Читать книгу La versión de Eric - Nando López - Страница 5
ОглавлениеSÁBADO, 13 DE JULIO
01:44 a. m.
Tenía nueve años cuando mi padre se fue de casa.
Once cuando comenzaron las pesadillas.
Trece cuando llegó el primer ingreso.
Y catorce en el segundo.
No sé por qué me resulta imposible dejar de pensar en todo eso este maldito sábado, mientras corro sin saber hacia dónde.
Intentando alejar de mí la imagen de ese cuerpo que aún debe de yacer en el asfalto a la espera de la ambulancia.
–¿Podría repetir la dirección, por favor? –me pedía la voz al otro lado del teléfono.
–Estoy en... Estoy...
Tenía guardada la ubicación en mi móvil, pero no era capaz de responder porque, de repente, solo era capaz de ver y sentir oscuridad.
Tan parecida a la que me empujó a empezar a lesionarme a los doce.
A la que me derribó a los trece.
A la que estuvo a punto de hundirme para siempre a los catorce.
Como si esta noche mis demonios se hubieran aliado para lanzarse sobre mí de nuevo.
–Denos su ubicación –insistía quien intentaba atenderme al otro lado de la línea.
He balbuceado el nombre de la calle justo antes de colgar para evitar que pudiera hacerme más preguntas. No podía explicarle qué estaba haciendo allí, ni cuál era mi nombre; ni siquiera me sentía preparado para describirle a la víctima. O para cerciorarme, como pretendía la voz, de si seguía respirando.
Cuando he subido de nuevo a la moto, no me he fijado en si lo hacía.
No he querido saberlo.
Quizá ya no respirase.
Quizá el suyo haya sido el segundo cadáver con el que me he cruzado.
Pero el primero era muy diferente a este. El de mi abuelo tenía un gesto amable. Casi sereno. La expresión empática –esa palabra no la conocía entonces, pero es la mejor con que puedo describirlo ahora– de una de las pocas personas que han sabido entenderme. O, al menos, intuirme.
Han pasado ocho años hasta que, en esta madrugada, a mis veinte, he visto el segundo.
Me gustaría convencerme de que tal vez no lo sea.
De que quizá solo estoy huyendo sin rumbo después de haber abandonado a alguien sobre el asfalto.
Alguien que, si la ambulancia llega a tiempo, conseguirá recuperarse.
A mi espalda, cuando solo estaba a unas calles de allí, he creído oír las sirenas.
O quizá no fuera eso.
A lo mejor no era más que mi conciencia la que me hacía creer que se escuchaba ese sonido para que mis demonios no se hagan aún más fuertes.
Los que, hace no tanto, guiaban mis manos cuando rasgaba mi piel.
Los que deformaban mi imagen cuando me obligaban a mirarme en el espejo que mis padres se empeñaron en poner en el armario de mi habitación.
Los que estuvieron a punto de robarme lo poco de mí que no me asusta. Lo poco de mí que, a pesar de todo, sé que soy.
Sigo corriendo mientras me doy cuenta, por primera vez, de que esta noche puedo perderlo todo. Si no tomo las decisiones adecuadas, estaré poniendo en peligro lo que he construido estos dos últimos años. Todo lo bueno que ha sucedido y que me dijeron, cuántas veces me lo dijeron, que nunca iba a pasar.
–Deberías pensar en un plan B –Delia, la tutora de 4.º de ESO, masticó mucho las palabras mientras me las escupía–. Deberías tener un plan B, Alicia.
Era una de las que, a pesar de mis quejas y de las advertencias de mi madre, se negaban a utilizar mi verdadero nombre.
–En las listas pone Alicia –repetía marcando mucho el verbo cuando me atrevía a corregirla.
Delia podía haber sido una de los que, un par de años antes, habrían conseguido que me devorasen los demonios. Los mismos que ya no me arrollarían porque ese curso había conocido a Iván, el profesor que sí lo cambió todo, porque habían empezado a calar en mí las conversaciones con Julia y porque Tania ya había entrado en mi vida. Demasiado a mi favor como para permitir que nadie, y mucho menos alguien tan gris como Delia, lo estropease.
