de su ingenuidad. ¿Cómo había podido ser tan estúpido de confiar en los Finianos?

Godfrey cerró los ojos y sacudió la cabeza, deseando que el recuerdo se marchara, que la noche hubiera ido de otra forma. Él había llevado a Darius y los demás hasta la ciudad inconscientemente, como los corderos al matadero. En su mente oía, una y otra vez, los gritos de aquellos hombres intentando luchar por sus vidas, intentando escapar, que resonaban en su cerebro y no lo dejaban tranquilo.

Godfrey se apretaba las orejas e intentaba hacer que se marchara y que los quejidos de Akorth y Fulton se ahogaran, pues los dos estaban obviamente doloridos por todas sus magulladuras y por haber dormido una noche en un duro suelo de piedra.

Godfrey se incorporó, la cabeza parecía que pesaba media tonelada y miró a su alrededor, una pequeña celda de prisión en la que solo estaban él y sus amigos, y unos cuantos más a los que no conocía y le consolaba un poco el hecho de que, dado lo lúgubre que parecía aquella celda, la muerte podía venir a por ellos más pronto que tarde. Esta prisión era claramente diferente a la última, daba más la sensación de ser una celda de espera para aquellos que están a punto de morir.

En algún sitio a lo lejos, Godfrey oyó los gritos de un prisionero que era arrastrado por un corredor y lo entendió: este sitio en realidad era una cárcel de espera para ejecuciones. Había oído hablar de otras ejecuciones en Volusia y sabía que, con la primera luz del día, él y los otros serían arrastrados hacia fuera y se convertirían en un diversión para el circo, para que los buenos de sus ciudadanos pudieran ver cómo los Razifs los desgarraban hasta la muerte, antes de que los juegos de gladiadores de verdad empezaran. Por esto los habían mantenido con vida tanto tiempo. Por lo menos ahora todo esto tenía sentido.

Godfrey gateó sobre sus manos y rodillas, estiró el brazo y dio un golpe a cada uno de sus amigos, intentando despertarlos. La cabeza le daba vueltas, le dolía cada rincón de su cuerpo, que estaba cubierto de chichones y moratones y le dolía hasta moverse. El último recuerdo que tenía era el de un soldado que lo había dejado inconsciente y entendió que lo debían haber apaleado ellos una vez estaba fuera de combate. Los Finianos, aquellos cobardes traidores, obviamente no eran capaces de matarlo ellos mismos.

Godfrey se agarró la frente, le sorprendía que pudiera dolerle tanto sin ni siquiera haber bebido. Consiguió ponerse de pie de manera insegura, las rodillas le temblaban, y observó la oscura celda. Solo había un único guarda al otro lado de las barras, de espaldas a él, apenas mirándolo. Y, sin embargo, estas celdas estaban hechas de sólidas cerraduras y gruesas barras de hierro y Godfrey sabía que no sería fácil escapar esta vez. Esta vez, estarían aquí hasta la muerte.

A su lado, poco a poco, Akorth, Fulton, Ario y Merek consiguieron ponerse de pie y todos también examinaron los alrededores. Veía el desconcierto y el miedo en sus ojos, seguidos del remordimiento, cuando empezaron a recordar.

“¿Murieron todos?” preguntó Ario, mirando a Godfrey.

Godfrey sintió un dolor en el estómago al asentir lentamente con la cabeza.

“Es culpa nuestra”, dijo Merek. “Los decepcionamos”.

“Sí, lo es”, respondió Godfrey, con la voz rota.

“Te dije que no te fiaras de los Finianos”, dijo Akorth.

“La cuestión no es de quién es la culpa”, dijo Ario, “sino qué vamos a hacer al respecto. ¿Vamos a dejar que todos nuestros hermanos y hermanas mueran en vano? ¿O vamos a vengarnos?”

Godfrey vio la seriedad en el rostro del joven Ario y le impresionó su determinación de acero, incluso estando en prisión y a punto de morir.

“¿Venganza?” preguntó Akorth. “¿Estás loco? Estamos encerrados bajo tierra, custodiados por barras de hierro y guardas del Imperio. Todos nuestros hombres están muertos. Estamos en medio de una ciudad hostil y de un ejército hostil. Todo nuestro oro ha desaparecido. Nuestros planes han fracasado. ¿Cómo vamos a vengarnos?”

