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MORIR EN ESENCIA Y RENACER

Me levanto y es un día más de sentir que la vida es un puñado de minutos, horas y días que son lanzados en mi rostro, todos mezclados y desordenados; no encuentro cómo orquestarlo todo, cómo hacer para que cada minuto cumpla su misión y luego en conjunto sean horas, y al terminar el día, hayan servido para algo, hayan aprovechado un día más que se fue y ya no regresará.

Malogré así, varios años de la vida, anduve por ella, sin nombre, sin sentido, sin una misión, y hasta siento que lo hice sin darme cuenta, sin vivir, siendo nada, escasa de esencia, de juicio y comprensión, vacía de todo; no hay justa descripción para expresarles lo que se siente haber vivido por decirlo así, de una manera metafórica y sin hacerlo en verdad.

Hace tiempo que siento que ya no merezco seguir recibiendo de Dios esos minutos que él me entrega para hacer algo de ellos, me levanto sin ganas, por obligación porque hay dos niños que dependen de mí, a quienes trato de no mostrarles mi dolor, con quienes río y juego; peino el cabello de la niña mayor que aunque haya cumplido los 12 años, es parte constante de mí, si debe hacer algo, ella siempre dirá, mami me podes ayudar, y en cierto punto ese ayudar al que hace mención es hace todo por mí mientras yo te voy diciendo como es; en fin, es estar siempre mostrando una careta para que no noten jamás el dolor que carcome mi pecho y me deja sin nada dentro.

Hay días en los que miro a esta familia que forme, y al verlos es un constante preguntarme a mí misma ¿Quiénes son? ¿Por qué siento que no pertenezco a ellos? Percibo que esto que me ocurre a diario, el lugar donde vivo, las personas que me rodean, y todo lo vivido, no es mío, no es lo que quiero; es algo que pasa por mi lado como un tren a máxima velocidad, y lo observo rutinariamente, escucho todo el bullicio, el resonar de todo mi ser al pasar; y así reparo en esta rutina que me absorbe y reprime hace ya varios cumpleaños. Observo como resignada, apagada, ya sin vida, solo mi corazón que late es quien me mantiene en pie, y el no fallarle al designio de Dios por haberme puesto aquí sin siquiera aún saber por qué ni para qué lo hizo. Pensar a diario que no soy quien yo imaginaba ser, no es quien soy esa que observa este tren rápido que es mi actual vida.

Tengo dos hermosos hijos, como ya lo mencioné anteriormente; muy tiernos y brillantes sin igual; y a quienes, si analizo lo que busqué o anhelé ser, no encajan en ningún sitio, y si profundizo en la mente, sé que no son ellos los que están de más en mi camino, sino que soy yo la que no es quien debiera ser, que no está como quisiera estar; porque aun con ellos, quiero aprender a volar.

Todo tiene un por qué y lo acarreo desde niña, y esta historia comenzó hace años cuando nací, y donde crecí. De mi vida recuerdo hasta el más mínimo detalle; con decirles que veo como si hubiese sido ayer el día de mi primer cumpleaños, sentada en la puntera de la mesa, con el cabello bien cortito, así lo quería mi madre, sobre una silla de madera, alta, con un jardinero azul, y lo que no tengo en claro es lo que traía puesto arriba. Mi familia era muy humilde, y por ende eran iguales los festejos, aunque eran mágicos, y para mí era sentir por un día que yo les importaba, que venían primos y tíos para verme solo a mí. También se me presenta uno de los regalos, quizá el más hermoso que una niña puede desear, una muñeca Barbye, era bellísima, y es quizá el único regalo que siempre recordé. En fin, así es mi mente, tiene un sinfín de imágenes que algo tienen para decirme de lindo, porque cuando las traigo mi mente sólo selecciona las más pulcras y perfectas, aquellas que algo guardan para que en estos años, siempre al estar mal me hacían volver a vivirlos. Y en paralelo a eso estaba la niña que sufría, a quien siempre la llamaban por gorda, de quien siempre se burlaban y la que a escondidas lloraba y se retorcía de dolor y angustia por no poder contarle a nadie lo que la asustaba, lo mucho que ella misma se aborrecía . Cuando fui creciendo, el dolor también aumentaba, el desprecio y desvalorización hacia esa chica era tan grande que atiborré todo mi ser de oscuridad y millones de caminos intrincados dentro de este mundo que yo me había creado.

