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INTRODUCCIÓN

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EL ARRIBO

En 1868, Buenos Aires era una de esas urbes a las que se iba para escapar de los recuerdos que te perseguían en el día a día, para huir del pasado y, en algunos casos, para comenzar desde cero con otra identidad. Era una ciudad joven y alejada del resto del mundo en la que existía la promesa de que los sueños podían cumplirse para quienes supieran cómo soñarlos, un sitio en el que las fortunas se cosechaban si uno sabía dónde plantar sus metas. Locales e inmigrantes trabajaban duro porque se creía que las labores y los esfuerzos darían, tarde o temprano, sus frutos. Las posibilidades de triunfo eran altas en comparación con otras partes del planeta.

Desde Europa, llegaban con frecuencia personajes extravagantes que se trasladaban en barcos de todo tipo. Arribaban desde España y desde Italia, desde Inglaterra y desde Portugal. Desde países que no conocían el idioma y también desde el norte del continente americano.

Los motivos para el traslado variaban, cada caso era único. Muchos extranjeros llegaban para quedarse —aunque eso significase vivir entre la mugre de los conventillos por tiempo indeterminado—, otros huían con el rabo entre las patas de sus familias, de compromisos y de bodas indeseadas, de herencias perdidas, de deudas, de expectativas de terceros e, incluso, de la ley.

En las orillas, junto al improvisado puerto, se veían con asiduidad amantes que buscaban con ahínco un paraíso en el que estar juntos, un refugio que les permitiera profesar su pasión lejos de los prejuicios —sociales y familiares— que buscaban separarlos. Desembarcaban también jóvenes que se negaban a cumplir con las órdenes de sus padres: convertirse en soldados, en sacerdotes o para volcarse a una profesión que no fuera de su agrado. Llegaban los artistas y los soñadores, los visionarios rechazados por quienes no veían futuro en sus ideales. Lo que en Europa era un fracaso o un crimen, en América podía convertirse en un sueño y en un logro. O, al menos, esa era la creencia popular. Triunfar y cumplir con las metas no era sencillo y muchos se rendían en el camino.

Lo cierto era que, en estas nuevas tierras colmadas de posibilidades, cualquiera podía hacerse pasar por alguien más: por un abogado o por un hombre adinerado, por un ingeniero o por un profesor. Solo era cuestión de poder fingir, de ser un buen actor. Era indispensable hablar con elocuencia o vestir un buen traje; también era válido saber algunas frases en francés o en inglés, demostrar un poco de educación y de conocimiento cultural. Para los recién llegados, pretender era la clave para sobrevivir. Quien fuese capaz de convencer a los porteños de su alto estatus sería recibido entre los mejores círculos.

En Buenos Aires vivieron falsos nobles, profesionales sin título universitario y supuestos magnates del comercio con fortunas al otro lado del océano. Algunos fueron descubiertos en vida; otros, mucho tiempo después. Y, de seguro, habrá decenas de casos que jamás saldrán a la luz.

A medida que en Europa el boca en boca despertaba ilusiones, los barcos comenzaban a llegar con mayor frecuencia. Las promesas de tierras para el cultivo, de comida en abundancia y de fortunas fáciles de lograr atraían cada día a más personas. A los desesperados y a los rechazados, a los oportunistas y a aquellos que no tenían nada que perder.

Sin embargo, el brillo en las miradas de muchos viajeros se apagaba cuando la vista de la costa de Buenos Aires aparecía en el horizonte. Desde el Río de la Plata, la imagen era austera. Solo las torres de algunas viejas iglesias resaltaban a contraluz sobre la planicie. Para quienes estaban acostumbrados a las metrópolis europeas, la primera impresión de sus destinos era desalentadora. Luego de pasar meses de tortuosa jornada en altamar, pocos eran los que sonreían con ilusión al llegar. Muchos se preguntaban incluso por qué habían tomado una decisión así de mala.

Pero llegaban, porque en ese momento era tarde para arrepentirse y regresar.

Si el tamaño del barco y el estado del Río de la Plata lo permitían, el navío internacional lograba acercarse lo suficiente como para que sus pasajeros se trasladaran a carruajes altos que los acercarían a la costa con los pies húmedos y embarrados; la inexistencia de un puerto real obligaba a muchos navegantes a esperar por botes o por vaporcitos1 que los arrimaran hasta tierra firme. Con la ropa fría y sucia, la ciudad les daba una triste y húmeda bienvenida a los viajeros y a sus nuevos residentes.

A partir del momento en el que uno posaba sus pies sobre Buenos Aires, cualquier cosa podía ocurrir. Esta ciudad portuaria en particular ha sido siempre una tierra inesperada, tormentosa en cuanto sus repentinos cambios. En esa época, ser un extranjero entre las calles de la urbe era jugar con el destino y lanzarse a los brazos del azar. Todo podía pasarle al inmigrante, o quizá nada le ocurriera. Dependía de su suerte.

Muchos registros se han perdido sobre este período de la historia, sobre los nombres que los viajeros apuntaban al llegar y sobre los barcos que los trasladaban a través del oleaje. Sin embargo, quedan rastros de ciertos eventos. Hay uno en particular que se destaca entre el montón por su peculiaridad.

Existen al menos un par de periódicos de la época que han mencionado el caso de la silenciosa llegada de La Gloire.

El navío francés arribó poco antes de una madrugada otoñal. En Buenos Aires no hubo quien recibiese al único pasajero que descendió, envuelto en la sombra de la noche y bajo un sombrero que era demasiado grande para su cabeza.

Cuando el amanecer porteño despertó a los primeros habitantes de la ciudad, algunas horas después del desembarco, La Gloire flotaba, muda, a varios metros de la costa. Dentro no había señales de vida o de muerte; solo el abandono de helados muros que repetían las voces de quienes revisaban sus recovecos, como si se burlara de su curiosidad.

Fue un caso extraño, sin lugar a dudas.

El doctor Hipólito Blanco Rivera —como se haría llamar Niavasha en tierra americana— se había internado en las calles de Buenos Aires antes de que los primeros rayos del sol bañaran su piel. Había hallado el que sería su lóbrego refugio en una habitación vacía del segundo piso del convento de San Francisco. Había decidido que, desde allí, observaría por un tiempo el nuevo mundo, al resguardo de la oscuridad. Observaría y, al mismo tiempo, aprendería a velocidad inhumana las costumbres locales para poder pronto mezclarse con la multitud.

Niavasha llegó, como quien dice, en el momento indicado. El creciente brote de fiebre amarilla oscilaba al igual que un péndulo: constante y con sus altibajos.

El escenario social no podría haber sido mejor para su festín.

1. Vaporcito: nombre coloquial que se le daba a pequeños barcos a vapor que estaban diseñados para realizar viajes breves, sin alejarse demasiado de la costa. Los navíos más grandes podían atravesar el Río de la Plata y llegar hasta lo que es, en la actualidad, Uruguay. Comenzaron a utilizarse en 1825 para traslados locales entre Buenos Aires, San Isidro y Quilmes.

Dr. Blanco Rivera: hacedor de tragedias

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