“Siempre existe una manera”, dijo Ario, decidido. Se dirigió a Merek.

Todas las miradas se dirigieron a Merek y él frunció el ceño.

“Yo no soy experto en venganzas”, dijo Merek. “Yo mato hombres cuando me molestan. No espero”.

“Pero tú eres un experto ladrón”, dijo Ario. “Has pasado toda tu vida en la celda de una cárcel, según dices. ¿Seguro que no nos puedes sacar de esta?”

Merek se giró e inspeccionó la celda, las barras, las ventanas, las llaves, los guardas –todo– con ojos de experto. Lo estudió todo y los miró de nuevo con tristeza.

“Esta no es una celda de prisión común”, dijo. “Debe ser una celda finiana. Artesanía muy cara. No veo puntos flacos, ni salida, por mucho que desearía deciros lo contrario”.

Godfrey se sentía agobiado, intentaba no escuchar los gritos de otros prisioneros de al final del pasillo, caminó hacia la puerta de la celda, apoyó la frente contra el frío y pesado hierro y cerró los ojos.

“¡Traedlo hasta aquí!” resonó una voz al fondo del pasillo de piedra.

Godfrey abrió los ojos, giró la cabeza y, al mirar al fondo del pasillo, vio a varios guardas del Imperio arrastrando a un prisionero. El prisionero llevaba una banda roja sobre su hombro y por el pecho y colgaba sin fuerzas de sus brazos, sin ni siquiera intentar resistirse. De hecho, cuando se acercó más, Godfrey vio que tenían que arrastrarlo, pues estaba inconsciente. Obviamente algo le sucedía.

“¿Ya me traéis otra víctima de la plaga?” exclamó el guarda burlonamente. “¿Qué esperáis que haga con él?”

“¡No es nuestro problema!” respondieron los otros.

El guarda de turno puso cara de miedo mientras levantaba las manos.

“¿Yo no voy a tocarlo!” dijo. “Ponedlo por allí, en el hoyo, con las otras víctimas de la plaga”.

Los guardas lo miraron de manera inquisidora.

“Pero todavía no está muerto”, respondieron.

El guarda de turno frunció el ceño.

“¿Pensáis que me importa?”

Los guardas intercambiaron una mirada e hicieron lo que les habían dicho, lo arrastraron por el pasillo de la cárcel y lo echaron a un gran hoyo. Godfrey entonces vio que el hoyo estaba lleno de cuerpos, todos ellos cubiertos por la misma banda roja.

“¿Y qué pasa si intenta escapar?” preguntaron los guardas antes de irse.

El guarda al mando esbozó una cruel sonrisa.

“¿Sabéis lo que la plaga le hace a un hombre?” preguntó. “Estará muerto por la mañana”.

Los dos guardas se dieron la vuelta y se marcharon y Godfrey miró a la víctima de la plaga, tumbado allí solo en un hoyo sin vigilancia y, de repente, tuvo una idea. Era tan disparatada que podía incluso funcionar.

Godfrey se dirigió a Akorth y a Fulton.

“Dadme un puñetazo”, dijo.

Ellos intercambiaron, perplejos, una mirada.

“¡He dicho que me deis un puñetazo!” dijo Godfrey.

Ellos negaron con la cabeza.

“¿Estás loco?” preguntó Akorth.

“Yo no voy a darte un puñetazo”, interrumpió Fulton, “por mucho que te lo merezcas”.

“¡Os digo que me deis un puñetazo!” exigió Godfrey. “Fuerte. En la cara. ¡Rompedme la nariz! ¡AHORA!”

Pero Akorth y Fulton se dieron la vuelta.

“Has perdido la cabeza”, dijeron.

Godfrey se dirigió a Merek y a Ario, pero ellos también se echaron atrás.

“No sé de qué va esto”, dijo Merek, “pero no quiero ser parte de ello”.

De repente, uno de los otros prisioneros de la celda se dirigió de forma decidida hacia Godfrey.

“No pude evitar oíros”, dijo, mostrndo su boca desdentada al sonreír, echándole su aliento rancio. “Estaré más que feliz de darte un puñetazo, ¡solo para que cierres la boca! No tienes que preguntármelo dos veces”.

