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CAPÍTULO 1

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INVIERNO

Con el invierno de 1869 llegaron los vientos fríos del sur. Las noches le robaron horas al día y escondieron a los transeúntes bajo las largas sombras de las torres de las iglesias que se extendían a lo largo de las calles porteñas.

Niavasha estaba listo para dar sus primeros pasos a través de los recovecos de la ciudad.

El primer domingo de julio, se colocó su gran sombrero y cargó con el bolso médico a cuestas; el vampiro abandonó su húmedo refugio de gruesas paredes y aroma a encierro, hambriento.

Caminó a paso lento hasta la catedral, que se encontraba cerca del Cabildo de Buenos Aires. Cruzó las plazas por la Recova para huirle a los últimos rastros del día que amenazaban con destruir su rostro —única parte de su piel que no estaba del todo cubierta—.

El vampiro llegó a destino poco antes de que concluyera la última misa del día. No entró. La eucaristía cristiana no tenía poder alguno sobre su persona, como los mitos urbanos alegaban, pero algo dentro de él le impedía acercarse a sitios en los que se alabase a cualquier clase de deidad. Quizás esto se relacionara con su condición inhumana o, tal vez, un recuerdo olvidado de su vida mortal despreciara los símbolos divinos. Le daba igual el motivo, tan solo se negaba a ingresar a las capillas y altares de alabanza, a las celebraciones en honor a cualquier dios. El convento en el que se escondía no le incomodaba, después de todo, porque ya se había deshecho de los simbolismos religiosos.

Se detuvo en la escalinata y esperó. Con sus excepcionales sentidos, oyó los ruegos y la desesperación de quienes temían caer bajo la infame enfermedad que había azotado la ciudad en el pasado y que podría arremeter, otra vez, en cualquier momento. Se deleitó con el pánico de aquellos que habían perdido a sus seres queridos y que creían que la epidemia se trataba de un castigo del cielo que caería también sobre ellos, tarde o temprano.

Niavasha se relamió.

Buscó entre la multitud de voces sin rostro hasta hallar unas cuyas palabras denotaban cierta noción técnica del problema. Los fieles eran casi en su totalidad mujeres, pero allí había también hombres cuyos tonos resaltaban sobre el montón. De seguro iban para acompañar a sus familias o para utilizar la misa como un pretexto para reunirse a debatir sobre la situación política y social de Buenos Aires.

«Médicos jóvenes, tal vez. O abogados quizá, de esos que se creen que lo saben todo sobre el mundo», pensó el vampiro, sonriente. Había hallado su primera conexión con la sociedad porteña.

Clavó su mirada en la entrada de la catedral y esperó a que el gentío comenzara a abandonar el edificio. Entre decenas de largos vestidos asomaban con timidez los pocos pares de pantalones que indicaban, según la calidad de su confección, con quién valía la pena a relacionarse.

Niavasha volvió a relamerse antes de acercarse a dos hombres que conversaban en voz baja mientras avanzaban rumbo a la plaza Mayor. Se detuvo frente a ellos para cortarles el paso, se quitó el sombrero por un instante para hacer una leve reverencia con su cabeza y les dedicó una amable sonrisa.

—Buenas tardes, señor —respondió al gesto uno de los extraños.

El vampiro abrió su mano derecha y la colocó frente a los porteños. En la palma de su guante blanco había una tarjeta de papel escrita con prolija caligrafía cursiva en la que se podía leer el nuevo nombre que ahora portaba: «Doctor Hipólito Blanco Rivera». Luego, con ayuda de su otra mano, giró el texto y les mostró el reverso: «Médico español, mudo. A sus servicios».

Niavasha no era mudo, pero odiaba el sonido discordante de los idiomas modernos, con sus sílabas desafinadas y sin ritmo alguno. Se negaba a pronunciar cualquier lenguaje que no fuese el suyo; para él, la única lengua real era la que hablaban los antiguos, que recitaba las palabras en un cántico constante y melódico.

—Es un placer conocerlo. Nunca lo he visto por la ciudad. ¿Ha llegado usted en barco recientemente? —preguntó el otro hombre, con una ceja en alto.

