Читать книгу Santos Accidentales - Nadia Bolz-Weber - Страница 9
Оглавление1
Galletas Santas
Casi desde el inicio mismo de la vida de nuestra iglesia House for All Sinners and Saints (Casa Para Todos los Pecadores y Santos, en lo sucesivo, La Casa), comenzamos la tradición de hacer “galletas santas” en el domingo de Todos los Santos.1
Yo me había dado a la tarea de rastrear sin cansancio internet en busca de prácticas antiguas o extrañas que pudiéramos usar, y estoy segura de haber leído algo que describe cómo, en Finlandia o en un lugar así, la gente hace galletas santas con figuras en pan de jengibre de hombres y mujeres, que se reparten como parte de la celebración dominical de Todos los Santos. Juro que eso es lo que recuerdo.
Así fue que cuando estábamos construyendo nuestra iglesia desde cero, algunas personas se reunieron en mi cocina para hornear unos hombres y unas mujeres de pan de jengibre, como si eso fuera la gran idea original.
En cierto momento me di cuenta que nuestras pequeñas galletas marrones necesitaban, obviamente, sus aureolas. Pintamos, entonces, con esmalte amarillo brillante alrededor de la parte superior de cada cabeza redonda de cada hombre y mujer de jengibre (lo que los hacía lucir no tan santos sino más bien rubios).
“¿Qué les parece?” preguntó Victoria cuando llegó sosteniendo dos moldes extralargos de galletas. Ella siempre ha sido algo traviesa como para ser una trabajadora social. Creo que es por su pelo rojo. “Las galletas para mis santos tienen que ser especiales”, se apresuró a explicar. Antes de que terminara la noche, Victoria lucía con orgullo dos galletas santas especiales que sobresalían unas cuantas pulgadas por encima de sus compañeros. Una era una mujer con llamas de rojo y amarillo que lamían su falda, acompañada de grandes ojos y una boca abierta que parecía sacada del show de Mr. Bill.
“¡Ja! Juana de Arco,” adiviné correctamente. Junto a Juana estaba otro santo, pero este parecía lucir un traje de hombre de las cavernas que consistía en una pieza que colgaba de uno solo de sus hombros. Le faltaba la cabeza. “¿Pedro Picapiedra Mártir?” Me equivoqué al adivinar.
“Juan el Bautista”, dijo con orgullo. Por supuesto, Victoria se ofreció para traer la canasta completa de galletas santas para repartir después de la liturgia el día siguiente. No es ninguna sorpresa si les digo que fue una muy buena manera de hacer un poco más liviana la liturgia, lo que de otra manera pudo haber sido pesada.
Lo que ahora sabemos es que las galletas santas no son una tradición en ningún lugar sino en La Casa –al menos no en ningún lugar que pudiera encontrar cuando más tarde volví al internet. Al parecer, sólo me soñé toda esa mierda de Finlandia y qué sé yo.
La canasta de galletas santas de Victoria estaba en el extremo de una larga serie de mesas con manteles blancos que alineaban la pared. Cada mesa estaba adornada con velas, caléndulas, y varios recuerdos de los muertos: los overoles en jeans o mezclilla ya desgastados del abuelo de alguien que había sido agricultor. Un ícono de María Magdalena. Un ícono del líder agrario estadounidense César Chávez. Una foto de un grupo de amigos de los años 80. Una manta infantil. Un altar que mi feligrés, Amy Clifford había hecho en memoria de Vincent van Gogh - una pequeña caja pintada inclinada sobre una de sus esquinas, su autorretrato pegado en el interior, y las orejas, a una de las cuales le faltaba una pieza, pegadas a los costados.
Aparte de los que han caído en combate, los estadounidenses tendemos a olvidar a nuestros antepasados, y pasamos el menor tiempo posible haciendo lamento público por ellos. Pero en la iglesia, hacemos esa rara proclamación de que los muertos siguen siendo parte de nosotros, parte de nuestras vidas, y que su presencia incluso trae ánimo a la iglesia. San Pablo describe los santos como “una gran nube de testigos,” por lo que cuando ya no están con nosotros, los seguimos levantando, esperando tal vez que sus virtudes –su capacidad para tener fe en Dios ante un imperio opresivo o una cosecha fallida o el aguijón del cáncer– las podamos convertir en nuestras propias virtudes, en nuestra propia fuerza.
