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EL DON

No sabía por qué ese diagnóstico era tan importante para mi madre.

Incluso llegué a creer que lo necesitaba para sentir que no había fracasado en todo.

Sobre todo, en las tardes en que podía adivinar cómo seguía pensando en mi padre. A su modo, creo que nunca –ni siquiera hoy– ha dejado de hacerlo.

Tampoco cuando me llevaba a casa de mi abuelo porque ella tenía planes.

Esos planes que jamás compartió y que cada vez hacían que regresara a casa con un perfume masculino nuevo.

Perfumes agrios.

Ásperos.

Perfumes de hombres que jamás tuvieron nombre propio ni presencia en una casa en la que se podía palpar el espacio vacío de quien se había marchado llevándose consigo, en aquella maleta, la esperanza de una felicidad que ahora resultaba tan remota.

Al menos, para ella.

Quizá por eso, cuando empecé a destacar en las clases de música y teatro a las que me apuntó después del instituto, ella decidió que había llegado el momento de demostrarse que en su vida sí había un amor que merecía la pena. Uno que no se marcharía tan raudo como aquellos de los que jamás me dio noticia, tratando de evitar que su catálogo de conocidos olvidables pudiese contaminar la vida de la única persona a la que pretendía proteger.

Porque mientras se buscaba sin llegar a encontrarse, necesitaba dar con algún motivo que justificase la guerra de cada curso con alguno de mis profesores:

–No lo llaméis así.

–Pero en su ficha pone...

–Es un error por un tema legal. Estamos en ello.

–Hasta que no se solucione, en el centro debemos llamarla...

–Por favor, llamadlo Eric.

–No podemos garantizar que todos los profesores quieran...

–¿A ellos les importa que mi hijo se llame Eric?

–Pero su hija...

–Mi hijo.

–Entienda que puede resultar confuso.

–¿Los demás niños no tienen también sus propios nombres?

–Por supuesto, pero...

–Pues si eso no les resulta confuso en su caso, tampoco debería serlo el mío.

–Es que en su impreso de matrícula...

–Me da igual lo que ponga en su impreso.

–Es un tema delicado...

–Imagínese que en su impreso de matrícula pusiera José María y él dijese que todo el mundo lo llama Chema. ¿Sus profesores no lo llamarían Chema?

–Sí, claro, pero hablamos de situaciones muy dif...

–Mi hijo se llama Eric. Es la única situación aquí. ¿Lo entiende? Eric.


No siempre era igual. Había gente con la que resultaba sencillo, como Laura. Gente con la que llegó a ser hasta bonito, como Iván. Gente con la que era imposible, como Delia. Y gente con la que se convertía en frustrante, como Elías.

Pasaba lo mismo que en el barrio, cuando me cruzaba con alguno de esos niños con los que nunca había compartido piscina y que habían llegado a la adolescencia en pandillas de las que yo, por supuesto, no formaba parte. Entre ellos también había quien me llamaba Eric. Y quien empleaba el nombre equivocado.

Los primeros lo hacían porque de verdad querían hablar conmigo.

Los segundos, solo para intentar hacerme daño e impedir, de paso, que yo les hablase.

En realidad, siempre he sospechado que lo que Helena, la rigurosa doctora García, interpretó como altas capacidades puede que no fuera más que mi recurso de supervivencia. Si dominaba el léxico, como ella apuntaba en su informe, era porque aprendí pronto que las palabras son un arma poderosa.

Que los pronombres queman.

Que los nombres importan.

Que los adjetivos duelen.

Aprendí antes que el resto de mis compañeros que tras las palabras se oculta todo un universo de posibilidades que puede iluminar la realidad con la misma fuerza con la que es capaz de oscurecerla. Hacernos desaparecer hasta volvernos nada, perdidos en letras que no nos pertenecen. En esa A final que marcaban con saña quienes creían que acosarme era divertido. En la O que dibujaban con cariño quienes intentaban apoyarme y demostrarme que veían a quien soy de verdad, no a quien los patrones ajenos me obligaban a ser.

Supongo que mi madre, cansada de batallar sola, decidió que esa lucha tenía que albergar un porqué.

Su hijo no podía ser diferente si, además de eso, no era especial.

Lo segundo justificaba lo primero. Lo volvía relevante. Y más aún, soportable. Además, eso es lo que te dicen en todas partes: que el bullying te hace fuerte. Que te vuelve más creativo. Que al final triunfas.

Ya, seguro...

O no.


Hace poco, Hugo me llamó para proponerme que interviniera en una de esas campañas publicitarias.

Incluso quisieron pagarme (y mucho) por hacerlo.

Solo tenía que ponerme ante una cámara y resumir mi experiencia.

–Porque a ti te habrán acosado –dio por sentado mi representante en un comentario que, de puro tránsfobo, ni quise contestar.

