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CAPÍTULO 2

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COLEGAS

Niavasha exploró la zona sur de la ciudad durante el resto de la semana. Halló presas entre los angostos recovecos y se aseguró de alimentarse bien antes de su reencuentro con los médicos de Buenos Aires. Se esforzó por cazar a los marginados y a los olvidados, a las personas que se encontraban socialmente muertas. Disfrutó de borrachos y de inmigrantes, de enfermos a los que les quedaba poco tiempo de vida y de prostitutas; de gente a la que nadie extrañaría, de los que estaban solos en el mundo.

Así, el día acordado arribó sin que los habitantes de Buenos Aires notaran que un predador se encontraba entre ellos, camuflado en las sombras del ocaso y de la noche.

La reunión de profesionales de la medicina comenzó en la casa del Dr. Luis Tamini cuando el sol todavía se alzaba entre las construcciones de Buenos Aires. Durante varias horas, alrededor de una docena de hombres bien vestidos compartieron sus opiniones sobre diversas noticias internacionales que salían en los periódicos y sobre sucesos recientes de la ciudad. Intercambiaron palabras sobre muertes y sobre nacimientos, sobre desengaños amorosos y sobre disputas relacionadas con los personajes más importantes del momento, entre tantos otros tópicos que despertaban el interés de los letrados.

El doctor Hipólito Blanco Rivera arribó varias horas más tarde, cuando el día ya se había escondido debajo del horizonte y un cielo grisáceo guiaba sus pasos. Llegó con la mirada oculta bajo su gran sombrero y con una sonrisa ladeada que asomaba entre sus delgados labios. En la mano izquierda sostenía el cuaderno de cuero. Con la derecha cargaba su bolso médico.

—¡Doctor Rivera! —saludó con ánimo su anfitrión, Luis Tamini, al verlo en el umbral—. Pase, pase que lo estábamos esperando. Hubiera enviado un coche por usted, pero no sé dónde se está alojando. Olvidé preguntárselo el otro día. Espero que no haya tenido inconvenientes para encontrar mi hogar.

El vampiro agradeció con un gesto mientras que una empleada tomaba su abrigo y su sombrero. Liberado de los accesorios, caminó directo hacia uno de los muebles que descansaban contra las paredes y apoyó allí sus pertenencias. Del bolso sacó su pluma y un tintero para viajes. Luego, abrió el anotador y escribió la respuesta a las interrogantes de su interlocutor. Con el paso de los días, su dominio del español iba en aumento: «Hotel Londres. Una lectura me ha hecho perder la noción del tiempo, disculpadme».

—¡Ja! De seguro es un buen libro —respondió Tamini con algarabía.

El invitado guardó los objetos de nuevo en el bolso y el anfitrión lo guio hasta el salón central de la casa. Allí, el resto de los profesionales aguardaba, expectante y curioso, conocer a este extranjero tan peculiar.

Todas las miradas se posaron sobre Niavasha. Algunos hombres analizaban su vestimenta y otros su rostro; intentaban descubrir en su apariencia los secretos triviales y mundanos que la primera impresión suele brindar. Si vestía a la moda europea o americana, si su ropa era de calidad o de materiales económicos, si tenía el saco emparchado o bien alisado. También había quienes observan su bolso: el tamaño y el material, su pulcritud y buena presentación.

Las sonrisas asomaron poco a poco, con cierta timidez. Lo habían aceptado como a un igual incluso antes de intercambiar palabras con él.

«Esto será más fácil de lo que creí», pensó el vampiro con júbilo. Había tomado la decisión correcta al embarcarse al nuevo continente. Allí le sería fácil alimentarse hasta saciar su sed.

Aunque los demás no lo supieran, Niavasha también analizaba a los porteños y sus costumbres, la ecléctica decoración europea de la construcción y cada mínimo detalle que pudiese ayudarle a mimetizarse con la sociedad. Sabía que todavía necesitaba aprender algunas cosas para no llamar la atención.

—La cena estará lista en algunos minutos y sé que todos querrán presentarse y hacerle preguntas al doctor Rivera; pero, por el momento, creo que lo mejor será que él se nos una en el debate— indicó Larrosa al resto mientras se aproximaba al vampiro para saludarlo con un amistoso apretón de manos.

Niavasha asintió.

—No sé si ha leído el periódico local o si las palabras de quienes son chismosos y tienen tiempo de sobra han llegado a sus oídos, pero estábamos debatiendo una muerte inusual.

El vampiro abrió los ojos en señal de sorpresa; temía saber a qué se refería su supuesto colega, necesitaba jugar bien sus cartas.

—Hace dos o tres días, dependiendo de quién cuente el relato, se ha hallado a una pareja de inmigrantes muertos en su pequeña habitación —explicó Larrosa—. Ambos presentaban algunas señales de la terrible fiebre, pero también mostraban anomalías en sus síntomas.

