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CAPÍTULO NUEVE

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Duncan, con sus hombres a los lados, marchó por la capital de Andros seguido por los pasos de miles de sus soldados victoriosos, triunfantes, con sus armaduras retumbando mientras pasaban por la ciudad liberada. A cualquier parte a donde iban, se encontraban con los gritos de júbilo de los ciudadanos, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, todos vestidos con los elegantes ropajes de la capital y apresurándose hacia las calles de piedra para arrojarles flores y regalos. Todos sostenían con orgullos las banderas de Escalon. Duncan se sintió victorioso al ver las banderas de su tierra ondeando una vez más, al ver a estas personas que pasaron de la opresión a un júbilo de libertad. Era una imagen que nunca olvidaría, una imagen que hacía que todo valiera la pena.

Mientras el sol matutino se posaba sobre la capital, Duncan sintió como si estuviera marchando hacia un sueño. Este era un lugar en el que pensaba nunca volvería a pararse, al menos no en esta vida, y ciertamente no en estas condiciones. Andros, la capital. La gema de la corona de Escalon, lugar de reyes por miles de años, ahora bajo su control. Las guarniciones Pandesianas habían caído. Sus hombres controlaban las puertas; controlaban los caminos; controlaban las calles. Era más de lo que había esperado lograr.

Pero se maravilló al pensar que sólo hace unos días estaba en Volis, con todo Escalon bajo el puño de hierro de Pandesia. Ahora, todo el noroeste de Escalon estaba libre y su mismísima capital, su corazón y alma, estaba libre de la dominación Pandesiana. Por supuesto, Duncan se dio cuenta de que habían conseguido esta victoria gracias a la velocidad y la sorpresa. Fue una victoria brillante, pero también una potencialmente transitoria. Una vez que la noticia llegara al Imperio Pandesiano, vendrían por él; y no sólo con unas cuantas guarniciones, sino con toda la fuerza del mundo. El mundo se llenaría con estampidas de elefantes, el cielo se oscurecería con flechas, el mar se cubriría de naves. Pero esta no era razón para continuar haciendo lo que era justo, para continuar con el deber de un guerrero. Al menos por ahora se estaban defendiendo; al menos por ahora eran libres.

Duncan escuchó un derrumbe y se volteó para ver una inmensa estatua de mármol de El Glorioso Ra, supremo líder de Pandesia, echada abajo con cuerdas por un grupo de ciudadanos. Se hizo pedazos al impactar con el suelo y los hombres vitorearon mientras pisaban los escombros. Más ciudadanos se apresuraron y bajaron las inmensas banderas azul y amarillo de Pandesia, arrancándolas de edificios, paredes y torres.

Duncan no pudo evitar sonreír al recibir la adulación y el sentido de orgullo de estas personas al recuperar su libertad, un sentimiento que entendía muy bien. Miró hacia Kavos y Bramthos, Anvin y Arthfael y Seavig y todos sus hombres, y vio que también estaban radiantes, deleitándose en este día que llegaría a estar escrito en los libros de historia. Era una memoria que llevarían con ellos por el resto de sus vidas.

Todos marcharon por la capital pasando plazas y patios, pasando por calles que Duncan conocía muy bien por todos los años que había pasado aquí. Pasaron por una esquina y el corazón de Duncan se aceleró al voltear hacia arriba y ver el edificio del capitolio de Andros, con su cúpula dorada brillando en el sol, sus inmensas puertas arqueadas doradas tan imponentes como siempre, su fachada de mármol blanco brillante tallada, tal y como lo recordaba, con los escritos antiguos de los filósofos de Escalon. Era uno de los pocos edificios que Pandesia no había tocado, y Duncan sintió orgullo al verlo.

Pero al mismo tiempo sintió un vacío en el estómago; sabía que dentro estarían esperándolo los nobles, los políticos, el consejo de Escalon, los hombres de política, de intrigas, hombres que él no entendía. No eran soldados ni jefes militares, sino hombres con riquezas y poder e influencias que habían heredado de sus antepasados. Eran hombres que no merecían tener poder, pero hombres que, de alguna manera, aún tenían a Escalon en sus manos.

Y lo peor de todo, Tarnis mismo estaría seguramente con ellos.

Duncan se preparó y respiró profundo antes de subir los cien escalones de mármol, con sus hombres a su lado y mientras las puertas eran abiertas por la Guardia del Rey. Respiró hondo sabiendo que debía sentirse exultante, pero también sabiendo que estaba entrando en un pozo de víboras, un lugar en el que el honor le cedía lugar al compromiso y la traición. Preferiría una batalla contra toda Pandesia en vez de una hora en reunión con estos hombres, hombres que cambiaban sus compromisos, hombres que no tenían convicciones, que estaban tan perdidos en mentiras que no podían entenderse ni entre ellos mismos.

El Peso del Honor

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