Llegados los 17 años, era ya el fin de mi educación secundaria, comencé a provocarme el vomito; de niña vomitaba constantemente sin provocarlo; me llenaba de todo tipo de comidas y luego ya no soportaba más y todo lo tiraba; ya de grande lo provocaba yo, y sé hoy, que haber hecho eso, era la necesidad de decirlo todo, de no callar lo que carcomía el alma, de no soportar más mugre en la mente, que se fue juntando por años y sin darme cuenta, jamás lo había curado, porque de ningún modo había vomitado justamente la pringue, toda esa porquería que yo permití que me dieran, y no sólo que me las dieran, sino que peor aún, autoricé con mi manera de ser, a que me las dijeran una y otra vez, porque nadie me hizo ver que esa niña, cuando pequeña, valía mucho, que existía; y a la adolescente tampoco le avisaron que afuera existía un mundo maravilloso y bello y que ella merecía sonreír y saltar de alegría porque eso es vivir, porque a eso también vino al mundo; luego junté tantos años de amargura que la mujer que hoy soy se creía que no merecía felicidad, amor, triunfo intelectual, y un bello hombre a quien ella amara de verdad; honestamente les digo; creí por años que mi ser era menos que nada, alguien a quien podían patear e insultar, si total siempre lo habían hecho.

Éramos seis hermanos, de hecho somos aún seis; de los cuales cuatro somos mujeres y dos son los varones; yo soy la segunda en nacer, y la que llenó de vida y alegría a mi padre, él veía y actuaba a través de mis ojos, y al unísono, mí mundo era hermoso cuando yo observaba todo a través de los suyos, había complicidad para no recibir un castigo, que a veces, como todo niño hiperactivo, merece una reprimenda, una cara de enojo, o una simple advertencia; pero no, mi padre conmigo era luz de risas y brillo en su mirar; si tenía que regañarme o darme un sermón porque me había mandado tremendo desastre, venía a mi lado, me decía en voz alta: Sonia mírame, y yo levantaba la vista, apuntaba justo a sus ojos, que ya tenían ese brillo especial, y no bajaba la mirada, escuchaba sus palabras sin escucharlas, y él sin quererlo comenzaba a reír por no poder siquiera comenzar el relato del castigo; así era él y así era yo; ambos éramos felices así.

Hay mil anécdotas con él, que siempre me pintan una sonrisa en la cara al recordarlas; papá siempre me llevaba a la escuela en su bicicleta, de esas que son bien antiguas, algo de su pretérito color se dejaba ver entre el oxido de sus caños, pero no me llevaba en el porta bultos trasero, sino en el caño, y ahí íbamos charlando de todo, si había una evaluación ese día, él se encargaba de hacerme las preguntas más importantes, me corregía, o me decía qué era lo que debía recalcar en mi mente, así no me sorprendían con algo que no supiera. Yendo más atrás en el tiempo, mi mente exhibe el instante en el que él cambiaba mis pañales, y no era un bebé tranquilo, eso lo recuerdo bien, pero él me tenía toda la paciencia del mundo, aunque tomara el recipiente de talco y se lo lanzara en la cara, o moviese tanto las piernitas que no dejara atar los cordones de los pañales, los de tela, porque cuando yo nací aun no habían inventado la genialidad del pañal descartable, hiciere lo que hiciere él jamás mostraba enfado genuino, porque simplemente no le salía conmigo.

Él, mi bello padre, hacía una parte de mi mundo hermoso, sabía que en él me podía caer, podía llorar, y siempre entendía mis problemas antes de pronunciar palabra alguna; en contrapuesto estaba mi madre, que bajo mi punto de vista, cegada de dolor, sentía siempre que su actuar hacia mi persona era lo bastante cruel y distinto al trato recibido por mis hermanos; saber el por qué de su manera de ser, es algo que me pregunté por años; será dolor, algo que le ocurrió antes de mi gestación o antes de mí nacimiento; vaya yo a saber qué fue, pero lo cierto es que su rechazo, su indiferencia y desinterés hacia mí, era muy notorio, hasta a veces doloroso de asumirlo. Y un hijo, y aún más una niña, busca que su mami la abrace, la peine, la mime, y la escuche en momentos que lo necesita; y eso es lo que yo buscaba en ella, hacía de todo para que me amara o me lo demostrara como a los demás. Por mucho que yo me esforzara en decirle lo que la amaba, y llorar a escondidas preguntándome desde muy pequeña, ¿por qué no me amas mami? Eso era a diario y quizá en vano, porque jamás supe el por qué, y siempre lo que hiciera yo terminaba en un disgusto inentendible para mí. Aun así yo siempre le escribía cartitas, carteles, trataba de hacer buenas acciones, más de las que hacía a diario, todo para que me diera un instante de ternura, de cariño y sentirme por un instante, importante para ella. En mi afán por entenderla, en ocasiones me pregunté si yo de bebé era mala, o siendo niña quizá había hecho algo que la dañara; y que su actitud hacia mí era solo consecuencia de ello, y yo misma en mi inocencia aceptaba ese supuesto, y así sintiéndome culpable vivía día a día. Y llegó el punto que quizá por todo eso, yo amaba estar en la escuela, no tenía amigos ni amigas porque siempre me sentí inferior, y no tenía la valentía de entablar una charla con nadie porque me avergonzaba de mi misma.

