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Absolución para Malparidos
Yo ya había terminado mi café negro, fuerte (mi preferido es el que se vende bajo el rótulo Americano), cuando Larry apareció para nuestra cita de café. Llegó unos minutos tarde, lo cual no fue gran cosa, pero esto significó que cuando nos sentamos en el sofá de cuero en la planta baja de mi cafetería favorita en Denver, yo ya no tenía una bebida para distraerme de la conversación que había estado temiendo.
“¡Este sitio es genial!”, dijo, mirando a su alrededor el ambiente de burdel-citas-biblioteca del lugar. “Simplemente me demoré más de lo que esperaba para llegar aquí. ¡Pero me alegra haber llegado porque estoy tan emocionado de poder disfrutar un café contigo!”
“¡Yo también!” Mentí.
Yo no estaba emocionada. Lo que estaba era incómoda. Larry me había acorralado el domingo anterior, su primera vez en la iglesia. Había agarrado mi brazo, sus ojos vidriosos fijamente atentos en los míos por un tiempo incómodamente largo, y comenzó a hablar de cuánto le había gustado mi sermón en Red Rocks1 y lo emocionado que estaba de saber que incluso podía venir a mi iglesia.
Luego habló mucho sobre Franklin Delano Roosevelt y el Partido Demócrata –dos de sus pasiones. No recuerdo mucho más de esa cita de café, aparte de que no tenía idea de qué decir.
Nunca supe qué decirle a Larry. Se sentía como si estuviera en la iglesia porque pensó que podía conectarse conmigo, no porque estuviera esperando conectarse con Dios y con otras personas, y si bien es muy posible que me haya equivocado en cuanto a sus motivaciones, ese tipo de cosas me incomodan, sea cierto o no. Además, simplemente no me caía bien. Ni siquiera por alguna razón interesante: edad, género, punto de residencia, aliento, cintura bien conformada. Ya saben, toda esa mierda por la que la gente horrible juzga a la gente agradable y normal solo porque somos unos bastardos miserables. Así que mantuve a Larry a distancia como para nunca hacer algo que permitiera un asomo de conexión [de mi parte], no quería molestarme en ayudarlo a que él pudiera conectarse conmigo. Pronto podría ser demasiado tarde.
“¿Hola?” Caitlin contestó su teléfono. Gracias a Dios.
“¿Puedes recibirme para confesión y absolución? ¿Cómo; ahora?” Me hubiera gustado haber tenido uno de esos viejos teléfonos con cables para poder enrollarlo alrededor de mi mano. A veces, una persona inquieta puede transferir el temblor de su voz a sus dedos.
Caitlin y yo nos conocimos en el seminario. Ella también fue criada en la Iglesia de Cristo y descubrió el luteranismo más tarde en la vida en su proceso de llegar a ser pastora. Ahí es donde terminan las similitudes. Hace años, cuando ambas estábamos planeando las celebraciones de nuestros cuadragésimos cumpleaños -el mío una fiesta de roller disco en una pista que alquilé, y la de ella con un grupo de amigos cercanos viendo el amanecer en una colina que domina la ciudad- yo comenté que la diferencia en nuestras dos celebraciones de cumpleaños mostraba claramente la diferencia en nuestras personalidades. Ella tiene tantos rasgos encantadores en su personalidad que yo simplemente no poseo. Caitlin respondió: “Por supuesto que sí los tienes Nadia, simplemente no son tus rasgos favoritos”.
Este tipo de cosas hacen de Caitlin mi “madre confesora”. Ella me conoce. Realmente bien. Y ella no está impresionada con mi pecado. Yo le he contado cosas mías que no se las he contado a nadie más y, aún así, ella todavía quiere ser mi amiga. No porque Caitlin sea magnánima, sino porque ella cree en el poder del perdón y la gracia de Dios. Es posible que ustedes crean que eso es cierto de todos los clérigos y pastores, pero créanme cuando les digo que no es así.
“Un feligrés mío murió hoy”, le dije, “y no puedo ir a consolar a su esposa hasta que confiese algo horrible”.
“Ven…” dijo ella.
Una hora más tarde, cuando entré en su oficina, ella bromeó: “Espera. Tú no lo mataste, ¿verdad?”.
No. Yo no había matado a Larry. Simplemente no había sido una muy buena pastora con ese tipo a pesar de que, a diferencia de mí, él era realmente agradable. Ahora, Larry había muerto y yo tenía que consolar a su viuda, y sabía muy bien que no podía estar presente en su pena si todo en lo que podía pensar era la estupidez que le había hecho recientemente, lo cual no había sido nada agradable.
