Читать книгу El Peso del Honor - Морган Райс, Morgan Rice - Страница 12
CAPÍTULO SEIS
ОглавлениеDuncan guiaba a sus hombres cabalgando bajo la luz de la luna, atravesando las llanuras nevadas de Escalon con el paso de las horas y dirigiéndose hacia el horizonte hacia Andros. La cabalgata nocturna le trajo memorias de batallas pasadas, del tiempo que pasó en Andros sirviendo al antiguo Rey; se perdió en sus pensamientos, en memorias que se mezclaban con el presente y con fantasías del futuro hasta que no pudo distinguir lo que era real. Como siempre, sus pensamientos giraron hacia su hija.
Kyra. ¿Dónde estás? se preguntaba.
Duncan oró por que estuviera segura y progresara en su entrenamiento, y por que pronto se reunieran. ¿Podría ella invocar a Theos de nuevo? se preguntó. Si no, no sabía si podrían ganar esta guerra que ella había empezado.
El incesante sonido de los caballos y armaduras llenaba la noche. Duncan apenas sentía el frío con el corazón cálido por la victoria, por el impulso, por el creciente ejército que lo seguía y por la anticipación. Finalmente después de todos estos años sentía que las cosas giraban a su favor. Sabía que Andros estaría protegido por un ejército profesional, que estarían superados en número, que la capital estaría fortificada y que no contaban con los hombres suficientes para organizar un asedio. Sabía que le esperaba la batalla de su vida, una que determinaría el destino de Escalon. Pero este era el peso del honor.
Duncan también sabía que él y sus hombres tenían una causa de su lado, un deseo y propósito; y más que nada, velocidad y el elemento de la sorpresa. Los Pandesianos nunca esperarían un ataque a la capital, no por personas subyugadas y nunca de noche.
Finalmente, mientras empezaba a amanecer aún con un azul opaco, Duncan vio en la distancia cómo empezaban a aparecer los contornos familiares de la capital. Era una vista que no había esperado ver en su vida, una que hizo que se le acelerara el corazón. Las memorias de todos los años que vivió ahí volvieron apresuradamente, del tiempo en que había servido lealmente al rey y al país. Recordó a Escalon en la cúspide de su gloria, una nación libre y orgullosa, una que parecía invencible.
Pero esto también le trajo memorias amargas: la traición del débil Rey hacia su gente, el cómo había entregado Escalon y su capital. Recordó cómo él y todos los jefes militares se dispersaron obligados a retirarse en vergüenza, exiliados a sus propias fortalezas en Escalon. El ver los majestuosos contornos de la ciudad le hicieron sentir deseo y nostalgia y miedo y esperanza al mismo tiempo. Estos eran los contornos que habían marcado su vida, los límites de la ciudad más grande de Escalon, gobernada por reyes por siglos, extendiéndose tan lejos que era difícil ver dónde terminaba. Duncan respiró profundo al ver los familiares parapetos y cúpulas y chapiteles, todos arraigados profundamente en su alma. De algún modo, era como regresar a casa; excepto que Duncan ahora no era el derrotado y leal comandante que alguna vez había sido. Ahora era más fuerte, no le respondería a nadie, y traía un ejército a las espaldas.
Mientras amanecía, la ciudad seguía alumbrada por antorchas, lo que quedaba de la guardia nocturna empezaba a recibir la mañana entre la niebla y, mientras Duncan se acercaba, vio algo más que hizo que su corazón le ardiera: las banderas azul y amarillo de Pandesia ondeando orgullosamente sobre las almenas de Andros. Esto le hizo sentirse enfermo y renovó su sentido de determinación.
Duncan inmediatamente examinó las puertas y se sintió animado al ver que estaban guardadas sólo por unos cuantos soldados. Respiró aliviado. Si los Pandesianos supieran que venían, habría miles de soldados cuidándolas; y Duncan y sus hombres no tendrían oportunidad. Pero con esto supo que no los esperaban. Los miles de Pandesianos deberían estar aún dormidos. Afortunadamente, Duncan y sus hombres habían avanzado lo suficientemente rápido para tener una oportunidad.
Duncan sabía que este elemento de la sorpresa sería su única ventaja, lo único que les daría una oportunidad de tomar la inmensa capital con sus filas de almenas y diseñada para resistir a cualquier ejército; eso, y el conocimiento de Duncan de sus fortificaciones y puntos débiles. Sabía que algunas batallas se habían ganado con menos. Duncan estudió la entrada de la ciudad y supo en dónde deberían atacar primero si quería tener una oportunidad de ser victorioso.
