Читать книгу La versión de Eric - Nando López - Страница 10

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SÁBADO, 13 DE JULIO

02:17 a. m.

–¿Se puede saber qué haces, Eric?

Hugo acaba de llegar y está desencajado. Da vueltas furioso por la sala en la que nos han permitido que entremos juntos después de que haya irrumpido como una furia en el despacho donde empezaban a tomarme declaración.

–¿Me quieres contestar de una vez?

Lanza sus llaves con rabia sobre la mesa en un gesto con el que pretende descargar la violencia que lo invade. Si eso fuera posible, me zarandearía. O incluso me abofetearía. Me trataría como al pelele que a veces siento que quiere que sea y en el que no pienso consentir que me convierta.


–Deberías buscarte otro repre –me aconsejó Tania cuando los presenté en la fiesta.

–Este es el mejor.

–Eso es lo que dice él... Pero tú y yo sabemos que hay muchos más.

–No puedes juzgar a alguien a quien acabas de conocer.

–Recuerda que soy muy intuitiva...

–¿Qué pasa? ¿Que tienes poderes o qué?

–Igualita que Eleven –y se rio de ese modo tan contagioso con el que logra que yo también lo haga.

–Hugo fue quien me consiguió el papel.

Tania negó con la cabeza. La encontraba preciosa aquella noche –en realidad, siempre he pensado que lo es–, a pesar de que hubiera estado a punto de darle plantón solo unos minutos antes porque, según ponía en su wasap, no se veía bien con nada. «No querrás aparecer en tu primer gran evento público con una gorda al lado», añadió. «Lo único que sé», le respondí, «es que no pienso aparecer allí si no voy de la mano de mi mejor amiga».

–El papel, Eric, lo conseguiste tú –insistió.

–Pero cuando la productora se enteró de que Hugo era mi repre, se interesaron más. Estas cosas funcionan así: ellos querían a Rex y Hugo los convenció de que si lo contrataban a él, que era el famoso, también tenían que cogerme a mí, aunque fuera un don nadie.

–Eso es lo que tú te dices, Eric. Te lo repites para no dar el paso y largarte. Pero sabes que podrías estar en otro sitio. En una agencia mejor, una que sí tenga algo que ver contigo. Con lo que eres. Este tío te vendería a cambio de lo que fuera...

«Con lo que eres».

Cuando Tania dice cosas así, me descoloca. Debe de ser que tantos años a la defensiva han desarrollado en mí una suspicacia que hace que cualquier alusión a lo que soy, o a cómo soy, abra una pequeña grieta de incertidumbre que ella, por suerte, no tarda en deshacer.

–¿Y qué soy, Tania?

Me conoce demasiado bien como para caer en según qué trampas, así que también aquella noche dio con la respuesta correcta. O con la menos mala.

–Un tío honesto, joder. Eso es lo que tú eres.

Hugo no le cae bien. Lo decidió en aquella fiesta en la que, en realidad, el único que le gustó aparte de mí fue Rex.

Ya se habían conocido durante el taller que la productora había propuesto a modo de casting, pero entonces apenas hablaron. Incluso parecía sentarle mal que él y yo, por el hecho de compartir representante, nos hubiésemos acercado.

La noche de la fiesta, sin embargo, Tania no dejó de hablar con él. De reírse con él. Ese día Rex estaba deslumbrante, con ese rollo medio de galán clásico, medio de superhéroe cachas que logra que todas –y todos– vayan detrás de él. Entonces comenzó una relación que no iba a traernos, a ninguno de los tres, nada bueno.

–Ese tío mola... –me dijo cuando ya nos volvíamos a casa–. Y eso que yo pensaba que era un estirado.

–¿Pero tú no tenías una intuición que no fallaba nunca?

Y Tania, de nuevo, se rio. De algún modo, éramos felices. O creíamos que lo éramos. Esta comisaría quedaba aún muy lejos. Ese cuerpo agonizando sobre el asfalto, también...