Era algo que nadie sabía que yo había hecho, pero que simplemente tenía que confesar y de lo que tenía que ser absuelta: a propósito yo no había incluido la dirección de correo electrónico de Larry para que no le llegara el correo masivo que envié recordando a la congregación que se registrara para el retiro de primavera. ¡En serio! ¿Quién hace una cosa así? Desde entonces eso me pesaba, aunque en el gran esquema de crimen y traición, se trataba, en el peor de los casos, de un delito menor.
Está la horrible sensación que tienes cuando alguien que amas ha sido diagnosticado con un tumor cerebral y también está la horrible sensación cuando alguien de quien has pensado mal, alguien que es un tipo realmente genial (aunque eres una desadaptada social y trataste de asegurarte de que él no iba a venir con sus pantalones-reveladores-de-ropa-interior y su halitosis al retiro de la iglesia), ha sido diagnosticado con un tumor cerebral. Era algo que pesaba sobre mi conciencia, algo de lo que me avergonzaría si alguien más lo supiera. En realidad estaba bastante avergonzada de que yo fuera la única que lo sabía. Pero todos escondemos cosas para nosotros mismos -esa vez que azotamos a nuestro hijo demasiado fuerte, las veces que tenemos que borrar nuestro historial del navegador, el momento en que mentimos sobre nosotros mismos para conseguir un trabajo, los tiempos en los que coqueteamos en línea con personas que no son nuestros cónyuges. Sea lo que fuere, todos llevamos secretos. Como dicen los fumadores en serie en mi programa de doce pasos: “¡Amigo! Sólo estás tan enfermo como tus secretos”. Así que tenía que contarle a Caitlin mi pecado contra Larry antes de que pudiera, con la conciencia limpia, ir a consolar a su esposa.
Bien. Pero había otra cosa que le había hecho a Larry. Apenas vale la pena mencionarlo…
Una semana después de que Larry recibió su diagnóstico de tumor cerebral me envió un correo electrónico en el que me contaba que él y su novia tenían miedo que él muriera y querían casarse la semana siguiente, y que si “¿tendría yo a bien celebrar su boda?” Afortunadamente, tenía ya una coartada. Como le expliqué a Caitlin en su oficina, mi política siempre ha sido que los contrayentes pasen por una serie de sesiones de asesoramiento prematrimonial antes de que yo pueda oficiar la boda de alguien, así que dije que lo sentía mucho pero que no podía. Al final consiguieron un chamán que era amigo de la prometida para oficiar la ceremonia.
Pero el hecho es que si Jim y Stuart, mis feligreses de vieja data, o alguna otra pareja que amo, se hubiera enfermado gravemente y quisieran casarse, yo lo habría hecho de inmediato. Simplemente yo no quería oficiar esta boda. Así que les di la excusa sobre el asesoramiento prematrimonial e incluso conseguí que mi obispo también firmara. (Yo le envié un correo preguntándole si pensaba que una boda de rutina médica expedita sería algo que yo debía hacer y me dijo que probablemente no).
Caitlin amablemente me escuchó. Yo continué hundiéndome más en mi relato.
Por supuesto, esconderse detrás de una excusa más “legítima” que “no tengo ganas de hacerlo” no es exactamente una mentira, fue lo que admití, pero eso no borra la verdad. Eso es algo que todo el mundo hace. Inventamos excusas para evadir compromisos, o culpamos a otras personas por el hecho de que no podemos llegar. Pero a veces creamos pantallas de humo para desviar la atención de la verdad de nuestras propias decisiones y defectos. A menudo incluso nos engañamos a nosotros mismos con estas excusas, pero hay ocasiones en que la verdad no nos deja ir. Claro, yo puedo evitar el escrutinio de otras personas contándole mi lado tonto de la historia una y otra vez a cualquiera que lo escuche. Pero yo sé la verdad. Y a veces ella me atrapa por la noche cuando me acuesto –justo en ese lugar en el que no estoy del todo despierta pero tampoco del todo dormida. En esos momentos, mi ego se apaga, quizás por única vez en todo el día. En ese estado de conciencia-menos-ego, la verdad pelea más allá de las capas de comida y entretenimiento y todas las otras distracciones que les pongo encima y, sin ser vista, se arrastra de regreso hasta ocupar mis pensamientos.
“¿Todos tienen estos momentos?” Me pregunté en voz alta ante Caitlin. Quizás algunos sienten que sus errores en la vida no son lo suficientemente malos como para preocuparse, o tal vez hayan construido suficientes capas protectoras alrededor de su ego al punto que evitan por completo, con éxito, sentirse avergonzados por sus secretos. Pero al igual que el personaje de Matt Damon en la película “En busca del destino” (también conocida como “El indomable Will Hunting” y “Mente indomable”), si fueran confrontados con una gracia ilimitada y repetitiva, así como la que el consejero interpretado por Robin Williams le ofreció a Hunting, ellos poco a poco se quebrarían. No porque deban quebrantarse, sino porque todos lo hacemos. ¿No es así? Porque todos estamos agobiados por las cosas feas que hemos hecho y seguimos haciendo.