Mientras observaba la canasta de galletas santas alineadas junto a las fotos, santuarios y nombres simplemente escritos en fichas dispuestos con primor, pensaba en lo maravilloso que es que haya un día santo cuando honramos a los que nos precedieron. Fue entonces cuando vi su nombre. Hice una mueca, aunque fui yo quien, vacilante, lo había escrito: Alma White.
Un par de meses antes, había estado caminando por Sherman Street, en Denver, con mi feligrés Amy Clifford, una mujer apasionada, con espíritu artista, reflexiva, que había estado a mi lado ayudando a construir nuestra iglesia. En nuestro paseo ese día, observamos una especie de monumento conmemorativo de tamaño considerable, de aspecto extraño, en el patio de una iglesia al otro lado de la calle del edificio de gobierno del Estado de Colorado.
El techo de la Iglesia del Pilar de Fuego está coronado con las enormes letras color rosa KPOF que se iluminan en la noche, haciéndola lucir lo que realmente es: una iglesia pentecostal que a la vez alberga una estación de radio.
Entrecerré los ojos para leer la inscripción en la placa conmemorativa: “Alma White, fundadora de la Iglesia Pilar de Fuego, 1901”. Dirigiéndome a Amy, dije: “¿Alma? Ese es el nombre de una mujer, ¿no? ¿Una mujer fundó una iglesia en Denver, en 1901?”
No sabía de muchas mujeres que se hubieran propuesto iniciar iglesias ellas solas, y mucho menos a comienzos del siglo XX, así que, desesperada como estaba por encontrar a alguien a quien pudiera elevar a la categoría de “héroe” y tener como un “modelo a seguir” (ya que yo también me había propuesto ser pastora de una iglesia naciente en Denver), saqué mi teléfono y googleé a Alma White. Mi entusiasmo por descubrir una heroína se incrementó cuando leí en Wikipedia “Alma Bridwell White (16 de junio de 1862 – 26 de junio de 1946) fue fundadora y obispa de la Iglesia Pilar de Fuego.”[¡Oh, Dios mío. Es cierto!]. Seguí leyendo que en 1918, llegó a ser la primera mujer ordenada como Obispo en Estados Unidos. Se destacó por su feminismo [¡Sí!] y su asociación con [espera, espera. . . ] el Ku Klux Klan, su anticatolicismo, antisemitismo, antipentecostalismo, racismo y hostilidad a los inmigrantes.[¡Mierda!].
Al día siguiente llamé a mi amiga episcopal, Sara, para contarle la historia de cómo pensé que tenía una heroína solo para descubrir que ella era simplemente una racista terrible. ¿Cuál fue la respuesta de Sara? “Mándame un correo electrónico con su nombre. La voy a agregar a la Letanía de los Santos junto a todos los demás borrachitos de Dios”.
Yo no quería el nombre de Alma White en la Letanía de los Santos. Su nombre sobre la mesa, iluminada por el cirio pascual2, junto a los de San Francisco y César Chávez, no quedaba bien. Quiero que los racistas se queden en la caja “racista”. Me pongo nerviosa cuando estos empiezan a colarse en la caja de “santo”. Pero así es como funciona. En el domingo de Todos los Santos me encuentro con ambigüedades pegajosas en torno a santos que fueron malos y pecadores que fueron buenos.
Personalmente, creo que saber la diferencia entre un racista y un santo tiene su importancia. Pero cuando Jesús una y otra vez dice cosas como, el último será el primero y el primero será el último, y los pobres son benditos y los ricos son malditos, y las prostitutas son las grandes invitadas a la gran cena, me pregunto si nuestra necesidad de categorías bien demarcadas en blanco/negro no son tanto verdadera religión, sino más bien un pecado. Saber en qué categoría colocar la cicuta podría ayudarnos para saber si es segura para beber, pero saber en qué categoría colocarnos a nosotros mismos y a los demás, no nos ayuda a conocer a Dios de la manera en que la iglesia tan a menudo intenta convencernos de que lo hace.
De todas formas, ha sido mi experiencia que lo que nos hace los santos de Dios no es nuestra capacidad para ser santos, sino la capacidad de Dios para trabajar a través de los pecadores. El título “santo” siempre se confiere, nunca se gana. O como lo expresa el buen San Pablo: “Porque es Dios quien está trabajando en ustedes, habilitando tanto el querer como el hacer por su buena voluntad”(Filipenses 2:13). Me he dado cuenta de que todos los santos que he conocido han sido accidentales –personas que sin darse cuenta tropezaron con la redención como si estuvieran buscando algo más en ese momento, personas que tienen cierto problema con la bebida y logran permanecer sobrios y ayudarles a otros a hacer lo mismo, personas que son tan amables como hostiles.