–Es importante contar con un plan B.
Tenía catorce años la primera vez que alguien como ella me aseguró que jamás podría vivir de la interpretación.
Dieciocho cuando me eligieron en el casting que lo cambiaría todo.
Y acababa de cumplir los diecinueve cuando, gracias al éxito inesperado de Ángeles, sumé mi primer millón de seguidores en Instagram.
Lejos –tal vez solo en mi cabeza– siguen rugiendo las ambulancias mientras yo comienzo a frenar.
Aparco la moto y entro, sin darme tiempo a pensar en lo que estoy haciendo, en una comisaría del centro.
Puede que no haya sido casualidad.
Que no haya sido el azar lo que me ha traído hasta aquí.
Quizá ni siquiera fueron mis demonios.
Los que conozco demasiado bien como para no haber aprendido a controlarlos.
–Tú eres más fuerte –me recordaba mi abuelo cuando notaba que mi tristeza se volvía densa y pegajosa–. Tienes superpoderes, ¿no lo sabías?
Y, como hago siempre que debo enfrentarme a un momento difícil, me repito sus palabras y dibujo su sonrisa en mi mente. Esa sonrisa que me permitía olvidar el rostro de preocupación de mi madre y la expresión ausente de mi padre.
Por eso, porque suenan en mi cabeza las palabras de mi abuelo, estoy convencido de que no son mis demonios quienes me obligan a cruzar esta puerta.
Ellos no podrían empujarme a través de este mar de uniformes en busca de alguien que quiera hablar conmigo y escuchar lo que siento la necesidad de confesarles.
Estás a punto de perderlo todo, Eric.
¿Te lo has pensado bien?
–Espere aquí –uno de los oficiales más jóvenes me detiene y me indica una angosta sala de espera donde debo aguardar hasta que llegue mi turno para decir lo que (¿estás seguro?) he venido a decir.
Una chica de mi edad, a la que acompaña alguien que debe de ser su padre, me reconoce.
–¿Tú eres el de...?
Asiento y bajo la cabeza antes de darle tiempo a que pronuncie el nombre de la serie que lo ha cambiado todo.
–Menudo pelotazo hemos dado –me escribió Rex cuando vimos los picos de audiencia de Ángeles: más de veinte millones de personas habían devorado la primera temporada solo en una semana. Y quince de esos millones lo habían hecho en un solo día–. Hemos triunfado, tío. Hemos triunfado...
Seguro que la chica que me ha reconocido es una de las que se vio los ocho capítulos de golpe, en un maratón de un solo día. Y ahora, con todo ese inesperado ejército de fanes, espera con ansiedad a que se estrene la segunda temporada.
En el casting aún no sabían cuál iba a ser el título de la serie. En realidad, lo cambiaron varias veces a lo largo de los seis meses de rodaje y solo se decidió unas semanas antes de que comenzara la campaña de lanzamiento.
–Hay que crear mucho hype –insistía Valeria, la responsable de comunicación–. Es importante que nadie sepa bien lo que va a ver, pero que todo el mundo tenga ganas de verlo...
Cuando por fin me enteré de que se iba a llamar Ángeles, lo confieso, casi tuve un ataque de risa. Y no solo porque aún me costaba creer que yo fuera a formar parte de ese proyecto, sino porque me preguntaba qué opinarían mis demonios si supieran que estaba a punto de unirme a las filas de sus antagonistas.
–Es un buen título –dijo Hugo, mi representante, que fue quien me había conseguido la prueba–. Corto, pegadizo... Y seguro que da para hacer una buena campaña de merchandising.
La chica que espera conmigo en la comisaría me enseña algo: es un llavero con las dos alas plateadas que forman el logo de la serie. Después creo que me hace una pregunta, pero estoy tan perdido en mis pensamientos –¿por qué siento que mi pasado se desborda en este inoportuno presente?– que me cuesta escuchar sus palabras.