—Yo fui quién los revisó —dijo un hombre desde la otra punta de la habitación. Varios pares de ojos se posaron en él mientras avanzaba a paso lento hacia el vampiro—. Mucho gusto, soy el doctor Montes de Oca —aclaró antes de continuar con su relato—. La pareja en cuestión había llegado desde el Imperio del Brasil, según palabras de sus vecinos; no hablaban mucho con otros porque no dominaban por completo el español. Sin embargo, cuando varios días transcurrieron sin que abandonaran el cuarto que alquilaban, un vecino se arrimó a la puerta y olió la muerte. La información me llegó por medio de un mensajero al cabo de unas horas. —Hizo una pausa—. Cuando alcancé la vivienda, analicé a los difuntos con extremo cuidado. Y, como he mencionado antes, noté que presentaban signos claros de la fiebre, como sus lenguas amarillas y la garganta seca; pero, además, la textura de su piel era áspera como la piedra en bruto y se veía lívida como si en sus venas no hubiese nunca corrido sangre. Tenían los ojos desorbitados. ¡Oh, qué horrible visión! —exageró con dramatismo—. Nunca he encontrado víctimas como estas. A decir verdad, no estoy seguro de si las peculiaridades se relacionan con una intoxicación o si han padecido de dos enfermedades en simultáneo, una quizá de la que no hemos oído jamás, ¿se imagina, doctor? ¡Qué haremos si esto se convierte en una doble epidemia! ¿Acaso usted, que es hombre de mundo, ha visto algún caso similar?

Niavasha agachó la cabeza para ocultar el brillo de sus ojos y negó en silencio.

—Yo creo que estas personas sufrían de alguna anomalía en la sangre, de una cualidad típica de la selva, tal vez. Otra posibilidad radica en la comida vieja o mordida por ratas que, en combinación con la fiebre, ha causado una deformación de la enfermedad —se atrevió a decir Tamini—. Pero el doctor Javier Muñiz discrepa —señaló a otro invitado—. Su teoría dice que algún criminal aprovechó la enfermedad como forma de esconder el modo en el que realmente quitó la vida a las víctimas. Yo sostengo que esta pareja de inmigrantes era pobre y que no tenía objeto alguno que tentara a un asesino, por lo que es imposible que se trate de un crimen premeditado. Pero Muñiz insiste en que las víctimas de seguro guardaban algún objeto de valor con recelo y que, sin pensarlo, lo mencionaron en un bar o en el barco que los trajo hasta aquí.

—Debo insistir, doctor Tamini, en que no me agrada cuando pone mis palabras en su boca. Preferiría decirlas yo mismo —se quejó un hombre que descansaba sobre una silla, cerca de la ventana lateral. Estaba de espaldas a Niavasha.

El vampiro asumió que se trataba de Francisco Javier Muñiz. Este profesional vestía con su uniforme militar plagado de condecoraciones y hablaba con firmeza; la determinación brotaba por sus poros.

—Creo yo, señores, que nuestro criminal ha viajado en el mismo barco que sus víctimas. Allí, ha oído alguna conversación privada sobre una joya familiar o sobre dinero que la pareja tenía ahorrado. Es normal que los inmigrantes traigan algo valioso para invertir en su nueva vida —explicó—. También supongo que este asesino los ha seguido y espiado por algunas semanas hasta asegurarse de que su plan funcionaría. Sin embargo, cuando notó que la pareja no salía de la habitación, ha creído que sospechaban de él y, en un acto apresurado, ingresó. Comprendió que sus víctimas estaban enfermas, pero no sabía cuándo les llegaría el final, así que les dio algún veneno o medicamento en demasía mientras tomaba el objeto de valor en cuestión. Luego, se marchó sabiendo que nadie podría delatarlo. De hecho, es posible que el pobre desgraciado se haya contagiado.

—¡Ah, los dilemas de los pobres! Son siempre muy interesantes —bromeó Larrosa sin desprecio, aunque con sorna; a él nunca le había faltado techo o comida—. Le encuentro dos puntos débiles a su teoría, sin embargo, doctor Muñiz. Si yo tuviese un solo objeto de valor en mi hogar, lo guardaría con recelo en un sitio fuera de la vista. Y la habitación estaba, de hecho, ordenada. No había signos de búsqueda alguna. Además, ¿qué clase de veneno secaría la sangre en sus venas? Insisto, se trata de una variante de la fiebre que ha sido transportada desde el imperio de Brasil. —Hizo una pausa y se giró hacia el recién llegado—. ¿Usted qué cree? ¿A quién daría la razón, doctor Rivera?

Niavasha era el asesino. Esa pareja fue su primer ataque; la sed lo había llevado a beber más de la cuenta por error.

El vampiro se llevó una mano a la barbilla en un gesto pensativo. Por fortuna, no necesitó dar una explicación porque una empleada anunció que era hora de la cena. La interrupción puso fin al debate.

«Deberé tener un ojo puesto en el militar», pensó ante la sagacidad de Muñiz.

Dr. Blanco Rivera: hacedor de tragedias

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