“¡Quien controla las puertas controla la ciudad!” Les gritó Duncan a Kavos y a sus otros comandantes. “No deben cerrarse, no debemos permitirles cerrarlas sin importar el costo. Si lo hacen, estaremos atrapados definitivamente. Llevaré una pequeña fuerza conmigo e iremos hacia las puertas a toda velocidad. Tú,” dijo señalando a Kavos, Bramthos y Seavig, “lleven al resto de los hombres hacia las guarniciones y protejan nuestros flancos de los soldados que salgan.”
Kavos negó con la cabeza.
“Cargar contra esas puertas con un pequeño grupo es imprudente,” gritó. “Estarás rodeado y, si estoy peleando en las guarniciones, no podré cuidarte la espalda. Es un suicidio.”
Duncan sonrió.
“Y es por eso que lo haré yo mismo.”
Duncan pateó a su caballo y avanzó delante de los otros dirigiéndose hacia las puertas, mientras Anvin, Arthfael y una docena de sus más cercanos comandantes, hombres que conocían Andros tan bien como él, hombres con los que había peleado toda su vida, lo siguieron como él esperaba que lo hicieran. Todos se dirigieron hacia las puertas de la ciudad a toda velocidad mientras, detrás de ellos, Duncan vio cómo Kavos, Bramthos, Seavig, y el resto del ejército se dirigieron hacia las guarniciones Pandesianas.
Duncan, con el corazón acelerado, sabiendo que tenía que llegar a la puerta antes de que fuera tarde, bajó la cabeza e hizo que el caballo se apresurara. Galoparon hacia el centro de la vereda sobre el Puente del Rey, con las pezuñas resonando en la madera, y Duncan sintió cómo se avecinaba la batalla. Al amanecer, Duncan vio el rostro confundido del primer Pandesiano que los detectó, un soldado joven que hacía guardia medio dormido en el puente, parpadeando mientras su rostro se llenaba de terror. Duncan se acercó, sacó su espada, y en un movimiento rápido lo cortó antes de que pudiera levantar su escudo.
La batalla había empezado.
Anvin, Arthfael, y los otros arrojaron sus lanzas, derribando a una docena de Pandesianos que voltearon hacia ellos. Continuaron galopando sin detenerse sabiendo que esto significaría su vida. Se apresuraron sobre el puente y se abalanzaron sobre las puertas abiertas de Andros.
Aún a unas cien yardas de distancia, Duncan observó las legendarias puertas de Andros, talladas en oro con unos cien pies de altura, diez pies de ancho, y sabía que, si se sellaban, la ciudad sería impenetrable. Ocuparía equipo de asedio profesional, que no tenía, y muchos meses con muchos hombres golpeando las puertas, que tampoco tenía. Estas puertas nunca se habían rendido a pesar de siglos de ataques. Si no las alcanzaba a tiempo, todo estaría perdido.
Duncan analizó a la docena de soldados Pandesianos que las cuidaban, una fuerza ligera, hombres adormecidos al amanecer y ninguno esperando un ataque, y apresuró a su caballo sabiendo que el tiempo era limitado. Tenía que llegar antes de que lo descubrieran; necesitaba sólo un minuto más para asegurar su supervivencia.
Pero de repente, se escuchó el sonido de un cuerno, y el corazón de Duncan cayó al ver en la cima de los parapetos a un soldado sonando un cuerno de advertencia una y otra vez. El sonido hizo eco en las murallas de la ciudad y Duncan se descorazonó al ver que había perdido la ventaja que tenía. Había subestimado al enemigo.
Los soldados Pandesianos en la puerta se pusieron en acción. Avanzaron y pusieron sus hombros en las puertas, seis hombres de cada lado, empujando con todas sus fuerzas para cerrarlas. Al mismo tiempo, cuatro soldados más movían palancas a los lados mientras otros cuatro jalaban cadenas de cada lado. Con un gran ajetreo, las barras empezaron a cerrarse. Duncan observó con desesperación sintiendo como si cerraran un ataúd en su corazón.
“¡MÁS RÁPIDO!” apremió a su caballo.
Todos se apresuraron en una última carrera definitiva. Al acercarse, algunos de los hombres arrojaron sus lanzas a los hombres en las puertas en un esfuerzo desesperado; pero aún estaban muy lejos y las lanzas se quedaron cortas.