Sonrío, como hago habitualmente cuando no entiendo a alguien.
Porque ahora mismo mi mente es incapaz de oír algo que no sea mi propia voz gritando con una mezcla de rabia –¿por qué a mí?– y de culpa –¿por qué yo, joder?, ¿por qué yo?
Pero la chica insiste. Tal vez quiere un autógrafo. O, peor aún, una fotografía.
Un estúpido selfi en el lugar más inoportuno del mundo.
No le respondo.
No pienso guardar ni un solo testimonio gráfico de mi presencia en este sitio.
Ni de esta noche.
Masculla algo entre dientes, sacude con rabia su llavero (debo de haberle parecido un imbécil) y se aleja de mí.
«Para el fandom de @Eric_Ángeles: es un borde, que lo sepáis. Canceladísimo desde hoy».
Envía su tuit con tanta rabia que, cuando aparece la notificación en la pantalla de mi móvil, casi puedo sentir cómo me golpea con sus palabras.
Igual que una bofetada.
Aparta la mirada y se apoya en el hombre que la acompaña. Sí, es su padre: tienen la misma nariz y una expresión similar.
La imagen de ambos, con ella reclinada sobre él, consigue que me sienta un poco más solo que antes y, a falta de alguien que lo haga en mi lugar, soy yo mismo quien rodea mi cuerpo con mis brazos, como si intentara sujetarme los miembros para impedir que caigan al suelo.
El oficial joven que me ha traído hasta aquí –cabello muy corto y rubio, ojos azules, manos grandes y espaldas inmensas– viene a buscarme.
–Acompáñame.
Recorro un largo pasillo lleno de gente en el que, intuyo, hay más miradas que me reconocen e incluso algún móvil que intenta conseguir un robado, así que me cubro la cara con las manos para ponerme a salvo.
–La televisión lo cambia todo, Eric –me advirtió mi madre cuando firmé el contrato.
–Para bien –trató de convencerla Hugo–. Esto es solo el inicio.
Pero ella no sonrió ni una sola vez en todo ese día.
Ni cuando le pedí que me acompañara a los estudios de la productora para formalizar la firma.
Ni cuando nos fuimos a comer con Hugo para celebrarlo.
Ni cuando le aseguré que estaba empezando a cumplir un sueño.
A mi madre le habría gustado que todo fuese más despacio.
Quizá una obra de teatro alternativa, como la que le han propuesto a Tania.
Una webserie.
O algún corto que apenas tuviera difusión.
Cuando le conté que me habían cogido en la agencia de Hugo y que me habían propuesto para aquella prueba, mi madre trató de convencerme de que no sucedería.
–En la televisión buscan nombres, Eric.
Pero es que mi madre lleva tantos años acostumbrada a perder que le resulta impensable que sea posible ganar.
Se cierra la puerta del despacho, donde otro oficial aguarda mi testimonio para dejar constancia de él en su ordenador.
El nuevo policía –algo mayor, con calva incipiente y bastante menos atlético que su compañero de los ojos azules– me hace alguna pregunta que trato de responder instintivamente.
No soy capaz de concentrarme en lo que me dice.
No soy capaz de concentrarme en nada que no sea la voz que, con sus gritos, está a punto de atravesar mi cabeza.
La voz que esta madrugada, a mis veinte, se parece tanto a la que empezó a asfixiarme a los nueve.
–¿Te encuentras bien?
Habla, Eric.
Pero, aunque quiero hacerlo, siento que en mi interior suenan a la vez demasiadas voces.
Demasiado ruido.
–La televisión lo cambia todo.
–Deberías tener un plan B.
–Hemos triunfado, tío.
–En las listas pone Alicia.
–Esto es solo el inicio.
No puedo oír mis propias ideas, así que tampoco consigo que lleguen a escucharse mis palabras.