Así, en mis tiempos de escuela yo era muy reservada, callada, temerosa, obediente y muy taciturna. En el primario, aún puedo ver esa pequeña triste, de ojos profundos, llenos de todo un universo de dolor, sola en el patio a la hora del recreo, arrastrando su espalda por toda la pared de ese lugar gigante, lo que terminaba con mi delantal que era blanco, de un tono amarillento, opaco, y lo hacía aún sabiendo que a mi madre eso la disgustaría mucho, pero esa pequeña igual lo hacía aunque esa no fuera su intención. La escuela fue siempre para mí un refugio, mí lugar en el mundo, tratando ya en el secundario, de caerles bien a todos, y no era tarea fácil ser o parecer quien no era para que me aceptaran. Era libre y aunque siempre me sentí menospreciada por casi todos mis compañeros, sabía que ahí nadie me dañaría tanto como yo sentía, lo hacían en mí casa. Los maestros y siendo más grandes, los profesores, me amaban, algunos de ellos sabía el motivo de mí soledad, otros lo presentían y me brindaban su apoyo en todo lo que emprendía.

Estaba muy adiestrada, porque así era desde pequeña, a trabajar duro para ganarme el amor de la gente, casi que me acostumbré a rogarles amor y querer, a quien me rodeara, y eso me convirtió en una mentirosa compulsiva hacia mi persona, falsa conmigo, a no saber ya quién era en realidad, y así era porque con quien siempre lo había hecho, y con quien aprendí a mentirme, era con mi madre, con ella jamás supe que cara mostrarle porque ninguna de las que tenía, eran de su agrado. Aunque con mis superiores en la edad escolar, como ya les mencioné, ellos me adoraban, y eso me hacía sentir única, significante para alguien al menos. Lo triste es que jamás pude mostrar en ningún sitio, a mi verdadero yo, a la que se enoja, la que ríe, quien tiene sus gustos y sus muchas bellas cualidades; las cuales estuvieron escondidas por años por vergüenza y miedo al qué dirán.

En fin, como ya lo había mencionado antes, mi vida se pasa ante mis ojos como diapositivas, cortos unidos, imágenes tan claras desde que era muy bebé, hasta la actualidad; puedo distinguir cada una de ellas, momentos insignificantes, gestos, abrazos a personas fugaces, tiempos de dolor e impotencia, días bellos; y todo eso me hace querer regresar el tiempo atrás, comenzar a andar todo de nuevo pero esta vez haciéndome respetar, valorando y queriendo a quien soy en verdad. Y es ahí, eso es justamente lo que me hizo hacer un click en mi vida. No existen los hubiera... así dice la frase muy conocida, y a partir de ella comenzó mi radical cambio de enfoque y perspectiva hacia la vida. Pero para lograr lo que hoy y en este momento vivo; he pasado por días nefastos, mucho dolor, ganas de morir o simplemente desaparecer sin dejar huellas; y estoy segura que no solo a mi me pasaron estas cosas que me enseñaron, me moldearon, y lo más significante, es que las agradezco porque sin todo eso, y sin las personas que estuvieron presentes, no hubiese sido hoy esta una maravillosa vida.

Continúo en mis años de escuela, y sigo en esa época porque es en la parte de nuestras vidas en las que aprendemos a vernos, a sentir el crecimiento y el cambio corporal, psíquico y hormonal que tanto pesa en la adolescencia. Refiriendo a mi caso, en particular yo no experimente ese cambio en la escuela secundaria, porque era tan grande el desorden psicológico, hormonal, y el estrés que mi cuerpo soportaba, sumado a la gran actividad física que hacía, que no fue hasta los 17 años el momento de mi primera regla. Toda mi bulimia no aceptada y obvia que escondida a todos, mi anorexia nerviosa jamás tratada, habían desembocado en menopausia precoz. Creo, y puedo afirmarlo, que ya en ese punto caótico de mi vida, y mi ser lleno de dolor, asco y rencor, hicieron de mí a alguien que ya no quería escuchar más de mamá, toda mi visual, mis sentimientos, mis horas, mi mente, y todo de mi ser, la rechazaban; sentía una especie de repulsión hacia quien me había dado la vida, y a la vez me hacía sentir, que aborrecía mí existencia. Si de niña hubiese bajado el sol y la luna por hacer que me amara, pues ya en la adolescencia, hubiese apagado al sol y volteado a la luna para que no las tuviera; no hay palabras para describir el dolor que sentía, y lo expresaba con enojo, desobediencia a cosas simple; eso si les puedo decir que jamás le levante la voz, palabras de insulto no salían de mi para ella, aunque me mordiera la lengua para no decirlas, porque el respeto a los adultos siempre lo tuve.

La agonía eterna de la zona de confort

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