Y lo peor no fue eso.

Lo peor era el final del anuncio.

–Tienes que hablar con tu yo adolescente –me explicaron en la reunión que mantuvimos con la agencia de comunicación–. Queremos que le mires a los ojos y le digas que todo pasa.

Me costó controlar el asco que me produjeron las palabras del tipo que, enfundado en su traje italiano de marca, me proponía semejante idiotez desde la mesa de su despacho.

–No sé cómo puedo mirar a los ojos a mi yo adolescente. Y, aunque lo supiera, no pienso decirle ni a él ni a nadie algo que no es verdad.

A Hugo le pareció que mi reacción había sido demasiado intempestiva. Así la llamó, «intempestiva». Quizá porque él no había vivido nunca lo que yo. Ni lo que vivió Tania. Si lo hubiera hecho, habría entendido que asegurar que «todo pasa» era poco menos que un insulto para quien lo estuviera soportando.


–¿Crees que seríamos tan amigos si no fuéramos dos perdedores? –me había preguntado Tania al poco de conocernos.

–No somos perdedores –le respondí sin ninguna confianza en lo que le estaba diciendo.

–¿Ah, no?

No recuerdo si me lo preguntó con incredulidad o con rabia. Lo que sí recuerdo es que fue esa mañana cuando me confesó, al fin, cuál fue el detonante que terminó con ella en aquella habitación de hospital. El momento exacto en que se había dado cuenta de que le habían hecho una fotografía en los baños de su colegio y la habían colgado en redes, viralizándola deprisa junto con un texto tan lamentable como la persona que lo había escrito.

–Los perdedores son ellos, Tania. Por eso no nos soportan, porque les jode que no nos importe. Que no queramos ser como son. Brillamos demasiado.

–Ya... Pues a veces me gustaría no brillar tanto.

–Fue ese tipo, ¿verdad? –le pregunté–. Ese gracioso del que me hablaste.

–Y tan gracioso... Su sentido del humor consiste en escoger a alguien que le caiga mal y convertirlo en su diana. Y yo no le he hecho nada. Te lo seguro. Pero me odia... Cristian me odia.

Un odio que había durado todo 2.º y parte de 3.º y que, a pesar de la intervención de Jefatura, nadie logró que cesara del todo. Solo, según me describió Tania, cambió su forma. Pasó de las fotos virales a los encontronazos casuales (que, por supuesto, nunca lo eran) en el patio. En los pasillos. En cuentas anónimas que enviaban mensajes con los que lograron que ella acabara cerrando parte de sus redes y creando otras que, tan pronto como eran descubiertas por Cristian y su séquito de esbirros, volvían a llenarse de mierda. Hasta cuatro nicks diferentes llegó a tener en un mismo curso. Cuatro intentos de alejarse de quienes aprendieron pronto cómo camuflarse para seguir atormentándola.


–No pienso hacerlo, Hugo.

Si no hubiera conocido la historia de Tania, si no supiera hasta dónde la había llevado aquel infierno, quizá habría reaccionado de otro modo. O tal vez no. Tal vez mis propias experiencias habrían sido suficientes para mandar a ese publicista a la mierda.

Así que me levanté y salí de allí dejando con la palabra en la boca a aquel tipo estirado que no tenía ni idea de lo que estaba hablando.

Aquel tipo que solo quería que la marca de su cadena quedara asociada con una causa noble.

El bullying.

Todo el mundo se cree que puede hablar de eso.

Que lo sabe contar.

Que basta con un par de mensajes bonitos y unas cuantas fotos de libro de autoayuda para acabar con esa pesadilla.

Que te pueden soltar un cuento, una moraleja, un anuncio estúpido, un vídeo en el que te hablan como si fueras imbécil y te dicen que acosar es malo, que respetar es bueno y que, por si no te has dado cuenta, el tiempo pasa y lo cura todo.

Eso es lo peor.

Cuando te repiten lo de que el tiempo pasa.

Pero al tipo del traje italiano no me molesté en explicárselo.

Para qué... Ni siquiera me habría escuchado. No iba a permitir que un niñato como yo arruinara su búsqueda de la que iba a ser la causa de su nueva temporada televisiva.

Su gran causa.

–Es una buena oportunidad, Eric... –me insistió Hugo cuando salimos de la reunión.

–¿De qué, Hugo? –en mi cabeza, la verdad de Tania. Los nicks de Tania. Las pastillas de Tania. La confesión de Tania. Las veces en que, por culpa de gente como Cristian, se había roto Tania.

–De afianzar tu imagen. Necesitamos asociarte con un concepto.

–¿Y?

–Esta campaña es la ocasión para conseguirlo.

–Soy actor.

–Muy joven.

–¿Eso es malo?

–Eso es un hecho.

–No necesito asociarme a nada. No soy un cartel publicitario andante, Hugo. Soy un artista.