Duncan apuró a su caballo como nunca antes, cabalgando imprudentemente delante de los demás y, al acercarse a las puertas, de repente sintió algo pasar volando a su lado. Se dio cuenta que era una jabalina y volteó hacia arriba para ver a soldados encima de los parapetos arrojándolas. Duncan escuchó un grito y volteó a ver a uno de sus hombres, uno con el que había peleado a su lado por años, atravesado y cayendo de espaldas, muerto.
Duncan se apresuró aún más dejando de protegerse y dirigiéndose hacia las puertas. Estaba a unas veinte yardas de distancia y las puertas casi se cerraban. Sin importar cómo, incluso si significaba su muerte, no dejaría que eso sucediera.
En un último avance suicida, Duncan saltó del caballo arrojándose hacia la abertura que quedaba en las puertas. Extendió la mano con su espada y alcanzó a meterla en la abertura entre las puertas. La espada se dobló pero sin romperse. Duncan sabía que esa franja de metal era lo único que impedía que las puertas se cerraran completamente, lo único que mantenía a la capital abierta, lo único que evitaba que todo Escalon estuviera perdido.
Los impresionados soldados Pandesianos, al darse cuenta que la puerta no cerraba, miraron asombrados la espada de Duncan. Se abalanzaron hacia ella y Duncan sabía que no dejaría que eso pasara incluso si perdía la vida.
Aún aturdido por la caída de su caballo y con dolor en las costillas, Duncan trató de rodar para alejarse del primer soldado, pero no pudo hacerlo. Vio la espada levantarse detrás de él y se preparó para el mortal impacto; pero de repente el soldado gritó y Duncan miró a su caballo relinchando y golpeando a su enemigo en el pecho antes de que pudiera atacar a Duncan. El soldado salió volando con las costillas rotas y cayó de espaldas inconsciente. Duncan miró a su caballo con gratitud dándose cuenta de que le había vuelto a salvar la vida.
Con el tiempo que necesitaba, Duncan se puso de pie sacando su espada de repuesto y se preparó para el grupo de soldados que llegaba. El primer soldado lo atacó con su espada y Duncan la bloqueó sobre su cabeza, giró y lo cortó entre los hombros haciéndolo que cayera. Duncan avanzó y cortó al siguiente soldado en el estómago antes de que pudiera alcanzarlo, saltando después sobre su cuerpo y golpeando al siguiente soldado con los dos pies haciéndolo caer de espaldas. Se agachó mientras otro soldado trataba de golpearlo y después giró y lo cortó en la espalda.
Duncan, distraído por sus atacantes, giró al sentir movimiento detrás de él y vio cómo un Pandesiano tomaba la espada de la rendija y empezaba a jalarla. Al ver que no había tiempo, Duncan giró, apuntó, y lanzó su espada. Esta voló en el aire y se encajó en la garganta del hombre antes de que pudiera sacar la espada larga. Había salvado la puerta, pero había quedado indefenso.
Duncan avanzó hacia la puerta esperando poder ampliar la grieta; pero al hacerlo, un soldado lo tacleo por detrás y lo arrojó al piso. Con su espalda descubierta, Duncan sabía que estaba en peligro. No podía hacer mucho mientras el Pandesiano detrás de él levantaba su lanza para atravesarlo.
Un grito atravesó el aire y Duncan vio a Anvin acercarse girando su mazo y golpeando al soldado en la muñeca, derribando la lanza de su mano justo antes de que atravesara a Duncan. Anvin entonces saltó de su caballo y derribó al hombre y, al mismo tiempo, Arthfael y los otros llegaron atacando al grupo de soldados que se dirigía hacia Duncan.
Liberado, Duncan analizó la situación y vio a los soldados que cuidaban la puerta muertos, la puerta apenas abierta por su espada, y a cientos de soldados Pandesianos que empezaban a salir de los cuarteles apresurándose para atacar a Kavos, Bramthos, Seavig, y sus hombres. Sabía que había poco tiempo. Incluso con Kavos y sus hombres peleando, algunos escaparían y se dirigirían a la puerta, y si Duncan no controlaba estas puertas pronto, él y sus hombres estarían acabados.
Duncan esquivó mientras otra lanza era arrojada desde los parapetos. Se apresuró y tomó un arco y flechas de un soldado caído, se hizo hacia atrás, apuntó, y disparó hacia un Pandesiano que estaba en la cima mientras este se asomaba con una lanza en su mano. El muchacho gritó y cayó atravesado por la flecha, claramente no esperando esto. Se desplomó hacia la tierra cayendo al lado de Duncan, y Duncan se hizo a un lado para no ser aplastado por el cuerpo. Duncan sintió una especial satisfacción al ver que el muchacho era el encargado del cuerno.
