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CAPÍTULO CUATRO

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Darius sintió que la sangre le rociaba la cara y, al darse la vuelta, vio cómo una docena de sus hombres eran derribados por un soldado del Imperio montado en un inmenso caballo negro. El soldado blandía una espada más grande de lo que Darius jamás había visto y, en un corte limpio, les cortó la cabeza a doce de ellos.

Darius oyó gritos a su alrededor y giró en todas direcciones para ver a sus hombres derribados por todas partes. Era surrealista. Daban grandes golpes con sus espadas y sus hombres caían por docenas, después por centenas -después por miles.

Darius, de repente, se encontró en un pedestal y, tanto como la vista le alcanzaba, veía miles de cadáveres. Toda su gente, amontonados muertos en el interior de las paredes de Volusia. No quedaba nadie. Ni un solo hombre.

Darius soltó un gran grito de agonía, de desamparo, mientras sentía cómo los soldados del Imperio lo cogían por detrás y lo arrastraban, mientras él gritaba, hacia la oscuridad.

Darius se despertó de golpe, respirando con dificultad, revolcándose. Miró a su alrededor, intentando comprender qué estaba sucediendo, qué era real y qué era un sueño. Escuchó el traqueteo de cadenas y, cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, empezó a darse cuenta de dónde venía el ruido. Al mirar hacia abajo, vio que sus tobillos estaban encadenados con pesadas cadenas. Sentía daño y dolor por todo su cuerpo, el escozor de las heridas recientes y vio que su cuerpo estaba cubierto de heridas, y tenía sangre seca incrustada por todo el cuerpo. Cada movimiento dolía y sentía como si lo hubieran golpeado un millón de hombres. Tenía un ojo hinchado, prácticamente cerrado.

Poco a poco, Darius se dio la vuelta y echó un vistazo a su alrededor. Por un lado, se sentía aliviado de que todo hubiera sido un sueño -sin embargo, mientras lo asimilaba todo, recordaba lentamente y el dolor volvió. Había sido un sueño y, sin embargo, había habido mucha verdad en él. Recuerdos recurrentes de su batalla contra el Imperio dentro de las purertas de Volusia volvían a él. Recordaba la emboscada, cuando se cerraron las puertas, cuando los rodearon las tropas y cómo masacraron a todos sus hombres. La traición.

Luchaba por revivirlo todo y lo último que recordaba, después de matar a varios soldados del Imperio, era que recibió un golpe a un lado de su cara con la punta desafilada de un hacha.

Darius levantó el brazo y las cadenas traquetearon y palpó un enorme verdugón a un lado de su cabeza, que llegaba hasta el hinchazón de su ojo. Aquello no era un sueño. Aquello era real.

Mientras lo recordaba todo, a Darius le abrumaba la angustia, el remordimiento. Sus hombres, todas las personas a las que había querido, estaban muertos. Todo por su culpa.

Miraba frenéticamente a su alrededor en la débil luz, buscando alguna señal de alguno de sus hombres, alguna señal de supervivientes. Quizás muchos habían sobrevivido y, cómo él, habían sido tomados como prisioneros.

“¡Moveos!” se oyó una dura orden en la oscuridad.

Darius sintió que unas manos ásperas lo cogían por detrás de sus brazos y lo arrastraban hasta ponerlo de pie, después sintió cómo una bota le golpeaba en la columna.

Gimió de dolor mientras se tambaleaba hacia delante, con el traqueteo de cadenas, sintiendo cómo iba a parar volando a la espalda de un chico que había delante de él. El chico se giró hacia él y le dio un codazo a Darius en la cara, haciendo que tropezara hacia atrás.

“¡No me vuelvas a tocar!”, gruñó el chico.

El chico, que parecía desesperado, lo miró fijamente, estaba encadenado como él y Darius se dio cuenta de que estaba encadenado a una larga fila de chicos, en ambas direcciones, largos eslabones de hierro pesado que conectaban sus muñecas y sus tobillos, todos ellos se movían en manada  por un sombrío túnel de piedra. Los capataces del Imperio les daban patadas y codazos continuamente.

Darius examinaba las caras lo mejor que podía, pero no reconocía a nadie.

“¡Darius!” susurró una voz con insistencia. “¡No te vuelvas a desmayar! ¡Te matarán!”

El corazón de Darius dio un brinco ante el sonido de aquella voz familiar y, al darse la vuelta, vio a algunos hombres tras él en la fila, Desmond, Raj, Kaz y Luzi, sus viejos amigos, los cuatro encadenados, con la misma apariencia de haber sido golpeados con crueldad que él debía tener. Todos lo miraban aliviados, felices de ver que estaba vivo.

“Vuelve a hablar”, dijo un capataz furioso a Raj, “y te cortaré la lengua”.

Darius, aunque aliviado de ver a sus amigos, se preguntaba por los incontables otros que habían luchado y servido con él, que lo habían seguido hasta las calles de Volusia.

El capataz avanzó por la fila y, cuando estaba fuera de su vista, Darius se dio la vuelta y susurró.

“¿Qué pasó con los demás? ¿Sobrevivió alguien?”