«En ocasiones, ese escudo puede dar lugar a actitudes fácilmente confundibles con la soberbia o la altivez, lo que dificulta sus relaciones sociales».

Llegué a memorizar cada palabra de aquel maldito informe... Quizá por eso hay veces en que no puedo dejar de escucharlo, como si fuera una voz en off que me replica a cuanto digo, pienso y hago.

–Baja a la tierra, Eric –yo no estaba dispuesto a hacerlo, pero Hugo se encargó de lograrlo–. ¿Crees que tienes algo seguro? ¿Eso piensas? Porque lo único que sé es que en cuanto pase el éxito de Ángeles, y ya te digo yo que pasará, no tenemos ni idea de qué vamos a hacer contigo... De cada serie hay uno, dos o, con mucha suerte, tres actores nuevos que sobreviven, pero el resto caen devorados por sus personajes. En cuanto mueren estos, ellos ya no interesan. ¿O eres tan ingenuo que no te has dado cuenta? Hay miles como tú. Miles con tu edad. Con tu formación. Con tus ganas. Así que o empiezas a diferenciarte del resto o acabarás en el olvido. Lo que estás viviendo ahora mismo es solo una burbuja. Cojonuda, sí, pero una burbuja.

Por mucho que detestase lo que me estaba diciendo, Hugo tenía razón.

–¿Lo entiendes, Eric? –en su mirada creí encontrar una preocupación sincera. A veces no sé si soy para él una mercancía o si de verdad hay una conexión emocional entre ambos–. Aunque seas muy joven, deberías comprenderlo.

Sabía que llevaba razón.

Pero no estaba dispuesto a dársela.

«Su obcecación, que se pone de manifiesto a menudo a lo largo de las diferentes sesiones, es otro de los rasgos sobresalientes de su carácter».

–No voy a diferenciarme de los demás por soltar chorradas.

–Ayudarías a mucha gente.

–¿Mintiendo?

–Solo tienes que contarles que todo pasa.

Como si eso fuera verdad.

Como si yo no guardara rencor a quienes decían mi deadname con saña.

Como si Tania no siguiera teniendo ataques de ansiedad cuando escuchaba el nombre de Cristian. Como si su autoestima no se hubiera quedado agrietada para siempre desde que unos cuantos animales decidieron rompérsela sin más motivo que no ser como todos, porque era demasiado tímida, o demasiado poco delgada, o demasiado pelirroja, o demasiado pecosa, o demasiado ella.

–Pero es que eso es una mierda –me defendí–. Las cosas pasan o no pasan, Hugo, pero cuando terminan, no se van. Se quedan, puedes estar seguro. La gente que te ha jodido la vida sigue ahí, en tu cabeza. Y los ves riéndose de ti cuando caminas. Cuando avanzas. Hasta cuando maduras. Yo los veo. Antes de un estreno o de una entrevista. Antes de una reunión como la de hoy. Los sigo viendo. Y eso no me ha hecho más fuerte. Ni más creativo. Eso, lo único que ha conseguido es que no sepa cómo quitarme esta maldita inseguridad de encima.

Hugo, por un segundo, no dijo nada.

–¿Lo entiendes? –le devolví su pregunta y, de paso, mi incomodidad–. Porque, aunque no seas muy joven, deberías comprenderlo.

Me miró con una mezcla de desolación (por lo perdido) y de intento de empatía (por lo escuchado).

–Como quieras... –accedió–. Pero seguimos necesitando un concepto.


Mi madre, supongo, también necesitaba otro.

Su propio concepto.

Y por eso fuimos a la consulta de la doctora García, para confirmar que su hijo no solo era diferente: su hijo era especial.

Como si la diferencia fuera algo que solo me perteneciera a mí.

Como si la rareza no fuera el único rasgo que nos une a todos.

La rareza de la mujer que busca, entre cuerpos de los que solo conserva el perfume, al único hombre del que una vez estuvo enamorada.

La rareza del tipo que guarda toda su vida en una maleta en una sola tarde.

La rareza de quien «trata de protegerse, encerrado en su propio mundo interior» (gracias por su diagnóstico, doctora García) porque ha aprendido pronto cuánto daño pueden infligirle las palabras ajenas.

Aún recuerdo el brillo en la mirada de mi madre cuando recogió aquel informe y agradeció que alguien, por fin, le diera la razón.

En ese momento, mientras ella sentía que todo era algo más lógico, incluso más sencillo de lo que lo había sido hasta entonces, supe que caía sobre mí una nueva losa.

Otra etiqueta.

Mi madre, a su manera, esperaba de mí un don.

Y aquel informe, del que le hizo llegar a mi padre una copia que ni siquiera sé si llegaría a leer, era la certeza de que el mío sí existía: yo tenía un don.


Aunque no lo quisiera.

La versión de Eric

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