El oficial más joven, que sigue aquí, hace ademán de abrir la puerta para buscar a alguien.
Tienes que hacerlo, Eric.
Tienes que contárselo de una maldita vez.
–He venido porque...
Esperan a que encuentre el modo de terminar la frase.
El encargado de tomar nota de mi declaración le hace un leve gesto a su compañero para que no abra todavía la puerta. Están dispuestos a concederme, al menos, unos segundos.
Solo necesito eso.
Unos segundos más.
–He venido por...
En mi mente se suceden, crueles, todas las palabras con que podría terminar esa frase. Las verdaderas causas de que hoy, sin que ellos aún puedan saberlo, esté aquí:
Azar.
Destino.
Mala suerte.
Amistad.
Rencor.
Torpeza.
El Círculo.
Pero no digo nada de eso. Solo respiro hondo. Despacio. Intento recordar los ejercicios de relajación que he aprendido con Julia. Los mismos que, por otros motivos, me recomendaba Helena.
Ahora necesito serenarme.
Hacer callar el sonido de la ambulancia que sigue dando vueltas en mi cabeza.
Así que me esfuerzo por alejar de mí la imagen de ese cuerpo tendido sobre la calzada.
Sus miembros.
Rígidos.
El charco de sangre.
Creciente.
Y la expresión desencajada.
Siniestra.
Pero cuanto más me empeño en no verlo, con mayor detalle se dibuja todo ello en mi cabeza.
El silencio no piensa concederme ni siquiera un instante, así que cojo fuerzas y elijo las palabras precisas para decir, sin que las sombras me hagan enmudecer, lo que me ha traído hasta aquí.
Un hecho que, de algún modo, siento que abre todas las escenas de mi vida.
Un guion escrito por muchas y muy diferentes manos –las mías, las de quienes se cruzaron en mi camino– durante estos veinte años en que no esperaba que el argumento girase en la dirección en que lo hace esta madrugada.
En un lugar donde no sé si he decidido estar. Donde, por mucho que aún intente negármelo, era imposible que eligiese no estar.
Así que me pregunto cómo voy a lograr que el policía que me mira impaciente al otro lado de la pantalla entienda algo.
Cómo va a comprender quién soy yo. Quién es Tania. Y quién es la persona que yace en el suelo.
Cómo voy a explicarle algo de todo esto sin que sepa cómo fue a los nueve.
A los doce.
A los trece.
Y a los catorce.
Porque las huellas de lo que he sido son las cicatrices que dibujan la persona que soy ahora.
Cada herida que conseguí cerrar, aunque la vida, tenaz en el recuerdo, se esmere en abrirlas de nuevo.
El policía más joven me mira con algo que podría parecerse a la complicidad.
El más veterano, sin embargo, empieza a dar muestras de cansancio.
–¿Tienes algo que denunciar o no, chaval?
–Algo que confesar –matizo.
–Pues tú dirás.
Y abre las palmas de las manos a ambos lados del teclado como si quisiera dejar claro que no piensa perder conmigo ni un solo minuto más.
–Aquí estamos para ayudarte –apostilla el más joven, que quizá tenga un sexto sentido para detectar cuándo alguien necesita ayuda. Cuándo alguien, en este caso yo, está a punto de decir algo que tal vez merezca ser escuchado.
A ellos no se lo cuento.
No les describo esas escenas de todos los años que precedieron a esta madrugada.
Pero esas imágenes sí desfilan, una tras otra, en mi cabeza.
Así que me refugio en el único superpoder que –tenías razón, abuelo– me hace fuerte: mi verdad.
Junto las manos, las agarro con fuerza y, mientras en mi cabeza vuelve a surgir el recuerdo de un niño de nueve años que lleva puesta una camisa azul demasiado grande, al fin les digo lo único que necesito que apunten en su estúpido ordenador.
Lo único que hoy, ahora mismo, de verdad importa.
–Creo que acabo de matar a alguien.