Era la noche de la presentación del rodaje Ángeles en el Capitol, el cine por el que había pasado mil veces cuando era un crío y donde jamás había imaginado que alguna vez vería mi imagen. Y, mejor aún, mi nombre. Mi abuelo habría estado tan orgulloso... Aún no intuíamos que estábamos a punto de rodar un éxito internacional que nos cambiaría la vida a todos sus protagonistas, solo que aquella producción iba a ser real y eso, en un mundo donde todo es tan frágil como el del cine, era un logro que había que celebrar.

Rex, en aquel momento, ya era conocido, al igual que Selene, nuestra coprotagonista, y la gran mayoría del reparto adulto. Cuando era niño había salido en unas cuantas series infantiles y se había convertido en uno de los habituales de todo tipo de programas. Unas cuantas sesiones fotográficas luciendo abdominales en ciertas publicaciones online y canales de YouTube hicieron el resto.

Por eso mi madre estaba tan radiante. Porque al verme junto a gente que, gracias a la fama, sí tenía nombre propio, sentía que llevaba razón en ese don que ella había creído ver y que, en realidad, tenía más que ver con el azar que con un informe psicológico que, por momentos, había conseguido amargarme la vida. La losa de la lucidez, como la llamé un día con Julia. La losa de mi maldita lucidez.

Sin embargo, lo que mi madre confundía con el éxito no era más que el resultado de dejar sin respuesta un montón de preguntas incómodas como la de cuánta gente podría estar en mi lugar, cuántos actores tan buenos como yo (o mejores) habrían sido rechazados para ese mismo personaje, o cuántas series fracasan o no tienen la repercusión que está teniendo Ángeles.

Interrogarme me ayuda a mantener los pies en el suelo.

Es fácil olvidarse de quién eres cuando te conviertes en alguien a quien la gente puede ver desde fuera, como si tú estuvieras en una pecera transparente.

Cuando esa misma gente cree que conoce tu vida –aunque no tenga ni idea de tu verdad– porque te sigue en redes.

Porque ve tus stories.

Porque da «Me gusta» a todas tus publicaciones.

Pero allí solo sonríes.

Solo brindas «para celebrar la vida».

He llegado a odiar esa frase. Y eso que la he dicho más de una vez. Hasta la escribí en uno de esos relatos que mi madre me obligaba –perdón: ella diría «impulsaba»– a componer cada vez que había un certamen literario en el colegio.

Odio que me impongan la felicidad.

Odio que no me dejen ni siquiera el derecho a estar triste. A estar perdido. A estar desorientado.

Odio que personas que no me conocen me escriban mensajes fingiendo conocerme.

Que interpreten mis acciones y les den un significado.

Que crean que estoy bien o estoy mal por lo que publico o dejo de publicar en Twitter.

Que haya quien no puede dejar ni uno solo de mis posts sin comentar, como si necesitara saber siempre su opinión. Como si no tuviera derecho a vomitar lo que siento sin que a nadie le importe. Sin que lo juzguen.

Me agobian.

Me anulan.

Me despersonalizan.

Y me agotan.


–Hugo juega a eso... –siguió insistiendo Tania cuando, después de aquella fiesta, volvimos a quedar y le hablé de la campaña contra el bullying que me había ofrecido protagonizar–. Él no quiere un actor, Eric. Hugo quiere una estrella.

–Lo sé, Tania. Pero hay algo en lo que tiene razón.

–¿En qué?

–Si no te ven, no existes.

–Pero es que a ti ya te ven: ven tu trabajo. ¿Por qué deberían ver nada más?

–Forma parte de este oficio. La exposición pública va en el pack.

–No digas gilipolleces. Solo va si tú quieres que vaya.

–Ya te darás cuenta cuando...

–¿Cuando salga de la mierda?

–No iba a decir eso.

–Ya. Pero a veces lo piensas. Crees que mis consejos valen menos porque todavía lo estoy intentando. Yo soy alguien que quiere ser actriz. Y tú, que llevas dos minutos en esto, ya eres un consagrado.

–No te rayes, en serio. No iba por ahí...

–Lo siento –la disculpa de Tania sonaba sincera. A veces le costaba no ser ácida: bastante difícil resultaba asimilar el éxito de su mejor amigo como propio sin que eso le supusiera recordar, día tras día, lo que no estaba logrando. Quizá por eso aquella tarde la noté más distante que la noche de la fiesta. Más distante, en realidad, de lo que lo había estado nunca.

