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CAPÍTULO 3

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LA CENA

Los profesionales se despidieron antes de la medianoche. Su debate se había extendido varias horas más de las planeadas y muchos de ellos debían regresar a sus hogares para no preocupar a sus esposas o porque debían madrugar al día siguiente.

Se quitaron casi todas sus dudas respecto al misterioso extranjero. Las páginas garabateadas por Niavasha quedaron abandonadas sobre la mesa del hogar de Tamini. Algunas hojas contenían palabras sueltas, respuestas breves a preguntas sencillas; otras, iban escritas por ambos lados y contenían extensos párrafos sobre el supuesto pasado de Blanco Rivera.

Larrosa había llevado consigo alrededor de veinte papeles en blanco para que su colega no debiese arruinar el cuaderno de cuero. Se las había entregado después de la cena para que pudiese escribir sus respuestas y pasarlas a los presentes para que alguno las leyera en voz alta.

Era complicado conversar con un hombre mudo, pero el vampiro resultaba interesante para los médicos. Era una curiosidad, una novedad dentro de la monotonía de sus rutinas.

Tamini, de hecho, decidió pasar el resto de la noche en vela. Quería releer las palabras de Hipólito Blanco Rivera para comprender qué era aquella inexplicable incomodidad que golpeaba su pecho desde hacía ya varias horas. Existía un detalle, una nimiedad, que no lo convencía. Necesitaba hallar la respuesta a una pregunta que no sabía formular. ¿Sería un error en una fecha? ¿Una contradicción que delatara una mentira? Él había conocido el caso de un falso abogado que intentó forjar una fortuna con mentiras en Buenos Aires, y temía que el doctor Rivera fuera similar: un farsante.

Niavasha también pasó la noche en vela, pero por motivos diferentes. Abandonó el hogar de su colega a pie. El aire de Buenos Aires no era tan puro como en otros sitios que él había visitado, pero la densa humedad que caracterizaba a la zona costera le recordaba al primer hogar de su nueva vida, junto a un lago en el este africano.

El vampiro arrugó el ceño en una mueca de disgusto. Recordar el pasado era siempre un disparador para el odio, para la reaparición de errores que había cometido y para notar que, alguna vez, había sido mortal. Una vez que iniciaba, su mente era incapaz de detener los recuerdos.

Estaba desorientado cuando despertó como inmortal. Los rastros de quién había sido en su vida humana se habían esfumado. No poseía un nombre y, si alguna vez tuvo uno, no le pertenecía más. En esos primeros momentos, solo entendía que algo había cambiado en él, que el tiempo había transcurrido durante su extenso letargo. ¿Qué era? ¿Quién era?

Mientras se encontraba en esas cavilaciones, una figura se delimitó a su lado y se presentó como su amajt-on, su creador y maestro. Este ser le comunicó que llevaba alrededor de un siglo sumido en el sueño de la oscuridad.

Él no recordaba dónde estaba o cómo había ocurrido la transformación, era como si su vida acabase de comenzar sin que hubiera un pasado previo al momento en el que abrió los ojos.

El extraño fue paciente y le explicó varias veces la situación. Así fue como Niavasha descubrió, sorprendido, que se había vuelto un itskanthnag.

«Hijo de la noche» es la traducción al español más parecida que puede hacerse del término original en el idioma sin nombre de los antiguos. Este lenguaje, casi extinto desde un tiempo remoto, se había instalado en su mente al despertar. Junto al idioma se hallaba también la información necesaria para sobrevivir en su segunda oportunidad en el mundo terrestre. Había pasado su lenta transformación en una especie de trance alfabetizador que grabó en su interior el conocimiento transmitido por su amajt-on. Él sabía qué habilidades poseía y cómo debía utilizarlas. Solo necesitaba practicar.

Junto a su maestro, el renacido aprendió las bases de su nueva existencia, a cazar y a dominar su lado animal para que la razón tuviera control del cuerpo en cada momento. El nuevo hijo de la noche estudió también cómo realizar breves sesiones de fhagkathon, aprender a aprender, una habilidad que permite recolectar, comprender y recordar información con tan solo algunos vistazos al objeto de estudio.