“¡LAS PUERTAS!” gritó Duncan a sus hombres mientras estos derribaban a los soldados restantes.
Sus hombres se juntaron bajando de sus caballos y se apresuraron a ayudarlo a abrir las puertas. Jalaron con todas sus fuerzas, pero apenas si las movieron. Más hombres se unieron al esfuerzo y, mientras todos tiraban juntos, una empezó a moverse. Se abrió poco a poco y pronto hubo suficiente espacio para que Duncan pusiera su pie en la abertura.
Duncan introdujo sus hombros en la abertura y empujó con todas sus fuerzas, gimiendo y con sus brazos temblando. El sudor corría en su rostro a pesar del frio de la mañana y miró cómo un flujo de soldados salía de las guarniciones. La mayoría se enfrentaba a Kavos, Bramthos y sus hombres, pero los suficientes pudieron evitarlos dirigiéndose hacia él. Un grito repentino atravesó el amanecer y Duncan vio a un hombre a su lado, uno de sus leales comandantes, cayendo al suelo. Vio la lanza en su espalda y se dio cuenta de que los soldados ya estaban a distancia de tiro.
Más Pandesianos levantaron sus lanzas apuntando hacia su dirección y Duncan se preparó al darse cuenta de que no pasarían por las puertas a tiempo. Pero de repente, para su sorpresa, los soldados tambalearon y cayeron de frente. Observó y miró flechas y espadas en sus espaldas, y sintió una oleada de gratitud al ver a Bramthos y Seavig guiando a cien hombres que se separaban de Kavos, peleando con la guarnición pero ahora volteando para ayudarlo.
Duncan redobló sus esfuerzos empujando con todas sus fuerzas mientras Anvin y Arthfael se introdujeron a su lado sabiendo que tenían que abrir la grieta lo suficiente para que pasaran los soldados. Finalmente, mientras más hombres se unían al esfuerzo, hundieron sus pies en la nieve y empezaron a caminar. Duncan dio un paso tras otro hasta que, gimiendo, vio que la puerta se abrió hasta la mitad.
Escuchó un grito de victoria detrás de él y se volteó para ver a Bramthos y Seavig avanzando con cien hombres a caballo, todos dirigiéndose hacia la puerta abierta. Duncan recuperó su espada, la levantó y avanzó guiando a sus hombres por las puertas abiertas, poniendo un pie dentro de la capital y olvidando toda precaución.
Con flecha y lanzas lloviendo sobre ellos, Duncan se dio cuenta que tenían que ganar control sobre los parapetos, que también estaban equipados con catapultas con la capacidad de hacerles mucho daño a sus hombres. Miró arriba hacia las almenas pensando en cuál sería la mejor forma de subir, cuando de repente escuchó otro grito y miró una gran fuerza de soldados Pandesianos que se juntaba en la ciudad y avanzaban sobre ellos.
Duncan los enfrentó con valentía.
“¡HOMBRES DE ESCALON, ¿QUIÉN HABITA NUESTRA APRECIADA CAPITAL?!” gritó.
Todos los hombres gritaron y avanzaron detrás de él mientras Duncan montaba su caballo y los guiaba hacia los soldados.
A esto le siguió un gran impacto de armas mientras los soldados y caballos se encontraban, y Duncan y sus cien hombres atacaron a los cien soldados Pandesianos. Duncan sintió que los soldados Pandesianos habían sido sorprendidos con la guardia baja, pues esperaban una pelea fácil al haber visto a Duncan con unos cuantos hombres y sin esperar ver el gran número de refuerzos detrás de Duncan. Vio cómo sus ojos mostraban asombro al ver a Bramthos, Seavig y todos los hombres atravesar las puertas de la ciudad.
Duncan levantó su espada y bloqueó un ataque, apuñaló a un soldado en el estómago, giró, y golpeó a otro en la cabeza con su escudo; después tomó la lanza de su arnés y la lanzó a otro. Sin miedo, abrió un camino en medio de la multitud derribando a diestra y siniestra mientras todos a su alrededor, Anvin, Arthfael, Bramthos, Seavig, y sus hombres hacían lo mismo. Se sentía bien estar de nuevo dentro de la capital en estas calles que conocía muy bien; pero se sintió mejor el liberarla de los Pandesianos.