Junto a Alma, en nuestra mesa de Todos los Santos, había un icono de otro santo accidental: Harvey Milk (la primera persona abiertamente gay elegida a un cargo público en California, quien fue asesinado, en 1978, por un colega suyo en el Concejo de su ciudad, al que habían sido elegidos). El ícono mostraba a Milk de pie frente al puente Golden Gate con cinco agujeros de bala de plata en su pecho y un halo dorado detrás de su cabeza. El icono fue creado por Bill, uno de los artistas que son miembros de nuestra congregación. Bill me llamó más tarde cuando alguien lo cuestionó por crear una representación visual de santidad para alguien que no era cristiano.
Yo le expliqué a Bill que lo que celebramos de los santos no es su piedad o perfección, sino el hecho de que creemos en un Dios que redime y hace santas las cosas de este mundo, a todas las cosas, a la humanidad, todo lo que en si es defectuoso.
Realmente lo creo. Y sin embargo, cuando colgué el teléfono, en todo lo que podía pensar era en lo difícil que es para mí creer que lo que es cierto tratándose de Alma White o Harvey Milk también podía ser cierto para mí; que tal vez Dios me puede usar a pesar del hecho de que yo, de muchas maneras, soy una desadaptada para el trabajo que hago.
Sin embargo, esa es mi experiencia. Sigo cometiendo errores, incluso los mismos; una y otra vez. Repetidamente intento (y fracaso) mantener a Dios y a mi compañeros a cierta distancia.
Digo no cuando debería decir que sí. Digo sí cuando debería decir no. Caigo dentro de momentos sagrados sin darme cuenta de ellos hasta que han terminado. Soy torpe en el amor y luego, accidentalmente, digo lo correcto en el momento adecuado sin siquiera darme cuenta, luego olvido lo que importa, luego muestro ternura cuando es necesario, y luego me doy la vuelta y pienso en mí misma con demasiada frecuencia.
Simplemente sigo siendo una persona en la que Dios está trabajando. Y, para serles honesta, ni siquiera ando buscando eso. Admiro a los que se meten en “prácticas espirituales”, los que buscan una sensación de bienestar a través del yoga o la meditación o los tiempos tranquilos a solas, pero aparte de levantar pesas (¡son realmente pesadas!) cada mañana en mi gimnasio CrossFit, sinceramente no logro pensar cuáles son esas prácticas que me ayudan a ser más espiritual. Puedo, sin embargo, hablar sin cesar sobre la forma en la que una y otra vez me han echado de culo con la Biblia, las prácticas de la iglesia, y el pueblo de Dios. Es decir, con la religión.
Recientemente un joven seminarista me preguntó durante una sección de Preguntas y Respuestas: “Pastora Nadia, ¿qué hace usted personalmente para acercarse a Dios?”
Antes de que me diera cuenta de que lo estaba diciendo, respondí: “¿Qué? Nada. Tratar de acercarme a Dios suena como una idea horrible para mí”. Desearía que Dios me dejara en paz la mitad del tiempo. Acercarse a Dios podría significar que me digan que debo amar a alguien que ni siquiera me gusta, o que regale incluso más dinero del que tengo. Podría significar que me sean arrancados alguna idea o sueño que me son queridos.
Mi espiritualidad es más activa, no en la meditación, sino en los momentos cuando:
Me doy cuenta de que Dios pudo haber hecho algo hermoso
a través de mí a pesar de que soy una imbécil,
y cuando me enfrento a la misericordia del evangelio,
al punto que no puedo odiar a mis enemigos,
y cuando no soy capaz de juzgar el pecado de otra persona
(algo que, seamos honestos, me encanta hacer) porque mi propia mierda se amontona demasiado en el camino,
y cuando tengo que presenciar el sufrimiento de otro
ser humano a pesar de mi deseo de que me dejen sola,
y cuando alguien me perdona, aunque no lo merezca
y mi perdonador lo hace porque él también está atrapado
por el evangelio,
y cuando pasan cosas traumáticas en el mundo y
no tengo ningún lugar para colocarlas o darles sentido,
pero lo que sí tengo es un grupo de personas que se reúnen conmigo cada semana,
personas que lloran y oran conmigo por la devastación de algo así como un tiroteo en una escuela,
y cuando termino transformada por amar a alguien
a quien nunca habría elegido en un catálogo, pero a quien Dios me envió para enseñarme sobre el amor de Dios
Pero nada de lo anterior es el resultado de prácticas espirituales o disciplinas, por más admirables que ellas puedan ser. Se trata de cosas que nacen en una vida religiosa, en una vida ligada por el ritual y la comunidad, a partir de la repetición, del trabajo, de dar y recibir, del mandato de una gracia.