El amajt-on guardó con recelo numerosos secretos; jamás reveló su nombre y pidió a su estudiante que no escogiera uno hasta que sus caminos se hubiesen separado. El anonimato era parte de su lección sobre la supervivencia.

Y, cuando el nuevo itskanthnag anónimo hubo comprendido el alcance de sus fortalezas y de sus debilidades, fue abandonado por su maestro a merced de un mundo que ya no le pertenecía, pero que debería hacer propio.

Niavasha fue la nomenclatura escogida por el renacido. Por décadas, su hogar y sitio de entrenamiento había sido el territorio comprendido entre el monte Kenya y el lago Naivasha; la pronunciación de este último término se asemejaba a la lengua de los antiguos, así que él decidió hacer suya la palabra, con ligeros cambios sonoros.

El hijo de la noche pronto viajó a Atenas, una ciudad que lo atraía con cierta nostalgia —quizá de una vida pasada—. Allí, reanudó su solitario aprendizaje. Pasó los siguientes siglos en el continente europeo, recorriéndolo de este a oeste, de norte a sur. Pero fue recién cuando descubrió que los mortales definían con palabras como vampir o vampire a los de su clase que decidió marcharse rumbo a un nuevo mundo. Temía que en el viejo continente intentaran darle caza y que acabaran con su paz.

Los caminos del alumno y del maestro no habían vuelto a cruzarse.

Niavasha sacudió la cabeza cuando notó que comenzaba a distraerse de su recorrido. Consideraba acertado su viaje porque en Buenos Aires era sencillo encontrar alimento sin llamar la atención. Necesitaba ser cuidadoso, pero no escaseaba la comida como en otras partes del mundo. Las grandes ciudades como Londres o París eran muy buenos terrenos de caza, pero los sitios marginados en los que abundaban la pobreza y la inmigración eran incluso mejores.

El hambre comenzaba a teñirle los ojos de dorado. Estar rodeado de humanos en una habitación ponía siempre a prueba su autocontrol.

Niavasha se relamió mientras se aventuraba una vez más entre la oscuridad porteña. Consideraba que lo mejor era alimentarse, al menos, dos veces por semana. Ese era el mínimo requerido para mantener el autocontrol cuando no realizaba fhagkathon.

El vampiro cenó algunos minutos más tarde.

Su primer plato fue un hombre de piel oscura que dormitaba en la calle, sin un techo que lo protegiera, sin nadie que fuese a extrañar su presencia. No habría en Buenos Aires quien notara la ausencia del humano cuyo cuerpo desaparecería pronto entre las aguas del Río de la Plata.

El segundo plato lo tomó por puro placer, por la sensualidad expuesta de una dama que dormía sin ropa alguna sobre la cama de su amante. A ella le robó casi toda la vida con su apetito voraz para luego colocar veneno bajo su lengua; fingir ser médico le brindaba acceso fácil a las sustancias tóxicas. Los periódicos pronto hablarían de un escándalo pasional.

Aunque estaba lleno, quería un poco más.

Con media sonrisa dibujada en su rostro, Niavasha se escurrió entre las sombras. Se hizo uno con la oscuridad y navegó las angostas calles de la zona pobre, donde vivían los inmigrantes de clase baja. Se detuvo para oler la muerte en cada esquina hasta que identificó el aroma de una pronta defunción. Con una presa escogida, se transformó en humo para colarse por las hendiduras de la ventana que llevaba a la habitación de su tercera víctima.

El postre de esa noche fue un infante que no pasaría de los cinco años. El vampiro se arrodilló junto a la cama del pequeño y le tomó el pulso. La sangre inocente no era nunca su primera opción, pero lo devoraría por simple misericordia. Así, le ahorraría a la víctima unas cuantas horas de sufrimiento.

«Buenas noches», pensó Niavasha mientras debilitaba al pequeño hasta dejarlo a las puertas de la muerte. «En unos minutos dejarás de sentir dolor».

Satisfecho, se convirtió en humo por segunda vez y abandonó al niño entre sus últimos suspiros. Cuando el vampiro llegó a la esquina, la transpiración causada por la fiebre desaparecía de la frente del pequeño. También desaparecía el dolor.

Iba a morir pronto de todas formas.

Dr. Blanco Rivera: hacedor de tragedias

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