Muy pronto docenas de Pandesianos estaban apilados bajo sus pies, todos incapaces de detener a Duncan y sus hombres como una ola que caía sobre la capital al amanecer. Duncan y sus hombres estaban arriesgándolo todo, habían venido de muy lejos, y estos hombres cuidando las calles estaban lejos de su hogar, desmoralizados, con una causa débil, con sus líderes lejos, y sorprendidos. Después de todo, nunca se habían enfrentado en batalla contra los verdaderos guerreros de Escalon. Mientras la marea avanzaba, los soldados Pandesianos restantes se dieron la vuelta y escaparon; y Duncan y sus hombres cabalgaron con más velocidad alcanzándolos y derribándolos con flechas y lanzas hasta que no quedó ninguno.
Con el camino hacia la capital libre y con flechas y lanzas aún cayendo sobre ellos, Duncan se enfocó de nuevo en los parapetos mientras otro de sus hombres caía de su caballo con una flecha encajada en su hombro. Necesitaban los parapetos, el terreno alto, no sólo para detener las flechas, sino para ayudar a Kavos; después de todo, Kavos seguía superado en número detrás de las murallas y necesitaría la ayuda de Duncan desde los parapetos con las catapultas si quería tener una oportunidad de sobrevivir.
“¡A LAS ALTURAS!” gritó Duncan.
Los hombres de Duncan vitorearon y lo siguieron mientras les hacía una señal, separándose, la mitad siguiéndolo a él y la mitad siguiendo a Bramthos y Seavig hacia el otro lado del patio para ascender por el otro lado. Duncan se dirigió hacia los escalones de piedra que se encontraban en el muro lateral que iban hacia los parapetos superiores. Había una docena de soldados cuidándolos y todos miraban asombrados al ataque que llegaba. Duncan se arrojó sobre ellos y tanto él como sus hombres arrojaron lanzas, matándolos incluso antes de que pudieran levantar sus escudos. No había tiempo que perder.
Llegaron a los escalones y Duncan desmontó guiando el avance, en una sola fila, por los escalones. Vio hacia arriba y miró a soldados Pandesianos que bajaban para encontrarlos, con sus lanzas levantadas y listos para arrojarlas; sabía que tenían ventaja sobre él y, no queriendo perder tiempo en combate mano a mano mientras las lanzas caían sobre él, pensó con rapidez.
“¡FLECHAS!” ordenó Duncan a los hombres detrás de él.
Duncan se agachó cayendo al piso y un momento después escuchó las flechas volando sobre él mientras los hombres seguían su orden, acercándose y disparando. Duncan miró hacia arriba y vio con satisfacción cómo los hombres que bajaban los escalones eran impactados y caían hacia los lados, gimiendo mientras se desplomaban hacia el patio de piedra debajo.
Duncan continuó subiendo los escalones tacleando a un soldado mientras otros más llegaban y lo empujaban hacia la orilla. Él giró y golpeó a uno más con su escudo mandándolo a volar también, y entonces levantó su espada apuñalando a otro en la barbilla.
Pero esto dejó a Duncan vulnerable en la angosta escalera, y un Pandesiano saltó hacia su espalda y lo llevó hasta la orilla. Duncan se aferró por su vida arañando la piedra, incapaz de sostenerse y a punto de caer; cuando de repente el hombre encima de él dejó de moverse a cayó por un lado de él, muerto. Duncan vio una espada en su espalda y giró viendo a Arthfael que lo ayudaba a ponerse de pie.
Duncan continuó avanzando agradecido de tener a sus hombres detrás de él, y subió nivel tras nivel evitando lanzas y flechas, bloqueando algunas con su escudo, hasta que finalmente llegó a los parapetos. En la cima había una ancha meseta de piedra de unas diez yardas de ancho, abarcando la parte superior de las puertas, y llena de soldados Pandesianos hombro a hombro todos armados con flechas, lanzas, jabalinas, y todos ocupados lanzando armas hacia los hombres de Kavos debajo. Al llegar Duncan con sus hombres, dejaron de atacar a Kavos y se voltearon hacia él. Al mismo tiempo, Seavig y el otro grupo de hombres terminaron de subir los escalones del otro lado del patio y atacaron a los soldados desde el lado opuesto. Los rodearon sin dejarles escapatoria.