El prisionero se balanceó e impactó directamente con sus huesudos nudillos en la nariz de Godfrey y Godfrey sintió un agudo dolor que le atravesó el cráneo mientras chillaba y se agarraba la nariz. La sangre le chorreó por la cara y por la camisa. Los ojos le escocían por el dolor, nublándole la vista.

“Ahora necesito aquella banda”, dijo Godfrey, dirigiéndose a Merek. “¿Me la puedes conseguir?”

Merek, atónito, siguió vista a través del corredor, hasta el prisionero que yacía inconsciente en el hoyo.

“¿Por qué?” preguntó.

“Hazlo, sin más”, dijo Godfrey.

Merek frunció el ceño.

“Si le ato algo, quizás pueda alcanzarla”, dijo. “Algo largo y muy delgado”.

Merek levantó el brazo, palpó el cuello de su propia camisa y sacó un alambre de ella; al estirarlo, era lo suficientemente largo para su propósito.

Merek se inclinó hacia delante contra las barras de la prisión, con cuidado para no alertar al guarda y estiró el alambre, intentando enganchar la banda. Lo arrastró por el barro, pero cayó a pocos centímetros.

Lo intentó una y otra vez, pero Merek seguía atrapado a la altura del codo en las barras. No eran lo suficientemente delgado.

El guarda miró hacia allí y Merek rápidamente lo retiró antes de que pudiera verlo.

“Déjame probar”, dijo Ario, dando un paso adelante cuando el guarda dio la vuelta.

Ario agarró el largo alambre y pasó sus brazos a través de la celda y sus brazos, mucho más delgados, pasaron hasta la altura del hombro.

Estos quince centímetros de más era lo que necesitaba. Apenas alcanzó la punta de la banda roja con el ganchó, Ario empezó a tirar de él. Se detuvo cuando el guarda, que estaba girado en la otra dirección dando una cabezada, levantó la cabeza y echó un vistazo. Todos esperaron, sudando, rezando para que el guarda no mirara hacia ellos. Esperaron durante lo que pareció ser una eternidad, hasta que el guarda empezó a cabecear de nuevo.

Ario tiró de la banda más y más, deslizándola por el suelo de la cárcel, hasta que al final atravesó las barras y entró en la celda.

Godfrey estiró el brazo y se puso la banda y todos se alejaron de él por miedo.

“¿Qué narices estás haciendo?” preguntó Merek. “La banda está cubierta de plaga. Nos puedes infectar a todos”.

Los otro prisioneros de la celda también se escharon hacia atrás.

Godfrey se dirigió a Merek.

“Voy a empezar a toser y no voy a parar”, dijo, con la banda puesta mientras una idea se cocía en su mente. “Cuando venga el guarda, verá mi sangre y esta banda y le dirás que tengo la plaga, que se equivocaron y no me separaron”.

Godfrey no perdió el tiempo. Empezó a toser violentamente, restregándose la sangre de la cara por todas partes para que pareciera peor. Tosía más fuerte de lo que jamás lo había hecho hasta que, finalmente, oyó cómo se abría la puerta de la celda y entraba el guarda.

“Haced que se calle vuestro amigo”, dijo el guarda. “¿Entendéis?”

“No es un amigo”, respondió Merek. “Solo un hombre al que conocimos. Un hombre que tiene la plaga”.

El hombre, perplejo, miró hacia abajo y, al ver la banda roja, sus ojos se abrieron como platos.

“¿Cómo entró aquí?” preguntó el guarda. “Deberían de haberlo separado”.

Godfrey tosía más y más, todo su cuerpo se retorcía por el ataque de tos.

Prontó sintió que unas manos ásperas lo agarraban y lo arrastraban hasta fuera, empujándolo. Fue tropezando por el pasillo y, con un empujón final, lo tiró al hoyo con las víctimas de la plaga.

Godfrey estaba tumbado encima del cuerpo infectado, intentando no respirar muy profundamente, intentando girar la cabeza y no respirar la enfermedad de aquel hombre. Le rogaba a Dios que no la cogiera. La noche sería larga allí tumbado.

Pero ahora no lo vigilaban. Y cuando hubiera luz, se levantaría.

Y atacaría.

Un Sueño de Mortales

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