–Además, en esas redes de las que hablas, tampoco muestro tanto...

–Pero es que ese Eric que muestras no eres tú. O no del todo.

–Mejor, ¿no? Así el Eric que soy de verdad me lo reservo para quienes me conocéis.

–Eso es lo malo.

–¿El qué?

–Que a veces no sé si te conozco... A veces ya no sé si eres la máscara que te has inventado o mi mejor amigo.

–Con Rex no parece que te moleste tanto.

No debí decir aquello.

Lo sé.

Pero su reproche me había dolido de verdad.

–¿Eso a qué viene?

–Habéis quedado un par de veces desde la fiesta, ¿no? –Tania asintió–. Pues él tampoco es el mismo fuera que dentro de las redes. Y tiene más seguidores que yo...

–Pero a él no lo puedo comparar. A Rex lo he conocido siendo Rex. Ni siquiera sé cuál es su verdadero nombre.

Intenté morderme la lengua. Lo intenté. De veras que lo intenté.

–¿Y no será que...?

Me callé... Pero tarde.

–¿No será qué, Eric?

Tania había podido interpretar mi silencio. Eso es lo mejor y, a la vez, lo más peligroso que tenemos nosotros dos: no necesitamos hablar para comprendernos.

–Nada, olvídalo. Es una idiotez.

Ladeó la cabeza: aunque yo no las hubiera pronunciado, Tania había sido capaz de escuchar todas las palabras que no había dicho.

Supo que había estado a punto de sugerir que quizá el problema no fuera Hugo, ni Rex, ni lo que muestro o dejo de mostrar en mis redes.

Quizá el problema era que a ella le habría gustado estar en mi lugar.

Que su prueba, ya que nos habíamos presentado juntos al mismo casting, hubiera salido mejor.

Que en los cinco días que duró la experiencia del taller se hubieran fijado en ella con la misma atención con que Úrsula, la jefa de casting, me había mirado a mí.

Que el papel que hace Selene, una actriz muy por debajo de su talento pero con muchos más seguidores en su cuenta de Instagram, hoy fuera suyo.

No llegué a pronunciar la palabra prohibida, pero ella sí consiguió oírla.

Envidia.

–Perdona, Tania. No quería decir que...

–Ya.

–En serio, solo es que estoy cansado. Tengo mucha presión... De verdad, Tania, no tiene importancia.

Se levantó dispuesta a marcharse.

–Lo malo, Eric, es que sí que la tiene.

Creo que fue la primera vez que discutimos de verdad. Y eso que todavía no podíamos siquiera intuir todo lo que iba ocurrir después. La pesadilla que iba a venir después...


Hugo me pide que me calle.

–¿Sabes que te juegas tu continuidad en la serie? –coge de nuevo las llaves y las agita con furia frente a mi cara, como si, ahora que ya ha se ha aburrido de golpear con ellas sobre la mesa, estuviera a punto de tirármelas–. ¿Eso lo entiendes?

Asiento y, a pesar de que posiblemente esté viviendo una de las peores noches de toda mi vida, casi tengo que contener una carcajada amarga ante la paradoja que supondría para el público la noticia de que en Ángeles haya un actor que acaba de quitarle la vida a alguien.

Alguien cuya identidad aún no le he confesado a nadie y cuyo nombre hará que Hugo pierda, definitivamente, los nervios.

–Con lo que me tuve que esforzar para que te cogieran. Como si no fueras ya bastante especialito, joder...

El subtexto de su «especialito», con ese diminutivo innecesario, me resulta nauseabundo. Pero no me siento capaz de replicarle. Quizá porque estoy en territorio enemigo. O porque esta noche no soy dueño de lo que sucede a mi alrededor. O porque no me importa nada de lo que alguien como él, en este momento de mi vida, pueda decirme.

Podría contestarle que me cogieron porque valgo.

Porque soy bueno.

Porque cuando mi padre dio ese portazo no se dio cuenta de que dejaba atrás a un chico que merecía mucho la pena.

Un chico que consiguió superar aquel estúpido 3.º de ESO a pesar del primer ingreso.