Rogaba en silencio que sus centenares de hombres lo hubieran conseguido, que estuvieran esperando en algún lugar, quizás prisioneros.

“No”, la respuesta decisiva vino de detrás de ellos. “Nosotros somos los únicos. Todos los demás están muertos”.

Darius sintió como si le hubieran dado un puñetazo en la barriga. Sentía que había defraudado a todo el mundo y, a su pesar, sintió cómo una lágrima corría por su mejilla.

Tenía ganas de llorar. Una parte de él quería morir. Apenas podía concebirlo: todos aquellos guerreros de todas aquellas aldeas esclavas… Había sido el comienzo de lo que iba a ser la mayor revolución de todos los tiempos, que cambiaría la faz del Imperio para siempre.

Y todo había terminado bruscamente con una matanza masiva.

Ahora cualquier posibilidad de libertad que hubieran tenido estaba destruida.

Mientras Darius caminaba, con la agonía de las heridas y los moratones, de las cadenas de hierro que se clavabna en su piel, miraba a su alrededor y empezaba a preguntarse dónde estaba. se preguntaba quiénes eran aquellos otros prisioneros y hacia dónde los llevaban a todos. Mientras los observaba, se dio cuenta de que todos eran más o menos de su edad y todos parecían estar extraordinariamente en forma. Como si todos ellos fueran guerreros.

Giraron una curva en el oscuro túnel de piedra y, de repente, se encontraron con la luz del sol, que se colaba por las barras de hierro de la celda de más adelante, al final del túnel. A Darius lo empujaron bruscamente, le golpearon con un garrote en las costillas, se precipitó hacia delante con los demás hasta que se abrieron las barras y, con una última patada, salió a la luz del sol.

Darius tropezó junto a los demás y cayeron en grupo sobre el barro. Darius escupió barro de su boca y levantó las manos para protegerse de la fuerte luz del sol. Algunos fueron a parar encima de él rodando, todos ellos enredados con las cadenas.

“¡De pie!” gritó un capataz.

Iban caminando de chico en chico, golpeándolos con los garrotes, hasta que al final Darius consiguió ponerse de pie junto a los demás. Tropezaba mientras los otros chicos, que estaban encadenados a él, intentaban recuperar el equilibrio.

Estaban de pie de cara al centro de un patio de barro circular, quizás de unos quince metros de diámetro, rodeado de altos muros de piedra, con las barras de las celdas alrededor de sus aberturas. De cara a ellos, en el centro, con el ceño fruncido, estaba un capataz del Imperio, claramente su comandante. Tenía un aspecto amenazante, era más alto que los demás, con sus cuernos y su piel amarillos y sus brillantes ojos rojos, sin camiseta, con los músculos protuberantes. Llevaba armadura en las piernas, botas, piel con tachones alrededor de las muñecas. Llevaba el rango de un oficial del Imperio y andaba arriba y abajo, examinándolos a todos con desaprobación.

“Me llamo Morg”, dijo, con una voz oscura, que resonaba con autoridad. “Os dirigiréis a mí como señor. Soy vuestro nuevo carcelero. Ahora soy toda vuestra vida”.

Mientras caminaba de un lado a otro, su respiración parecía más bien un gruñido.

“Bienvenidos a vuestro nuevo hogar”, continuó. “Vuestro hogar provisional, de hecho. Pues antes de que la luna esté arriba, todos vosotros estaréis muertos. De hecho, yo tendré el gran placer de veros morir a todos”.

Sonrió.

“Pero mientras estéis aquí”, añadió, “viviréis. Viviréis para complacerme. Viviréis para complacer a los demás. Viviréis para complacer al Imperio. Ahora sois nuestros objetos de entretenimiento. Nuestros objetos para el espectáculo. Nuestro entretenimiento significa vuestra muerte. Y lo llevaréis a cabo bien”.

Hizo una sonrisa cruel y mientras continuaba paseando, los examinaba. En la distancia se oyó un gran grito proveniente de algún lugar y todo el suelo tembló a los pies de Darius. Sonaba como el grito de cien mil ciudadanos sedientos de sangre.

“¿Oís aquel grito?” preguntó. “Es el grito de la muerte. Una sed de muerte. Allí, tras aquellos muros, se encuentra el gran circo. En aquel circo, lucharéis con otros, lucharéis entre vosotros, hasta que no quede ninguno de vosotros”.

Suspiró.

“Habrá tres rondas de batalla”, añadió. “En la última ronda, si alguno de vosotros sobrevive, se os regalará la libertad, se os regalará la oportunidad de luchar en el mayor de los circos. Pero no tengáis muchas esperanzas: nadie ha sobrevivido jamás hasta ahora.

“No moriréis rápidamente”, añadió. “Estoy aquí para asegurarme de ello. Quiero que muráis lentamente. Quiero que seáis grandes objetos de entretenimiento. Aprenderéis a luchar, y aprenderéis bien, para alargar nuestro placer. Porque ya no sois hombres. No sois esclavos. Sois menos que esclavos: ahora sois gladiadores. Bienvenidos a vuestro nuevo, y último, papel. No durará mucho”.

Un Sueño de Mortales

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