El vampiro negó. Mentiría. Sabía que los extraños le prestaban atención a su intromisión nada más que porque él llevaba vestimenta de clase, un traje costoso y limpio que había conseguido en Europa antes de su viaje. Guardó su tarjeta de presentación en un bolsillo e hizo señas para que los humanos esperaran por un segundo. Después, abrió su bolso médico y de allí sacó un cuaderno con tapas de cuero del que sobresalían decenas de cintas que marcaban las diferentes páginas. Abrió la primera.

Las frases que había armado eran simples y toscas porque su dominio del español no era todavía perfecto. Las tenía escritas de antemano y respondían a las preguntas que sabía le harían tarde o temprano.

«He viajado por todo el continente con el propósito de invertir mi fortuna en salvar a la gente. He venido para tratar la fiebre», decía el texto.

Una sonrisa se dibujó en el rostro del primer hombre.

—Es usted muy noble, Dr. Rivera. ¿Le interesaría conversar con los médicos de nuestra ciudad sobre el tema? Quizás este encuentro haya sido dictado por el destino. —Extendió su mano—. Yo soy el doctor Luis Tamini y este es mi colega, Santiago Larrosa.

Ambos hombres estrecharon la mano del vampiro con confianza.

—No sé si lo sabe, pero los casos de fiebre han disminuido con los años. La epidemia ya está bajo control2, aunque siempre es reconfortante saber que el cuerpo médico de la ciudad está listo para cumplir con su labor —explicó el doctor Larrosa.

La conversación se extendió por algunos minutos. Ambos profesionales locales hacían preguntas sencillas al recién llegado y le hablaban sobre sus métodos y logros hasta el momento.

—¡Tengo una idea fantástica! —exclamó Tamini, de repente, cuando las calles se volvían demasiado oscuras para ser transitadas—. Imagino, doctor Rivera, que usted no conoce a nadie en Buenos Aires todavía, ¿no es así? —Sin esperar por una respuesta, añadió—: ¿Le interesaría entonces que organizara un almuerzo entre colegas la próxima semana? Estoy convencido de que podremos aprender mucho de su experiencia.

Niavasha sonrió otra vez. Tomó una pluma de su bolso y escribió en la última página del cuaderno: «Cena por favor, tengo compromisos previos». No podía arriesgarse a caminar por la ciudad bajo los rayos del sol.

—Comprendo, debe tener planes y obligaciones durante la jornada —respondió Tamini, pensativo—. No hay problema, doctor Rivera. Permítame anotarle mi dirección.

El médico porteño acomodó sus lentes, tomó la moderna pluma de viaje que el vampiro le ofrecía y anotó con ella sobre el cuaderno. Seleccionó una fecha y un horario. Debajo, colocó la ubicación del hogar.

—Lo estaré esperando, doctor Rivera. Estoy seguro de que nuestros colegas se alegrarán de recibirlo —aseguró Tamini—. Si necesita que le mostremos la ciudad, no dude en ponerse en contacto con nosotros.

—He de admitir que siento curiosidad por su historia, así que espero que la lleve escrita o que se anime a resolver nuestros interrogantes —añadió Larrosa, de buen humor—. Claro está, solo si usted así lo desea.

Niavasha asintió para indicar que estaba preparado para responder a casi cualquier pregunta. Agachó luego su cabeza en señal de respeto y se marchó.

Todavía tenía que hallar un hospedaje real al cual remitirse cuando le cuestionaran al respecto, pero, antes, la prioridad era alimentarse. Llevaba tiempo sin comer y su autocontrol comenzaba a flaquear. Se hallaba en el límite de su cordura.

Con sus primeras conexiones establecidas, el siguiente paso era mantener un perfil bajo, pasar desapercibido con pequeños bocados hasta que existiera suficiente confianza con sus supuestos colegas. Después, podría darse su festín. Necesitaba ser paciente.

2. Los brotes de fiebre disminuyeron considerablemente entre 1859 y 1869. Fue recién al año siguiente, en 1870, que la situación comenzó a escalar hasta convertirse en epidemia.

Dr. Blanco Rivera: hacedor de tragedias

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