Esta es la forma que asume La Casa. Como dice Stephen, uno de mis feligreses: “Nuestro ‘ministerio’ es la Palabra y el Sacramento –todo lo demás fluye de allí. Vemos una necesidad, la llenamos. La cagamos, decimos lo siento. Pedimos gracia y oración cuando las necesitamos (mucho). Jesús se nos muestra a través del otro. Comemos, rezamos, cantamos, nos caemos, nos levantamos, repetimos. No es tan complicado”.
Hay muchas razones para alejarse del cristianismo. No hay duda. Yo entiendo perfectamente por qué la gente toma esa decisión. El cristianismo ha sobrevivido unas abominaciones indescriptibles: las Cruzadas, los escándalos sexuales del clero, la corrupción papal, las estafas de los televangelistas y los ministerios payasos. Pero también nos va a sobrevivir a nosotros. Va a sobrevivir a nuestros errores y orgullo y exclusión de los demás. Creo que el poder del evangelio –aquello que hizo que los primeros discípulos abandonaran sus redes y se alejaran de todo lo que sabían hacer, lo que causó el regreso de María Magdalena a la tumba y luego a anunciar la resurrección de Cristo, aquello por lo que los primeros cristianos se martirizaron, y lo que me mantiene en los asuntos de Jesús (o, lo que Paul, mi amigo sacerdote episcopal, llama “trabajando para la empresa”)– es algo que no puede ser asesinado. El poder de la misericordia ilimitada, de lo que llamamos el Evangelio, no puede ser destruido por la corrupción ni por telepredicadores que nos muestran sus dientes. Porque al final, Jesús permanece.
Y yo no podría sacudir a Jesús, aunque lo intentara. El evangelio, esta historia de un Dios que vino a nosotros a través de Jesús y que amó sin límites y que perdonó sin reservas y dijo que tenemos el poder de hacer lo mismo, no puede ser destruido por todos los errores estúpidos que van a leer en los capítulos que siguen. Todos esos errores, pecados y fallas son míos, pero quizás también sean nuestros. Y la redención es nuestra también. Porque si Alma White no puede destruir la Luz que brilla en medio de tanta oscuridad, tal vez nosotros tampoco podamos.
En esa mesa de Todos los Santos, entre la canasta de galletas santas y la tarjeta que muestra el nombre de Alma White, colocamos nuestra primera vela pascual, que habíamos comprado recientemente en una librería católica. Durante la vigilia de pascua y a lo largo del año siguiente la iríamos a usar para simbolizar la presencia de Cristo en medio nuestro.
Ese año, la vela era nueva y blanca; pero cada cirio pascual desde entonces ha sido creado por Victoria a partir de los restos fundidos de todas las velas utilizadas en los meses anteriores de liturgias, de modo que, como nuestra iglesia, la vela entre nosotros tiene muchas imperfecciones hermosas. La cera de abejas es lisa y dorada pero salpicada de pedacitos de escombros y mecha quemada. Como los restos quemados de nuestras propias historias que llevamos con nosotros, y como los fragmentos imperfectos de nuestra humanidad que traen textura al amor divino que también llevamos.
Nos fundimos y nos formamos en algo nuevo, pero los trozos quemados permanecen.
1.La fiesta del 1 de noviembre, cuando la iglesia reconoce cuán tenue es el velo entre la vida y la muerte, y recuerda que la iglesia incluye a todos los que nos han precedido y que ahora han sido ya glorificados, y a todos los que seguirán, los que aún no han nacido. Tocamos una campana en memoria de cada ser querido que haya muerto desde el último domingo de Todos los Santos, y nosotros, los santos que todavía estamos en la tierra, honramos a todos aquellos, también llamados santos, que han pasado de esta vida a la venidera.
2.Un cirio pascual es una vela grande que representa la luz de Cristo en el mundo. Tradicionalmente se enciende en la Vigilia de Pascua y luego se exhibe encendido en ocasiones especiales durante todo el año.