Y para mí, con todo y el aislamiento protector que mi ego me pueda proporcionar durante mis horas de vigilia, se apaga cuando estoy a punto de dormirme, y es entonces cuando las verdades más feas se abren paso hacia la superficie. Curiosamente, es en estos tiempos en los que me siento más cerca a Dios. No cuando estoy en la cima de una montaña, sino cuando estoy acostada, medio dormida, sintiéndome indefensa.
Pero tan pronto como mi ego se vuelve a conectar, se termina el juego. Puedo tomar el control a partir de allí.
En retrospectiva, puedo decir que tal vez mi pecado hacia Larry no está a la altura de malversación de diezmos o copular con el director del coro, pero si alguien viene a tu iglesia y te inventas excusas para no servirlos con gracia y amor, eso sigue siendo despreciable. Y el hecho de que yo “aprendí” de todo esto y que no he vuelto a hacer ese tipo de cosas desde entonces no es compensación alguna, porque estoy segura de que si tuviera un minuto, podría hacer otras cosas en lugar de las que les confieso. Lo que significa que estoy en necesidad perpetua de gracia.
En silencio, Caitlin absorbió mi relato. Bebió un trago de su agua, luego tomó mi mano y dijo: “Nadia, Jesús murió por nuestros pecados. Incluso ese”.
Incluso ese. Incluso todos.
Se siente como algo extraño y abstracto decir “Jesús murió por tus pecados”. ¡Y yo, que he desperdiciado un montón de tinta argumentando en contra de la noción de que Dios tuvo que matar a Jesús porque éramos malos! Pero cuando Caitlin dijo que Jesús murió por nuestros pecados, incluido ese, se me recordó de nuevo que no hay nada que hayamos hecho que Dios no pueda redimir. Pequeñas traiciones, grandes infracciones, infracciones menores. Todo.
Algunos dirán que antes que la cruz se trate acerca de Jesús tomando nuestro lugar para recibir las nalgadas que realmente necesitábamos recibir de parte de Dios por nuestra propia maldad (el término teológico elegante para esto es expiación sustitutiva), lo que sucede en la cruz es un “intercambio bendito”. Dios reúne a todos nuestros pecados, toda nuestra basura de culo rotos, en el propio ser de Dios y transforma toda esa muerte en vida. Jesús toma nuestra mierda y nos la intercambia por bienestar.
El intercambio bendito (y no la expiación sustitutiva) siempre ha tenido mucho más sentido para mí como idea. Pero a veces las ideas se hacen realidad, como cuando sucedió un intercambio bendito en el patio trasero de la casa de Larry después que di una breve homilía en su ceremonia conmemorativa.
Ojalá pudiera decir que, después de la absolución que Caitlin me proclamó fui liberada totalmente de cualquier carga de conciencia, pero eso no es completamente cierto. No sucedió totalmente sino hasta cuando una señora blanca de edad mediana se me acercó y preguntó: “Tú eres Nadia, ¿verdad?”
Ella tomó mis manos y me miró sorprendida. “Yo quería agradecerte por tener una iglesia donde Larry se sintió tan bienvenido. Él habló tan bien de usted y de su congregación, y sé que teniéndola a usted como su pastora significó mucho para él en sus últimos meses.”
Allí estaba ocurriendo. Un intercambio bendecido. Mi mierda por la misericordia de Jesús.
Nunca conoceré a Larry. Nunca sabré lo que es amarlo, verlo, saber cuál fue la fuente de su ternura hacia su esposa ni de dónde sacó fuerzas en sus últimos días. Todo eso está perdido para mí. Pero por alguna razón nuestra congregación era un lugar de consuelo para él.
A veces Dios necesita que se hagan algunas cosas, aunque yo pueda ser una verdadera malparida. No hubo absolutamente ninguna justicia en el hecho de que Larry me amó a mí y a esa iglesia. Pero si yo recibiera en esta vida lo que merezco estaría realmente jodida. Así que, en cambio, yo recibo esa gracia como lo que es: un regalo.
1. Red Rocks es un anfiteatro natural en las estribaciones a las afueras de Denver donde se celebra el servicio de Resurrección al amanecer del Domingo de Pascua que convoca a las iglesias de la ciudad. Cerca de diez mil personas asisten cada año.