Que logró el título en 4.º a pesar del segundo.

Que acabó el Bachillerato aunque intentaran llenarle la cabeza de datos que no le importaban, mientras el alma se le vaciaba de sueños que solo la interpretación le permitía hacer reales.

Y esa certeza, la de que Ángeles no es solo una carambola, sino el inicio de un camino que le da sentido a los años que he dejado atrás, es la que me hace seguir callado mientras Hugo me grita.

Me reprende.

Me amenaza.

Algo en mí se arrepiente de estar a punto de perder esa oportunidad que me ha dado la vida y que no creo tener «por ser especialito», aunque a mi representante se le caliente la boca y sus prejuicios, esos que disimula solo porque le soy rentable, le hagan pensar que sí.

–¿Sabes lo que habría pasado si no te saco de ahí y te dejo que sigas hablando con el poli ese? ¿Lo sabes?

Niego con la cabeza.

No lo sé, pero puedo imaginármelo.

Unas esposas.

Un juez de guardia.

Un calabozo.

Una llamada a casa.

–Mamá...

Y ella levantándose de la cama y corriendo hasta aquí mientras se pregunta en qué momento comenzó a pudrirse todo.

–¿Quién te ha avisado, Hugo?

–En cuanto han metido tu nombre en ese ordenador ha saltado el mío. ¿Te crees que eres el primer actor que me da problemas? Hace tiempo que no contrato a nadie sin asegurarme de que voy a saberlo todo sobre él: dónde duerme, dónde come y, si hace falta, hasta dónde mea.

Cuando se enfada tiende a ser ordinario. Procaz. Es uno de los adjetivos que, cuando hice aquellos test, sorprendieron a la doctora García y que aún hoy uso a menudo cuando alguien dice algo que no me gusta. Aunque no venga a cuento. Hay palabras que empleo solo porque descolocan a quienes nos escuchan. Y «procaz» es una de ellas.

Lo que Hugo no me dice es que seguramente conozca a alguien que, a su vez, conoce a alguien que conoce a otro alguien más. Que tiene gente que le avisa si surge algo grave porque cuenta con los contactos oportunos o, quién sabe, hasta con los sobres necesarios.

Está claro que le han pasado el soplo desde esta comisaría y, como él dice, quizá no sea la primera vez. Aunque puede que los escándalos anteriores resultaran más simples. Una pelea en un garito. O una situación incómoda en una gira. Pero nada que ver con esto. Nada que ver con alguien que lucha por su vida, que tal vez haya muerto ya en algún hospital de esta ciudad.

Nuevo golpe con las llaves sobre la mesa.

–No sé cómo, pero esto lo vamos a solucionar –la respiración agitada de Hugo niega la serenidad que se esfuerza por infundir a sus palabras–. Vamos a salir de aquí como si no hubiera sucedido nada, Eric. Tienes mi palabra.

Marca un número en su móvil y avisa a alguien para que se presente aquí de inmediato.

–Enseguida viene.

Ni siquiera pregunto de quién se trata. Tengo la sensación de que no importa que lo haga o que deje de hacerlo. Esta noche he dejado de ser dueño de cuanto sucede a mi alrededor.

Se abre la puerta: es el oficial más joven (¿será él quien le ha dado el soplo?). De su gesto, más adusto que cuando he llegado, deduzco que no trae buenas noticias.

–Acaban de confirmárnoslo.

No lo digas.

Por favor.

No digas que ha muerto.

–Según los datos que nos han dado los servicios de Urgencias, podría ser la persona de quien nos ibas a hablar antes, Eric.

Sé que vas a hacerlo, pero no lo digas.

No quiero que lo digas.

–Han llamado desde el hospital.

Intento no escuchar.

Cierro los ojos, como si eso impidiera que sus palabras llegaran hasta mí.

Aún no estoy preparado para asumir que esta pesadilla es real.

–Sigue en estado crítico.

Respiro aliviado.

–Sin embargo, nos han avisado de que el equipo del SAMUR no ha encontrado allí una sola víctima.

–¿Cómo? –Hugo no es capaz de asimilar lo que acabamos de oír.

–Han encontrado dos.

La versión de Eric

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