La pelea se volvió espesa, mano a mano, mientras los soldados de ambos lados trataban de ganar terreno. Duncan levantó su espada y escudo y, mientras los impactos llenaban el aire, continuó su sangrienta pelea mano a mano cortando a un hombre tras otro. Duncan se agachó esquivando los golpes y empujó a un hombre sobre la orilla con sus hombros, quien cayó gritando hacia su muerte, y recordó que a veces las mejores armas son las propias manos.
Gritó de dolor al recibir una cortada en el estómago pero afortunadamente giró y sólo lo rozó. Mientras el soldado se preparaba para darle el golpe final, Duncan, sin espacio para maniobrar, lo golpeó con la cabeza haciendo que soltara su espada. Después le dio un rodillazo, se acercó a él y lo arrojó por la orilla.
Duncan peleó y peleó ganando terreno con dificultad mientras el sol se elevaba y el sudor le lastimaba los ojos. Sus hombres gemían y gritaban de dolor en todos lados mientras los hombros de Duncan se cansaban por la pelea.
Al tratar de recobrar el aliento y cubierto de la sangre de sus enemigos, Duncan dio un paso final hacia adelante levantando la espada; pero se sorprendió al ver a Bramthos y Seavig y sus hombres de frente. Volteó y analizó todos los cuerpos muertos y se dio cuenta con asombro de que lo habían logrado; habían despejado los parapetos.
Hubo un grito de victoria mientras todos los hombres se encontraban en el centro.
Pero Duncan sabía que la situación aún era apremiante.
“¡FLECHAS!” gritó.
Inmediatamente volteó hacia abajo hacia los hombre de Kavos y vio cómo se desenvolvía una gran batalla en el patio mientras miles de soldados Pandesianos más salían de las guarniciones para encontrarlos. Kavos se veía rodeado lentamente por todas partes.
Los hombres de Duncan tomaron los arcos de los caídos, apuntaron por encima de los muros, y dispararon a los Pandesianos mientras Duncan se les unía. Los Pandesianos nunca esperaron que les dispararan desde la capital y cayeron por docenas, desplomándose en el piso mientras los hombres de Kavos eran salvados. Los Pandesianos empezaron a caer al lado de Kavos mientras se desataba un gran pánico cuando se dieron cuenta que Duncan controlaba las alturas. Atrapados entre Duncan y Kavos, no tenían a dónde escapar.
Duncan no les daría tiempo de reagruparse.
“¡LANZAS!” ordenó.
Duncan tomó una tras otra y las arrojó hacia abajo aprovechándose del gran arsenal dejado en los parapetos, diseñados para alejar invasores de Andros.
Mientras los Pandesianos empezaban a flaquear, Duncan supo que tenía que hacer algo definitivo para acabarlos.
“¡CATAPULTAS!” gritó.
Los hombres se apresuraron hacia las catapultas dejadas encima de las almenas y jalaron las grandes cuerdas, girando manivelas hasta que estuvieron en posición. Pusieron las rocas en su lugar y esperaron la orden. Duncan caminó por toda la línea ajustando las posiciones para que las rocas evitaran a Kavos y llegaran a su objetivo perfecto.
“¡DISPAREN!” gritó.
Docenas de rocas volaron en el aire y Duncan vio con satisfacción cómo destrozaban las guarniciones de piedra, matando a docenas de Pandesianos que salían como hormigas para enfrentarse a Kavos. Los sonidos hicieron eco en todo el patio, aturdiendo a los Pandesianos e incrementando su pánico. Mientras las nubes de polvo y escombro se elevaban, se daban vuelta sin estar seguros hacia dónde pelear.
Kavos, como el guerrero veterano que era, tomo ventaja de su situación. Juntó a sus hombres y cargó con un nuevo impulso, y mientras los Pandesianos flaqueaban, atravesó cortando por sus filas.
Los cuerpos caían a diestra y siniestra mientras el campamento Pandesiano estaba en desorden, y pronto se dieron la vuelta y huyeron en todas direcciones. Kavos cazó a todos y cada uno de ellos. Fue una masacre.
Para el tiempo en que el sol ya estaba elevado, todos los Pandesianos estaban en el suelo muertos.
Mientras caía el silencio, Duncan observó asombrado mientras el sentimiento de victoria empezaba a crecer en él y sabiendo que lo habían logrado. Habían tomado la capital.
Mientras los hombres gritaban todo en derredor, tomándose de los hombros y vitoreando, Duncan se limpió el sudor de los ojos aún respirando agitadamente y empezó a darse cuenta: Andros era libre.
La capital era suya.